CAPÍTULO V
—¡Madre, madre, soy tan feliz! —susurró la joven hundiendo su rostro en el regazo de la mujer de aspecto cansado y marchito que, de espaldas a la deslumbrante luz que entraba del exterior, se sentaba en el único sillón que contenía la mísera estancia—. ¡Soy tan feliz! —repitió—, y tú también debes serlo.
La señora Vane se estremeció y puso sus flacas manos blanqueadas de bismuto en la cabeza de su hija.
—¡Feliz! —repitió—, sólo soy feliz cuando te veo actuar, Sibyl. No debes pensar en otra cosa. El señor Isaacs ha sido muy bueno con nosotras y le debemos dinero.
La joven levantó la vista y gimió.
—Madre, madre —exclamó—, ¿qué importa el dinero? El amor vale más que el dinero.
—El señor Isaacs nos ha adelantado cincuenta libras para pagar las deudas y comprarle un traje decente a James. No debes olvidarlo, Sibyl. Cincuenta libras es una gran suma. El señor Isaacs ha sido muy considerado.
—Él no es un caballero, madre, y odio el modo en que me habla —dijo la muchacha levantándose y acercándose a la ventana.
—No sé cómo podríamos arreglárnoslas sin él —contestó la mujer en tono quejumbroso.
Sibyl Vane agitó la cabeza y se echó a reír.
—Ya no lo necesitamos, madre. Ahora el Príncipe Encantador reina sobre nuestras vidas.
Hizo una pausa. Un tumulto agitó sus venas y oscureció sus mejillas. La agitada respiración abría los pétalos de sus labios. Temblaban. Un viento cálido de pasión la recorrió y agitó los delicados pliegues de su vestido.
—Lo amo —se limitó a decir.
—¡Tontina! ¡Tontina! —fue la cantinela que recibió como respuesta. El ademán de los torcidos dedos, cubiertos de anillos falsos, confirió un aire grotesco a sus palabras.
La joven volvió a reír. Su voz tenía la alegría del pájaro en una jaula. Los ojos se apoderaron de la melodía, irradiándola en forma de luz; luego se cerraron por un instante como para ocultar su secreto. Al volver a abrirse, la sombra de un sueño los había cruzado.
Los finos labios de la sabiduría le hablaban desde el sillón raído, apelando a la prudencia según ese libro de la cobardía cuyo autor se llama sentido común. Ella no escuchaba. Era libre en su cárcel de pasión. Su príncipe, el Príncipe Encantador, estaba a su lado. Le había pedido a la memoria que lo reconstruyese. Había enviado su alma a buscarle, y ésta se lo había devuelto. Sus besos volvían a quemar su boca. Los párpados guardaban el calor de su aliento.
Entonces la Sabiduría cambió de método y habló de espionaje y averiguación. El joven podía ser rico. Si era así, debería considerarse el matrimonio. La oleada de astucia mundana se quebró contra la concha de su oído. Las flechas de la imaginación volaron a su lado. Veía moverse los finos labios y sonreía.
De pronto, sintió necesidad de hablar. Le molestaba el silencio cargado de palabras.
—Madre, madre —exclamó—, ¿por qué me amará tanto? Yo sé por qué lo amo a él. Lo amo porque es tal como debiera ser el propio Amor. Pero ¿qué verá él en mí? Yo no soy digna de él. Y, sin embargo, no sabría decir por qué, aunque me considero muy por debajo de él, no me siento humilde. Estoy orgullosa, terriblemente orgullosa. Madre, ¿amabas a mi padre como yo amo al Príncipe Encantador?
La vieja palideció bajo el tosco polvo que manchaba sus mejillas, y sus labios secos se crisparon en un espasmo de dolor. Sibyl corrió hacia ella, lanzó los brazos alrededor de su cuello y la besó.
—Perdóname, madre. Sé que te duele hablar de él. Pero eso es porque lo amabas mucho. No te pongas tan triste. Hoy soy tan feliz como hace veinte años lo eras tú. ¡Ah! ¡Déjame que sea dichosa para siempre!
—Hija mía, aún eres demasiado joven para pensar en enamorarte. Además, ¿qué sabes de ese joven? Ni siquiera conoces su nombre. Todo este asunto es de lo más molesto y, verdaderamente, con James a punto de marcharse a Australia, tengo tantas cosas en que pensar… Debo decir que deberías haber mostrado más consideración. Sin embargo, como antes dije, si él es rico…
—¡Ah! ¡Madre, madre, déjame que sea feliz!
