CAPÍTULO VII
Por un motivo u otro, la sala estaba atestada aquella noche, y el gordo gerente judío que los recibió a la entrada irradiaba de oreja a oreja una trémula y servil sonrisa. Los escoltó hasta el palco con una suerte de pomposa humildad, agitando las gruesas y ensortijadas manos y hablando al máximo de su potencia. Dorian Gray lo detestó más que nunca. Se sentía como si fuese en busca de Miranda y Calibán le saliese al encuentro. A lord Henry en cambio le gustó bastante. Al menos eso declaró, insistiendo en estrechar su mano y asegurándole que se sentía orgulloso de conocer a un hombre que había descubierto a un verdadero genio y se había arruinado por un poeta. Hallward se entretuvo observando las caras de la platea. El calor era terriblemente sofocante, y la enorme lámpara resplandecía como una monstruosa dalia con pétalos de amarillo fuego. Los jóvenes del gallinero se habían quitado las chaquetas y los chalecos, dejándolos en la barandilla. Se hablaban de un asiento a otro, y compartían naranjas con las chillonas jóvenes sentadas junto a ellos. Sus voces eran horriblemente agudas y discordantes. Del bar llegaba el sonido del descorchar de botellas.
—¡Vaya un sitio para descubrir a la divinidad de uno! —dijo lord Henry.
—Sí —contestó Dorian Gray—. Es aquí donde la descubrí, y es la más divina de las criaturas. Cuando salga a escena lo olvidaréis todo. Este público vulgar y grosero, con sus toscas caras y brutales gestos, se transforma completamente cuando ella actúa. Se sientan en silencio y la contemplan. Lloran y ríen a su voluntad. Ella los hace vibrar como las cuerdas de un violín. Los espiritualiza, y uno siente que son de la misma carne y sangre que nosotros.
—¡De la misma carne y sangre que nosotros! ¡Oh, espero que no sea así! —exclamó lord Henry estudiando a los ocupantes del gallinero con sus gemelos.
—No le hagas caso, Dorian —dijo el pintor—. Yo entiendo lo que quieres decir y creo en esa joven. Cualquier persona que tú ames debe ser maravillosa, y toda joven que haga el efecto que describes tiene que ser delicada y noble. Espiritualizar la propia época, eso es algo que merece la pena hacer. Si esa muchacha puede darle un alma a los que han vivido sin ella, si es capaz de crear el sentido de la belleza en gentes cuya vida ha sido sórdida y fea, si puede arrancarlos de su egoísmo y hacerles derramar lágrimas por penas que no son las suyas, ella se merece toda tu adoración, merece la adoración del mundo. Ese matrimonio es completamente acertado. Al principio no lo creí así, pero ahora lo admito. Los dioses hicieron a Sibyl Vane para ti. Sin ella hubieses estado incompleto.
—Gracias, Basil —contestó Dorian Gray apretando su mano—. Sabía que tú me entenderías. Harry es tan cínico que me aterra. Pero aquí está la orquesta. Es un completo espanto, pero tan sólo durará unos cinco minutos. Después se alzará el telón y veréis a la mujer a quien voy a entregar mi vida entera, a la que he dado todo lo bueno que hay en mí.
Un cuarto de hora después, entre un extraordinario tumulto de aplausos, Sibyl Vane salió a escena. Sí, ciertamente mirarla era adorable: una de las más hermosas criaturas, pensó lord Henry, que había visto jamás. Había algo de la gacela en su tímida gracia y sus asustados ojos. Un ligero rubor, como la sombra de una rosa en un espejo de plata, inundó sus mejillas al ver la atestada y entusiasta sala. Retrocedió unos pasos y sus labios parecieron temblar. Basil Hallward se puso en pie y comenzó a aplaudir. Inmóvil, como en un sueño, Dorian Gray permanecía sentado, mirándola. Lord Henry observaba con sus gemelos y murmuraba: «¡Encantadora! ¡Encantadora!».
La escena se desarrollaba en el vestíbulo de la casa de los Capuleto, y Romeo, vestido de peregrino, había entrado con Mercucio y sus compañeros. La banda, con lo que daba de sí, tocó algunos compases y él comenzó el baile. En medio del tropel de desgarbados actores míseramente vestidos, Sibyl Vane se deslizaba como un ser de un mundo más sutil. Su cuerpo oscilaba al bailar como una planta en el agua. Las curvas de su garganta eran las curvas de un blanco lirio. Sus manos parecían hechas de tibio marfil.
