CAPÍTULO IV

Una tarde del mes siguiente, Dorian Gray estaba reclinado en un lujoso sillón en la pequeña biblioteca de la casa de lord Henry en Mayfair. Era, en su género, una estancia acogedora, con altos zócalos de roble manchado de aceituna, friso y techo color crema con relieves de escayola, y una moqueta de fieltro color ladrillo cubierta con alfombras persas de largos y sedosos flecos. Sobre una mesita de madera satinada había una estatuilla de Clodión, junto a un ejemplar de Les cent nouvelles encuadernado para Margarita de Valois por Clovis Eve, y sembrado de las margaritas de oro que esa reina había escogido por emblema. En la repisa de la chimenea se alineaban grandes jarrones chinos de porcelana azul con tulipanes de abigarrados colores, y a través de los cristales emplomados de la ventana entraba a raudales la luz albaricoque de un día de estío londinense.

Lord Henry no había llegado aún. Se retrasaba siempre por principio, pues su lema consistía en que la puntualidad es el ladrón del tiempo. Así pues, el joven parecía un poco contrariado, y hojeaba distraídamente una edición de Manon Lescaut con elaboradas ilustraciones, que había encontrado en uno de los estantes. El solemne y monótono tictac del reloj Luis XIV lo irritaba. Había estado a punto de marcharse una o dos veces.

Al fin oyó ruido de pasos y se abrió la puerta.

—¡Qué tarde llegas, Harry! —murmuró.

—Me temo que no sea Harry, señor Gray —contestó una voz chillona.

Miró rápidamente a su alrededor y se puso en pie.

—Ruego me disculpe. Pensé…

—Pensó que era mi marido. Sólo soy su mujer. Permita usted que me presente. Le conozco muy bien por sus fotografías. Creo que mi marido tiene diecisiete.

—¿Diecisiete, lady Henry?

—Bueno, dieciocho entonces. Y le vi con él la otra noche en la ópera.

Reía nerviosamente al hablar, y lo miraba con sus vagos ojos de no-me-olvides. Era una mujer curiosa, cuyos vestidos parecían siempre diseñados con rabia y puestos en medio de una tempestad. Solía estar enamorada de alguien y, como su pasión nunca era correspondida, conservaba todas sus ilusiones. Intentaba parecer exótica, pero sólo lograba resultar desaliñada. Se llamaba Victoria, y tenía la inveterada manía de ir a la iglesia.

—Eso fue en Lohengrin, ¿no es así, lady Henry?

—Sí; fue en el amado Lohengrin. Me gusta la música de Wagner más que la de cualquier otro. Es tan altisonante que se puede hablar todo el tiempo sin que oigan lo que uno dice. Supone una gran ventaja, ¿no le parece, señor Gray?

La misma risa nerviosa y entrecortada estalló en los delgados labios, y sus dedos comenzaron a juguetear con un largo cortapapeles de concha de tortuga.

Dorian sonrió, moviendo la cabeza.

—Me temo que no estoy de acuerdo con usted, lady Henry. Jamás hablo cuando oigo música, al menos cuando se trata de buena música. Si la música que se escucha es mala, entonces uno tiene el deber de ahogarla con la conversación.

—¡Ah! Esa idea es de Harry, ¿verdad, señor Gray? Siempre oigo las ideas de Harry en boca de sus amigos. Es la única forma en que me llegan. Pero no crea que no aprecio la buena música. La adoro, pero la temo. Me vuelve demasiado romántica. He sentido verdadera adoración por algunos pianistas… en ocasiones por dos a un tiempo, como dice Harry. No sé lo que tienen. Puede que sea su calidad de extranjeros. Todos lo son, ¿no es así? Hasta los que nacen en Inglaterra se hacen extranjeros después de un tiempo, ¿verdad? Es una medida tan inteligente… y un verdadero homenaje al arte. Lo hace cosmopolita, ¿no le parece? Nunca ha asistido a una de mis fiestas, ¿verdad, señor Gray? Debe usted venir. No puedo permitirme orquídeas, pero no reparo en gastos con los extranjeros. Dan un toque tan pintoresco al salón. ¡Pero aquí está Harry! Harry, vine a buscarte para preguntarte algo —he olvidado qué— y encontré aquí al señor Gray. Hemos mantenido una agradable charla sobre música. Y estamos completamente de acuerdo. No; creo que nuestras ideas son absolutamente distintas. Pero ha sido amabilísimo. Estoy encantada de haberle conocido.

