CAPÍTULO XI
Durante años, Dorian Gray no pudo librarse de la influencia de aquel libro. O quizá sería más preciso decir que nunca intentó librarse de ella. Se hizo enviar de París no menos de nueve copias de gran formato de la primera edición, que encuadernó en diferentes colores, de forma que pudiesen armonizar con sus distintos estados de ánimo y con las cambiantes fantasías de un carácter sobre el que a veces parecía haber perdido por completo el control. El protagonista, aquel maravilloso joven parisino en el que tan curiosamente se combinaban el temperamento romántico y el científico, se convirtió para él en una especie de imagen anticipada de sí mismo. Y, de hecho, el libro parecía contener la historia de su propia vida, escrita antes de que él la hubiese vivido.
En una cosa era más afortunado que el fantástico protagonista de la novela. Nunca conoció —no tuvo nunca, de hecho, razón para conocerlo— ese horror algo grotesco a los espejos, a las superficies de metal pulido, a las aguas quietas, que se apoderó del joven parisino en un momento tan temprano de su vida, ocasionado por la súbita decadencia de una belleza que una vez, al parecer, había sido admirable. Sintiendo una alegría casi cruel —y puede que en casi toda alegría, como ocurre en todo placer, haya lugar para la crueldad— solía releer la última parte del libro con su realmente trágico —aunque algo exagerado— relato de la pena y la desesperación de quien ha perdido lo que más valora en los demás y en este mundo.
Porque la maravillosa belleza que tanto había fascinado a Basil Hallward, y a muchos otros además de a él, jamás parecía abandonarle. Incluso aquellos que habían oído decir las peores cosas sobre su persona, y de tanto en tanto corrían por Londres extraños rumores sobre su clase de vida que se convertían en la comidilla de los clubs, no podían creer en su deshonor cuando lo veían. Tenía siempre el aspecto de un ser que el mundo no había mancillado. Los hombres que hablaban groseramente enmudecían cuando entraba Dorian Gray. Había algo en la pureza de su rostro que era para ellos como un reproche. Su mera presencia parecía traerles a la memoria la inocencia que habían empañado. Se preguntaban cómo un hombre tan refinado y encantador podía haber escapado a la mancha de una época que era al mismo tiempo sórdida y sensual.
A menudo, al volver a casa tras una de aquellas misteriosas y largas ausencias que tan extrañas conjeturas levantaban entre sus amigos, o los que pensaban que eran sus amigos, él mismo se deslizaba escaleras arriba hasta el cuarto cerrado, abría la puerta con la llave que ahora nunca lo abandonaba y se quedaba inmóvil, sosteniendo un espejo, frente al retrato que Basil Hallward le había pintado, contemplando ya el malvado y envejecido rostro del lienzo, ya el joven y noble rostro que sonreía en la pulida superficie del espejo. La agudeza del contraste hacía más viva su sensación de placer. Se enamoró más y más de su propia belleza, y con el tiempo crecía su interés por la corrupción de su propia alma. Examinaba con minucioso cuidado y en ocasiones con monstruoso y terrible deleite las horribles líneas que marchitaban la arrugada frente o que se retorcían alrededor de la boca, gruesa y sensual, preguntándose a veces cuáles eran más terribles, las marcas del pecado o las de la edad. Colocaba sus blancas manos junto a las bastas e hinchadas manos del retrato y sonreía. Se burlaba del cuerpo deforme y de la laxitud de sus miembros.
Había en verdad momentos, por la noche y cuando reposaba insomne en la perfumada atmósfera de su dormitorio, o en el sórdido cuartucho de un tugurio de mala fama cercano al muelle que solía frecuentar bajo un nombre falso y disfrazado, en que pensaba en la ruina que atraía sobre su alma con una pena tanto más intensa cuanto que era puramente egoísta. Pero esos momentos eran escasos. Aquella curiosidad por la vida que lord Henry despertara en él por primera vez estando en el jardín de su común amigo, parecía aumentar con satisfacción. Cuanto más sabía, más deseaba saber. Tenía locos apetitos que se hacían más voraces cuando los satisfacía.
Aun así no era realmente imprudente, al menos en sus relaciones con la sociedad. Una o dos veces al mes, durante el invierno, y cada miércoles por la noche hasta el final de la estación, abría al mundo su espléndida casa y llevaba a los músicos más afamados del momento para encantar a sus invitados con las maravillas de ese arte. Sus cenas íntimas, en cuya organización lord Henry siempre le ayudaba, destacaban tanto por su cuidadoso protocolo y selección de los invitados, como por el gusto exquisito mostrado en el adorno de la mesa, con sus sutiles combinaciones sinfónicas de flores exóticas, sus mantelerías bordadas y su vajilla antigua de oro y plata. De hecho había muchos, especialmente entre los más jóvenes, que veían o imaginaban ver en Dorian Gray la verdadera realización de un modelo con el que solían soñar en sus días de Eton o de Oxford, un modelo que debía combinar algo de la cultura real del erudito con toda la gracia, distinción y perfectos modales de un hombre de mundo. A éstos les parecía pertenecer a ese grupo humano que describe Dante como personas que han buscado «la perfección a través del culto a la belleza». Como Gautier, era uno de aquellos para quienes «existía el mundo visible».
