CAPÍTULO XX
Hacía una noche deliciosa, tan templada que se echó el abrigo al brazo y tan siquiera se puso la bufanda de seda al cuello. Cuando iba paseando hacia su casa, fumando un cigarrillo, pasaron junto a él dos jóvenes en traje de noche. Oyó que uno de ellos le susurraba al otro: «Ése es Dorian Gray». Recordó lo que solía complacerle que lo señalaran, o lo miraran o hablasen de él. Ahora estaba cansado de oír su propio nombre. La mitad del encanto de la pequeña aldea en la que había estado tan a menudo últimamente era que nadie sabía quién era. Le había dicho muchas veces a la muchacha que había conquistado que él era pobre, y ella lo había creído. Una vez le dijo que era malo y ella se echó a reír contestando que los malos siempre eran muy feos y muy viejos. ¡Qué risa la suya! Era como el canto de un tordo. Y qué bonita estaba con su vestido de algodón y su gran sombrero. No sabía nada, pero tenía todo lo que él había perdido.
Al llegar a casa, encontró a su criado esperándolo. Lo mandó a la cama y se dejó caer en el sofá de la biblioteca, dándole vueltas a algunas de las cosas que lord Henry le había dicho.
¿Era realmente cierto que nunca podría cambiar? Sintió una ardiente nostalgia de la pureza sin mancha de su adolescencia, su adolescencia rosa y blanca, como lord Henry la llamó una vez. Sabía que la había empañado, que había llenado su mente de corrupción y de horrores su fantasía; que había sido una mala influencia para otros y experimentado una terrible alegría al serlo; que, de las vidas que se habían cruzado con la suya, eran las más nobles y llenas de promesas las que había llenado de vergüenza. Pero ¿era todo aquello irreparable? ¿No había esperanza para él?
¡Ah! En qué monstruoso momento de orgullo y pasión había rogado que el retrato llevase el peso de sus días y que él guardase el esplendor sin mancha de la juventud eterna. Todo su fracaso se había debido a eso. Hubiese sido mejor para él que cada pecado de su vida trajese consigo un certero y rápido castigo. En el castigo había purificación. No «perdónanos nuestros pecados», sino «castíganos por nuestras iniquidades» debería ser el ruego del hombre a un Dios justo.
El curioso espejo tallado que le había regalado lord Henry años atrás estaba sobre la mesa, y los cupidos de blancos miembros reían a su alrededor como antiguamente. Lo cogió al igual que había hecho esa noche de horror cuando notó por primera vez el cambio en el fatal retrato, y con ojos trastornados y empañados por las lágrimas se miró en el bruñido escudo. En una ocasión, alguien que lo amaba con locura le había escrito una carta delirante con estas idólatras palabras: «El mundo ha cambiado porque tú estás hecho de marfil y de oro. Las curvas de tus labios reescriben la historia». Recordó esas frases y las repitió para sus adentros una y otra vez. Luego aborreció su propia belleza y, arrojando el espejo al suelo, lo redujo a astillas de plata con el tacón. Era su belleza lo que le había perdido, su belleza y la juventud por la que había suplicado. Pero con esas dos cosas, su vida podría haber estado libre de mancha. La belleza sólo había sido para él una máscara, la juventud una burla. ¿Qué era la juventud en el mejor de los casos? Una época de imperfección e inmadurez, de emociones superficiales y pensamientos enfermizos. ¿Por qué la había servido? La juventud lo había malogrado.
Era mejor no pensar en el pasado. Nada podía cambiarlo. Era en sí mismo y en su futuro en lo que debía pensar. James Vane yacía oculto en una tumba sin nombre en el cementerio de Selby. Alan Campbell se había disparado una noche en su laboratorio, pero no había revelado el secreto que él le había forzado a compartir. El actual revuelo suscitado por la desaparición de Basil Hallward, pronto habría pasado. Ya iba apagándose. Estaba completamente a salvo. Y realmente no era la muerte de Basil Hallward lo que más pesaba sobre su espíritu. Era la muerte en vida de su propia ala; lo que lo torturaba. Basil había pintado el retrato que arruinó su vida. No podía perdonarle aquello. Era el retrato el que lo había hecho todo. Basil le había dicho cosas insoportables y que él sin embargo había aguantado con paciencia. El asesinato sólo fue la locura de un instante. En cuanto a Alan Campbell, se había matado con sus propias manos. Él lo había elegido. No le concernía.
¡Una nueva vida! Eso era lo que necesitaba. Eso era lo que esperaba. Seguramente había empezado ya. Había salvado a una criatura inocente, en cualquier caso. Jamás volvería a tentar a la inocencia. Sería bueno.
Al pensar en Hetty Merton, empezó a preguntarse si el retrato del cuarto cerrado habría cambiado. Seguramente no sería tan horrible como antes. Quizá si su vida se purificaba podría expulsar todo signo de perversa pasión de aquel rostro. Quizá las señales de maldad ya se habrían disipado. Iría a verlo.
Cogió la lámpara de la mesa y se deslizó por la escalera. Al desatrancar la puerta, una sonrisa de alegría cruzó el joven rostro y se detuvo un instante en sus labios. Sí, sería bueno; y la horrible cosa oculta cesaría de aterrorizarlo. Sintió como si ya se hubiese despojado de aquella carga.
