CAPÍTULO XIV

A las nueve de la mañana siguiente, el criado entró con una taza de chocolate en una bandeja y abrió las persianas. Dorian dormía apaciblemente, descansando sobre el lado derecho, con una mano bajo la mejilla. Parecía un niño cansado por el juego o el estudio.

El hombre tuvo que tocarle dos veces en el hombro para que se despertase, y al abrir los ojos una débil sonrisa cruzó sus labios, como si hubiese estado sumido en algún sueño delicioso. Y sin embargo no había soñado nada. Ninguna imagen de placer o de dolor había turbado su noche. Pero la juventud sonríe sin motivo. Ése es uno de sus encantos principales.

Se volvió y, apoyándose en el codo, empezó a sorber el chocolate. El suave sol de noviembre inundaba el cuarto. El cielo estaba despejado, y había en el aire una magnífica tibieza. Era casi como una mañana de mayo.

Gradualmente, los sucesos de la noche anterior penetraron en su mente con ensangrentados pasos, reconstruyéndose por sí mismos con terrible precisión. Tembló ante el recuerdo de su sufrimiento, y por un instante volvió a invadirle el mismo extraño sentimiento de odio contra Basil Hallward que le había impulsado a matarle cuando estaba sentado en la silla, dejándole helado de pasión. El muerto seguía sentado allí arriba, y ahora a pleno sol. ¡Qué espanto! Esas cosas tan horribles eran para las tinieblas, no para la luz del día.

Sintió que si seguía pensando en lo que había ocurrido, enfermaría o enloquecería. Había pecados cuya fascinación estaba más en el recuerdo que en el acto en sí mismo; raros triunfos que gratifican el orgullo más que las pasiones y proporcionan al intelecto una viva alegría, mayor que la que dan o pueden darle a los sentidos. Pero aquél no era de ésos. Era un recuerdo que debía borrar de su mente, drogarlo con adormideras, ahogarlo para impedir que le ahogase a él.

Al sonar la media, se pasó la mano por la frente y, levantándose presuroso, se vistió con más esmero que de costumbre, escogiendo cuidadosamente la corbata y el alfiler, y cambiando de sortija varias veces. Empleó también mucho tiempo en desayunar, probando los distintos platos y hablándole a su criado de una nueva librea que pensaba mandar hacer para su servidumbre de Selby mientras abría la correspondencia. Algunas cartas le hicieron sonreír. Tres de ellas lo aburrieron. Releyó varias veces la misma y luego la rompió con un ligero gesto de fastidio en el rostro. Como había dicho lord Henry en una ocasión: «¡Qué terrible es la memoria de una mujer!»

Después de beber su taza de café negro, se limpió los labios pausadamente con la servilleta, hizo señas a su criado de que esperase y, yendo hacia la mesa, se sentó y escribió dos cartas. Se metió una de ellas en el bolsillo y le entregó la otra a su criado.

—Lleva esto al 152 de la calle Hertford, Francis, y si el señor Campbell está fuera de Londres pregunta su dirección.

Nada más quedarse solo encendió un cigarrillo y empezó a hacer esbozos en una hoja de papel, dibujando primero flores y motivos arquitectónicos, y después rostros humanos. De pronto notó que cada rostro que trazaba parecía tener una fantástica similitud con Basil Hallward. Frunció las cejas y, levantándose, fue hacia la estantería y cogió un tomo al azar. Estaba dispuesto a no pensar más en lo sucedido de no ser absolutamente necesario.

Una vez tumbado en el sofá, miró el título del libro. Era la edición de Charpentier, sobre papel japonés, de la obra Esmaltes y camafeos de Gautier, con aguafuertes de Jacquemart. La encuadernación era en cuero verde limón, con un trazado de oro y sembrado de granadas. Era un regalo de Adrián Singleton. Al hojearlo, su mirada cayó en el poema sobre la mano de Lacenaire, la mano fría y amarillenta du supplice, encore mal lavée, con su suave vello rojizo y sus doigts de faune. Contempló sus propios dedos, blancos y largos, estremeciéndose levemente a pesar suyo, y siguió hasta llegar a estos delicados versos sobre Venecia:

Sur une gamme chromatique,

Le sein de perles ruisselant,

La Vénus de l’Adriatique

Sort de l’eau son corps rose et blanc.