Y sin embargo parecía extrañamente indiferente. No mostró signo alguno de alegría cuando sus ojos se posaron en Romeo. Las pocas palabras que tenía que decir:
Buen peregrino, injusto hasta el exceso sois con vuestra mano,
que en esto sólo muestra respetuosa devoción;
pues las manos de los santos son manos que tocan los peregrinos,
y el contacto de las palmas es el sagrado beso de los que las estrechan…
con el breve diálogo que les sigue, fueron declamadas de una forma absolutamente artificial. La voz era exquisita, pero desde el punto de vista de la entonación era completamente falsa. La tonalidad no era la adecuada. Dejaba al verso sin vida. Volvía irreal la pasión.
Dorian Gray empalideció al mirarla. Se sentía confuso y lleno de ansiedad. Ninguno de sus amigos se atrevía a decirle nada. Ella les parecía absolutamente incompetente. Estaban terriblemente decepcionados.
Sin embargo, sabían que la verdadera prueba de toda Julieta era la escena del balcón del segundo acto. Esperaban a que ésta llegase. Si fallaba ahí, no había nada en ella.
Su aspecto era encantador cuando apareció a la luz de la luna. Eso era innegable. Pero la teatralidad de su actuación era insoportable, y empeoró a medida que avanzaba. Sus gestos se volvieron absurdamente artificiales. Enfatizaba en exceso todo lo que decía. El hermoso pasaje:
Tú sabes que el velo de la noche está en mi rostro,
si no el rubor de una doncella teñiría mis mejillas
por lo que esta noche me has oído decir…
fue declamado con la penosa precisión de un escolar al que ha enseñado un profesor de segunda fila. Cuando se asomó al balcón y llegó a los maravillosos versos:
Aunque eres mi alegría no gozo con este compromiso nocturno;
es demasiado temerario, demasiado repentino e imprevisto;
demasiado parecido al relámpago que ha cesado de ser
antes que pueda decirse: «¡Relumbra!» ¡Buenas noches, amado!
Este capullo de amor abierto por el aura estival
puede ser una bella flor en nuestra próxima cita…
recitó esas palabras como si no tuviesen significado para ella. No era nerviosismo. De hecho, lejos de sentir nervios, parecía absolutamente dueña de sí misma. Sencillamente actuaba mal. Era un completo fracaso.
Incluso la vulgar e inculta audiencia de la platea y de la tribuna perdió el interés por la obra. Empezaron a moverse, a hablar alto y a silbar. El gerente judío, que estaba de pie tras el principal, pateaba y juraba de rabia. La única persona impasible era la propia muchacha.
Cuando acabó el segundo acto, estalló una tempestad de siseos y lord Henry se levantó de su silla y se puso el abrigo.
—Es bellísima, Dorian —dijo—, pero no sabe actuar. Vámonos.
—Yo acabaré de ver la obra —dijo el muchacho en tono duro y amargo—. Siento muchísimo haberos hecho perder la tarde, Harry. Os pido disculpas.
—Mi querido Dorian, creo que la señorita Vane está indispuesta —interrumpió Hallward—. Volveremos alguna otra noche.
—Ojalá estuviese indispuesta —siguió él—. Pero a mí sólo me ha parecido insensible y fría. Está completamente transformada. Ayer noche era una gran artista. Hoy no es más que una actriz ordinaria y mediocre.
—No hables así de lo que amas, Dorian. El amor es más maravilloso que el arte.
—Ambos son simples formas de imitación —observó lord Henry—. Pero vayámonos. Dorian, no debes quedarte por más tiempo. Las malas actuaciones son perjudiciales para la propia moral. Además, supongo que no querrás que tu mujer actúe. De modo que, ¿qué importa que represente a Julieta como un títere de madera? Es muy hermosa, y si sabe tan poco de la vida como del teatro, será una experiencia deliciosa. Sólo hay dos tipos de personas realmente fascinantes: los que lo saben absolutamente todo y los que no saben absolutamente nada. ¡Por todos los cielos, querido amigo, no pongas esa cara tan trágica! El secreto de permanecer joven consiste en no tener nunca una emoción indecorosa. Vente conmigo y con Basil al club. Fumaremos y beberemos por la belleza de Sibyl Vane. Es bella. ¿Qué más puedes pedir?
