CAPÍTULO VIII

Cuando despertó, hacía rato que había pasado el mediodía. Su criado había entrado varias veces de puntillas en el cuarto para ver si se movía, preguntándose qué haría dormir hasta tan tarde a su joven amo. Al fin sonó la campana y Víctor entró calladamente con una taza de té y un montón de cartas en una antigua bandejita de Sévres. Después descorrió las cortinas de raso verde, con brillante forro azul, que colgaban ante los tres altos ventanales.

—Monsieur, ha dormido bien esta noche —dijo sonriendo.

—¿Qué hora es, Víctor? —preguntó Dorian Gray soñoliento.

—La una y cuarto, Monsieur.

¡Qué tarde era! Se sentó en la cama y, tras darle unos sorbos al té, hojeó las cartas. Una de ellas era de lord Henry y la habían llevado en mano esa mañana. Dudó un momento y la puso a un lado. Abrió las otras distraídamente. Contenían la típica colección de tarjetas, invitaciones a comer, entradas para exposiciones privadas, programas de conciertos de caridad y similares, que llueven cada mañana sobre un joven elegante en esa época del año. Había una factura bastante alta por un juego de tocador Luis XV, de plata repujada, que aún no había tenido el valor de enviar a sus tutores, gente extremadamente anticuada y que no comprendía que vivían en unos tiempos en que las cosas innecesarias son nuestra única necesidad; y había varias notas corteses de los prestamistas de la calle Jermyn ofreciendo adelantarle cualquier suma de dinero en cuanto lo requiriese y a un interés más que razonable.

Unos diez minutos después se levantaba y, cubriéndose con una magnífica bata de casimir bordada en seda, pasó al cuarto de baño, de suelo de ónice. El agua fría le refrescó tras el largo sueño. Parecía haber olvidado todo lo que le había ocurrido. Una vaga sensación de haber tomado parte en una tragedia le asaltó una o dos veces, pero tenía la irrealidad del sueño.

Tan pronto estuvo vestido, se dirigió a la biblioteca y se sentó frente a un frugal desayuno francés que habían dispuesto en una mesita junto al balcón abierto. Hacía un día exquisito. El aire cálido parecía cargado de especias. Una abeja entró volando y zumbó alrededor del búcaro azul de dragones, lleno de rosas de un amarillo azufre, que estaba ante él. Se sintió completamente feliz.

De pronto, sus ojos cayeron sobre el biombo que había puesto ante el retrato y se estremeció.

—¿Demasiado frío para el señor? —preguntó el criado poniendo una tortilla sobre la mesa—. ¿Cierro el balcón?

Dorian movió la cabeza.

—No tengo frío —murmuró.

¿Sería cierto? ¿Habría cambiado realmente el retrato? ¿O habría sido simplemente su propia imaginación la que le había hecho ver una mirada de maldad en donde había una mirada de alegría? No era posible que un lienzo se alterase. La cosa era absurda. Algún día se lo contaría a Basil como un cuento de ficción. Le haría reír.

Y, sin embargo, ¡qué nítido era el recuerdo de todo el asunto! Primero en la débil penumbra y luego a la claridad del amanecer, había visto el rasgo de crueldad en los torcidos labios. Casi temió que el criado abandonase el cuarto. Sabía que cuando estuviese a solas tendría que examinar el retrato. Tenía miedo de que fuese cierto. Cuando el criado trajo el café y los cigarros y se dispuso a marcharse, sintió un violento deseo de pedirle que se quedara. Cuando cerraba la puerta tras él, volvió a llamarlo. El hombre se quedó parado, esperando sus órdenes. Dorian lo miró un momento.

—No estoy en casa para nadie, Víctor —dijo suspirando.

El hombre hizo una inclinación y salió.

Entonces se levantó de la mesa, encendió un cigarrillo y se dejó caer sobre los lujosos almohadones de un diván situado frente al biombo. Era un biombo antiguo de cuero dorado español, estampado y repujado con un florido dibujo Luis XIV. Lo examinó cuidadosamente, preguntándose si guardaría el secreto de un hombre por primera vez.

¿Debía apartarlo, después de todo? ¿Por qué no dejarlo así? ¿De qué serviría saber? Si aquello resultaba cierto, era terrible. Y si no lo era, ¿por qué preocuparse? Pero ¿y si por alguna fatal casualidad unos ojos ajenos espiaban detrás del biombo y notaban el horrible cambio? ¿Qué haría si Basil Hallward venía y preguntaba por su propio cuadro? Seguro que Basil lo haría. No; había que examinar aquello y de inmediato. Cualquier cosa era preferible a esa espantosa incertidumbre.