—Me alegro, querida, me alegro mucho —dijo lord Henry levantando sus oscuras y arqueadas cejas y observándolos con una sonrisa divertida.

—Siento llegar tarde, Dorian. He ido a buscar una pieza de brocado antiguo a la calle Wardour y me he pasado horas regateando por ella. Hoy en día, la gente sabe el precio de todo, pero no conoce el valor de nada.

—Me temo que debo marcharme —exclamó lady Henry rompiendo el embarazoso silencio con su tonta y brusca risa—. He prometido acompañar a la duquesa en su paseo. Adiós, señor Gray Adiós, Harry. Comerás fuera, supongo. Yo también. Puede que nos veamos en casa de lady Thornbury.

—Eso espero, querida —dijo lord Henry cerrando la puerta tras ella cuando, como un ave del paraíso que hubiese pasado toda la noche bajo la lluvia, huyó de la estancia dejando un leve perfume de franchipán; luego encendió un cigarro y se dejó caer sobre el sofá.

—Jamás te cases con una mujer de pelo pajizo, Dorian —dijo tras unas bocanadas.

—¿Por qué, Harry?

—Porque son unas sentimentales.

—Pero a mí me gusta la gente sentimental.

—Nunca te cases, Dorian. Los hombres se casan por cansancio; las mujeres por curiosidad; y ambos resultan decepcionados.

—No creo que me case, Harry. Estoy demasiado enamorado. Ése es uno de tus aforismos. Lo estoy poniendo en práctica, como hago con todo lo que tú dices.

—¿De quién estás enamorado? —preguntó lord Henry tras una pausa.

—De una actriz —contestó Dorian sonrojándose.

Lord Henry se encogió de hombros.

—Eso es un debut más bien vulgar.

—No lo dirías si la vieses, Harry.

—¿Quién es?

—Su nombre es Sibyl Vane.

—Jamás he oído hablar de ella.

—Nadie lo ha hecho. Pero alguna vez lo harán. Ella es genial.

—Querido muchacho, ninguna mujer es genial. Las mujeres son un sexo decorativo. Nunca tienen nada que decir, pero cuando lo hacen es de forma encantadora. Las mujeres representan el triunfo de la materia sobre la mente, y los hombres el triunfo de la mente sobre la moral.

—¿Cómo puedes hablar así, Harry?

—Mi querido Dorian, es la pura verdad. Últimamente estoy analizando a las mujeres, así que debería saberlo. El tema no es tan abstruso como yo pensaba. Encuentro que, en última instancia, sólo hay dos tipos de mujeres: las feas y las atractivas. Las primeras son muy útiles. Si quieres ganarte una reputación de hombre respetable, no tienes más que invitarlas a cenar. Las otras mujeres son completamente encantadoras. Sin embargo, cometen un error. Se pintan para parecer más jóvenes. Nuestras abuelas se pintaban para intentar hablar con brillantez: el rouge y el esprit solían ir juntos. Eso se ha acabado. Una mujer no está completamente satisfecha si no parece diez años más joven que su propia hija. En cuanto a la conversación, sólo hay cinco mujeres en todo Londres con las que merece la pena hablar, y dos de ellas están excluidas de la sociedad respetable. En cualquier caso, háblame de tu genio. ¿Cuánto hace que la conoces?

—¡Ah, Harry, tus puntos de vista me aterran!

—Olvídalo. ¿Cuánto hace que la conoces?

—Unas tres semanas.

—¿Y dónde la encontraste?