Les dômes, sur l’azur des ondes

Suivant la phrase au pur contour,

S’enflent comme des gorges rondes

Que soulève un soupir d’amour.

L’esquif aborde et me dépose,

Jetant son amarre aupilier,

Devant une façade rose,

Sur le marbre d’un escalier.[3]

¡Qué exquisitos eran! Leyéndolos, uno parecía descender por los verdes canales de la ciudad rosa y perla, sentado en una negra góndola de proa de plata y flotantes cortinas. Aquellas sencillas líneas le recordaban las rectas franjas azul turquesa que uno deja tras de sí cuando navega hacia el Lido. El repentino resplandor de los colores le evocaba las palomas de color iris y ópalo que revoloteaban en torno al alto Campanille, semejante a un panal de miel, o que paseaban con majestuosa gracia bajo las sombrías y polvorientas arcadas. Se recostó entornando los ojos y repitiéndose a sí mismo:

Devant une façade rose,

Sur le marbre d’un escalier.

Venecia entera estaba en aquellos dos versos. Recordó el otoño que había pasado allí y un maravilloso amor que le había hecho cometer deliciosas y delirantes locuras. Había romances en todas partes. Pero Venecia, como Oxford, conservaba un trasfondo de novela y, para el verdadero romántico, el fondo lo es todo o casi todo. Basil había estado con él parte del tiempo, apasionándose por Tintoretto. ¡Pobre Basil! ¡Qué horrible forma de morir!

Suspiró y volvió a coger el libro, tratando de olvidar. Leyó los versos sobre las golondrinas que entran y salen del cafetín de Esmirna donde los hadjis se sientan a pasar las cuentas de ámbar de sus rosarios, y los mercaderes, con sus turbantes, fuman las largas pipas de colgantes borlas mientras conversan con gravedad; leyó sobre el obelisco de la plaza de la Concordia, que llora lágrimas de granito sobre su solitario exilio sin sol, languideciendo por volver junto al ardiente Nilo cubierto de lotos, donde hay esfinges, rosados y rojos ibis, buitres blancos de doradas garras y cocodrilos, de ojillos de berilo, que se arrastran por el légamo verde y humeante; empezó a meditar sobre aquellos versos que, transformando en música un mármol manchado de besos, hablan de esa curiosa estatua que Gautier compara con una voz de contralto, el monstre charmant, recostada en la sala de pórfido del Louvre. Pero, al poco rato, el libro cayó de sus manos. Los nervios se apoderaron de él y lo asaltó un horrible sentimiento de terror. ¿Qué ocurriría si Alan Campbell estaba fuera de Inglaterra? Pasarían días hasta que pudiese regresar. Quizá rehusase acudir. ¿Qué haría entonces? Cada segundo era de vital importancia. Habían sido grandes amigos en el pasado, cinco años antes, casi inseparables, de hecho. Después su intimidad había acabado repentinamente. Ahora, cuando se encontraban, Dorian Gray era el único en sonreír; Alan Campbell jamás lo hacía.

Era un joven de extremada inteligencia, aunque carecía de una apreciación real de las artes plásticas, y el poco sentido de la belleza poética que poseía se lo debía enteramente a Dorian. Su pasión intelectual dominante era la ciencia. En Cambridge había pasado gran parte de su tiempo trabajando en el laboratorio, obteniendo un buen número de promoción en ciencias naturales. De hecho, aún seguía dedicándose al estudio de la química, y tenía su propio laboratorio, en el que solía encerrarse durante todo el día con gran disgusto de su madre, que había soñado para él un puesto en el parlamento, y que tenía una vaga idea de que un químico era una persona que componía recetas. Sin embargo, también era un excelente músico, y tocaba el violín y el piano mejor que la mayoría de los aficionados. De hecho, había sido la música lo que les había hecho intimar primero, la música y esa indefinible atracción que Dorian parecía ejercer siempre que quería, y que realmente ejercía a menudo hasta de una manera inconsciente. Se habían conocido en casa de lady Berkshire la noche en que Rubinstein había tocado allí, y después de eso podía vérselos siempre juntos en la ópera y en cualquier lugar en el que se escuchase buena música. Su intimidad había durado dieciocho meses. Campbell siempre estaba en Selby Royal o en la plaza Grosvenor. Para él, como para muchos otros, Donan Gray era la representación de todo lo maravilloso y fascinante de la vida. Si había habido una disputa entre ellos, nadie lo supo nunca. Pero de pronto la gente notó que apenas se hablaban al encontrarse, y que Campbell siempre parecía abandonar pronto una fiesta en la que Dorian estaba presente. Él también había cambiado: a veces estaba extrañamente melancólico, casi parecía disgustarle escuchar música, y él mismo ya nunca tocaba, alegando como excusa cuando alguien se lo pedía que estaba tan absorbido por la ciencia que no le quedaba tiempo para practicar. Y realmente era cierto. Cada día parecía interesarse más por la biología, y su nombre apareció una o dos veces en alguna de las revistas científicas en relación con ciertos extraños experimentos.