Se levantó y cerró las dos puertas. Al menos estaría solo cuando contemplase la máscara de su vergüenza. Entonces corrió el biombo y se halló cara a cara consigo mismo. Era completamente cierto. El retrato había cambiado.

Como después recordaría a menudo, y siempre con no poco asombro, se encontró a sí mismo observando el retrato por vez primera con un sentimiento de interés casi científico. Le parecía increíble que se hubiera producido esa transformación. Y sin embargo era un hecho. ¿Existía alguna sutil afinidad entre los átomos químicos que constituían la forma y el color sobre el lienzo, y el alma que había en su interior? ¿Sería posible que supiesen lo que pensaba el alma? ¿Que hiciesen realidad lo que soñaba? ¿O existía alguna otra razón más terrible? Se estremeció y sintió miedo y, volviendo al diván, se tumbó a contemplar la pintura con repugnancia y horror.

Sentía, no obstante, que el cuadro había hecho algo por él. Le había mostrado lo injusto y cruel que había sido con Sibyl Vane. No era demasiado tarde para reparar aquello. Aún podía ser su mujer. Su amor egoísta e irreal se sometería a una influencia superior, se transformaría en una pasión más noble, y el retrato que Basil Hallward había pintado de él le serviría de guía durante toda su vida, sería para él lo que es la santidad para algunos, la consciencia para otros y el temor a Dios para todos nosotros. Había opiáceos para el remordimiento, drogas que podían reducir al sueño el sentido moral. Pero aquí había un símbolo visible de la degradación del pecado. Aquí había un símbolo eterno de la ruina a la que los hombres conducen sus almas.

El reloj dio las tres y las cuatro, y la media resonó con su doble campanada, pero Dorian Gray no se movió. Intentaba reunir los hilos escarlata de la vida y tejer una trama con ellos; abrirse camino a través del sanguíneo laberinto de pasión por el que vagaba. No sabía qué hacer ni qué pensar. Finalmente se dirigió a la mesa y escribió una apasionada carta a la muchacha que había amado, implorando su perdón y acusándose de locura. Llenó hoja tras hoja de ardientes palabras de pesar y ardientes palabras de dolor. Existe una voluptuosidad en hacerse a uno mismo reproches. Cuando nos culpamos, sentimos que nadie más tiene derecho a hacerlo. Es la confesión, no el sacerdote, lo que nos da la absolución. Cuando Dorian acabó la carta, sintió que estaba perdonado.

De pronto llamaron a la puerta y escuchó fuera la voz de lord Henry.

—Mi querido muchacho, tengo que verte. Déjame entrar enseguida. No soporto que te encierres de ese modo.

Al principio no contestó nada, quedándose completamente inmóvil. La llamada siguió y se hizo más apremiante. Sí, era mejor dejar pasar a lord Henry y explicarle la nueva vida que iba a llevar, discutir con él si era necesario, separarse si era inevitable. Se incorporó de un salto, corrió el biombo apresuradamente ante el retrato y abrió la puerta.

—Siento todo lo ocurrido, Dorian —dijo lord Henry al entrar—. Pero no debes pensar demasiado en ello.

—¿Te refieres a Sibyl Vane? —preguntó el joven.

—Sí, claro —contestó lord Henry hundiéndose en un sillón y quitándose con lentitud los guantes amarillos—. Es terrible desde cierto punto de vista, pero no ha sido culpa tuya. Dime, fuiste a verla al camerino al terminar la obra, ¿verdad?

—Sí.

—Estaba seguro de que había sido así. ¿Le hiciste una escena?

—Fui brutal, Harry, completamente brutal. Pero ahora todo está solucionado. No me arrepiento de nada de lo ocurrido. Me ha ayudado a conocerme mejor.

—Ah, Dorian, ¡me alegra tanto que lo tomes de ese modo! Temía encontrarte sumido en el remordimiento y arrancándote los bellos rizos.

—Ya he pasado todo eso —dijo Dorian denegando y sonriendo—. Ahora soy completamente feliz. Sé lo que es la conciencia, para empezar. No es lo que tú me dijiste que era. Es lo más divino que hay en nosotros. No te burles más de ella, Harry, al menos delante de mí. Quiero ser bueno. No puedo soportar la idea de que mi alma sea espantosa.

