II. LOS PRISIONEROS DEL TEMPLE

La muralla estaba cubierta de salitre. Una vaporosa claridad amarillenta comenzaba a descender hacia la sala cavada en el subsuelo.

El prisionero que dormitaba con los brazos plegados bajo el mentón se estremeció y se irguió bruscamente, huraño, palpitante. Durante un momento permaneció inmóvil, mirando la bruma de la mañana que se deslizaba por el tragaluz. Escuchaba. Nítidos, aunque ahogados por el espesor de los enormes muros, llagaban hasta él los tañidos de las campanas anunciando las primeras misas: campanas parisienses, de Saint Martín, de Saint Merry, de Saint Germain L’Auxerrois, de Saint Eustache y de Notre Dame, campesinas campanas de las cercanas aldeas de la Courtielle, de Clignancourt y de Montmartre.

El prisionero no percibió ruido alguno que pudiera inquietarlo. Era sólo la angustia lo que le había sobresaltado, aquella angustia que le sobrevenía a cada despertar, así como en cada sueño tenía una pesadilla.

Cogió la escudilla de madera y bebió un gran trago de agua para calmar la fiebre que no lo abandonaba desde hacía ya muchos días. Después de beber, dejó que el agua se aquietara y se miró en ella, como en un espejo. La imagen que logró captar, imprecisa y oscura, era la de un centenario. Permaneció unos instantes buscando un resto de su antiguo aspecto en aquel rostro flotante, en aquella barba macilenta, en aquellos labios hundidos en la boca desdentada, en la nariz afilada, que temblaban en el fondo de la escudilla.

Se levantó lentamente y dio algunos pasos, hasta que sintió el tirón de la cadena que lo amarraba al muro. Entonces comenzó a gritar:

—¡Jacobo de Molay! ¡Jacobo de Molay!, ¡soy Jacobo de Molay!

Nada le respondió, lo sabía; nada debía responderle.

Pero necesitaba gritar su propio nombre, para impedir que su espíritu se disminuyera en la demencia, para recordarse que había mandado ejércitos, gobernado provincias, ostentando un poder igual al de los soberanos y que, mientras conservara un soplo de vida, seguiría siendo, aun en aquel calabozo, el gran maestre de la Orden de los Caballeros del Temple[5].

Por un exceso de crueldad o de escarnio, se veía encerrado, lo mismo él que los principales dignatarios, en las salas bajas, transformadas en cárcel de la torre mayor del palacio del Temple, ¡en su propia casa matriz!

—¡Y fui y quien hizo construir esta torre! —murmuró el gran maestre, colérico, golpeando la muralla con el puño.

Su gesto le arrancó un grito; se había olvidado de que tenía el pulgar destrozado por las torturas. ¿Pero qué lugar de su cuerpo no se había convertido en una llaga o en asiento de un dolor? La sangre circulaba mal por sus piernas y sentía calambres desesperantes desde que lo habían sometido al suplicio de los borceguíes. Con las piernas atadas a unas tablas, había sentido hundírsele en las carnes las uñas de roble sobre las cuales sus torturadores golpeaban con mazos, mientras la voz fría, insistente, de Guillermo de Nogaret, guardasellos del reino, lo apremiaba a confesar. ¿Pero confesar qué…?, y se había desvanecido.

Sobre su carne lacerada, desgarrada, la suciedad, la humedad y la falta de alimentos, hicieron su obra.

Había padecido también, últimamente, el tormento de la garrucha, tal vez el más espantoso de todos los que sufriera. Ataron a su pie derecho el peso de ochenta kilos y por medio de una cuerda y de una polea, lo izaron, ¡a él, a un anciano!, hasta el techo. Y siempre con la voz siniestra de Guillermo de Nogaret: «Vamos, messire, confesad…». Y como se obstinara en negar, tiraron de él una y otra vez, más fuerte y más rápido, del suelo a la bóveda. Sintiendo que sus miembros se desgarraban, que le estallaba el cuerpo, comenzó a gritar que confesaría, sí, todo, cualquier crimen, todos los crímenes del mundo. Sí, los Templarios practicaban la sodomía entre ellos; sí, para entrar en la Orden debían escupir sobre la cruz; sí, adoraban a un ídolo con cabeza de gato; sí, se entregaban a la magia, a la hechicería, al culto del diablo; sí, malversaban los fondos que les habían fomentado una conspiración contra el Papa y el rey… ¿Y qué más, qué más?