Y realmente la vida era para él la primera y más grande de todas las artes, aquella para la que las demás parecían ser sólo una preparación. La moda, por medio de la cual lo realmente fantástico se vuelve por un tiempo universal, y el dandismo, que es en sí mismo un intento de afirmación de la absoluta modernidad de la belleza, tenían, naturalmente, su fascinación para él. Su modo de vestirse, las peculiares formas que en ocasiones solía adoptar, ejercían una notable influencia sobre los jóvenes elegantes de los bailes de Mayfair y los clubs de Pall Mall, que lo copiaban en todo e intentaban reproducir el encanto accidental de sus refinadas, aunque para él poco serias, afectaciones.
Porque, aun estando más que dispuesto a aceptar la posición que se le ofrecía casi nada más cumplir la mayoría de edad, y aun encontrando de hecho un sutil placer en pensar que él podría llegar a ser para el Londres de sus días lo que en la antigüedad había sido para la Roma imperial de Nerón el autor del Satiricón, sin embargo, en lo íntimo de su corazón deseaba ser algo más que un simple arbiter elegantiarium consultado sobre la moda de una joya, el nudo de una corbata o el manejo de un bastón. Trataba de desarrollar un nuevo esquema de vida que tuviese su filosofía razonada y sus principios ordenados, y que encontrase en la espiritualización de los sentidos su más alta realización.
El culto de los sentidos ha sido, a menudo y con mucha justicia, vituperado, al sentir los hombres un natural instinto de terror ante las pasiones y sensaciones que parecen más fuertes que ellos, y que tienen conciencia de compartir con las formas de existencia menos elevadas en cuanto a organización. Pero a Dorian Gray le parecía que la auténtica naturaleza de los sentidos nunca había sido comprendida, y que éstos habían permanecido salvajes y animalizados simplemente porque el mundo había querido reducirlos por hambruna a la sumisión o matarlos mediante el dolor, en lugar de aspirar a integrarlos en una nueva espiritualidad, de la que un sutil instinto hacia la belleza debía ser la característica predominante. Cuando pensaba en la evolución del hombre a lo largo de la historia, le invadía un sentimiento de pérdida. ¡Cuánta renuncia había habido! ¡Y a cambio de tan poco! Había habido locas y deliberadas repulsas, formas monstruosas de autotortura y autonegación, cuyo origen era el miedo y cuyo resultado era una degradación infinitamente más terrible que aquella imaginaria de la cual, en su ignorancia, habían tratado de escapar. La naturaleza, en su maravillosa ironía, fuerza al anacoreta a alimentarse con los salvajes animales del desierto y da a los eremitas como compañeros a las bestias del campo.
¡Sí! Habría, como profetizaba lord Henry, un nuevo hedonismo que recrearía la vida y la salvaría del rancio y desagradable puritanismo que está teniendo un curioso resurgimiento en nuestros días. Claro que el intelecto tendría su papel; sin embargo, no aceptaría nunca ninguna teoría o sistema que implicase el sacrificio de cualquier modo de experiencia apasionada. Su fin, de hecho, sería la experiencia misma, no los frutos de la experiencia, tanto si eran dulces como amargos. No se conocería el ascetismo, que extingue los sentidos, ni el desenfreno vulgar que los embota. Pero enseñaría al hombre a concentrarse en los momentos de una vida que no es en sí misma más que un momento.