Ése era el hombre al que Dorian Gray estaba esperando. Miraba el reloj cada segundo. A medida que pasaban los minutos, aumentaba horriblemente su inquietud. Por último se levantó y empezó a recorrer la estancia de un lado a otro como una hermosa criatura en una jaula. Daba furtivas y largas zancadas. Tenía las manos extrañamente frías.

La espera se hizo intolerable. Le parecía que el tiempo se deslizaba con pies de plomo, mientras que él era empujado por monstruosos vientos hacia el dentado borde de un oscuro precipicio. Sabía lo que le esperaba allí; lo veía de hecho y, estremeciéndose, apretó con las manos sudorosas sus ardientes párpados como queriendo destruir su vista y hundir los globos de los ojos en sus órbitas. Era inútil. El cerebro se alimentaba a sí mismo, y la imaginación, convertida en grotesca por el terror, retorcida y desfigurada como un ser vivo por el dolor, bailaba como un títere enloquecido en una barraca, gesticulando a través de cambiantes máscaras. Entonces, el tiempo se detuvo de pronto. Sí: esa cosa ciega y jadeante dejó de avanzar y, al morir el tiempo, terribles pensamientos se deslizaron ágilmente frente a él, desenterrando un espantoso futuro de su tumba y poniéndolo ante sus ojos. Lo contempló. El horror que encerraba lo dejó petrificado.

Al fin la puerta se abrió y el criado entró en el cuarto. Lo miró con ojos vidriosos.

—El señor Campbell, señor —anunció el hombre.

Un suspiro de alivio escapó de sus resecos labios, y el color volvió a sus mejillas.

—Dile que entre inmediatamente, Francis.

Sentía que recobraba el dominio. El acceso de cobardía había desaparecido.

El hombre se retiró con una inclinación. Instantes después entraba Alan Campbell con aspecto muy severo y bastante pálido, su palidez intensificada por el pelo negro como el carbón y las oscuras cejas.

—¡Alan! Qué amable por tu parte. Te agradezco que hayas venido.

—Me había propuesto no volver a pisar su casa nunca más, Gray. Pero decía usted que era un asunto de vida o muerte.

Su voz era dura y fría. Hablaba con deliberada lentitud. Había una expresión de desprecio en la mirada firme y escrutadora que dirigió a Dorian. Mantenía las manos en los bolsillos de su abrigo de astracán, y parecía no haber notado el gesto con el que se le acogía.

—Sí: es un asunto de vida o muerte, Alan, y para más de una persona. Siéntate.

Campbell cogió una silla junto a la mesa y Dorian tomó asiento frente a él. Los ojos de los dos hombres se encontraron. En los de Dorian se reflejaba una piedad infinita. Sabía que lo que iba a hacer era terrible.

Tras un momento de tenso silencio se inclinó hacia él y, con perfecta calma pero observando el efecto de cada palabra en aquél al que había hecho llamar, dijo:

—Alan, en un cuarto cerrado del último piso, un cuarto al que sólo yo tengo acceso, hay un hombre muerto sentado a una mesa. Lleva diez horas muerto. No te muevas y no me mires así. Quién es el hombre y por qué ha muerto, cómo ha muerto, son cuestiones que no te incumben. Lo que tienes que hacer es…

—Basta, Gray. No quiero saber nada más. Si lo que dice es cierto o no, eso no me importa. Me niego completamente a verme mezclado en su vida. Guarde para usted sus horribles secretos. Ya no me interesan.