Jacobo de Molay se preguntaba cómo había podido sobrevivir a todo aquello. Sin duda las torturas, sabiamente dosificadas, nunca habían sido llevadas hasta el extremo de hacerle correr peligro de muerte, y también porque la constitución de un viejo caballero hecho a la guerra tenía mayor resistencia de la que él mismo suponía.

Se arrodilló, con los ojos fijos en el rayo de la luz del respiradero.

—Señor, Dios mío —dijo—, ¿por qué pusisteis menos fuerza en mi alma que en mi cuerpo? ¿He sido indigno de dirigir la Orden? No me evitasteis caer en la cobardía, evitad, Señor, que caiga en la locura. Ya no podré resistir mucho tiempo, siento que no podré.

Hacía siete años que estaba encadenado; sólo salía de la prisión para ser arrastrado ante la comisión inquisidora y sometido a toda clase de amenazas de legistas y presiones de teólogos. Con semejante trato, no era de extrañar que temiera volverse loco. A menudo había intentado domesticar una pareja de ratones que acudía todas las noches a roer los restos de su pan. Pasaba de la cólera a las lágrimas; de la crisis de devoción, al deseo de violencia; del enervamiento, a la furia.

—¡Lo pagarán! —se repetía—. ¡Lo pagarán!

¿Quién debía pagar? Clemente, Guillermo, Felipe, el Papa, el guardasellos, el rey… Morirían. Molay no sabía cómo, pero seguramente en medio de atroces sufrimientos. Tendrían que expiar sus crímenes. Remachaba sin cesar los tres nombres aborrecidos. Todavía de rodillas y con la barba alzada hacia el tragaluz, el gran maestre suspiró.

—Gracias, Señor, Dios mío, por haberme dejado el odio. Es la única fuerza que me sostiene.

Se incorporó con esfuerzo y volvió al banco de piedra empotrado en el muro, que le servía de asiento y de lecho.

¿Quién hubiera imaginado que llegaría a ese extremo?

Su pensamiento lo llevaba continuamente hacia su juventud, hacia el adolescente que fuera cincuenta años atrás, cuando descendió por las laderas de su Jura natal para correr gran aventura.

Como todos los segundones de la nobleza, había soñado con vestir el largo manto blanco con la cruz negra que era el uniforme de la Orden del Temple. El solo nombre de Templario evocaba entonces exotismo y epopeya; los navíos con las velas henchidas singlando hacia Oriente sobre el mar azul, las cargas al galope en las arenas, los tesoros de Arabia, los cautivos rescatados, las ciudades tomadas y saqueadas, las fortalezas gigantescas. Se decía también que los Templarios tenían puertos secretos donde embarcaban hacia continentes desconocidos…

Jacobo de Molay había realizado su sueño; había navegado y había habitado fortalezas rubias de sol, había marchado orgullosamente a través de ciudades lejanas, por calles perfumadas de especias e incienso, vestido con el soberbio manto, cuyos pliegues caían hasta las espuelas de oro.

Había ascendido en la jerarquía de la Orden mucho más de lo que nunca se habría atrevido a esperar, sobrepasando todas las dignidades, hasta que por fin sus hermanos lo eligieron para desempeñar la suprema función de gran maestre de Francia y de Ultramar, al mando de quince mil caballeros.

Todo para concluir en aquel sótano, en aquella podredumbre y desnudez. Pocos destinos mostraban tan prodigiosa fortuna seguida de tan gran decadencia…

Jacobo de Molay, con ayuda de un eslabón de su cadena, trazaba en el tabique del muro vagos diseños que figuraban las letras de «Jerusalem», cuando oyó pesados pasos y ruido de armas en la escalera que descendía hasta su calabozo.

La angustia volvió a oprimirlo, pero esta vez con motivo. La puerta rechinó al abrirse y, detrás del carcelero, Molay distinguió a cuatro arqueros con túnica de cuero y la pica en la mano. Delante de sus caras el aliento formaba tenues nubecillas de vapor.