—Te lo diré, Harry; pero tienes que ser comprensivo. Después de todo, de no haberte conocido nada de esto hubiese pasado. Tú me llenaste de un deseo salvaje de saberlo todo sobre la vida. Durante días, después de conocerte, algo parecía latir en mis venas. Cuando paseaba por el parque o caminaba por Picadilly miraba a todos los que pasaban y me preguntaba, con loca curiosidad, qué vida llevarían. Algunos de ellos me fascinaban. Otros me llenaban de terror. Había un exquisito veneno en el aire. Me apasionaban las sensaciones… Pues bien, una tarde, alrededor de las siete, decidí salir en busca de alguna aventura. Sentí que este gris y monstruoso Londres, con sus millones de habitantes, sus sórdidos pecadores y sus espléndidas faltas, como una vez dijiste, debía de tener algo guardado para mí. Imaginé cientos de cosas. La sola sensación de peligro me producía placer. Recordé lo que me habías dicho esa maravillosa tarde en que cenamos juntos por primera vez sobre que la búsqueda de la belleza era el auténtico secreto de la vida. No sé lo que esperaba, pero salí y caminé sin rumbo fijo hacia el este, perdiéndome muy pronto en un laberinto de mugrientas calles y negras y peladas plazoletas. Alrededor de las ocho y media, pasé por un absurdo teatrucho con enormes y resplandecientes focos de gas y carteles chillones. Un horrible judío, vestido con el chaleco más sorprendente que he visto en mi vida, estaba parado a la entrada fumando un cigarro infame. Tenía rizos grasientos, y un diamante inmenso brillaba en mitad de su sucia camisa. «¿Quiere un palco, milord?» —dijo al verme, y se quitó el sombrero con aire de suntuoso servilismo. Aún no consigo entender por qué lo hice; y sin embargo, de no haberlo hecho… querido Harry, de no haberlo hecho me habría perdido el mayor romance de mi vida. Había algo en él que me divirtió, Harry. Era tan monstruoso. Te reirás de mí, lo sé, pero lo cierto es que entré y pagué una guinea por el palco. Veo que te ríes. ¡Es horrible por tu parte!

—No me río, Dorian; al menos no de ti. Pero no deberías decir el mayor romance de tu vida. Deberías decir tu primer romance. A ti siempre te amarán, y tú estarás siempre enamorado del amor. Una grande passion es el privilegio de los que no tienen nada que hacer. Es la única ocupación de las clases ociosas de un país. No temas. Te aguardan cosas exquisitas. Esto es sólo el comienzo.

—¿Crees que mi naturaleza es tan superficial? —exclamó Dorian Gray irritado.

—No; la creo muy profunda.

—¿Qué quieres decir?

—Querido muchacho, los que sólo aman una vez en la vida son los verdaderamente superficiales. A lo que ellos llaman lealtad y fidelidad, yo lo llamo letargo de la costumbre o falta de imaginación. La fidelidad es a las personas emocionales lo que la consistencia a la vida del intelecto: una simple confesión de fracaso. ¡La fidelidad! Algún día he de analizarla. Tiene la pasión de la propiedad. Hay muchas cosas que desecharíamos de no temer que otros las recogiesen. Pero no quiero interrumpirte. Sigue con tu historia.

—Pues bien, me encontré sentado en un estrecho y horrible palco frente a un vulgar telón. Me asomé tras la cortina y estudié el lugar. Era todo oropeles, cupidos y cornucopias, como una tarta de bodas de tercera clase. La tribuna y la platea se veían bastante llenas, pero las dos filas de grasientas butacas estaban casi vacías, y en lo que supongo llamarán el principal no había prácticamente ni un alma. Las mujeres iban y venían con naranjas y cerveza de jengibre, y se hacía un tremendo consumo de nueces.

—Debía de ser exactamente igual que en la época dorada del drama inglés.

—Exactamente igual, supongo, y muy deprimente. Empezaba a preguntarme qué debía hacer, cuando vi el cartel. ¿Qué imaginas que representaban, Harry?

—Supongo que El joven idiota o Mudo pero inocente. A nuestros padres solía gustarles ese tipo de obras, creo. Cuanto más vivo, Dorian, más me convenzo de que todo lo que era suficientemente bueno para nuestros padres no es lo bastante bueno para nosotros. En arte, como en política, les grand-pères ont toujours tort.