—Alan, tendrán que interesarte. Este tendrá que interesarte. Lo siento mucho por ti, Alan. Pero no puedo evitarlo. Tú eres el hombre que puede salvarme. Me veo forzado a involucrarte en el asunto. No tengo otra alternativa. Alan, tú eres un científico. Sabes de química y cosas de ésas. Has hecho experimentos. Lo que tienes que hacer es destruir ese cadáver, destruirlo de forma que no quede vestigio de él. Nadie ha visto entrar a esa persona en la casa. De hecho, actualmente se le supone en París. No lo echarán en falta durante meses. Cuando eso suceda, no debe quedar rastro alguno de él en esta casa. Tú, Alan, debes transformarle a él y todas sus pertenencias en un puñado de cenizas que yo pueda esparcir en el aire.

—Tú estás loco, Dorian.

—¡Ah! Estaba esperando a que me tuteases.

—Tú estás loco, te digo, loco al imaginar que yo iba a mover un dedo para ayudarte, loco por hacer esa monstruosa confesión. No quiero tener nada que ver con este asunto, sea el que sea. ¿Crees que voy a poner mi reputación en peligro por ti? ¿Qué me importa el diabólico asunto en el que estés metido?

—Se trata de un suicidio, Alan.

—Me alegra saberlo. Pero ¿quién le indujo a cometerlo? Supongo que tú.

—¿Sigues negándote a hacer esto por mí?

—Naturalmente que me niego. No pienso tener nada en absoluto que ver con ello. No me importa la vergüenza que pueda caer sobre ti. Sea cual sea, te la mereces. No me disgustaría verte deshonrado, públicamente deshonrado. ¿Cómo te atreves a pedirme a mí, entre todos los hombres del mundo, que me mezcle en este horror? Creí que conocías mejor el carácter de las personas. Tu amigo lord Henry Wotton debería haberte enseñado más psicología, sea lo que sea lo que te ha enseñado. Nada podrá convencerme de que dé un paso para salvarte. Te has equivocado de persona. Busca a alguno de tus amigos. No te dirijas a mí.

—Ha sido un asesinato, Alan. Yo lo he matado. No te imaginas lo que me hizo sufrir. Cualquiera que sea mi vida, él contribuyó a hacer que fuese así, o a perderla más que el pobre Harry. Puede que ésa no fuese su intención, pero el resultado ha sido el mismo.

—¡Un asesinato! Dios mío, Dorian, ¿has sido capaz de llegar a eso? No voy a denunciarte. No es de mi incumbencia. Además, aun sin mi intervención en el asunto seguramente te detendrán. Nadie comete un crimen sin hacer alguna estupidez. Pero no quiero tener nada que ver con esto.

—Es preciso que tengas que ver con ello. Espera, espera un momento; escucha. Sólo escucha, Alan. Todo lo que te pido es que realices un determinado experimento químico. Tú acudes a los hospitales y a los depósitos, y los horrores que haces allí no te afectan. Si en una de esas horrendas salas de disección, o en uno de esos fétidos laboratorios, encontrases a ese hombre tendido sobre una mesa de zinc con rojos canales excavados para que la sangre manase de ellos, lo mirarías simplemente como a un ejemplar admirable. No se te erizaría un solo cabello. No pensarías que estabas obrando mal. Al contrario, probablemente sentirías que estabas beneficiando a la raza humana, o aumentando el caudal de conocimientos del mundo, o satisfaciendo la curiosidad intelectual, o algo por el estilo. Lo que yo quiero que hagas es sencillamente lo que has hecho a menudo con anterioridad. De hecho, destruir un cuerpo debe ser mucho menos horrible de lo que estás acostumbrado a hacer. Y, recuerda, se trata de la única prueba en mi contra. Si se descubre estoy perdido; y se descubrirá con seguridad a no ser que me ayudes.

—No deseo ayudarte. Te olvidas de eso. Todo este asunto me es sencillamente indiferente. No tiene nada que ver conmigo.

—Alan, te lo suplico. Piensa en la posición en la que me encuentro. Justo antes de que vinieses he estado a punto de desmayarme de terror. Puede que algún día tú mismo sepas lo que es el terror. ¡No! No pienses en eso. Mira el asunto desde un punto de vista puramente científico. Tú no preguntas de dónde salen los cadáveres en los que experimentas. No preguntes ahora. Ya te he dicho demasiado. Pero te ruego que lo hagas. Una vez fuimos amigos, Alan.

—No me hables de aquellos días, Dorian: están muertos.

—A veces los muertos permanecen. El hombre de arriba no va a marcharse. Está sentado a la mesa con la cabeza caída y los brazos extendidos. ¡Alan, Alan! Si no me prestas ayuda estoy perdido. ¡Cómo! ¡Me ahorcarán, Alan! ¿Es que no lo entiendes? Me ahorcarán por lo que he hecho.

