CAPÍTULO XVIII
Al día siguiente no salió de la casa y, de hecho, pasó la mayor parte del tiempo en su habitación, enfermo de un terror salvaje hacia la muerte, y sin embargo indiferente a la vida misma. La conciencia de saberse cazado, perseguido, acosado, había empezado a dominarle. El solo agitarse del tapiz, causado por el viento, le hacía sobresaltarse. Las hojas secas arrojadas contra los cristales emplomados le parecían sus propias e inútiles resoluciones y ardientes arrepentimientos. Cuando cerraba los ojos, volvía a ver el rostro del marinero escudriñando a través de los cristales empañados, y el horror parecía posar la mano sobre su corazón una vez más.
Pero quizá había sido sólo su fantasía lo que había conjurado a la venganza a salir de la noche y puesto ante él las horribles formas del castigo. La vida real era un caos, pero había algo terriblemente lógico en la imaginación. Era la imaginación lo que ponía al remordimiento sobre la pista del pecado. Era la imaginación la que hacía que cada crimen soportara su informe progenie. En el mundo ordinario de los hechos, los malos no eran castigados ni los buenos recompensados. El éxito era de los fuertes, el fracaso se reservaba a los débiles. Eso era todo. Además, si un extraño rondase alrededor de la casa, los criados o los guardianes lo hubiesen visto. De haberse hallado huellas en los macizos, los jardineros se lo habrían comunicado. Sí: sólo había sido su fantasía. El hermano de Sibyl Vane no había vuelto para matarle. Había partido en su barco y naufragado en alguna tormenta. De él, en todo caso, estaba a salvo. El hombre no sabía quién era, no podía saberlo. La máscara de la juventud lo había salvado.
Y, sin embargo, si sólo había sido una ilusión, qué terrible era pensar que la conciencia podía crear tan temibles fantasmas y darles forma visible, haciéndoles moverse frente a uno. Qué suerte de vida sería la suya si, día y noche, las sombras de su crimen iban a vigilarlo desde mudos rincones, a burlarse de él desde lugares ocultos, a susurrar en su oído mientras estaba sentado a la mesa, a despertarlo con helados dedos cuando dormía. Cuando le asaltaba ese pensamiento, palidecía de terror y el aire se enfriaba repentinamente. ¡Oh! En qué hora de salvaje locura había matado a su amigo. Qué terrible el solo recuerdo de la escena. Volvía a revivirlo todo una vez más. Cada espantoso detalle se reproducía ante él con redoblado horror. Fuera de la negra caverna del tiempo, terrible y tapizada de escarlata, surgía la imagen de su pecado. Cuando lord Henry llegó a las seis, lo encontró sollozando como alguien que tiene el corazón roto.
No se atrevió a salir hasta el tercer día. Había algo en el aire claro y oloroso a pino de esa mañana de verano que pareció devolverle la alegría y el amor por la vida. Pero no eran sólo las condiciones físicas del ambiente lo que había provocado ese cambio. Su propia naturaleza se había revelado ante el exceso de angustia que amenazaba con mutilar y dañar la perfección de su calma. Ocurre eso siempre con los temperamentos sutiles y refinados. Sus ardientes pasiones tienen que quemarse o doblegarse. O matan al hombre, o ellas mismas mueren. Las penas y los amores superficiales pueden perdurar. Los grandes amores y penas son destruidos por su propia plenitud. Además, se había convencido a sí mismo de ser la víctima de una imaginación ofuscada por el terror, y ahora miraba sus miedos pasados con algo de piedad y no poco desprecio.
Después del desayuno, paseó con la duquesa durante una hora por el jardín, y luego atravesaron en coche el parque para unirse a la partida de cazadores. La crujiente escarcha cubría la hierba como si fuese sal. El cielo era una copa invertida de azul metálico. Una fina capa de hielo rodeaba las tranquilas aguas del lago entre crecidos juncos. En el recodo del bosque de pinos vio a sir Geoffrey Clouston, hermano de la duquesa, sacando dos cartuchos gastados de la escopeta. Saltó del carruaje y, tras decirle al mozo que llevase la yegua a la casa, se abrió camino hacia sus invitados a través de las ramas secas y la salvaje maleza.