—Esa obra era suficientemente buena para nosotros, Harry. Se trataba de Romeo y Julieta. Debo admitir que me sentí bastante molesto ante la idea de ver representado a Shakespeare en un miserable agujero como aquél. Sin embargo, de algún modo estaba interesado. En cualquier caso, decidí esperar al primer acto. Había una orquesta espantosa que presidía un joven hebreo sentado ante un piano desvencijado y que casi me hizo desistir, pero finalmente se alzó el telón y comenzó la obra. Romeo era un caballero grueso de edad madura y cejas pintadas con corcho quemado, voz ronca de tragedia y el cuerpo como un barril de cerveza. Mercucio era casi tan malo. Lo representaba uno de esos comediantuchos que introducen bromas de su propia cosecha y están en excelentes términos con la platea. Ambos eran tan grotescos como el escenario, y éste parecía salido de una barraca de feria. ¡Pero Julieta! Harry, imagina a una muchacha de apenas diecisiete años con una carita de flor, una menuda cabeza griega de enroscadas trenzas castaño oscuro, los ojos violeta como pozos de pasión, y unos labios como pétalos de rosa. Era lo más adorable que había visto en mi vida. Una vez me dijiste que el patetismo no te conmovía, pero que la belleza, la sola belleza, podía llenarte los ojos de lágrimas. Te digo, Harry, que a duras peñas podía ver a la muchacha a través de la bruma del llanto que me asaltó. Y su voz… jamás había oído otra igual. Hablaba muy bajo al principio, con hondas y suaves notas que parecían penetrar una a una el oído. Luego subió un poco el tono, y sonó como una flauta o un lejano oboe. En la escena del jardín tenía el trémulo éxtasis que uno escucha antes del amanecer, cuando los ruiseñores cantan. Más tarde hubo momentos en que adquirió la pasión ardiente de los violines. Tú sabes hasta qué punto puede una voz conmover. Tu voz y la voz de Sibyl Vane son dos cosas que jamás podré olvidar. Las oigo al cerrar los ojos, y cada una dice algo distinto. No sé a cuál de ellas seguir. ¿Por qué no habría de amarla? La quiero, Harry Ella lo es todo para mí en la vida. Noche tras noche voy a verla actuar. Una noche es Rosalinda, y la tarde siguiente Imogenia. La he visto morir en la penumbra de una tumba italiana, bebiendo el veneno de los labios de su amado. La he visto errar por los bosques de Arden disfrazada de un hermoso muchacho con calzas, jubón y elegante gorro. Ha enloquecido y se ha presentado ante un rey culpable dándole ruda para vestirse y amargas hierbas a gustar. Ha sido inocente, y las blancas manos de los celos han partido su garganta como un junco. La he visto en todas las épocas y con todas las indumentarias. Las mujeres corrientes no excitan nunca nuestra imaginación. Se limitan a su siglo. Ningún hechizo las transfigura. Uno conoce su mente con la misma facilidad que su sombrero. Siempre puedes encontrarlas. Carecen de misterio alguno. Por la mañana pasean en coche por el parque, y por las tardes parlotean tomando el té. Tienen una sonrisa estereotipada y una conducta a la moda. Son completamente obvias. ¡Pero una actriz! ¡Qué distinta es una actriz! ¡Harry! ¿Por qué no me habías dicho que la única cosa digna de amarse es una actriz?

—Porque he amado a muchas, Dorian.

—Oh, sí, mujeres horribles de pelo teñido y cara pintada…

—No desprecies el pelo teñido y las caras pintadas. A veces tienen un encanto extraordinario —dijo lord Henry.

—Ahora me arrepiento de haberte hablado de Sibyl Vane.

—No hubieses podido evitarlo, Dorian. Me contarás todo lo que hagas durante el resto de tu vida.

—Sí, Harry, creo que eso es cierto. No puedo evitar contarte las cosas. Tienes una extraña influencia sobre mí. Si alguna vez cometiese un crimen, vendría a confesártelo. Tú me entenderías.