La señora Vane la contempló y, con uno de esos falsos gestos poéticos que a menudo se convierten en la segunda naturaleza de un actor, la estrechó en sus brazos. En ese instante se abrió la puerta y un muchacho de pelo castaño y enmarañado entró en la estancia. Tenía una complexión robusta, grandes manos y pies, y era algo torpe de movimientos. Carecía de la elegancia innata de su hermana. Habría sido difícil adivinar la estrecha relación que existía entre ellos. La señora Vane fijó los ojos en él y su sonrisa se intensificó. Mentalmente elevaba a su hijo a la categoría de un auditorio. Estaba segura de que el tableau era interesante.
—Creo que deberías guardar algún beso para mí, Sibyl —dijo el muchacho con un bondadoso gruñido.
—¡Ah! Pero a ti no te gusta que te besen —exclamó—. Eres un viejo y horrible oso.
Y corrió a abrazarlo.
James Vane miró con ternura el rostro de su hermana.
—Quiero que vengas a pasear conmigo, Sibyl. Supongo que no volveré a ver este espantoso Londres. Ése es al menos mi deseo.
—No digas cosas tan terribles, hijo mío —murmuró la señora Vane cogiendo un disfraz chillón que empezó a remendar con un suspiro. Se sentía algo decepcionada porque el joven no se había unido a ellas antes. Habría aumentado la pintoresca teatralidad de la situación.
—¿Por qué no, madre? Es lo que siento.
—Me haces sufrir, hijo. Yo espero que vuelvas de Australia con una magnífica posición. Creo que no hay sociedad de ningún tipo en las colonias, nada que se le parezca; de modo que, una vez hayas hecho fortuna, debes volver e imponer tu posición en Londres.
—¡La sociedad! —murmuró el joven—. No quiero saber nada de eso. Me gustaría hacer algo de dinero para sacaros del teatro a ti y a Sibyl. Lo detesto.
—Pero, Jim —dijo Sibyl riendo—, ¡qué cruel eres! Pero ¿de verdad vamos a dar un paseo? Será estupendo. Temía que fueses a despedirte de alguno de tus amigos, de Tom Hardy, que te dio esa horrible pipa, o de Ned Langton, que se burla de ti por fumarla. Eres muy amable reservándome tu última tarde. ¿Adónde iremos? Vayamos al parque.
—Tengo un aspecto demasiado pobre —contestó frunciendo el ceño—. Allí sólo va gente elegante.
—Tonterías, Jim —murmuró ella acariciando la manga de su chaqueta.
Él dudó un instante.
—Muy bien —dijo al fin—, pero no tardes mucho en vestirte.
Salió bailando. La oyó cantar mientras subía las escaleras. Los pequeños pies corretearon sobre sus cabezas.
El joven recorrió la estancia dos o tres veces. Después se volvió hacia la figura inmóvil del sillón.
—¿Están listas mis cosas, madre? —preguntó.
—Todo está listo, James —contestó ella sin apartar los ojos de su labor. Hacía varios meses que no estaba a gusto cuando se quedaba con ese áspero y severo hijo suyo. Su superficial naturaleza se turbaba al encontrar sus ojos. Se preguntó si él sospecharía algo. El silencio, ya que no hizo ninguna otra observación, le resultaba intolerable. Empezó a quejarse. Las mujeres se defienden atacando, así como atacan con repentinas y extrañas rendiciones.
—Espero que la vida en ultramar te guste, James —dijo—. Recuerda que ha sido tu propia decisión. Podías haber entrado a trabajar en la oficina de un abogado. Los abogados son una clase muy respetable, y en el campo a menudo comen con las mejores familias.
—Odio las oficinas y a los empleados —replicó él—. Pero tienes toda la razón. Yo he elegido mi propia vida. Todo lo que te pido es que cuides de Sibyl. No dejes que le ocurra nada malo. Debes vigilarla, madre.
—La verdad es que no te comprendo, James. Por supuesto que vigilaré a Sibyl.
—He oído que un caballero viene al teatro todas las noches y pasa a hablar con ella entre bastidores. ¿Es eso cierto? ¿Qué hay de ese asunto?