—Vete, Harry —exclamó el muchacho—. Quiero estar solo, Basil, debéis iros. ¡Ah! ¿Es que no veis que tengo el corazón destrozado?
Las ardientes lágrimas llenaron sus ojos. Sus labios temblaron y, precipitándose al fondo del palco, se apoyó contra la pared y ocultó el rostro entre las manos.
—Vámonos, Basil —dijo lord Henry con una extraña ternura en la voz; y los dos jóvenes salieron juntos.
Unos instantes después se encendían las luces y el telón se alzó para el tercer acto. Dorian Gray volvió a su asiento. Parecía pálido, orgulloso e indiferente. La obra siguió avanzando con lentitud y se volvió interminable. La mitad del público se marchó con gran ruido y riendo. Aquello era un completo fiasco. El último acto se representó ante filas de asientos prácticamente vacíos. El telón descendió entre risas disimuladas y algunos gruñidos.
Nada más acabar, Dorian Gray corrió entre bastidores hasta el camerino. La muchacha esperaba allí sola y de pie, con una expresión de triunfo en el rostro. Sus ojos irradiaban un fuego exquisito. Un resplandor parecía envolverla. Los labios entreabiertos sonreían a un secreto íntimo.
Al entrar él, ella lo miró, y una expresión de infinita alegría invadió su rostro.
—¡Qué mal he actuado esta noche, Dorian! —exclamó.
—¡Horriblemente! —contestó él mirándola con asombro—. Fue espantoso. ¿Estás indispuesta? No tienes idea de lo que ha sido. No tienes idea de lo que he sufrido.
La joven sonrió.
—Dorian —respondió alargando su nombre con una prolongada nota musical en la voz, como si fuese más dulce que la miel en los rojos pétalos de su boca—, Dorian, deberías haberlo comprendido. Pero ahora lo entiendes, ¿verdad?
—¿Entender qué? —contestó irritado.
—Por qué he actuado tan mal esta noche. Por qué siempre será así. Por qué nunca volveré a ser una buena actriz.
Él se encogió de hombros.
—Supongo que estarás enferma. Cuando te encuentres mal no deberías actuar. Te pones en ridículo. Mis amigos se han aburrido. Yo me he aburrido.
Ella no pareció escucharlo. Estaba transfigurada por la alegría. Un éxtasis de felicidad la dominaba.
—Dorian, Dorian —exclamó—, antes de conocerte, actuar era la única realidad de mi vida. Yo sólo vivía en el teatro. Pensaba que todo esto era real. Yo era una noche Rosalinda, y a la siguiente Porcia. La dicha de Beatriz era mi dicha, y el dolor de Cordelia también era el mío. Yo creía en todo. Las personas corrientes que trabajan conmigo me parecían divinidades. Los escenarios de los decorados eran mi mundo. No conocía más que sombras, pero las creía reales. Y entonces llegaste tú, mi bello amado, y libraste mi espíritu de las sombras. Tú me has enseñado la verdadera realidad. Esta noche, por primera vez en mi vida, he visto a través de la falsedad, de la impostura, de lo absurdo del vacío espectáculo en el que siempre he actuado. Esta noche, por primera vez, he sido consciente de que Romeo era un viejo horrible y pintado. De que la luz de la luna en el huerto era falsa, de que el escenario era vulgar, de que las palabras que tenía que decir eran irreales, no eran mis propias palabras, no eran lo que yo quería decir. Tú has hecho nacer en mí algo más elevado, algo de lo que el arte es tan sólo un reflejo. Me has hecho entender lo que es el verdadero amor. ¡Amor mío! ¡Amor mío! ¡Príncipe Encantador! ¡Príncipe de la vida! Me he cansado de las sombras. Tú eres para mí más de lo que todo el arte puede suponer. ¿Qué tengo yo que ver con los títeres de una parodia? Cuando subí al escenario esta noche, no podía entender cómo era posible que todo me hubiese abandonado. Pensé que iba a estar maravillosa. Me encontré con que era incapaz de hacer nada. De pronto, mi alma comprendió lo que significaba aquello. La revelación me llenó de dicha. Les oía silbar y sonreía. ¿Qué podían saber ellos de un amor como el nuestro? Llévame contigo, Dorian, llévame contigo donde podamos estar completamente solos. Odio el escenario. Puedo fingir una pasión que no siento, pero no puedo fingir una que me quema como el fuego. Oh, Dorian, Dorian, ¿sabes lo que eso significa? Aunque pudiese hacerlo, sería una profanación que actuase estando enamorada. Tú me has hecho verlo.