—La gente como tú, tenaces rayos de sol de la vida, no comete crímenes, Dorian. Pero, en cualquier caso, te agradezco mucho el cumplido. Y ahora dime… alcánzame las cerillas, sé buen chico… ¿Qué relación tienes actualmente con Sibyl Vane?

Dorian Gray se levantó precipitadamente con las mejillas arreboladas y los ojos llameantes.

—¡Harry! ¡Sibyl Vane es sagrada!

—Sólo lo sagrado merece tocarse, Dorian —dijo lord Henry con una extraña carga de patetismo en su voz—. Pero ¿por qué ibas a sentirte molesto? Supongo que ella te pertenecerá algún día. Cuando uno está enamorado, siempre comienza por engañarse a uno mismo y acaba engañando a los otros. En eso consiste lo que el mundo llama un romance. En cualquier caso, supongo que la conocerás.

—Naturalmente que la conozco. La primera noche que estuve en el teatro, el horrible judío acudió al palco una vez terminada la representación y se ofreció a llevarme entre bastidores para presentármela. Me enfurecí con él: le dije que Julieta llevaba muerta cientos de años y que su cuerpo yacía en una tumba de mármol, en Verona. Por su mirada de perplejo asombro, creo que concluyó que yo había bebido demasiado champán, o algo así.

—No me sorprende.

—Después me preguntó si yo escribía para algún periódico. Le contesté que jamás los leía. Pareció terriblemente decepcionado por mi comentario, y me confió que todos los críticos dramáticos estaban confabulados en su contra y que todos ellos se vendían.

—No me sorprendería que tuviese toda la razón en eso. Pero, por otra parte, a juzgar por las apariencias, la mayor parte de ellos no deben de ser nada caros.

—Bueno, él parecía creer que estaban por encima de sus posibilidades —rió Dorian—. Para entonces, sin embargo, estaban apagando las luces del teatro y tenía que marcharme. Quiso que probase unos cigarros que él recomendaba con fervor. Los rechacé. La siguiente noche, por supuesto, volví al lugar. Al verme hizo una profunda reverencia y aseguró que yo era un espléndido protector del arte. Era una bestia repugnante, pero sentía una extraordinaria pasión por Shakespeare. Una vez me dijo con aire de orgullo que las cinco veces que había quebrado se había debido enteramente al «Bardo», como insistía en llamarlo. Parecía considerarlo una distinción.

—Era una distinción, mi querido Dorian, una gran distinción. La mayoría de la gente se arruina invirtiendo con exceso en la prosa de la vida. Arruinarse por la poesía es un honor. Pero ¿cuándo hablaste por primera vez con Sibyl Vane?

—La tercera noche. Había representado a Rosalinda. No pude evitar intentarlo. Le había arrojado algunas flores y ella me había mirado; al menos yo pensé que lo había hecho. El viejo judío era persistente. Parecía empeñado en llevarme entre bastidores, de modo que consentí. Es extraño que no quisiera conocerla, ¿verdad?

—No; yo no lo creo así.

—¿Por qué, querido Harry?

—Te lo diré en otro momento. Ahora quiero saber de la muchacha.

—¿Sibyl? Oh, fue tan tímida y amable. Hay algo de niña en ella. Sus ojos se abrieron con exquisito asombro cuando le dije lo que pensaba de su actuación, y parecía completamente inconsciente de su poder. Los dos estábamos bastante nerviosos. El viejo judío seguía sonriendo en el umbral del polvoriento camerino, haciendo elaborados discursos sobre nosotros mientras nos mirábamos como niños. Insistía en llamarme «milord», así que tuve que asegurarle a Sibyl que no era nada por el estilo. Ella se limitó a decirme: «Perece usted más bien un príncipe. Le llamaré Príncipe Encantador».

—Palabra, Dorian, la señorita Sibyl sabe cómo hacer cumplidos.

—Tú no la entiendes, Harry. Me miraba como si yo sólo fuese un personaje de una obra. No sabe nada de la vida. Vive con su madre, una mujer cansada y marchita que representaba a lady Capuleto con una especie de bata roja la primera noche, y que parece haber vivido mejores tiempos.