—Hablas de cosas que no comprendes, James. En nuestra profesión acostumbramos a recibir numerosas y gratificantes atenciones. Yo misma solía recibir muchos ramos de flores en otros tiempos. Entonces se sabía apreciar el arte. En cuanto a Sibyl, por el momento desconozco si sus sentimientos son serios o no. Pero no hay duda de que el joven en cuestión es un perfecto caballero. Siempre me trata con mucha amabilidad. Además, tiene aspecto de ser rico y envía unas flores preciosas.
—Sin embargo no sabes su nombre —dijo el muchacho con aspereza.
—No —contestó su madre con una plácida expresión en la cara—. Aún no ha revelado su verdadero nombre. Creo que es muy romántico por su parte. Probablemente sea un miembro de la aristocracia.
James Vane se mordió los labios.
—Vigila a Sibyl, madre —exclamó—, vigílala.
—Hijo mío, me inquietas mucho. Sibyl está siempre bajo mi especial cuidado. Por supuesto, si ese caballero es rico no hay razón por la que no debamos contraer con él una alianza. Yo creo que pertenece a la aristocracia. Tiene todo el aspecto, debo decir. Podría ser un excelente matrimonio para Sibyl. Formarían una pareja encantadora. Es realmente guapo; todo el mundo se fija en él.
El muchacho murmuró algo para sus adentros y tamborileó en los cristales con sus recios dedos. Acababa de volverse para decir algo cuando se abrió la puerta y Sibyl entró corriendo.
—¡Qué serios estáis los dos! —exclamó—. ¿Qué es lo que ocurre?
—Nada —contestó él—, supongo que uno tiene que ser serio a veces. Adiós, madre; cenaré a las cinco en punto. Todo está empaquetado menos las camisas, así que no tienes que molestarte.
—Adiós, hijo mío —contestó ella con una inclinación de majestad forzada.
Se sentía muy molesta por el tono que había adoptado con ella, y algo en su mirada le había hecho atemorizarse.
—Bésame, madre —dijo la joven.
Sus labios de flor rozaron la ajada mejilla templando su heladez.
—¡Hija mía! ¡Hija mía! —exclamó la señora Vane mirando hacia el techo como si buscase una tribuna imaginaria.
—Vamos, Sibyl —dijo su hermano con impaciencia; odiaba las afectaciones de su madre.
Salieron a la luz parpadeante que barría el viento y bajaron por la triste calle Euston. Los transeúntes miraban con sorpresa a aquel huraño y recio joven, vestido con raídas y ordinarias ropas, acompañado de una joven tan bonita y refinada. Era como un vulgar jardinero paseando junto a una rosa.
Jim fruncía el entrecejo de tanto en tanto cuando atrapaba la mirada inquisitiva de algún extraño. Sentía ese disgusto por ser observado que asalta a los genios en su vejez y que nunca abandona a la gente vulgar. Sibyl, sin embargo, era absolutamente inconsciente del efecto que producía. El amor temblaba en la sonrisa de sus labios. Pensaba en el Príncipe Encantador y, para poder pensar mejor en él, en lugar de hablar de eso parloteaba sobre el barco en que Jim iba a navegar, sobre el oro que sin duda encontraría, sobre las maravillosas heroínas cuya vida iba a salvar de los malvados bandidos de camisa roja. Porque él no sería sólo un marinero, o un sobrecargo, o lo que fuese que iba a ser. ¡Oh, no! La vida de un marinero era terrible. Lo imaginaba enclaustrado en un horrible barco, con las roncas e hinchadas olas intentando entrar y un negro viento derribando los mástiles y desgarrando las velas en largas y silbantes tiras. Debía dejar el barco en Melbourne, darle un amable adiós al capitán y partir de inmediato hacia los yacimientos de oro. Antes de una semana encontraría una gran pepita de oro puro, la mayor que se habría descubierto jamás, y la llevaría a la costa en un carro custodiado por seis policías a caballo. Los bandidos lo atacarían tres veces y serían vencidos con gran derramamiento de sangre. O no. No debía ir a los yacimientos de oro. Eran lugares terribles, donde los hombres se emborrachaban y disparaban en las cantinas, y además blasfemaban. Sería un amable granjero con sus ovejas, y una noche, cabalgando de vuelta a casa, encontraría a una bella heredera que iba a ser raptada por un jinete en un caballo negro y, tras darle caza, la rescataría. Naturalmente ambos se enamorarían y acabarían casándose, volviendo luego a su tierra natal, donde vivirían en una inmensa casa en Londres. Sí, le aguardaban cosas maravillosas. Pero tenía que ser bueno y no perder los estribos, y no gastarse el dinero inútilmente. Ella sólo era un año mayor que él, pero sabía mucho más de la vida. Debía también escribirle con cada correo y rezar cada noche sus oraciones antes de dormir. Dios era bueno y cuidaría de él. Ella también rezaría por él, y en pocos años volvería completamente rico y dichoso.