—¡Deliciosa base artística para la ética, Dorian! Te felicito por ello. Pero ¿por dónde vas a empezar?

—Casándome con Sibyl Vane.

—¡Casándote con Sibyl Vane! —exclamó lord Henry poniéndose en pie y mirándole estupefacto—. Pero mi querido Dorian…

—Sí, Harry, sé lo que vas a decir. Algo terrible sobre el matrimonio. No lo digas. No vuelvas a decirme cosas de ese estilo. Hace dos días le pedí a Sibyl que se casase conmigo. No voy a faltar a mi palabra. ¡Va a ser mi esposa!

—¡Tu esposa! ¡Dorian!… ¿No has recibido mi carta? Te escribí esta misma mañana y envié la nota con mi criado.

—¿Tu carta? Oh, ya recuerdo. Aún no la he leído, Harry. Temía encontrar algo que no me gustase. Tus epigramas son capaces de destrozarle a uno la vida.

—Entonces, ¿no sabes nada?

—¿Qué quieres decir?

Lord Henry atravesó la estancia y, sentándose junto a Dorian Gray, tomó sus manos entre las suyas y las estrechó con fuerza.

—Dorian —dijo—, mi carta, no te asustes, era para comunicarte que Sibyl Vane ha muerto.

Un grito de dolor escapó de los labios del joven, que se puso en pie de un salto, soltando sus manos de las de lord Henry.

—¡Muerta! ¡Sibyl muerta! ¡No es cierto! ¡Es una horrible mentira! ¿Cómo te atreves a decir eso?

—Es completamente cierto, Dorian —dijo lord Henry gravemente—. Está en todos los periódicos de la mañana. Te escribí para pedirte que no vieras a nadie hasta mi llegada. Habrá una investigación, claro, y tú no debes verte mezclado en ella. Cosas como ésta ponen a un hombre de moda en París. Pero en Londres, ¡la gente tiene tantos prejuicios! Aquí uno nunca debe hacer su debut con un escándalo. Eso hay que reservarlo para dar colorido a la propia vejez. Supongo que no saben tu nombre en el teatro. Si es así, todo va bien. ¿Te vio alguien ir a su camerino? Ése es un punto importante.

Dorian permaneció en silencio durante un rato. Estaba aturdido por el horror. Finalmente balbució con voz ahogada:

—Harry, ¿has dicho una investigación? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Es que Sibyl…? ¡Oh, Harry, no puedo soportarlo! Pero habla, ¡pronto! Cuenta-meló todo inmediatamente.

—Para mí no hay duda de que no fue un accidente, Dorian, aunque el público debe pensarlo. Parece ser que cuando salía del teatro con su madre, alrededor de las doce y media o algo así, dijo que había olvidado algo arriba. La esperaron durante algún tiempo, pero no volvió a bajar. Finalmente la hallaron muerta en el suelo de su camerino. Había ingerido algo por error, algo terrible que utilizan en los teatros. No sé lo que fue, pero contenía ácido prúsico o albayalde. Imagino que sería ácido prúsico, ya que al parecer murió instantáneamente.

—¡Harry, Harry, es terrible! —gritó el joven.

—Sí; es muy trágico, naturalmente, pero tú no debes mezclarte en el asunto. He leído en el Standard que tenía diecisiete años. Yo hubiese dicho que era aún más joven. Tenía un aspecto tan infantil y parecía saber tan poco de actuaciones. Dorian, no debes dejar que esto altere tus nervios. Debes venir a cenar conmigo; y después iremos a la ópera. Esta noche canta Patti y todo el mundo estará allí. Puedes venir al palco de mi hermana. Habrá con ella algunas mujeres distinguidas.