—Venimos en vuestra busca, messire —dijo el jefe del pelotón.

Molay se levantó sin decir palabra.

El carcelero se acercó, y con grandes golpes de martillo y buril hizo saltar el pasador que unía la cadena a las anillas de hierro, que aprisionaban los tobillos del prisionero.

Éste ajustó a sus hombros descarnados su manto de gloria, ahora simple harapo grisáceo cuya cruz negra se deshacía en jirones sobre la espalda.

Luego se puso en marcha. Aún le restaba a aquel anciano agotado, tambaleante, cuyos pies entorpecidos por el peso de los hierros subían los escalones de la torre cierta apostura del jefe guerrero que, desde Chipre, mandaba a todos los cristianos de Oriente.

«Señor Dios mío, dadme fuerzas —murmuraba en su fuero íntimo. Sólo un poco de fuerza». Para encontrarla iba repitiendo los nombres de sus tres enemigos Clemente, Guillermo, Felipe…

La bruma colmaba el vasto patio del Temple, encapuchaba las torrecillas del muro exterior, se deslizaba entre las almenas y acolchaba la aguja de la gran iglesia de la Orden.

Un centenar de soldados con las armas en el suelo se hallaban reunidos alrededor de una carreta abierta y cuadrada.

De más allá de las murallas llegaba el rumor de París y, algunas veces, el relincho de un caballo cruzaba los aires con desgarradora tristeza.

En medio del patio, messire Alán de Pareilles, capitán de los arqueros del rey, el hombre que asistía a todas las ejecuciones, que acompañaba a los condenados hacia los juicios y al palo del tormento, caminaba con paso lento impasible el rostro, con expresión de fastidio. Sus cabellos de color de acero le caían en cortos mechones sobre la frente cuadrada. Llevaba cota de malla, espada al cinto y sostenía su casco bajo el brazo.

Volvió la cabeza al oír que salía el gran maestre, y éste al verlo, sintió que palidecía, si aún era capaz de palidecer.

Por lo general no se desplegaba tanto aparato para los interrogatorios; nunca había carretas ni hombres armados. Algunos guardias del rey iban en busca de los acusados para pasarlos en una barca al otro lado del Sena, comúnmente a la caída de la tarde.

—Entonces, ¿es cosa juzgada? —preguntó Molay al capitán de los arqueros.

—Lo es, messire —respondió éste.

—¿Sabéis cuál es el fallo, hijo mío? —dijo Molay, tras breve vacilación.

—Lo ignoro, meciere. Tengo orden de conduciros a Notre Dame para escuchar la sentencia.

Hubo un silencio, y luego Jacobo de Molay volvió a preguntar:

—¿En qué día estamos?

—Hoy es lunes, después de San Gregorio.

La fecha correspondía al 18 de marzo de 1314[6].

«¿Me llevan hacia la muerte?» —se preguntaba Molay.

De nuevo se abrió la puerta de la torre y, escoltados por guardias, hicieron su aparición otros tres dignatarios de la Orden, el visitador general, el preceptor de Normandía y el comandante de Aquitania.

También ellos tenían cabellos blancos, blancas barbas hirsutas y párpados entornados sobre enormes órbitas; sus cuerpos flotaban embutidos en los mantos harapientos.

Durante unos instantes permanecieron inmóviles, parpadeando como grandes pájaros nocturnos deslumbrados por la luz del día.

El primero en precipitarse para abrazar al gran maestre, enredándose en sus cadenas, fue el preceptor de Normandía, Godofredo de Charnay. Una larga amistad unía a ambos. Jacobo de Molay había apadrinado en su carrera a Charnay, diez años más joven que él, en quién veía a su sucesor.

Una profunda cicatriz cortaba la frente de Charnay. Era una huella de antiguo combate, en el que un golpe de espada le había desviado también la nariz. Aquel hombre rudo de rostro cincelado por la guerra hundió la frente en el hombro del gran maestre para ocultar sus lágrimas.

—Animo, hermano mío, ánimo —dijo éste, estrechándole en sus brazos—. Animo, hermanos míos —repitió luego al abrazar a los otros dos dignatarios.

Se acercó un carcelero.

Messire, tenéis derecho a ser desherrados —dijo.

El gran maestre separó las manos con gesto amargo y fatigado.