—¿Has tenido buena caza, Geoffrey? —preguntó.
—No demasiado, Dorian. Creo que casi todas las aves han salido a campo abierto. Me atrevería a decir que la cosa mejorará después de la comida, cuando vayamos a otro sitio.
Dorian vagó a su lado. El fuerte perfume del aire, la luz ocre y rojiza que iluminaba el bosque, los roncos gritos de los ojeadores resonando de tanto en tanto, las detonaciones que los seguían, le fascinaban y le llenaban de un sentimiento de deliciosa libertad. Le dominaba el abandono de la dicha, la gran indiferencia de la alegría.
De pronto, desde un altozano de tierra y hierbas, a unos veinte metros de ellos, salió una liebre de puntiagudas orejas negras y tiesas, las largas patas traseras extendidas. Saltó como un rayo hacia un plantel de alisos. Sir Geoffrey se echó la escopeta al hombro, pero había algo en la gracia de movimientos del animal que conmovió extrañamente a Dorian Gray, que gritó de inmediato:
—No dispares, Geoffrey. Déjala vivir.
—Qué tontería, Dorian —rió su compañero y, al desaparecer la liebre en la espesura, hizo fuego. Se oyeron dos gritos, el grito de dolor de la liebre, que es espantoso, y el grito de agonía de un hombre, que es aún peor.
—¡Cielo santo! —exclamó sir Geoffrey—. ¡He herido a un ojeador! ¡Qué carcamal! ¡Ponerse delante de las escopetas! ¡No disparéis, los de allá! —gritó con todas sus fuerzas—. Hay un hombre herido.
El guarda mayor llegó corriendo con un bastón en la mano.
—¿Dónde, señor? ¿Dónde está? —gritó al tiempo que el fuego cesaba en toda la línea.
—Aquí —contestó sir Geoffrey con enfado corriendo hacia la espesura—. ¿Por qué demonios no mantiene a sus hombres atrás? Me han estropeado la caza para el resto de la jornada.
Dorian los vio entrar en el alisar apartando las flexibles y cimbreantes ramas. Unos instantes después salían arrastrando un cuerpo a la luz. Volvió la cabeza espantado. Le pareció que la desgracia lo seguía a donde quiera que fuese. Oyó a sir Geoffrey preguntar si el hombre estaba realmente muerto, y la respuesta afirmativa del guarda. Le pareció que el bosque cobraba vida repentinamente llenándose de rostros. Se oía el rumor de miríadas de pisadas y un apagado zumbido de voces. Un gran faisán de pechuga cobriza voló hacia las ramas sobre sus cabezas.
Tras breves momentos que, en su estado de perturbación, le parecieron interminables horas de dolor, sintió posarse una mano sobre su hombro. Se estremeció y miró a su alrededor.
—Dorian —dijo lord Henry—, será mejor que les diga que se acabó la cacería por hoy. No estaría bien visto que siguiera.
—Desearía que se acabase para siempre, Harry —respondió amargamente—. Es algo horrible y cruel. ¿Está el hombre…?
No pudo acabar la frase.
—Eso me temo —dijo lord Henry—. El disparo lo alcanzó en pleno pecho. Debe haber muerto casi al instante. Ven. Volvamos a casa.
Caminaron juntos en dirección a la avenida durante casi cincuenta metros sin decir palabra. Entonces Dorian miró a lord Henry y dijo con un profundo suspiro:
—Es un mal presagio, Harry, un terrible presagio.