—Conozco ese aspecto. Me deprime —murmuró lord Henry estudiando sus anillos.

—El judío quiso contarme su historia, pero le dije que no me interesaba.

—Hiciste muy bien. Siempre hay algo infinitamente mezquino en las tragedias ajenas.

—Sibyl es lo único que me interesa. ¿Qué me importa su origen? De la pequeña cabeza a los menudos pies, es absoluta y completamente divina. Iría a verla actuar todas las noches de mi vida, y cada una sería más maravillosa que la anterior.

—Supongo que ésa es la razón de que ya nunca cenemos juntos. Imaginé que tendrías algún curioso romance entre manos. Y acerté; pero no es en absoluto lo que yo esperaba.

—Querido Harry, pero si todos los días almorzamos o comemos juntos, y he ido contigo varias veces a la ópera —dijo Dorian abriendo asombrado sus ojos azules.

—Siempre llegas terriblemente tarde.

—Bueno, no puedo evitar ir a ver actuar a Sibyl —exclamó—, aunque sólo sea durante un acto. Anhelo su presencia; y cuando pienso en el maravilloso espíritu que se oculta en su pequeño cuerpo de marfil, me siento lleno de reverencia hacia ella.

—Podrás cenar conmigo esta noche, Dorian, ¿no?

Movió la cabeza.

—Esta noche ella es Imogenia —contestó—, y mañana será Julieta.

—¿Y cuándo es Sibyl Vane?

—Nunca.

—Te felicito.

—¡Qué desagradable eres! Ella es en una todas las grandes heroínas del mundo entero. Ella es más que una persona. Ríete, pero te digo que tiene genio. La quiero, y tengo que lograr que ella me quiera. Tú que conoces todos los secretos de la vida, ¡dime cómo seducir a Sibyl Vane para que ella me ame! Quiero que Romeo sienta celos de mí. Quiero que todos los amantes muertos de la historia escuchen nuestra risa y se entristezcan. Quiero que el aliento de nuestra pasión vuelva su polvo a la vida y despierte sus cenizas al dolor. ¡Dios mío, Harry! ¡Cómo la adoro!

Recorría la estancia de arriba abajo mientras hablaba. Manchas de un rojo febril ardían en sus mejillas. Estaba horriblemente excitado.

Lord Henry lo observaba con un sutil sentimiento de placer. ¡Qué distinto era ahora del tímido y temeroso muchacho que había conocido en el estudio de Basil! Su naturaleza maduraba como una flor, produciendo capullos de llama escarlata. El alma había abandonado su escondite oculto, y el deseo había acudido a su encuentro.

—¿Y qué te propones hacer? —dijo lord Henry al fin.

—Quiero que tú y Basil vengáis conmigo una noche a verla actuar. No temo en absoluto los resultados. Estoy seguro de que reconoceréis su genio. Después tenemos que arrancarla de las garras del judío. Está atada a él por tres años —o al menos por dos años y ocho meses— a partir de este momento. Tendré que pagarle, por supuesto. Cuando todo esté arreglado alquilaré un teatro en el West End y la lanzaré como es debido. Volverá tan loco al mundo como lo ha hecho conmigo.

—Querido muchacho, eso sería imposible.

—Sé que lo hará. No sólo tiene arte, un consumado sentido del arte, sino también personalidad. Y a menudo me has dicho que es la personalidad, no los principios, lo que mueve los tiempos.

—Está bien, ¿qué noche iremos?

—Déjame ver. Mañana es martes. Vayamos mañana. Mañana hace de Julieta.

—Está bien. A las ocho en el Bristol; yo recogeré a Basil.

—A las ocho no, Harry, te lo ruego. A las seis y media. Tenemos que estar allí antes de que se alce el telón. Tenéis que verla en el primer acto, cuando conoce a Romeo.

—¡Las seis y media! ¿Qué horas son ésas? Sería como acudir a un vulgar té o como leer una novela inglesa. Ha de ser a las siete. Ningún caballero cena antes de las siete. ¿Vas a ver a Basil entretanto? ¿O le escribo yo?