—No tiene sentido prolongar esta escena. Me niego absolutamente a hacer nada en este asunto. Es una locura que me lo pidas.

—¿Te niegas?

—Sí.

—Alan, te lo suplico.

—Es inútil.

La misma mirada de compasión apareció en los ojos de Dorian Gray. Después alargó la mano, tomó una hoja de papel y escribió algo en ella. La releyó dos veces, doblándola cuidadosamente y la empujó sobre la mesa. Hecho esto, se levantó y fue hasta la ventana.

Campbell lo miró sorprendido; después cogió el papel y lo desdobló. Mientras leía, su rostro empalideció horriblemente y se dejó caer sobre el respaldo. Una terrible sensación de malestar lo invadió. Sintió como si su corazón latiese hasta morir en alguna vacía cavidad.

Tras dos o tres minutos de horrible silencio, Dorian se volvió y, colocándose tras él, posó una mano sobre su hombro.

—Lo siento tanto por ti, Alan —murmuró—; pero no me dejas otra alternativa. Ya tengo escrita la carta. Aquí está. Mira la dirección. Si no me ayudas, tendré que enviarla. Ya sabes cuáles serán las consecuencias. Pero vas a ayudarme. Es imposible que ahora te niegues. He intentado evitarte esto. Me harás la justicia de reconocerlo. Has sido conmigo severo, cruel, ofensivo. Me has tratado como ningún hombre se ha atrevido a tratarme jamás… Ningún hombre vivo, al menos. Lo he soportado todo. Ahora me toca a mí dictar condiciones.

Campbell enterró la cabeza entre sus manos y se estremeció.

—Sí, ahora seré yo quien dicte mis condiciones, Alan. Ya sabes cuáles son. La cosa es muy sencilla. Vamos, no te pongas así. Es necesario hacerlo. Afróntalo y hazlo.

Un gemido escapó de los labios de Campbell y todo su cuerpo se estremeció. El tictac del reloj sobre la chimenea le parecía dividir el tiempo en átomos dispersos de agonía, cada uno de los cuales era demasiado terrible para soportarlo. Sintió como si un círculo de hierro le oprimiese el cerebro lentamente, como si la deshonra que le amenazaba lo hubiese alcanzado ya. La mano sobre su hombro le pesaba como si fuese una mano de plomo. Parecía triturarle.

—Vamos, Alan. Debes decidirte ya.

—No puedo —dijo maquinalmente, como si aquellas palabras pudiesen alterar las cosas.

—Es necesario. No puedes elegir. No lo retrases más.

Vaciló un momento.

—¿Hay fuego en la habitación de arriba?

—Sí. Hay un aparato de gas con amianto.

—Tendré que ir a casa a coger algunas cosas del laboratorio.

—No, Alan, no debes dejar esta casa. Escribe en una hoja de papel lo que necesitas y mi criado cogerá un coche y te las traerá.

Campbell garabateó unas líneas, secó la tinta y dirigió el sobre a su ayudante. Dorian cogió la nota y la leyó cuidadosamente. Después tocó la campana y se la dio a su criado, con orden de volver lo antes posible trayendo las cosas con él.

Cuando la puerta del vestíbulo se cerró, un estremecimiento nervioso recorrió a Campbell y, levantándose de la silla, fue hasta la chimenea. Temblaba con una especie de ataque febril. Durante casi veinte minutos, ninguno de los hombres dijo una palabra. Una mosca zumbaba ruidosamente en la habitación, y el tictac del reloj golpeaba el aire como un martillo.

Al dar la una, Campbell se volvió, y al mirar a Dorian Gray vio que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Había algo en lo puro y refinado en aquel rostro entristecido que pareció llenarlo de ira.

—Eres infame, absolutamente infame —musitó.

—Cállate, Alan: me has salvado la vida —exclamó Dorian.

—¿La vida? ¡Cielo santo! ¿Qué vida es ésa? Has ido de corrupción en corrupción, y ahora has cometido un crimen. Al hacer lo que voy a hacer, lo que me obligas a hacer, no es en tu vida en lo que estoy pensando.

—¡Ah, Alan! —murmuró Dorian con un suspiro—. Ojalá sintieses por mí una milésima parte de la compasión que yo te tengo.

