Los hermanos de Aunay, que acababan de salir de la torre de Nesle, vacilaban, indecisos, en el limo y escrutaban la oscuridad.
Su barquero había desaparecido.
—Te dije que el hombre no me gustaba —dijo Felipe—. No debimos confiar.
—Le di demasiado dinero —respondió Gualterio—. El muy tuno habría juzgado que se había ganado la jornada y se había ido a ver el suplicio.
—¡Ojalá sólo se trate de eso!
—¿Y qué otra cosa podría ser?
—No lo sé. Pero me da mala espina. El hombre se nos ofrece para cruzar el río, quejándose de que no había ganado nada en todo el día, le decimos que aguarde y se va.
—¿Qué queríais? No podíamos elegir; era el único.
—Justamente —dijo Felipe—. Además, hacía demasiadas preguntas.
Afinó el oído para intentar percibir cualquier ruido de chapoteo de remos; pero sólo se oía el rumor del río y el más disperso de la gente que regresaba a sus casas en París. Más allá, en el islote de los Judíos, que desde el día siguiente comenzaría a ser llamado el islote de los Templarios, todo se había apagado. El olor a humo se entremezclaba con el rancio del Sena.
—No nos queda otro remedio que regresar a pie —dijo Gualterio. Nos enfangaremos las calzas hasta los muslos, pero, con todo, valía la pena.
Avanzaron a lo largo de la muralla del palacio de Nesle, dándose el brazo para evitar un resbalón.
—Me pregunto quién se las habrá dado —dijo Felipe.
—¿Qué cosa?
—Las escarcelas.
—¡Ah, todavía piensas en eso! —respondió Gualterio—. Te confieso que a mí no me preocupa en absoluto. ¿Qué importa la procedencia, si el regalo te gusta?
Al mismo tiempo acariciaba la escarcela que pendía de su cintura, sintiendo bajo sus dedos el relieve de las piedras preciosas.
—No debe de ser alguien de la corte —replicó Felipe—. Margarita y Blanca no se hubieran arriesgado a que nos vieran con esas joyas. A menos… que hayan fingido que se las han regalado, y las hayan pagado de su bolsillo.
Ahora estaba dispuesto a atribuir a Margarita cualquier delicadeza de espíritu.
—¿Qué prefieres? —preguntó Gualterio—. ¿Saber o tener?
Felipe iba a responder, cuando sonó un apagado silbido delante de ellos. Sobresaltados, ambos echaron mano a la daga; un encuentro en tal lugar y a tal hora era, seguramente, un mal encuentro.
—¿Quién va? —preguntó Gualterio.
Oyeron otro silbido y ni siquiera tuvieron tiempo de ponerse en guardia.
Seis hombres, surgidos de la noche, se alzaron sobre ellos. Tres de los asaltantes atacaron a Felipe, y sujetando sus brazos contra la pared, le impidieron servirse de la daga. Los tres restantes cumplían igual faena con Gualterio. Éste había derribado a uno de los agresores, o mejor dicho, uno de los agresores se había desplomado al esquivar uno de los golpes de su daga. Pero los otros dos sujetaron a Gualterio de Aunay por la espalda y, retorciendo su muñeca, le obligaron a soltar el arma. Felipe sintió que trataban de robarle la escarcela.
Imposible pedir socorro. Si los guardias del palacio de Nesle acudían, podían luego exigirles que explicaran su presencia en aquel lugar. Ambos decidieron callar. Era preciso salir del trance por sí mismos, o sucumbir.
Felipe, arqueado contra el muro, se debatía con la energía de la desesperación. No quería que le quitaran la escarcela. De pronto, el objeto se había convertido en su más preciado tesoro y estaba decidido a todo para no perderlo. Gualterio se sentía más inclinado a parlamentar. Que les robaran, pero que los dejaran con vida. Porque lo más probable era que arrojaran sus cadáveres al Sena después de despojarlos de cuantas prendas de valor llevaran.
En este momento surgió otra sombra de la noche.
Uno de los agresores lanzó un grito.
—¡Alerta compañeros, alerta!
El recién llegado se había arrojado al centro mismo de la refriega. Su espada refulgía como un relámpago.
—¡Tunos!, ¡canallas!, ¡patanes! —gritaba con su poderosa voz, distribuyendo golpes al azar.
Los forajidos huían como moscas ante sus molientes.
Como uno de ellos quedara al alcance de su mano libre, lo asió del cuello y lo alzó contra el muro. El grupo entero huyó a toda prisa. Se oyó el ruido de la precipitada carrera a lo largo de los fosos y luego reinó el silencio.
Jadeando, vacilante, Felipe se acercó a su hermano.
—¿Herido? —preguntó.
—No —dijo Gualterio, sin aliento, frotándose el hombro—. ¿Y tú?
—Tampoco yo. Es un milagro haber salido con vida.
Al mismo tiempo se volvieron hacia su salvador que venía hacia ellos enfundando su espada. Era muy alto, fornido, potente; las ventanas de su nariz dejaban escapar un soplido de bárbaro.
—¡Y bien, messire! —dijo Gualterio—. Os estamos muy agradecidos. Sin vos, no habríamos tardado en flotar en el río, panza al cielo. ¿A quién debemos el honor?
El hombre se reía de manera estentórea, aunque un poco forzada. Luego la luna de entre las nubes y los dos hermanos reconocieron al conde Roberto de Artois.
—¿Eh? ¡Pardiez, monseñor, sois vos!… —exclamó Felipe.