Entró silenciosamente, cerrando la puerta tras él como acostumbraba, y apartó la cortina púrpura del retrato. Un grito de dolor e indignación brotó de su boca. No veía cambio alguno, excepto que en los ojos había ahora una expresión de astucia, y en la boca el torcido gesto del hipócrita. El retrato seguía siendo repugnante, más repugnante si era posible que anteriormente, y el rocío escarlata que manchaba la mano se había vuelto más brillante y se parecía más a sangre recién derramada. Entonces se echó a temblar. ¿Había sido sólo su vanidad lo que le había impulsado a hacer esa buena acción? ¿O el deseo de una sensación nueva, como lord Henry había sugerido con su burlona sonrisa? ¿O esa pasión por representar un papel que nos hace a veces comportarnos mejor de lo que en realidad somos? ¿O quizá todo a un tiempo? ¿Y por qué había aumentado la mancha roja? Parecía haberse extendido como una horrible enfermedad por los arrugados dedos. Había sangre en los pies, como si la cosa hubiese goteado sangre incluso en la mano que no había empuñado el cuchillo. ¿Confesar? ¿Significaba aquello que debía confesar? ¿Entregarse y ser ajusticiado? Se echó a reír. Sintió que la idea era monstruosa. Además, aunque confesase, ¿le creerían? No quedaba rastro del hombre asesinado. Todas sus pertenencias habían sido destruidas. El mismo había quemado lo que quedaba en el piso de abajo. El mundo diría simplemente que se había vuelto loco. Lo encerrarían si persistía en su historia…
Y sin embargo su deber era confesar, y sufrir la vergüenza pública, y arrepentirse públicamente. Había un Dios que instaba a los hombres a decir sus pecados en la Tierra lo mismo que en el Cielo. Nada de lo que hiciese podría limpiarlo mientras no confesase su pecado. ¿Su pecado? Se encogió de hombros. La muerte de Basil Hallward le parecía poco importante. Pensó en Hetty Merton. Era un espejo injusto, ese espejo de su alma en el que se miraba. ¿Vanidad? ¿Curiosidad? ¿Hipocresía? ¿No había habido más que eso en su renuncia? Había habido algo más. Al menos él lo creía así. Pero ¿quién podía asegurarlo?… No. No había habido nada más. La había respetado por vanidad. La hipocresía se había puesto la máscara de la bondad. Por curiosidad, había probado a negarse a sí mismo. Ahora lo reconocía.
Pero el asesinato… ¿iba a perseguirlo durante toda su vida? ¿Tendría que arrastrar siempre el peso de su pasado? ¿Iba realmente a confesar? Jamás. Sólo había una prueba en su contra. El propio retrato: ésa era la prueba. Lo destruiría. ¿Por qué lo había guardado tanto tiempo? Al principio, le había sido placentero verlo cambiar y envejecer. Últimamente no había sentido placer alguno. De noche lo había mantenido despierto. Estando fuera lo había llenado de terror al pensar que alguien pudiese descubrirlo. Había llenado sus pasiones de melancolía. Su solo recuerdo había malogrado muchos momentos de felicidad. Había sido para él como su conciencia. Lo destruiría.
Miró a su alrededor y vio el cuchillo que había matado a Basil Hallward. Lo había limpiado muchas veces hasta que no quedó ni una sola mancha. Brillaba y resplandecía. Como había matado al pintor, mataría también su obra y todo lo que ella significaba. Mataría el pasado, y cuando estuviese muerto él sería libre. Mataría esa monstruosa alma viviente y, sin su horrible advertencia, quedaría en paz. Asió el cuchillo y lo clavó en el cuadro.
Se oyó un grito y una fuerte caída. El grito fue tan terriblemente agónico que los criados despertaron asustados y salieron de sus dormitorios. Dos hombres que pasaban por la plaza se detuvieron y miraron la magnífica casa. Siguieron andando hasta encontrar un guardia y lo llevaron hasta el lugar. El guardia llamó varias veces, pero no hubo respuesta. Excepto una luz en una de las ventanas de arriba, la casa estaba a oscuras. Al cabo se alejó y se detuvo a observar bajo un pórtico situado junto al edificio.
—¿De quién es la casa, guardia? —preguntó el mayor de los dos hombres.
—Del señor Dorian Gray —contestó el policía.
Los dos hombres se miraron el uno al otro y se alejaron con un gesto de desprecio. Uno de ellos era el tío de sir Henry Ashton.
Dentro, en las dependencias de la servidumbre, criados a medio vestir hablaban entre ellos con sofocados cuchicheos. La anciana señora Leaf lloraba y se retorcía las manos. Francis estaba pálido como un muerto.
Alrededor de un cuarto de hora después, llamó al cochero y a uno de los mozos y se deslizaron al piso de arriba. Llamaron a la puerta, pero no hubo respuesta. Llamaron a gritos. Todo estaba en calma. Finalmente, después de haber tratado en vano de forzarla, subieron al tejado y saltaron al balcón. Las ventanas cedieron sin esfuerzo: las fallebas eran viejas.
Al entrar encontraron, colgado en la pared, un espléndido retrato de su amo tal como le habían visto por última vez, en toda la maravilla de su exquisita juventud y belleza. En el suelo yacía el cadáver de un hombre con traje de noche y un cuchillo en el corazón. Su rostro estaba ajado, lleno de arrugas y repugnante. Hasta que no examinaron los anillos que llevaba, no reconocieron su identidad.