—No tengo el denario —respondió.

Pues para que les quitaran las argollas a cada salida los Templarios debían pagar un denario de la cantidad que se les destinaba para pagar la innoble pitanza, el jergón de la celda y el lavado de la camisa. ¡Otra crueldad supletoria de Nogaret, muy acorde con sus procedimientos! Eran inculpados, no condenados, tenían pues derecho a una indemnización por su mantenimiento; pero estaba calculada de tal forma que ayunaban cuatro días de cada ocho, dormían sobre piedra y se pudrían en la suciedad.

El preceptor de Normandía sacó de un viejo bolso de cuero que pendía de su cintura los dos denarios que le quedaban y los arrojó al suelo, uno para sus hierros y otro para los del gran maestre.

—¡Hermano! —exclamó Jacobo de Molay, intentando impedírselo.

—Para lo que nos va a servir… —repuso Charnay—. Aceptadlos, hermano; no veáis en ello ningún mérito.

—Si nos deshierran, puede ser buena señal —dijo el visitador general—. Tal vez el Papa haya intercedido por nosotros.

Los pocos dientes y rotos que le quedaban le hacían emitir un silbido al hablar, y tenía las manos hinchadas y temblorosas.

El gran maestre se encogió de hombros y señaló los cien arqueros alineados.

—Preparémonos a morir, hermano —respondió.

—Ved lo que han hecho —gimió el comandante de Aquitania, recogiendo su manga.

—Todos hemos sido torturados —respondió el gran maestre.

Desvió la mirada, como lo hacía siempre que se le hablaba de torturas. Había cedido y firmado confesiones falsas y no se lo perdonaba.

Con los ojos recorrió el inmenso recinto, sede y símbolo del poderío del Temple.

—«Por última vez» —pensó.

Por última vez contemplaba aquel formidable conjunto, con su torreón, su iglesia, sus edificios, casas, patios y huertos, verdadera fortaleza en pleno París[7].

Era allí donde los Templarios, desde hacía siglos, habían vivido, orado, dormido, juzgado, organizado y decidido sus lejanas expediciones; en ese torreón había sido depositado el tesoro del reino de Francia, confiado a su cuidado y administración. Allí habían hecho su entrada, después de las desastrosas expediciones de San Luis y la pérdida de Palestina y de Chipre, arrasando en pos de sí sus escuderos, los mulos cargados de oro, los corceles árabes y los esclavos negros.

Jacobo de Molay volvía a revivir aquel retorno de vencidos, que conservaba aún aire de epopeya.

«Nos habíamos vuelto inútiles y no lo sabíamos —pensaba el gran maestre—. Seguíamos hablando de cruzadas y de reconquistas… Tal vez conservábamos demasiada altanería y privilegios, sin que nada lo justificara».

De milicia permanente de la Cristiandad se habían convertido en banqueros omnipotentes de la Iglesia de la realeza. Cuando uno tiene muchos deudores, adquiere rápidamente enemigos.

¡Ah, la maniobra real había sido bien llevada! El drama se inició el día en que Felipe el Hermoso pidió ingresar a la Orden, con la evidente intención de convertirse en gran maestre. El cabildo había respondido con una negativa tajante y sin apelación.

«¿Me equivoqué? —se preguntaba Jacobo de Molay por centésima vez—. ¿No fui demasiado celoso de mi autoridad? No, no podía proceder de otra manera; nuestra regla era terminante: ningún príncipe soberano podía gozar de mando en nuestra Orden».

El rey Felipe jamás había olvidado aquella insultante repulsa. Comenzó a actuar con astucia, y siguió colmando de favores y de pruebas de amistad a Molay. ¿Acaso el gran maestre no era padrino de su hija Isabel? ¿No era, por ventura, el sostén del reino?

Pero pronto el tesoro real fue transferido del Temple al Louvre. Al mismo tiempo, se inició una sorda y venenosa campaña de denigración contra los Templarios. Se decía, y se hacía decir en los lugares públicos y en los mercados, que especulaban con la cosecha y que eran responsables del hambre; que pensaban más en acrecentar su fortuna que en reconquistar el Santo Sepulcro de mano de los paganos. Como usaban el rudo lenguaje de la milicia, se les tildaba de blasfemos. Se inventó la expresión «Jurar como Templario». Y de la blasfemia y la herejía sólo hay un paso. Se decía que tenían costumbres contrarias a la naturaleza y que sus esclavos negros eran hechiceros…

Claro que no todos nuestros hermanos olían a santidad y que a muchos la inactividad les perjudicaba.