—¡Pobre Basil! No le he visto en una semana. Es horrible por mi parte. Me ha enviado el retrato con un maravilloso marco especialmente diseñado por él mismo y, aunque estoy algo celoso del cuadro por ser un mes entero más joven que yo, tengo que admitir que me deleito en él. Quizá sea mejor que le escribas tú. No quiero verlo a solas. Dice cosas que me molestan. Me da buenos consejos.

Lord Henry rió.

—A la gente le encanta deshacerse de lo que más necesita. Es lo que yo llamo los abismos de la generosidad.

—Oh, Basil es el mejor de los amigos, pero me parece que es un poco filisteo. Desde que te conozco, Harry, lo he descubierto.

—Basil, ese querido muchacho, pone todo el encanto en su obra. El resultado es que no le queda nada para la vida excepto sus prejuicios, sus principios y su sentido común. Los únicos artistas que personalmente me han parecido encantadores eran malos artistas. Los buenos sólo existen en aquello que hacen, y consecuentemente carecen de todo interés en lo que son. Un gran poeta, un poeta verdaderamente grande, es lo más poco poético que existe. Pero los malos poetas son absolutamente fascinantes. Cuanto peores son sus rimas, más pintorescos parecen. El mero hecho de haber publicado un libro de sonetos de segunda categoría vuelve a un hombre completamente irresistible. Este vive la poesía que es incapaz de escribir. Los demás escriben la poesía que no osan poner en práctica.

—Me pregunto si tendrás razón, Harry —dijo Dorian Gray echando un poco de perfume en su pañuelo de una gran botella de tapón dorado que había encima de la mesa—. Si tú lo dices, debe de ser así. Y ahora tengo que marcharme. Adiós.

Cuando dejó la estancia, los pesados párpados de lord Henry se cerraron y empezó a pensar. Realmente pocas personas le habían interesado tanto como Dorian Gray y, sin embargo, la loca adoración del joven por otra persona no le causaba el más mínimo atisbo de irritación o celos. Le producía satisfacción. Lo convertía en un motivo de estudio aún más interesante. Siempre le habían cautivado los métodos de las ciencias naturales, pero el sujeto de estudio usual de esa ciencia le parecía trivial y poco interesante. Así que empezó a diseccionarse a sí mismo como había acabado haciéndolo con los demás. La vida humana: eso era lo único que consideraba digno de investigarse. Comparado con eso no había nada de valor. Era cierto que cuando se observaba la vida en su extraño crisol de dolor y placer, no era posible ponerse una máscara de vidrio, ni evitar que los vapores sulfurosos perturbasen el cerebro y enturbiasen la imaginación con monstruosas fantasías y sueños deformes. Había venenos tan sutiles que para conocer sus propiedades era preciso enfermar por su causa. Había males tan extraños que era necesario pasar por ellos para comprender su naturaleza. Y, sin embargo, ¡qué gran recompensa se recibía a cambio! ¡Qué maravilloso lugar se volvía el mundo! Conocer la extraña y dura lógica de la pasión y la rica vida emocional del intelecto, observar dónde coinciden y se separan, cuándo están en armonía y cuándo en discordia… ¡Era una delicia! ¿Qué importaba cuál fuese el precio? Nunca se pagaba un precio lo bastante alto a cambio de una sensación.

Era consciente —y ese pensamiento hizo brillar de placer sus ojos de oscuro ágata— de que había sido a causa de ciertas palabras suyas, palabras musicales y dichas con expresión musical, por lo que el alma de Dorian Gray se había vuelto hacia esa blanca muchacha, cayendo en adoración ante ella. En gran medida, ese muchacho era su propia creación. Lo había vuelto precoz. Y eso era algo. La gente ordinaria espera a que la vida le descubra sus secretos, pero para unos pocos, los escogidos, los misterios de la vida se revelan antes de que el velo se haya alzado. A veces ése es el efecto del arte, y sobre todo el de la literatura, que apunta directamente hacia las pasiones y el intelecto. Pero de tanto en tanto una personalidad compleja ocupa su lugar y asume esa función del arte; es, de hecho, a su manera, una auténtica obra de arte, teniendo la vida sus propias y elaboradas obras maestras, tal como las tienen la poesía, la escultura o la pintura.