—¿Qué? —preguntó lord Henry—. Oh, ese accidente, supongo. Mi querido amigo, ha sido inevitable. Fue culpa de ese hombre. ¿Por qué se puso delante de las escopetas? Además, esto no nos concierne. Es bastante incómodo para Geoffrey, claro. No debe acribillarse a los ojeadores. Hace pensar a la gente que uno tira a lo loco. Pero Geoffrey no es así: es un buen tirador. No tiene sentido hablar del asunto.
Dorian movió la cabeza.
—Es un mal presagio, Harry. Siento como si algo terrible fuera a suceder-le a alguno de nosotros. A mí mismo quizá —añadió pasándose la mano por los ojos con un gesto de dolor.
Su compañero se echó a reír.
—Lo único terrible en este mundo es el ennui, Dorian. Ése es el único pecado para el que no hay perdón. Pero nosotros no es probable que lo suframos, a no ser que los demás se dediquen a hablar del asunto en la comida. Les diré que se ha prohibido el tema. En cuanto a los presagios, no existen tales cosas. El destino no nos envía heraldos. Es demasiado sabio y demasiado cruel para eso. Además, ¿qué demonios podría ocurrirte a ti, Dorian? Tienes todo lo que un hombre puede desear en este mundo. No hay nadie que no estuviese encantado de poder cambiar su puesto por el tuyo.
—No hay nadie con quien no quisiera yo cambiarlo, Harry. No te rías así. Te estoy diciendo la verdad. El desgraciado campesino que acaba de morir estaba en mejores circunstancias que yo. No le temo a la muerte. Es la llegada de la muerte lo que me aterroriza. Sus monstruosas alas parecen cernirse en el aire plomizo a mi alrededor. ¡Dios mío! ¿No ves a un hombre moviéndose detrás de los árboles, allí, vigilándome mientras espera?
Lord Henry miró en la dirección que señalaba la temblorosa mano enguantada.
—Sí —dijo sonriendo—. Veo al jardinero esperándote. Supongo que querrá preguntarte qué flores quieres poner en la mesa esta noche. ¡Qué absurdamente nervioso estás hoy, amigo mío! Debes visitar a mi doctor cuando volvamos a la ciudad.
Dorian suspiró aliviado al ver al jardinero aproximarse. El hombre se tocó el sombrero, miró a lord Henry vacilando y después sacó una carta que tendió a su señor.
—Su Gracia me dijo que esperase una respuesta —murmuró.
Dorian guardó la carta en un bolsillo.
—Dígale a Su Gracia que voy para allá —dijo fríamente.
El hombre se volvió y apretó el paso en dirección a la casa.
—¡Cómo les gusta a las mujeres hacer cosas peligrosas! —rió lord Henry—. Es una de las cualidades que más admiro en ellas. Una mujer es capaz de flirtear con cualquiera siempre que alguien esté mirando.
—¡Cómo te gusta decir cosas peligrosas, Harry! En este caso andas completamente descaminado. Me gusta mucho la duquesa, pero no la amo.
—Y la duquesa te ama mucho, pero le gustas menos, de modo que formáis una pareja excelente.
—Hablas de modo escandaloso, Harry, y nunca hay base alguna para el escándalo.
—La base de todo escándalo es una certeza inmoral —dijo lord Henry encendiendo un cigarrillo.
—Tú sacrificarías a cualquiera por un epigrama, Harry.
—El mundo va al altar por su propio pie —fue la respuesta.
—Ojalá fuese capaz de amar —exclamó Dorian Gray con una profunda nota de patetismo en la voz—— Pero parece que he perdido la pasión y olvidado el deseo. Estoy demasiado concentrado en mí mismo. Mi propia personalidad se ha convertido en un peso para mí. Quiero escapar, marcharme, olvidar. Ha sido una necedad venir aquí. Creo que mandaré un telegrama a Harvey para que prepare el yate. En un yate uno está a salvo.
—¿A salvo de qué, Dorian? Estás metido en algún lío. ¿Por qué no me lo cuentas? Sabes que yo te ayudaría.