Se decía, sobre todo, que durante las ceremonias de recepción obligaban a los neófitos a renegar de Cristo a escupir sobre la Cruz y que se les sometía a prácticas obscenas.

Con el pretexto de acallar estos rumores, Felipe había propuesto al gran maestre, por el honor de la Orden, iniciar una investigación.

«Y acepté —pensaba Molay—. Fui despreciablemente engañado… me mintieron».

Pues un cierto día del mes de octubre de 1307… ¡Ah, cómo recordaba Molay aquel día!… «Era un viernes día 13… La víspera, todavía me abrazaba y me llamaba su hermano, otorgándome el primer lugar en el entierro de su cuñada, la emperatriz de Constantinopla…».

El viernes 13 de octubre de 1307, el rey Felipe, mediante una gigantesca redada policial preparada con mucha anticipación, hacía detener al alba a todos los Templarios de Francia, bajo inculpación de herejía, en nombre de la Inquisición. Y el mismo Nogaret había venido a apresar a Jacobo de Molay y a los ciento cuarenta caballeros de la casa matriz.

El grito de una orden hizo sobresaltar al gran maestre. Messire Alán de Pareilles hacía alinearse a sus arqueros. Se había puesto el yelmo; y un soldado sostenía su caballo y le presentaba el estribo.

—Vamos —dijo el gran maestre.

Los prisioneros fueron empujados hacia la carreta. Molay subió primero. El comandante de Aquitania, el hombre que había rechazado a los turcos en San Juan de Arce no salía de su aturdimiento; fue preciso izarlo. El hermano visitador movía los labios hablando a solas sin cesar. Cuando a Godofredo de Charnay le llegó el turno de subir, un perro invisible comenzó a aullar del lado de los establos.

Luego, tirada por cuatro caballos a la pesada carreta se puso en movimiento.

Se abrió el gran portal y se elevó un inmenso clamor.

Varios cientos de personas, todos los habitantes del barrio del Temple y de los barrios vecinos se apretujaban contra las paredes. Los arqueros de la vanguardia tuvieron que apelar a golpes de pica para abrirse camino.

—¡Paso a la gente del rey! —gritaban los arqueros.

Alán de Pareilles dominaba el tumulto, erguido en su cabalgadura y con su sempiterna expresión impasible y ceñuda.

Pero al aparecer los Templarios, cesó el clamor en el acto. Ante el espectáculo de aquellos cuatro hombres viejos y desencarnados, que las sacudidas de la carreta lanzaban unos contra otros, los parisienses tuvieron un momento de mudo estupor, de espontánea compasión.

Luego se oyeron gritos de: «¡Muerte a los herejes!», lanzados por guardias reales mezclados entre la multitud. Entonces, aquellos que siempre están dispuestos a apoyar al poderoso y mostrar bravura cuando nada se arriesga, iniciaron su concierto de voces destempladas:

—¡A la hoguera!

—¡Ladrones!

—¡Idólatras!

—¡Miradlos! ¡Hoy no están tan orgullosos esos paganos! ¡A la hoguera!

Insultos, burlas y amenazas surgían al paso del cortejo. Pero la furia no era general. Gran parte de la multitud seguía guardando silencio, y ese silencio, por prudente que fuera, no resultaba menos significativo.

Pues en siete años el sentimiento popular había cambiado. Se sabía cómo había sido llevado el proceso. Muchos se habían topado con Templarios a la puerta de las iglesias, mostrando al pueblo los huesos quebrados en el potro de los tormentos. En varios pueblos de Francia se había visto morir a los caballeros por decenas en las hogueras. Se sabía que algunos eclesiásticos se habían negado a participar en el juicio y que fue necesario nombrar nuevos obispos, como el hermano del primer ministro, Marigny, para llevar a cabo la tarea. Se decía que el propio Papa Clemente V, había cedido contra su deseo, porque estaba en manos del rey y temía padecer la misma suerte de su predecesor, el Papa Bonifacio, abofeteado en su trono. Además, en aquellos años, el trigo no se había vuelto más abundante, el pan se había encarecido, y era preciso admitir que los Templarios no tenían la culpa.