Él se dejó caer sobre el sofá y volvió la cabeza.
—Has matado mi amor —murmuró.
Ella lo miró asombrada y rió. Él no contestó. Ella se acercó y le revolvió el cabello con sus pequeños dedos. Se arrodilló y apretó las manos de él contra sus labios. El joven las retiró y un escalofrío agitó su cuerpo. Después se levantó y se dirigió a la puerta.
—Sí —exclamó—, has matado mi amor. Solías despertar mi imaginación. Ahora tan siquiera despiertas mi curiosidad. Simplemente no produces ningún efecto. Te amaba porque eras maravillosa, porque tenías genio e intelecto, porque hacías realidad los sueños de los grandes poetas y dabas forma y sustancia a las sombras del arte. Y lo has echado todo a perder. Eres frívola y estúpida. ¡Dios mío! ¡Qué loco he sido! Ya no significas nada para mí. No volveré a verte nunca. Nunca volveré a pensar en ti. No volveré a mencionar tu nombre. No sabes lo que representabas para mí hasta hoy. ¡Oh, no puedo soportar pensarlo! ¡Desearía no haber puesto nunca mis ojos en ti! Has destrozado el amor de mi vida. ¡Qué poco puedes saber del amor cuando dices que malogra tu arte! Sin tu arte, tú no eres nada. Yo te hubiese hecho famosa, espléndida, magnífica. El mundo te habría adorado y hubieses llevado mi nombre. ¿Qué eres ahora? Una actriz de tercera fila con una bonita cara.
La muchacha se puso pálida y tembló. Juntó las manos y su voz pareció ahogarse en la garganta.
—No hablas en serio, ¿verdad, Dorian? —murmuró—. Estás actuando.
—¡Actuando! Eso te lo dejo a ti. Lo haces muy bien —contestó amargamente.
Ella se incorporó y, con una lastimera expresión de dolor en el rostro, se acercó a él. Puso la mano sobre su brazo y lo miró a los ojos. Él la rechazó.
—¡No me toques! —gritó.
Con un sofocado gemido, ella se lanzó a sus pies, donde permaneció como una flor pisoteada.
—¡Dorian, Dorian, no me dejes! —susurró—. Siento no haber actuado bien. Todo el tiempo estaba pensando en ti. Pero lo intentaré. De veras que lo intentaré. Despertó en mí tan repentinamente mi amor por ti. Creo que nunca lo hubiese conocido de no haberme besado tú… de no habernos besado. Bésame otra vez, amor mío. No me dejes. No podría soportarlo. ¡Oh! No me dejes. Mi hermano… No; no tiene importancia. No lo decía en serio. Bromeaba… Pero tú… ¡oh! ¿Podrás perdonarme lo de esta noche? Trabajaré duro e intentaré mejorar. No seas cruel conmigo, porque te amo más que a nada en el mundo. Después de todo, tan sólo una vez no te he complacido. Pero tienes toda la razón, Dorian. Tenía que haberme superado como artista. He sido una necia; y sin embargo no pude evitarlo. Oh, no me dejes, no me dejes.
La sofocó una oleada de apasionados sollozos. Se encogió en el suelo como una cosa herida, mientras Dorian Gray la contemplaba con sus hermosos ojos, los bellos labios curvados en una mueca de exquisito desdén. Hay siempre algo ridículo en las emociones de aquellos que uno ha dejado de amar. Sibyl Vane le parecía absurdamente melodramática. Sus lágrimas y sollozos le irritaban.
—Me marcho —dijo al fin con voz calmada y clara—. No deseo ser cruel, pero no puedo volver a verte. Me has decepcionado.
Ella sollozó en silencio y no contestó, pero se arrastró más cerca de él. Las pequeñas manos se extendieron ciegamente y parecieron buscarle. Él giró sobre sus talones y abandonó el cuarto. En un momento estaba fuera del teatro.