—No puedo contártelo, Harry —respondió tristemente—. Y me atrevería a decir que sólo son imaginaciones. Ese desafortunado incidente me ha trastocado. Tengo el horrible presentimiento de que algo por el estilo podría ocurrirme a mí.
—¡Qué tontería!
—Espero que así sea, pero no puedo evitar sentirlo. Ah, aquí está la duquesa; parece una Artemisa con traje de sastre. Como ve, hemos vuelto, duquesa.
—Me he enterado de todo, señor Gray —respondió ella—. El pobre Geoffrey está terriblemente contrariado. Y parece ser que usted le pidió que no disparase a la liebre. ¡Qué curioso!
—Sí, fue muy curioso. No sé qué me hizo decir aquello. Un capricho, supongo. Parecía la más dulce de las criaturitas. Pero siento que se lo hayan contado. Es un asunto espantoso.
—Es un asunto aburrido —interrumpió lord Henry—. No tiene valor psicológico alguno. Si Geoffrey lo hubiese hecho a propósito, habría sido de lo más interesante. Me gustaría conocer a alguien que hubiese cometido realmente un crimen.
—¡Qué desagradable eres, Harry! —exclamó la duquesa—. ¿No es así, señor Gray? Harry, el señor Gray está enfermo otra vez. Va a desmayarse.
Dorian se recompuso con esfuerzo y sonrió.
—No es nada, duquesa —murmuró—; mis nervios están terriblemente desquiciados. Eso es todo. Me temo que he andado demasiado esta mañana. No he oído lo que ha dicho Harry. ¿Algo muy perverso? Debe usted decírmelo en otra ocasión. Creo que necesito descansar. Y ahora deben excusarme.
Habían llegado a la escalinata que llevaba del invernadero a la terraza. Cuando la puerta acristalada se cerró detrás de Dorian, lord Henry se volvió y miró a la duquesa con ojos soñolientos.
—¿Estás muy enamorada de él? —preguntó.
Ella no contestó y contempló el paisaje.
—Ojalá lo supiese —dijo al fin.
Él movió la cabeza.
—Saberlo sería fatal. Es la incertidumbre lo que nos fascina. La bruma hace las cosas maravillosas.
—Uno puede perder el camino.
—Todos los caminos acaban en el mismo punto, querida Gladys.
—¿Qué punto es ése?
—La desilusión.
—Ése fue mi début en la vida —suspiró ella.
—Vino a ti coronado.
—Estoy cansada de las hojas de fresa[5].
—Te sientan bien.
—Sólo en público.
—Las echarías de menos —dijo lord Henry.
—No me desprendería de un solo pétalo.
—Monmouth tiene oídos.
—Los viejos son duros de oído.
—¿Nunca ha estado celoso?
—Ojalá lo hubiese estado.
Él miró alrededor como si buscase algo.
—¿Qué buscas? —preguntó ella.
—El botón de tu florete —contestó él—. Lo has dejado caer.
Ella rió.
—Aún tengo la máscara.
—Hace tus ojos más hermosos —fue su respuesta.
Ella volvió a reír. Sus dientes asomaron como blancas pepitas en un fruto escarlata.
Arriba, en su dormitorio, Dorian Gray yacía en un sofá sintiendo el terror en cada fibra de su cuerpo. La vida se había vuelto de pronto una carga demasiado horrible para soportarla. La espantosa muerte del desgraciado ojeador, cazado en la maleza como un animal salvaje, le había parecido un anticipo de su propia muerte. Casi se había desmayado ante lo que lord Henry había dicho en un casual gesto de cínica burla.
A las cinco llamó a su criado y le dio órdenes de que tuviese sus cosas listas para el expreso de la noche a la ciudad. El coche debía estar listo a las ocho y media. Estaba decidido a no pasar ni una noche más en Selby Royal. Era un lugar maldito. La muerte vagaba por allí a plena luz del sol. La hierba del bosque estaba manchada de sangre.