El joven la escuchaba irritado y callaba. Sentía nostalgia de abandonar el hogar.
Sin embargo, ésa no era la única causa de su tristeza e irritación. A pesar de su inexperiencia, tenía un fuerte sentido del peligro que entrañaba la posición de Sibyl. El joven dandi que le hacía la corte podía no tener buenas intenciones hacia su hermana. Era un caballero, y él lo odiaba por eso, lo odiaba siguiendo un extraño instinto de clase que no podía explicar, y que por eso mismo ejercía sobre él un poder mayor. También era consciente de la naturaleza vanidosa y superficial de su madre, y en eso veía infinitos peligros para Sibyl y la dicha de ésta. Los niños empiezan queriendo a sus padres; a medida que crecen los juzgan; algunas veces los perdonan.
¡Su madre! Tenía algo en mente que debía preguntarle, algo que había rumiado en silencio durante muchos meses. Una frase oída casualmente en el teatro, una risa ahogada que había llegado hasta él una noche cuando esperaba a la puerta de los artistas, habían desatado una cadena de horribles pensamientos. Lo recordaba como el golpe de un látigo en plena cara. Sus cejas se fruncieron formando un profundo surco y un espasmo de dolor le hizo morderse el labio.
—No escuchas ni una palabra de lo que digo, Jim —exclamó Sibyl—, y eso que estoy haciendo los más deliciosos planes para tu futuro. Di algo.
—¿Qué quieres que diga?
—¡Oh! Que serás un buen chico y no nos olvidarás —contestó ella con una sonrisa.
Él se encogió de hombros.
—Es más probable que tú me olvides a mí que yo a ti, Sibyl.
Ella enrojeció.
—¿Qué quieres decir, Jim? —dijo.
—Me dicen que tienes un nuevo amigo. ¿De quién se trata? ¿Por qué no me has hablado de él? Sus intenciones hacia ti no son buenas.
—¡Basta, Jim! —exclamó ella—. No digas nada contra él. Lo amo.
—¡Cómo, pero si ni siquiera sabes su nombre! —contestó el joven—. ¿Quién es? ¡Tengo derecho a saberlo!
—Se llama el Príncipe Encantador. ¿No te gusta el nombre? Oh, ¡qué tonto! No deberías olvidarlo nunca. Sólo con verlo, pensarías que es la persona más maravillosa de este mundo. Algún día lo conocerás; cuando vuelvas de Australia. Te encantará. Le gusta a todo el mundo y… y yo lo amo. Ojalá pudieses venir al teatro esta noche. Él estará allí, y yo haré de Julieta. ¡Oh! ¡Cómo voy a actuar! Imagínate, Jim, ¡estar enamorada y hacer de Julieta! ¡Tenerlo allí sentado! ¡Actuar para complacerlo! Temo asustar a la compañía, asustarlos o cautivarlos. El amor lleva a superarse a uno mismo. El pobre y horrible señor Isaacs estará gritando «genio» ante los haraganes de la taberna. Me ha celebrado como un dogma; esta noche me anunciará como una revelación. Lo presiento. Y todo gracias a él, únicamente a él, mi Príncipe, mi adorado amor, mi dios de las bendiciones. Pero yo soy pobre en relación con él. ¿Pobre? ¿Qué importa eso? Cuando la pobreza se asoma a la puerta, el amor huye por la ventana. Nuestros proverbios deberían reescribirse. Se han hecho en invierno, y ahora es verano; primavera para mí, me parece, un festival de flores en el cielo azul.
—Es un caballero —dijo hoscamente el joven.
—¡Es un príncipe! —exclamó ella cantando—. ¿Qué más quieres?
—Lo que pretende es esclavizarte.
—Tiemblo ante la idea de ser libre.
—Quiero que te guardes de él.