Sí, el muchacho era precoz. Recogía la cosecha cuando aún era primavera. Poseía el pulso de la pasión y la juventud, pero empezaba a ser consciente de sí mismo. Observarle era una delicia. Con su bello rostro y tan hermosa alma era algo que inspiraba verdadero asombro. No importaba cómo terminase todo, la clase de final que le aguardase. Era como una de esas afables figuras de un espectáculo o representación cuyas alegrías parecen remotas, mientras que sus penas conmueven nuestro sentido de la belleza con las rosas rojas de sus heridas.

El alma y el cuerpo, el cuerpo y el alma, ¡qué misterio encierran! Hay algo animal en el alma, y el cuerpo tiene sus momentos de espiritualidad. Los sentidos pueden refinarse, y el intelecto puede degradarse. ¿Quién podría decir dónde acaba el impulso carnal o dónde empieza el impulso físico? ¡Qué superficiales eran las definiciones de los psicólogos corrientes! Y, sin embargo, ¡qué difícil decidirse entre las pretensiones de las distintas escuelas! ¿Es el alma una sombra sentada en la casa del pecado? ¿O está el cuerpo realmente en el alma, como pensaba Giordano Bruno? La separación del espíritu y de la materia era un misterio, como lo es su unión.

Comenzó a preguntarse si sería posible alguna vez hacer de la psicología una ciencia tan absoluta que el más mínimo impulso vital se nos revelase. En su actual estado, siempre nos malinterpretamos a nosotros mismos y rara vez logramos entender a los demás. La experiencia carece de valor ético alguno. No es más que el nombre que la gente da a sus errores. Los moralistas, por lo general, la contemplan como una forma de aviso, reclaman para ella cierta eficacia ética en la formación del carácter, la saludan como algo que nos enseña qué camino seguir o evitar. Pero la experiencia carece de poder motriz. Tiene algo de causa activa, como la propia conciencia. Todo lo que en realidad demuestra es que nuestro futuro será igual a nuestro pasado, y que el pecado que un día cometimos con pesadumbre de nuevo lo cometeremos muchas otras veces, y con alegría.

Para él estaba claro que el método experimental era el único por el que podía realizarse un análisis científico de las pasiones; y ciertamente Dorian Gray era un sujeto hecho a su medida, y parecía prometer ricos y fructíferos resultados. Su repentino y loco amor por Sibyl Vane era un fenómeno psicológico nada carente de interés. No cabía duda de que la curiosidad jugaba un papel importante, la curiosidad y el deseo de nuevas experiencias; sin embargo, no se trataba de una pasión simple, sino más bien muy compleja. Lo que había en ella de puro instinto sensual de la adolescencia había cambiado por obra de la imaginación, transformándose en algo que al mismo joven le parecía alejado de los sentidos y, por la misma razón, mucho más peligroso. Son las pasiones sobre cuyo origen nos engañamos las que nos tiranizan con mayor fuerza. Nuestros motivos más débiles son aquéllos de cuya naturaleza somos conscientes. Ocurría a menudo que cuando creíamos estar experimentando con los demás, lo estábamos en realidad haciendo con nosotros mismos.

Mientras lord Henry soñaba con estas cosas, llamaron a la puerta y su criado entró, recordándole que era hora de vestirse para la cena. El sol había teñido de oro escarlata los ventanales de las casas de enfrente. Los cristales refulgían como planchas de metal al rojo. En contraste, el cielo parecía una rosa marchita. Pensó en la joven y fogosa vida de su amigo y se preguntó cómo acabaría.

Cuando volvió a casa, alrededor de las doce y media, encontró un telegrama sobre la mesa del vestíbulo. Lo abrió y vio que era de Dorian Gray. Le comunicaba que se había prometido en matrimonio con Sibyl Vane.