—Entonces he asesinado a Sibyl Vane —dijo Dorian Gray como para sí mismo—, la he asesinado tan claramente como si hubiese cortado su pequeña garganta con un cuchillo. Y, sin embargo, no por eso las rosas son menos bellas. Los pájaros cantan igual de alegremente en mi jardín. Y esta noche cenaré contigo y luego iré a la ópera, y después, supongo, a tomar algo a alguna parte. ¡Qué extraordinariamente dramática es la vida! Si hubiese leído todo esto en un libro, Harry, creo que hubiese llorado. De alguna forma, ahora que ha ocurrido realmente, y a mí, parece demasiado increíble para las lágrimas. Aquí está la primera carta de amor apasionado que he escrito en mi vida. Qué extraño que mi primera carta de amor esté dirigida a una muchacha muerta. Me pregunto si podrán sentir esas blancas y silenciosas criaturas que llamamos muertos. ¡Sibyl! ¿Podrá ella sentir, o saber, o escuchar? Oh, Harry, ¡cómo la amé una vez! Ahora me parece que han pasado años. Ella lo era todo para mí. Entonces llegó esa terrible noche, ¿fue realmente ayer noche?, en la que ella actuó tan mal y mi corazón casi se rompió. Ella me lo explicó todo. Fue terriblemente patético. Pero yo no me conmoví ni un ápice. La creí superficial. Y de pronto ocurrió algo que me llenó de temor. No podría decirte qué, pero fue terrible. Prometí que volvería a su lado. Sentía que había hecho mal. Y ahora ella está muerta. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer, Harry? No sabes el peligro en que me encuentro, y no hay nada que pueda ayudarme a ser recto. Ella lo habría conseguido. No tenía derecho a suicidarse. Ha sido un egoísmo por su parte.

—Mi querido Dorian —contestó lord Henry cogiendo un cigarrillo de su pitillera—, la única forma en que una mujer puede reformar a un hombre es aburriéndolo tan completamente que éste pierde todo posible interés en la vida. Si te hubieses casado con esa joven, habrías sido un desgraciado. Claro que la habrías tratado bondadosamente. Uno siempre puede ser bueno con aquellos que no le importan. Pero enseguida habría descubierto que te era absolutamente indiferente. Y cuando una mujer descubre eso de su marido, o se vuelve terriblemente poco atractiva o se pone elegantes sombreros que el marido de otra mujer tiene que pagar. No digo nada del error social, que hubiese sido abyecto y que, naturalmente, yo no hubiese permitido, pero te aseguro que de cualquier modo todo el asunto habría sido un completo fracaso.

—Supongo que tienes razón —murmuró el joven recorriendo el cuarto de un lado a otro, con el semblante terriblemente pálido—. Pero pensé que era mi deber. Yo no tengo la culpa de que esta terrible tragedia me haya impedido hacer lo que debía. Recuerdo que una vez dijiste que hay una fatalidad en todo buen propósito: siempre se toma demasiado tarde. Ciertamente ése es mi caso.

—Los buenos propósitos son inútiles intentos de interferir en las leyes científicas. Su origen es la pura vanidad. Su resultado es un rotundo cero. De vez en cuando nos proporcionan alguna de esas fastuosas y estériles emociones que mantienen su encanto durante una semana. Es lo único que se puede decir de ellas. Son simples cheques que los hombres cobran en un banco donde no tienen cuenta.

—Harry —exclamó Dorian Gray yendo a sentarse a su lado—, ¿por qué no puedo sentir esta tragedia tanto como desearía? ¿Crees que no tengo corazón?

—Has hecho demasiadas locuras durante las últimas dos semanas como para ganarte ese calificativo, Dorian —contestó lord Henry con su dulce y melancólica sonrisa.

El joven frunció el ceño.

—No me gusta esa explicación, Harry —replicó—, pero me alegra que no me creas sin corazón. No soy en absoluto así. Sé que no lo soy. Y, sin embargo, debo admitir que lo ocurrido no me afecta como debiera. Simplemente me parece un magnífico final para un magnífico drama. Tiene toda la terrible belleza de una tragedia griega, una tragedia en la que yo he tenido un gran papel, pero en la que no he resultado herido.