Adónde fue, no podría decirlo. Recordaba haber vagado por calles débilmente iluminadas, pasando bajo sombrías arcadas y casas de mísero aspecto. Mujeres de voz ronca y áspera risa lo habían llamado. Se cruzó con borrachos vacilantes, que maldecían y hablaban solos como monstruosos simios. Vio chiquillos grotescos apretujados en los escalones de los umbrales, y oyó chillidos y juramentos provenientes de lóbregos patios.
El amanecer le sorprendió cerca de Covent Garden. Las tinieblas se disiparon e, iluminado de pálidas llamas, el cielo se replegó hasta parecer una perla perfecta. Pesadas carretas cargadas de balanceantes lirios retumbaban lentamente por las brillantes y desiertas calles. El perfume de las flores llenaba el aire, y su belleza consiguió calmar en parte su dolor. Entró en el mercado y contempló a los hombres descargando los carros. Un carretero de delantal blanco le ofreció unas cerezas. Le dio las gracias y, preguntándose por qué habría rechazado el dinero que le ofrecía, empezó a comerlas distraídamente. Las habían cogido esa misma noche, y la frescura de la luna había penetrado en ellas. Una larga hilera de mozos que transportaban cestos de tulipanes listados y rosas rojas y amarillas desfiló frente a él, abriéndose paso entre las enormes pilas de legumbres verde jade. Bajo el pórtico, con sus columnas blanqueadas por el sol, vagaba un tropel de desaliñadas muchachas con la cabeza al descubierto, esperando a que acabase la subasta. Otras se reunían junto a las puertas giratorias del café de la plaza. Los pesados caballos de carga resbalaban y pateaban el desigual adoquinado, haciendo sonar sus campanillas y arreos. Algunos conductores dormían sobre las pilas de sacos. Las palomas, de irisado cuello y sonrosadas patas, correteaban de aquí a allá picoteando grano.
Al cabo de un rato, llamó a un simón y regresó a casa. Se detuvo unos instantes en los escalones de la puerta, contemplando la silenciosa plaza con las dormidas ventanas cerradas a cal y canto y sus brillantes persianas. El cielo era ahora un puro ópalo contra el que los tejados relucían como la plata. De una de las chimeneas de enfrente se alzó una tenue espiral de humo. Se rizaba como una cinta violeta en el aire de nácar.
En el enorme lucernario veneciano dorado, trofeo de la barcaza de algún Dux, que colgaba en el gran vestíbulo con zócalos de roble, la luz aún brillaba en tres de las vacilantes mechas: parecían delgados pétalos azules bordeados de blanco fuego. Los apagó y, tras tirar el sombrero y la capa sobre la mesa, cruzó la biblioteca hasta la puerta de su dormitorio, una gran estancia octogonal de la planta baja que, en su recién nacido aprecio por el lujo, había hecho redecorar y cubrir con unos raros tapices renacentistas que había descubierto en un ático deshabitado de Selby Royal. Cuando giraba el picaporte, sus ojos cayeron sobre el retrato que Basil Hallward había hecho de él. Retrocedió como sorprendido. Luego entró en su dormitorio con aire desconcertado. Tras desabrocharse el botón de la chaqueta, pareció dudar. Finalmente volvió sobre sus pasos, se acercó al retrato y lo examinó. A la escasa luz que luchaba por abrirse paso a través de las cortinas de seda de color crema, el rostro le pareció algo cambiado. La expresión parecía distinta. Se diría que había un rasgo de crueldad en la boca. Era realmente extraño.
Se volvió y, caminando hacia la ventana, descorrió las cortinas. El resplandeciente amanecer inundó el cuarto y barrió las fantásticas sombras hacia los polvorientos rincones, donde permanecieron temblando. Pero la extraña expresión que había notado en el rostro del retrato seguía allí, aún con mayor intensidad. La palpitante y fuerte luz del sol iluminó los crueles rasgos que rodeaban la boca tan claramente como si se mirase en un espejo después de haber cometido una maldad.
Retrocedió estremecido y, cogiendo de la mesa un espejo en forma oval y enmarcado con cupidos de marfil, uno de los muchos regalos que lord Henry le había hecho, corrió a contemplarse en su bruñido fondo. Ningún rasgo semejante torcía sus rojos labios. ¿Qué significaba aquello?
Se frotó los ojos y, acercándose al retrato, lo examinó de nuevo. No vio signos de cambio alguno en el cuadro en sí y, sin embargo, no había duda de que el conjunto de la expresión se había alterado. No eran simples imaginaciones suyas. El hecho era horriblemente evidente.