Al tiempo que hablaba se volvió y permaneció mirando hacia el jardín. Campbell no contestó.

Pasados diez minutos llamaron a la puerta y el criado entró llevando un gran cofre de caoba con productos químicos, un largo rollo de alambre de acero y platino y dos grapas de hierro de extraña forma.

—¿Dejo las cosas aquí, señor? —le preguntó a Campbell.

—Sí —dijo Dorian—. Y me temo, Francis, que tengo otro recado para ti. ¿Cómo se llama el hombre de Richmond que provee de orquídeas a Selby?

—Harden, señor.

—Sí. Harden. Tienes que ir a Richmond de inmediato, ver a Harden personalmente y decirle que me envíe el doble de orquídeas de las que le encargué; y que mande la menor cantidad posible de flores blancas. Hace un hermoso día, Francis, y Richmond es un sitio muy bonito, de lo contrario no te molestaría con este encargo.

—No es molestia alguna, señor. ¿A qué hora debo volver?

Dorian miró a Campbell.

—¿Cuánto durará el experimento, Alan? —preguntó con voz calmada e indiferente. La presencia de una tercera persona en el cuarto parecía darle un coraje extraordinario.

Campbell frunció el ceño y se mordió los labios.

—Unas cinco horas —contestó.

—Entonces bastará con que vuelvas a las siete y media, Francis. O espera: déjame la ropa fuera. Puedes cogerte la noche libre. No cenaré en casa, así que no voy a necesitarte.

—Gracias, señor —dijo el hombre saliendo del cuarto.

—Ahora, Alan, no hay un momento que perder. ¡Qué pesado es este cofre! Yo lo llevaré. Tú coge el resto de las cosas.

Hablaba deprisa, en tono autoritario. Campbell se sentía dominado. Salieron juntos de la estancia.

Al llegar al último rellano, Dorian sacó la llave y la hizo girar en la cerradura. Después se detuvo y una mirada de inquietud apareció en sus ojos. Se estremeció.

—Creo que no puedo entrar, Alan —murmuró.

—A mí no me importa. No te necesito —dijo Campbell fríamente.

Dorian entreabrió la puerta. Al hacerlo, vio el rostro de su retrato sonriendo maliciosamente a la luz del sol. Delante, tirada en el suelo, estaba la cortina rasgada. Recordó que la noche anterior había olvidado, por primera vez en su vida, ocultar el fatal lienzo, y estaba a punto de precipitarse hacia delante cuando retrocedió temblando. ¿Qué era ese repugnante rocío rojo que brillaba, húmedo y reluciente, en una de las manos, como si el lienzo sudase sangre? ¡Era espantoso! Más espantoso, le pareció en aquel momento, que el mudo cadáver que sabía tendido sobre la mesa, esa cosa cuya grotesca e informe sombra sobre el manchado tapiz le confirmaba que no se había movido, sino que seguía allí tal como él lo dejó.

Exhaló un hondo suspiro, abrió la puerta un poco más y, con los ojos entrecerrados y la cabeza vuelta, entró apresuradamente, decidido a no mirar ni una sola vez hacia el hombre muerto. Luego, inclinándose y recogiendo la cortina púrpura y dorada, la echó sobre el retrato.

Se quedó allí inmóvil, temiendo volverse y con los ojos fijos en los arabescos que tenía ante él.

Oyó a Campbell entrar el pesado cofre, los hierros y las demás cosas que requería su horrible tarea. Se preguntó si Basil Hallward y él se habrían conocido y, de ser así, lo que habrían pensado el uno del otro.

—Y ahora, déjame solo —dijo una voz severa detrás de él.

Se volvió y salió precipitadamente, sólo consciente de que el cadáver estaba ahora recostado y de que Campbell miraba el rostro brillante y amarillento. Cuando bajaba, oyó girar la llave en la cerradura.

Eran mucho más de las siete cuando Campbell volvió a la biblioteca. Estaba pálido, pero completamente en calma.

—He hecho lo que me pediste —murmuró—. Y ahora, adiós. No volvamos a vernos jamás.

—Me has salvado de la ruina, Alan. No puedo olvidar eso —dijo Dorian simplemente.

En cuanto Campbell se hubo marchado, subió al piso de arriba. En el cuarto había un horrible olor a ácido nítrico. Pero la cosa que estaba sentada a la mesa había desaparecido.