Hay pocos entre nosotros que no hayan despertado alguna vez antes del alba, tras una de esas noches de insomnio que nos hacen casi enamorados de la muerte, o después de una de esas noches de horror y alegría informe, en que a través de las cámaras del cerebro se deslizan fantasmas más terribles que la misma realidad, e instintos con la intensa vida que acecha en todo lo grotesco y que presta al arte gótico su permanente vitalidad, siendo este arte, podría pensarse, especialmente el arte de aquellos cuya mente ha sido turbada por la enfermedad del ensueño. Gradualmente unos dedos blancos trepan por los cortinajes, que parecen temblar. Bajo negras formas fantásticas, sombras mudas reptan hasta los rincones de la habitación, donde se agazapan. Afuera está el bullicio de los pájaros entre las hojas, el paso de los hombres dirigiéndose al trabajo, o los suspiros y sollozos del viento que sopla desde las colinas y vaga alrededor de la silenciosa casa, como temiendo despertar a los durmientes, y aun así habría que llamar de nuevo al sueño en su purpúrea morada. Velos tras velos de fina gasa oscura se levantan y gradualmente las cosas recobran sus formas y colores, y acechamos a la aurora rehaciendo al mundo en su antiguo molde. Los pálidos espejos vuelven a recuperar su vida mímica. Las luces apagadas siguen estando donde las dejamos, y al lado yace el libro a medio cortar que estábamos leyendo o la alambrada flor que llevamos al baile, o la carta que tuvimos miedo de leer o que leímos demasiadas veces. Nada parece haber cambiado. Fuera de las sombras irreales de la noche surge la vida real que conocimos. Nos es preciso reanudarla donde la dejamos y se apodera de nosotros una terrible sensación de la necesaria continuidad de la energía en el mismo fastidioso círculo de estereotipados hábitos, o quizá un ardiente deseo de que nuestros párpados se abran alguna mañana a un mundo que hubiese sido creado de nuevo en las tinieblas para nuestro placer, un mundo en el que las cosas tendrían nuevas formas y colores, habrían cambiado u ocultarían otros secretos; un mundo en el que el pasado tendría poco o ningún lugar o no perdurase, en cualquier caso, bajo forma consciente alguna de obligación o de pesar, ya que hasta el recuerdo de la dicha tiene su amargura, y el recuerdo del placer su dolor.
Era la creación de tales mundos lo que le parecía a Dorian Gray el verdadero o uno de los verdaderos objetivos de la vida; y en su búsqueda de sensaciones, que serían al tiempo nuevas y deliciosas y poseerían ese elemento de extrañeza tan esencial para el romance, adoptaría a menudo ciertas formas de pensamiento que sabía realmente ajenas a su naturaleza, se entregaría a su sutil influencia y, habiendo captado, por así decirlo, sus colores y satisfecho su curiosidad intelectual, las abandonaría con esa curiosa indiferencia que no es incompatible con un temperamento verdaderamente ardiente, sino que es, en realidad, según ciertos psicólogos modernos, con frecuencia condición de éste.
Corrió una vez el rumor de que iba a abrazar la religión católica romana; y ciertamente siempre había sentido una gran atracción hacia su ritual. El sacrificio cotidiano, realmente más terrible que cualquier sacrificio del mundo antiguo, le conmovía tanto por su soberbia repudia de la evidencia de los sentidos como por la sencillez primitiva de sus elementos y el eterno patetismo de la tragedia humana que trata de simbolizar. Le gustaba arrodillarse sobre las frías losas de mármol y contemplar al sacerdote, con su rígida y florida indumentaria, apartar lentamente con sus blancas manos el velo del tabernáculo, o alzando la engastada custodia en forma de fanal con esa pálida hostia que a veces uno desearía creer realmente el panis coelestis, el pan de los ángeles, o, vestido con los ropajes de la Pasión de Cristo, romper la hostia en el cáliz y golpearse el pecho por sus pecados. Los humeantes incensarios que unos niños vestidos de rojo y con encajes balanceaban gravemente en el aire como grandes flores de oro tenían una sutil fascinación para él. Al marcharse solía contemplar asombrado los negros confesionarios deseando sentarse a la oscura sombra de alguno de ellos y escuchar a hombres y mujeres mientras musitaban, a través de la rejilla desgastada, la verdadera historia de sus vidas.
Pero no cayó nunca en el error de detener su desarrollo intelectual con la aceptación formal de un credo o sistema, ni se engañó tomando por morada definitiva una posada que es sólo apropiada para una estancia de una noche o de unas pocas horas de una noche sin estrellas y sin luna. El misticismo, con su maravilloso poder de volver lo corriente en extraño a nosotros y la sutil antinomia que parece siempre acompañarlo, lo conmovió una temporada; y durante una temporada se inclinó hacia las doctrinas materialistas del movimiento darwinista alemán, y halló un extraño placer en rastrear los pensamientos y las pasiones de los hombres hasta una célula perlina del cerebro o algún blanco nervio del cuerpo, recreándose en la concepción de la absoluta dependencia del espíritu de ciertas condiciones físicas, mórbidas o sanas, normales o enfermizas. Sin embargo, como ya se ha dicho, ninguna teoría sobre la vida le pareció importante en comparación con la vida misma. Tenía honda conciencia de cuan estéril es toda especulación intelectual cuando se separa de la acción y del experimento. Sabía que los sentidos, lo mismo que el alma, tenían misterios espirituales propios que revelar.