—Es una cuestión interesante —dijo lord Henry, que encontraba un placer exquisito en actuar sobre el egotismo inconsciente del joven—, una cuestión extremadamente interesante. Imagino que la verdadera explicación es ésta: a menudo ocurre que las tragedias reales de la vida suceden de una forma tan poco artística que nos hieren por su cruda violencia, su absoluta incoherencia, su absurda falta de sentido, su completa carencia de estilo. Nos afectan del mismo modo que la vulgaridad. Nos dan una impresión de pura fuerza bruta, y eso hace que nos rebelemos. A veces, sin embargo, una tragedia que posee elementos artísticos de belleza se cruza en nuestras vidas. Si esos elementos de belleza son reales, sólo apelan a nuestro sentido del efecto dramático. De pronto comprendemos que hemos dejado de ser actores para convertirnos en espectadores del drama. O más bien somos ambas cosas. Nos observamos a nosotros mismos y la sola maravilla del espectáculo nos cautiva. En el caso que nos ocupa, ¿qué ha sucedido realmente? Alguien se ha suicidado por amor a ti. Ojalá hubiese vivido yo una experiencia semejante. Me hubiese hecho enamorarme del amor para el resto de mi vida. Las personas que me han adorado, no ha habido muchas pero sí algunas, han insistido siempre en seguir viviendo mucho después de que dejasen de importarme o de que yo dejase de importarles. Se han vuelto gordas y aburridas, y cuando las encuentro empiezan de inmediato con los recuerdos. ¡Qué terrible memoria la de las mujeres! ¡Qué cosa tan aterradora! ¡Y qué absoluto estancamiento intelectual revela! Uno debería absorber el color de la vida, pero sin recordar nunca los detalles. Los detalles son siempre vulgares.

—Sembraré adormideras en mi jardín —suspiró Dorian.

—No es necesario —replicó su compañero—. La vida siempre tiene adormideras entre sus manos. Naturalmente, de vez en cuando las cosas se estacionan. Una vez no llevé más que violetas durante toda una estación como forma de luto artístico por un romance que se resistía a morir. Finalmente, sin embargo, acabó muriendo. He olvidado lo que lo mató. Creo que fue su propuesta de sacrificar por mí el mundo entero. Ese momento siempre resulta espantoso. Lo llena a uno con el terror de la eternidad. Pues bien, ¿querrás creer que hace una semana, en casa de lady Hampshire, me encontré sentado durante la cena junto a la mujer en cuestión y ella insistió en volver sobre el asunto, desenterrando el pasado y sacando el futuro a relucir? Yo había sepultado mi pasión en un lecho de asfódelos. Ella volvió a desenterrarlo, y me aseguró que había arruinado su vida. He de añadir que cenó una enormidad, por lo que no sentí ansiedad alguna. ¡Pero qué falta de gusto demostró tener! El único encanto del pasado radica en que ha pasado. Pero las mujeres nunca saben cuándo ha caído el telón. Siempre desean un sexto acto, y tan pronto como el interés de la obra se ha esfumado por completo, proponen seguir con ella. De permitírselo, toda comedia tendría un final trágico, y toda tragedia culminaría en una farsa. Son deliciosamente artificiales, pero no tienen sentido del arte. Tú eres más afortunado que yo. Te aseguro, Dorian, que ninguna de las mujeres que he conocido hubiera hecho por mí lo que Sibyl Vane ha hecho por ti. Las mujeres vulgares siempre se consuelan a sí mismas. Algunas lo hacen adoptando colores sentimentales. Nunca te fíes de una mujer que vista de malva, sea cual sea su edad, o de una mujer de treinta y cinco aficionada a las cintas de color rosa. Eso significa siempre que tienen una historia. Otras encuentran un gran consuelo en descubrir las buenas cualidades de sus maridos. Hacen ostentación de su felicidad conyugal en tu propia cara, como si fuese el más fascinante de los pecados. A otras les consuela la religión. Sus misterios tienen todo el encanto del flirteo, me confesó una vez una mujer; y lo entiendo perfectamente. Además, no hay nada que lo haga a uno más vanidoso que ser calificado de pecador. La conciencia nos convierte a todos en egotistas. Sí; los consuelos que la mujer encuentra en la vida moderna son infinitos. De hecho, no he mencionado el más importante de todos.

—¿Cuál es, Harry? —dijo el joven lánguidamente.

—Oh, el consuelo más obvio. Quitarle el admirador a otra cuando se ha perdido el propio. En la buena sociedad, eso siempre disculpa a una mujer. Pero, realmente, Dorian, ¡qué distinta debía ser Sibyl Vane de las mujeres que uno conoce! Para mí hay algo verdaderamente hermoso en su muerte. Me alegro de vivir en un siglo en el que ocurren maravillas como ésa. Le hacen creer a uno en la realidad de las cosas con las que todos jugamos, como el romance, la pasión y el amor.

—Fui terriblemente cruel con ella. Te olvidas de eso.