—Verlo es adorarlo, conocerlo es confiar en él.
—Sibyl, estás loca por él.
Ella rió y lo cogió del brazo.
—Mi querido y viejo Jim, hablas como si tuvieses cien años. Algún día tú mismo te enamorarás. Entonces sabrás lo que es. No pongas ese gesto tan malhumorado. Lo cierto es que deberías alegrarte de pensar que, aunque te marchas lejos, me dejas más feliz de lo que fui jamás. La vida ha sido dura para los dos, terriblemente dura y difícil. Pero ahora todo será distinto. Tú te diriges a un mundo nuevo, y yo lo he encontrado aquí. Aquí hay dos sillas libres; sentémonos a ver pasar a la gente elegante.
Se sentaron entre una multitud de observadores. Los macizos de tulipanes frente al camino brillaban como anillos de vibrante fuego. Un polvo blanco, que parecía una trémula nube de perfumado polen, flotaba en el aire palpitante. Las sombrillas, de vivos colores, se agitaban e inclinaban como gigantescas mariposas.
Le hizo a su hermano hablar de sí mismo, de sus esperanzas y de sus proyectos. Él hablaba despacio y con esfuerzo. Intercambiaban palabras como los jugadores intercambian fichas. Sibyl se sentía oprimida. No podía transmitirle su dicha. Una débil sonrisa que torcía su boca malhumorada era todo el eco que podía obtener. Después de un rato se quedó callada. De pronto, divisó un destello de dorado pelo y sonrientes labios, y en un coche abierto con dos señoras pasó Dorian Gray.
Se levantó apresuradamente.
—¡Ahí está! —exclamó.
—¿Quién? —dijo Jim Vane.
—El Príncipe Encantador —contestó viendo alejarse la victoria.
Él se puso en pie y la asió con brusquedad del brazo.
—Enséñamelo. ¿Cuál de ellos es? Señálalo. ¡Debo verlo! —exclamó; pero en ese instante se interpuso el coche, tirado por cuatro caballos, del duque de Berwick, y cuando el espacio quedó de nuevo libre el coche había abandonado el parque.
—Se ha ido —susurró tristemente Sibyl—. Me hubiese gustado que lo vieras.
—También a mí, porque tan seguro como que hay un Dios en los cielos, que si alguna vez te hace daño lo mataré.
Ella lo miró horrorizada. Él repitió sus palabras, que cortaron el aire como un puñal. La gente de alrededor los miró boquiabierta. Una señora de pie junto a ellos se echó a temblar.
—Vámonos, Jim; vámonos —murmuró ella.
Él la siguió obedientemente entre la multitud. Estaba satisfecho de lo que había dicho.
Al llegar a la estatua de Aquiles ella se volvió. La pena que reflejaban sus ojos se volvió risa en sus labios. Agitó la cabeza al decir:
—Estás loco, Jim, completamente loco; eres un niño con mal genio, eso es todo. ¿Cómo puedes decir cosas tan horribles? No sabes de lo que estás hablando. Simplemente estás celoso y malhumorado. ¡Ah! Quisiera que te enamorases. El amor vuelve buena a la gente, y eso que has dicho ha sido una maldad.
—Tengo dieciséis años —contestó él—, y sé de lo que hablo. Madre no te servirá de ayuda. Ella no sabe cuidar de ti. Ahora desearía no marcharme a Australia. Me dan ganas de mandar todo el asunto a paseo. Y lo haría, si no hubiese firmado un contrato.
—Oh, no te pongas serio, Jim. Eres como el héroe de uno de esos tontos melodramas en los que a madre le solía gustar tanto actuar. No voy a pelearme contigo. Lo he visto y, ¡oh!, verle es la dicha perfecta. No peleemos. Sé que tú nunca le harías daño a nadie a quien yo ame, ¿no es cierto?
—No mientras le ames, supongo —fue la hosca respuesta.
—Le amaré siempre —exclamó.
—¿Y él?
—¡Siempre, también!
—Más le vale.
Ella se apartó de él. Después rió y apoyó la mano en su hombro. Sólo era un niño.
En Marble Arch pararon un ómnibus que les dejó cerca de su mísera casa en la calle Euston. Eran pasadas las cinco, y Sibyl debía descansar un par de horas antes de la actuación. Jim insistió en que debía hacerlo. Dijo que prefería despedirse de ella estando su madre ausente. Seguro que haría una escena, y él detestaba cualquier tipo de escenas.