Después escribió una nota a lord Henry diciéndole que iba a la ciudad a consultar a su médico, y pidiéndole que entretuviese a los huéspedes en su ausencia. Cuando la estaba guardando en el sobre, llamaron a la puerta y el criado le informó de que el guarda mayor deseaba verle. Frunció el ceño y se mordió el labio.
—Hágalo pasar —musitó tras vacilar un instante.
En cuanto el hombre hubo entrado, Dorian sacó la chequera de un cajón y la abrió delante de él.
—Supongo que vendrá por el infortunado accidente de esta mañana, Thornton —dijo empuñando la pluma.
—Sí, señor —contestó el guarda.
—¿Estaba el pobre hombre casado? ¿Tenía familia? —preguntó Dorian con aire aburrido—. Si es así, no quiero que pasen apuros. Les enviaré la suma que considere usted necesaria.
—No sabemos quién es, señor. Eso es lo que me he tomado la libertad de venir a decirle.
—¿No saben quién es? —dijo Dorian con indiferencia—. ¿Qué quiere decir? ¿No era uno de sus hombres?
—No, señor. No le había visto nunca. Parece un marinero, señor.
La pluma cayó de la mano de Dorian Gray y sintió como si su corazón hubiese dejado de latir.
—¿Un marinero? —gritó—. ¿Ha dicho usted un marinero?
—Sí, señor. Parece como si hubiera sido alguna clase de marinero; tiene los brazos tatuados y esas cosas.
—¿Le han encontrado algo encima? —dijo Dorian inclinándose hacia delante y mirando al hombre con ojos espantados—. ¿Algo que pueda identificarle?
—Algún dinero, señor, no mucho; y un revólver. No hay nada que lo identifique. Parece un hombre decente, señor, aunque rudo. Una especie de marinero, pensamos.
Dorian se levantó de un salto. Una terrible esperanza lo conmovió. Se aferró locamente a ella.
—¿Dónde está el cuerpo? Deprisa. Debo verlo inmediatamente.
—Está en un establo vacío de la granja, señor. A la gente no le gusta tener esa clase de cosas en su propia casa. Dicen que un cadáver da mala suerte.
—¡La granja! Vaya allí de inmediato a reunirse conmigo. Dígale a uno de los mozos que traiga mi caballo. No. No es necesario. Iré yo mismo. Será más rápido.
En menos de un cuarto de hora, Dorian Gray galopaba por la larga avenida tan rápido como podía. Los árboles parecían cruzar a su paso como una espectral procesión, y sombras feroces se atravesaban en su camino. Una vez la yegua se desvió hacia un poste indicador y estuvo a punto de arrojarlo al suelo. La azotó en el cuello con el látigo. El animal hendió el aire oscuro como una flecha. Las piedras volaban bajo sus cascos.
Finalmente llegó a la granja. Dos hombres vagaban por el corral. Saltó de la silla y le tiró a uno de ellos las riendas. En el establo más alejado brillaba una luz. Algo le decía que el cuerpo estaría allí y, lanzándose hacia la puerta, puso la mano en el picaporte.
Se detuvo un instante, sintiendo que estaba a punto de hacer un descubrimiento que iba a rehacer o a destrozar su vida. Después empujó la puerta y entró.
Sobre un montón de sacos, en el rincón del fondo, yacía el cadáver de un hombre vestido con una camisa basta y pantalones azules. Un pañuelo manchado tapaba su cara. Junto al cuerpo, metida en una botella, brillaba una vela.
Dorian Gray se estremeció. Sentía que no podía quitar él mismo el pañuelo, y mandó entrar a uno de los mozos de la granja.
—Destápele la cara. Quiero verla —dijo agarrándose al marco de la puerta para sostenerse.
Cuando el mozo obedeció, avanzó hacia el cuerpo. Un grito de alegría brotó de sus labios. El hombre que habían matado en la maleza era James Vane.
Permaneció allí unos minutos mirando el cadáver. Cuando volvió cabalgando hacia la casa, el llanto inundaba sus ojos: sabía que estaba a salvo.