—Me temo que las mujeres aprecian la crueldad, la crueldad sin tapujos, más que cualquier otra cosa. Tienen instintos asombrosamente primitivos. Nosotros las hemos emancipado, pero ellas siguen comportándose como esclavas en busca de un amo a pesar de todo. Adoran que las dominen. Estoy seguro de que estuviste espléndido. Nunca te he visto realmente enojado, pero imagino lo delicioso que debes de ser. Y, después de todo, anteayer me dijiste algo que en el momento me pareció una simple fantasía, pero que ahora veo que era completamente cierto y que encierra la clave de todo.

—¿Qué fue, Harry?

—Me dijiste que Sibyl Vane representaba para ti todas las heroínas de los romances, que era Desdémona una noche y Ofelia a la siguiente; que si moría como Julieta, volvía a la vida como Imogenia.

—Ya nunca volverá a la vida —murmuró el joven enterrando el rostro entre sus manos.

—No, nunca volverá a la vida. Ha representado su último papel. Pero debes considerar esa solitaria muerte en el recargado camerino como un simple y raro episodio lúgubre de una tragedia jacobina, como una escena maravillosa de Webster, Ford, o Cyril Tourneur. En realidad la muchacha nunca ha vivido, y por lo tanto su muerte tampoco es real. Para ti al menos siempre fue un sueño, un fantasma que revoloteaba por las obras de Shakespeare y las hacía más adorables con su presencia, como un caramillo a través del cual la música de Shakespeare sonaba más rica y llena de alegría. En el momento en que tuvo contacto con la vida real la malogró, y ella misma quedó malograda, y eso la hizo morir. Llora la muerte de Ofelia, si lo deseas. Cubre tu cabeza de cenizas porque Cordelia fue estrangulada. Clama contra el cielo porque la hija de Brabancio ha muerto. Pero no desperdicies tus lágrimas por Sibyl Vane. Ella era menos real que las otras.

Hubo un silencio. La tarde caía en la estancia. Calladamente y con pies de plata, las sombras penetraban desde el jardín. Los colores de las cosas se desvanecían perezosamente.

Al cabo de un rato, Dorian Gray alzó los ojos.

—Me has explicado a mí mismo, Harry —murmuró con un cierto suspiro de alivio—. Sentía todo lo que acabas de decir, pero de alguna forma me atemorizaba y era incapaz de decírmelo a mí mismo. ¡Qué bien me conoces! Pero no volveremos a hablar de lo ocurrido. Ha sido una experiencia maravillosa. Eso es todo. Me pregunto si la vida aún me reservará alguna cosa tan maravillosa.

—La vida te lo tiene reservado todo, Dorian. Con tu extraordinaria belleza, no hay nada que no puedas hacer.

—Pero supón, Harry, que me vuelvo ojeroso, viejo y arrugado. ¿Y entonces?

—¡Ah! Entonces —dijo lord Henry levantándose para marcharse—, entonces, mi querido Dorian, tendrás que luchar por tus triunfos. Ahora te vienen dados. No, debes conservar tu buen aspecto. Vivimos en una época que lee demasiado para ser sabia y piensa en exceso para ser bella. No podemos prescindir de ti. Y ahora será mejor que te vistas para ir al club. Ya se ha hecho tarde.

—Creo que te veré en la ópera, Harry. Estoy demasiado cansado para comer. ¿Cuál es el número del palco de tu hermana?

—El veintisiete, creo. Está en el primer piso. Verás su nombre en la puerta. Pero siento que no vengas a cenar.

—No me siento con ánimos —repuso Dorian con languidez—. Pero te estoy tremendamente agradecido por lo que me has dicho. Verdaderamente, eres mi mejor amigo. Nadie me ha entendido nunca como tú.

—Esto es sólo el comienzo de nuestra amistad, Dorian —contestó lord Henry estrechándole la mano—. Adiós. Espero verte antes de las nueve y media. Recuerda que canta Patti.

Cuando la puerta se cerró tras él, Dorian Gray tocó la campana y al poco entró Víctor trayendo las lámparas. El criado cerró las persianas. Esperó con impaciencia a que se marchase. El hombre parecía demorarse interminablemente.

En cuanto hubo salido, Dorian Gray se precipitó hacia el biombo y lo apartó de su sitio. No; no había habido ningún otro cambio en el cuadro. Había sabido la noticia de la muerte de Sibyl Vane antes de que él mismo lo supiese. Conocía los hechos de la vida nada más suceder. La maligna crueldad que afeaba los finos rasgos de la boca había aparecido, sin duda, en el mismo instante en que la muchacha ingirió el veneno. ¿O era indiferente a las consecuencias? ¿Conocería sólo lo que sucedía en el alma? Se sintió asombrado, y esperó que algún día vería producirse el cambio ante sus propios ojos, y ese deseo le hizo estremecerse.