Se despidieron en la habitación de Sibyl. Había celos en el corazón del joven, y un odio feroz y asesino por el extraño que, tal como a él le parecía, se había interpuesto entre ellos. No obstante, cuando ella rodeó su cuello con los brazos y enterró los dedos en sus cabellos, él se ablandó y la besó con verdadero afecto. Al bajar las escaleras había lágrimas en sus ojos.
Su madre lo esperaba abajo. Nada más entrar le reprendió por su impuntualidad. No contestó y se sentó ante su magra comida. Las moscas zumbaban alrededor de la mesa posándose en el sucio mantel. A través del ruido de los ómnibus y el estruendo de los coches, oía la monótona voz devorando cada minuto que le quedaba.
Al cabo de un rato dejó el plato a un lado y puso la cabeza entre las manos. Sentía que tenía derecho a saber. Debían habérselo dicho antes, si era lo que él sospechaba. Su madre lo observaba aterrorizada. Las palabras salían mecánicamente de sus labios. Un andrajoso pañuelo de encaje se retorcía en sus dedos. Cuando el reloj dio las seis, el joven se levantó y fue hasta la puerta. Después se volvió y la miró. Sus ojos se encontraron. En los suyos, él vio una ardiente súplica de clemencia. Eso le enfureció.
—Madre, tengo que preguntarte algo —dijo.
Los ojos de ella recorrieron vagamente la estancia. No contestó.
—Dime la verdad. Tengo derecho a saberlo. ¿Estabas casada con mi padre?
Ella lanzó un hondo suspiro. Fue un suspiro de alivio. El terrible momento, el momento que había temido noche y día durante semanas y meses había llegado al fin y, sin embargo, ya no sentía miedo. De hecho, en cierta medida la había decepcionado. La directa vulgaridad de la pregunta requería una respuesta directa. La situación no había surgido gradualmente, sino con toda crudeza. Le recordaba un mal ensayo.
—No —contestó, asombrada ante la dura sencillez de la vida.
—Entonces, ¿mi padre era un canalla? —gritó el muchacho cerrando los puños.
Ella negó con la cabeza.
—Yo sabía que él no era libre. Nos queríamos mucho. Si hubiese vivido, él se habría encargado de nosotros. No hables en contra de él, hijo mío. Era tu padre, y era un caballero. Realmente estaba muy bien relacionado.
De los labios del joven salió un juramento.
—A mí me es igual —exclamó—, pero no dejes que Sibyl… Es un caballero, ¿no?, el que está enamorado de Sibyl. O dice serlo. Y supongo que estará también muy bien relacionado.
Por un instante un espantoso sentimiento de humillación asaltó a la mujer. Dejó caer la cabeza y se secó los ojos con temblorosas manos.
—Sibyl tiene una madre —murmuró—. Yo no la tenía.
El joven se sintió conmovido. Se acercó a ella y, arrodillándose, la besó.
—Siento haberte hecho sufrir hablando te de mi padre —dijo—, pero no he podido evitarlo. Ahora debo marcharme. Adiós. No olvides que ahora sólo tienes una hija a quien cuidar, y créeme que si ese hombre hace algún daño a mi hermana descubriré quién es, lo buscaré y lo mataré como a un perro. Lo juro.
La loca exageración de la amenaza, el apasionado ademán que la acompañó, lo melodramático de sus palabras, le hicieron ver la vida con mayor intensidad. Estaba familiarizada con esa atmósfera. Respiró con mayor libertad y, por primera vez en muchos meses, admiró a su hijo verdaderamente. Hubiese querido continuar la escena en el mismo tono emocional, pero él la cortó en seco. Hubo que bajar el equipaje y buscar las bufandas. La sirvienta de la pensión entraba y salía. Hubo que regatear con el cochero. El momento se perdió en detalles vulgares. Con una renovada sensación de desencanto, la madre agitó el roto pañuelo de encaje por la ventana cuando su hijo partió en el coche. Pensaba que había perdido una gran oportunidad. Se consoló diciéndole a Sibyl lo desolada que iba a volverse su vida ahora que sólo tenía una hija a quien cuidar. Recordaba esa frase. Le había gustado. No dijo nada de la amenaza. Había sido expresada de forma intensa y dramática. Sintió que algún día todos reirían al recordarla.