Veinticinco arqueros, con el arco en banderola y la pica al hombro, marchaban delante de la carreta, veinticinco más iban a cada lado, y otros tantos cerraban el cortejo.

«¡AH, si aún nos quedara un ápice de fuerza en el cuerpo!», —pensaba el gran maestre. A los veinte años hubiera saltado sobre un arquero, le habría arrancado la pica y hubiera intentado escapar o bien habría luchado hasta morir.

Detrás de él, el hermano visitador murmuraba entre sus dientes rotos:

—No nos condenarán. No puedo creer que nos condenen. Ya no somos peligrosos.

El comandante de Aquitania, en medio de su atontamiento murmuraba:

—¡Qué agradable es salir! ¡Qué agradable, respirar aire fresco! ¿Verdad, hermano?

El preceptor de Normandía posó la mano sobre el brazo del gran maestre.

Messire —dijo en voz baja—, veo que en medio de la multitud algunas gentes lloran y otras se persignan. No estamos solos en nuestro calvario.

—Esas gentes pueden compadecernos; pero no pueden hacer nada por salvarnos —respondió Jacobo de Molay—. No. Busco otras caras.

El preceptor comprendió a qué última e insensata esperanza se aferraba el gran maestre. Sin proponérselo también se dedicó a escrutar la multitud. Pues un cierto número de caballeros del Temple había escapado de la redada de 1307. Algunos se refugiaron en los conventos, otros se enclaustraron y vivían en la clandestinidad, ocultos en la campiña y en los pueblos; otros huyeron a España, donde el rey de Aragón, negándose a cumplir las imposiciones del rey de Francia y del Papa, reconoció sus encomiendas a los Templarios y fundó con ellos una nueva Orden. Y restaban, por fin, aquellos que, después de un juicio ante los tribunales relativamente clementes, fueron confiados a la custodia de los Hospitalarios. Muchos de esos caballeros seguían vinculados entre sí y mantenían una especie de red secreta.

Y Jacobo de Molay se decía que tal vez…

Tal vez habían preparado una conspiración… tal vez en la esquina de Blancs-Manteaux, o en la calle de la Bretonnerie, o del claustro de Saint Merry, surgiera un grupo de hombres, que, sacando sus armas de debajo de las cotas, se abalanzara sobre los arqueros; mientras otros, apostados en las ventanas, arrojarían proyectiles. Un carro, lanzado al galope, podría bloquear el paso y acabar de sembrar el pánico…

Mas ¿por qué habrían de hacer nuestros antiguos hermanos tal cosa? —pensó Molay—. ¿Para liberar a su gran maestre que los ha traicionado, que ha renegado de la Orden, que ha cedido a las torturas…?

No obstante, se obstinaba en observar a la multitud lo más lejos posible; pero sólo distinguía a padres de familia con sus niños sobre los hombros, niños que más tarde cuando se mentara delante de ellos a los Templarios, sólo recordarían a cuatro ancianos barbudos y temblorosos rodeados de soldados como públicos malhechores.

El visitador general seguía murmurando para sí, y el vencedor de San Juan de Arce no cesaba de repetir lo agradable que era dar un paseo por la mañana.

El gran maestre sintió que se formaba en su interior la misma cólera semidemente que lo asaltaba con frecuencia en la prisión, haciéndole gritar y golpear los muros. Seguramente ejecutaría un acto de violencia. No sabía qué… pero sentía la necesidad de realizarlo.

Admitía su muerte casi como una liberación, mas no acertaba a morir injustamente y mucho menos, deshonrado. El prolongado hábito de la guerra agitaba por última vez su sangre de anciano. Quería morir combatiendo.

Buscó la mano de Godofredo de Charnay, su amigo, su compañero, el último hombre fuerte que tenía a su lado, y la estrechó.

El preceptor, alzando los ojos, vio sobre las sienes hundidas del gran maestre las arterias que latían serpenteando como azules culebras.

El cortejo llegaba al puente de Notre Dame.