¡Pobre Sibyl! ¡Qué gran romance había sido! Ella había fingido a menudo la muerte en escena. Luego la muerte misma la había alcanzado, llevándosela consigo. ¿Cómo habría representado aquel último y tremendo acto? ¿Lo habría maldecido al morir? No, había muerto por su amor, y el amor sería desde entonces un sacramento para él. Ella lo había expiado todo sacrificando su vida. No volvería a pensar en cuánto le había hecho sufrir durante aquella terrible noche en el teatro. Cuando pensase en ella, lo haría como en una magnífica figura trágica que ha sido enviada al escenario del mundo para mostrar la realidad suprema del amor. ¿Una maravillosa figura trágica? Se le llenaron los ojos de lágrimas al recordar su aspecto infantil, sus caprichosos y atractivos ademanes, su tímida y temblorosa gracia. Las enjugó apresuradamente y volvió a contemplar el retrato.

Sintió que había llegado realmente el momento de hacer una elección. ¿O la elección estaba ya hecha? Sí; la vida había decidido por él, la vida y la infinita curiosidad que sentía por ella. Eterna juventud, pasión infinita, placeres sutiles y secretos, alegrías ardientes y pecados aún más ardientes… tendría todas esas cosas. El retrato asumiría el peso de su vergüenza: eso era todo.

Una sensación de pena le sobrecogió al pensar en la profanación que sufriría su bello rostro sobre el lienzo. Una vez, travesura infantil de Narciso, había besado o fingido besar aquellos labios pintados que ahora le sonreían tan cruelmente. Mañana tras mañana se había sentado frente al retrato maravillado de su belleza, casi enamorado de ella, como a veces le parecía. ¿Se alteraría ahora con cada tentación a la que cediese? ¿Degeneraría aquello en algo monstruoso y repugnante que tendría que esconder en un cuarto cerrado con llave, alejado de la luz del sol que tantas veces había acariciado la ondulada maravilla de su pelo? ¡Qué pena! ¡Qué pena!

Por un momento pensó en rezar para que cesase la horrible empana que había entre él y el retrato. Había cambiado en respuesta a una plegaria; quizá en respuesta a otra plegaria quedaría inalterado. Y, sin embargo, ¿quién que conociese algo la vida renunciaría a la oportunidad de permanecer siempre joven, por muy fantástica que fuese esa oportunidad, o fuesen cuales fuesen las consecuencias funestas que acarrease? Además, ¿estaba realmente bajo su control? ¿Había sido realmente su ruego lo que había causado la sustitución? ¿No podría haber alguna razón científica que lo explicase? Si el pensamiento podía ejercer su influencia sobre un organismo vivo, ¿no podría ejercerla también sobre las cosas muertas e inorgánicas? Es más: sin pensamiento ni deseo consciente, ¿no podrían las cosas externas a nosotros vibrar al unísono con nuestros humores y pasiones, un átomo llamando a otro por secreto amor a una extraña empatía? Pero el motivo no tenía importancia. No volvería a tentar con un ruego a tan terribles poderes. Si el cuadro debía alterarse, se alteraría. Eso era todo. ¿Por qué investigar más a fondo?

Porque sería un verdadero placer observarlo. Podría seguir a su mente hasta sus lugares más secretos. Ese retrato sería para él el más mágico de los espejos. Así como le había revelado su propio cuerpo, le revelaría también su propia alma. Y cuando el invierno cayera sobre el retrato, él seguiría estando allí donde la primavera tiembla al borde del verano. Cuando la sangre se retirase de su semblante, dejando tras de sí una máscara de yeso de plomizos ojos, él mantendría el encanto de la juventud. Ninguna de las flores de su belleza se marchitaría jamás. Ninguna de las pulsaciones de su vida quedaría debilitada. Como los dioses griegos, él sería fuerte y ligero y alegre. ¿Qué importaba lo que le ocurriese a la imagen del lienzo? Él estaría a salvo. Eso era todo.

Corrió de nuevo el biombo a su anterior posición frente al cuadro, sonriendo mientras lo hacía, y pasó a su dormitorio, donde el criado esperaba ya. Una hora después estaba en la ópera y lord Henry se inclinaba sobre su silla.