Se desplomó en una silla y empezó a pensar. De pronto le vino a la mente como un fogonazo lo que había dicho en el estudio de Basil Hallward el día en que éste había dado el retrato por terminado. Sí, lo recordaba perfectamente. Había expresado el loco deseo de ser siempre joven y de que el retrato fuese el que envejeciera; de que su belleza no se alterase y que fuese el lienzo quien soportase el peso de sus pasiones y sus pecados; de que en la imagen pintada quedasen marcados los estigmas del dolor y del pensamiento, y que él pudiese conservar la delicada lozanía y el encanto de su recién consciente adolescencia. Su deseo no podía haberse cumplido. Esas cosas eran imposibles. Sólo pensarlo resultaba monstruoso. Y, sin embargo, frente a él estaba el retrato con ese rasgo de crueldad en la boca.
¡Crueldad! ¿Había sido cruel? La culpa era de la joven, no suya. La había soñado una gran artista, le había dado su amor porque pensaba que ella era espléndida. Después le había decepcionado. Había sido frívola y despreciable. Y, no obstante, un sentimiento de infinito pesar le invadió al recordarla postrada a sus pies, sollozando como una niña. Recordó con cuánta crueldad la había mirado. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué se le había dado un alma así? Pero él también había sufrido. Durante las tres terribles horas que duró la obra, él había vivido siglos de dolor, una eternidad tras otra de tortura. Su vida bien valía la de ella. Si él la había lastimado un instante, ella lo había herido por mucho tiempo. Además, las mujeres tienen más capacidad para soportar las penas. Ellas viven de sus emociones. Sólo piensan en sus emociones. Cuando toman amantes, sólo lo hacen para tener a alguien a quien organizarle escenas. Lord Henry se lo había dicho, y lord Henry conocía a las mujeres. ¿Por qué disgustarse por Sibyl Vane? Ya no era nada para él.
Pero ¿y el retrato? ¿Qué podía decir de eso? Guardaba el secreto de su vida y contaba su historia. Le había enseñado a amar su propia belleza. ¿Iba ahora a enseñarle a odiar su propia alma? ¿Volvería a mirarlo alguna vez?
No; era sólo una ilusión forjada por sus sentidos trastornados. La horrible noche que acababa de pasar había dejado fantasmas tras ella. De pronto, ese velo escarlata que enloquece a los hombres cayó sobre su cerebro. El retrato no había cambiado. Pensarlo era una locura.
Y, sin embargo, allí estaba mirándole con su bello rostro desfigurado y esa sonrisa cruel. El rubio cabello resplandecía a la luz de la mañana. Los azules ojos se encontraron con los suyos. Le invadió un sentimiento de infinita piedad, no hacia sí mismo sino hacia su imagen pintada. Ya había cambiado y se transformaría aún más. Sus dorados tonos se marchitarían hasta engrisecer. Morirían sus rosas blancas y sus rosas rojas. Porque con cada pecado que cometiese, una mancha enturbiaría y destruiría su belleza. Pero no iba a pecar. El retrato, alterado o no, sería el emblema visible de su conciencia. Resistiría a la tentación. No volvería a ver a lord Henry; no volvería, en cualquier caso, a escuchar las sutiles y venenosas teorías que, en el jardín de Basil Hallward, habían suscitado en él por primera vez la pasión de lo imposible. Volvería junto a Sibyl Vane, enmendaría su conducta, se casaría con ella, intentaría amarla de nuevo. Sí, tenía el deber de hacerlo. Ella debía de haber sufrido más que él. ¡Pobre criatura! Había sido con ella egoísta y cruel. La fascinación que había ejercido en él volvería a renacer. Serían felices juntos. Su vida con ella sería hermosa y pura.
Se levantó de la silla y colocó un amplio biombo ante el retrato, estremeciéndose al mirarlo. «¡Qué espanto!», murmuró para sí, y dirigiéndose al ventanal, lo abrió. Al pisar la hierba del jardín respiró profundamente. El aire fresco de la mañana pareció arrancarle de sus sombrías pasiones. Sólo pensaba en Sibyl. Un apagado eco de su amor llegó hasta él. Repitió su nombre una y otra vez. Los pájaros que cantaban en el jardín empapado de rocío parecían hablar de ella a las flores.