—¿Eh? ¡Por el diablo, jovencitos! —respondió el hombre—. ¡También y os reconozco! ¡Los hermanos de Aunay! —exclamó—. Los más apuestos mozos de la corte. ¡Voto al diablo que no lo esperaba!… Pasaba por la orilla, oí el ruido que hacíais, y me dije: «Algún pacífico burgués está en apuros». Hay que reconocer que París está infestado de pillos. Lo que es ese Ployebouche como preboste… ¡Mejor sería llamarlo Ployecul!…[16]. ¡Más se preocupa de lamer los escarpines de Marigny que de sanear la ciudad!
—¡Monseñor! —dijo Felipe—, no sabemos como agradeceros…
—No tiene importancia —dijo Roberto de Artois, que trastabilló—. ¡Ha sido un placer! El impulso natural de todo gentilhombre es acudir en socorro de los desvalidos. Pero la complacencia es mayor si se trata de señores de nuestro conocimiento. Estoy encantado de haber conservado a mis primos Valois y Poitiers sus mejores escuderos. Es una pena, sin embargo, que estuviera tan oscuro. ¡Pardiez! Si la luna se hubiera mostrado antes, me habría gustado destripar a alguno de esos bribones. No me atreví a hacerlo por temor a horadaros… Pero, decidme, donceles, ¿qué diablos buscáis en este fangal?
—Nos… paseábamos —dijo Felipe de Aunay.
El gigante estalló en una carcajada.
—¡Os paseabais! ¡Bonito lugar y bonita hora para ello!… Paseabais con el barro hasta las nalgas. ¡Ah, los jóvenes! Siempre la respuesta pronta… Amoríos, ¿verdad? ¡Asuntos de mujeres! —dijo jovialmente, aplastando otra vez el hombro de Felipe—. ¡Siempre con los calzones en llamas! Bella edad la vuestra…
De pronto vio las escarcelas que centelleaban a la luz de la luna.
—¡Ah, pillastres! —exclamó—. ¡Con los calzones en llamas, pero a buen precio! Hermoso adorno, donceles míos, hermoso adorno.
Sopesaba la escarcela de Gualterio.
Flecos de oro, trabajo fino… italiano, o quizás ingles. Y flamante… No hay paga de escudero que permita tales lujos. ¡No andaban errados los salteadores!
Se agitaba, gesticulaba, sacudía a empellones a los jóvenes. En la penumbra se le veía como un figurón rojizo, enorme, alborotador, licencioso. Comenzaba a atacar los nervios de ambos hermanos. Pero ¿cómo decir a un hombre que acababa de salvarte la vida que no se entrometa en lo que no le concierne?
—El amor vale la pena, mocitos —prosiguió diciendo, en tanto que echaba a andar en medio de los dos—. Preciso será creer que vuestras amantes son de alcurnia y muy generosas… ¡Ah, estos pillastres de Aunay! ¿Quién lo hubiera creído?
—Monseñor se equivoca —dijo Gualterio fríamente—. Las escarcelas son recuerdos de familia…
—Justamente, de eso estaba seguro —dijo de Artois—. ¡De una familia a quien acabáis de visitar, cerca de media noche, bajo los muros de la torre de Nesle! Bien, bien, callaremos. Y os lo apruebo, mocitos. ¡Hay que guardar el buen nombre de las damas con quienes uno se acuesta! Id en paz. Y no salgáis más de noche con toda vuestra joyería encima.
Soltó otra carcajada, aplastó a ambos hermanos, uno contra otro en un amplio abrazo y los dejó plantados allí mismo, inquietos, contrariados, sin darles tiempo de reiterarle su gratitud. Franqueó el puentecillo sobre el foso, y se alejó por los campos en dirección de Saint Germain-des-Prés. Los hermanos de Aunay remontaron hacia la puerta Buci.
—Más nos valdría que no contara a la corte dónde nos encontró —dijo Gualterio—. ¿Crees que será capaz de mantener cerrada la bocaza?
—Claro está que sí —dijo Felipe—. No es mal sujeto. La prueba es que sin su bocaza, como dices, y sin sus manazas, no estaríamos aquí. No seamos ingratos; por lo menos tan pronto.
—Además, también nosotros hubiéramos podido preguntarle qué hacía él por estos parajes.
—Juraría que andaba tras alguna buscona. Ahora debe de encaminarse hacia el burdel —dijo Felipe.
Se equivocaba. Roberto de Artois sólo había dado un rodeo por el Pré-aux-Clercs. Al poco rato, volviendo a la ribera, andaba por las cercanías de la torre de Nesle.
De Artois emitió el mismo silbido corto que presidió a la batahola.
Seis sombras, como antes, se separaron de la pared, más una séptima que se alzó de una barca. Pero ahora las sombras mantenían una actitud respetuosa.
—Buen trabajo —dijo de Artois—. Sucedió como yo lo había pedido. Toma, Carl-Hans —agregó, llamando al jefe de los bribones—, repartíos esto.
Le arrojó una bolsa.
—Monseñor, me propinasteis un fuerte golpe en el hombro —dijo uno de los salteadores.
—¡Bah! Estaba incluido en la paga —respondió de Artois riendo—. Desapareced, ahora. Si vuelvo a necesitaros, os avisaré.
Luego subió a la barca, que lo aguardaba y que se hundió bajo su peso. El hombre que asía los remos era el mismo barquero que condujera a los hermanos de Aunay.
—Entonces, monseñor, ¿estáis satisfecho? —preguntó.
Había perdido el tono quejumbroso, parecía diez años más joven, y no escatimaba sus fuerzas.
—¡Completamente, mi viejo Lormet! Has desempeñado tu papel a las mil maravillas —dijo el gigante—. Ahora sé lo que quería saber.
Se echó hacia atrás en la barca, extendió las monumentales piernas y dejó que su gran zarpa pendiera sobre el agua negra.