Entonces se dedicó al estudio de los perfumes y sus secretos de fabricación, destilando aceites fuertemente perfumados o quemando olorosas gomas traídas de Oriente. Comprendió que no había ningún estado de ánimo que no tuviese su contrapartida en la vida sensorial, y se dedicó a descubrir sus verdaderas relaciones, queriendo averiguar por qué el incienso nos vuelve místicos y el ámbar gris trastorna las pasiones, qué hay en las violetas que despierta el recuerdo de los amores pasados, por qué el almizcle perturba la mente y la champaca tiñe la imaginación, tratando a menudo de elaborar una verdadera psicología de los perfumes, calculando las distintas influencias de las raíces de aroma dulce y de las flores cargadas de polen perfumado, o de los bálsamos aromáticos, de las maderas oscuras y fragantes, del nardo indio, que hace enfermar; de la hovenia, que enloquece a los hombres, y de los áloes, que se dice que expulsan la melancolía del alma.
En otra ocasión se dedicó por entero a la música y, en una larga habitación con celosías, de techo bermellón y oro, las paredes de laca verde-olivo, solía dar extraños conciertos en los que locas gitanas producían una ardiente música con citarillas, o en los que graves tunecinos de amarillas chilabas arrancaban sonidos a las tirantes cuerdas de monstruosos laúdes mientras negros gesticulantes golpeaban monótonamente tambores de cobre, y en los que, sentados en cuclillas sobre esteras escarlata, delgados indios con turbante soplaban en largas pipas de caña o de bronce encantando, o simulando encantar, a grandes serpientes de capuchón o a horribles víboras cornudas. Los ásperos intervalos y agudas disonancias de la música bárbara le excitaban a veces cuando la gracia de Schubert, las bellas penas de Chopin y las potentes armonías del mismo Beethoven caían desatendidas en sus oídos. Reunió de todas partes del mundo los más extraños instrumentos que pudo hallar, hasta en las tumbas de los pueblos muertos o entre las escasas tribus de salvajes que han sobrevivido a las civilizaciones occidentales, y le gustaba tocarlos y probarlos. Tenía el misterioso juruparis de los indios del río Negro, que no está permitido contemplar a las mujeres y que sólo pueden ver los jóvenes después de haberse sometido al ayuno y a la flagelación, y los jarros de barro de los peruanos, de los que sacan sones como agudos chillidos de pájaro, y las flautas de huesos humanos como las que Alfonso de Ovalle oyó en Chile, y los verdes jaspes sonoros que se encuentran cerca de Cuzco y que producen una nota de singular dulzura. Tenía calabazas pintadas llenas de guijas, que resonaban cuando se las sacudía; el largo clarín de los mexicanos, en el que el músico no sopla, sino que aspira el aire; el áspero ture de las tribus del Amazonas, que tocan los centinelas encaramados durante todo el día en los altos árboles y que puede oírse, según dicen, a una distancia de tres leguas; el teponaztli, con su dos vibrantes lengüetas de madera que se golpean con palillos untados de una goma elástica extraída del jugo lechoso de ciertas plantas; las campanas yotl de los aztecas, que cuelgan como racimos de uva, y un enorme tambor cilíndrico cubierto de pieles de grandes serpientes, como el que vio Bernal Díaz cuando entró con Cortés en el templo mexicano, y de cuyo doliente sonido nos ha dejado una descripción tan viva. El carácter fantástico de aquellos instrumentos lo fascinaba, y experimentaba una extraña delicia al pensar que el arte, al igual que la naturaleza, tenía sus monstruos, objetos de forma bestial y de horribles voces. Sin embargo, al cabo de algún tiempo se cansó de ellos, y volvió a sentarse en su palco de la ópera, solo o con lord Henry, a oír, extasiado de placer, el Tannhäuser, viendo en el preludio de esa obra maestra del arte un preámbulo a la tragedia de su propia alma.
En una ocasión se dedicó al estudio de las joyas y apareció en un baile de disfraces vestido como Anne de Joyeuse, almirante de Francia, con un traje cubierto con 560 perlas. Esta afición lo dominó durante varios años, y realmente puede decirse que nunca lo abandonó. Solía pasarse días enteros ordenando y desordenando en sus estuches las variadas piedras que había reunido, tales como el crisoberilo verde olivo, que se vuelve rojo a la luz de la lámpara, la cimofana de plateadas vetas, el peridoto color alfónciga, los topacios rosados y amarillos, los rubíes de arrebatado escarlata con trémulas estrellas de cuatro rayos, las piedras de cinamomo, de un rojo llama; las espinelas naranjas y violetas y las amatistas de alternantes capas de rubí y zafiro. Adoraba el oro rojo de la piedra solar y la blancura perlina de la piedra lunar, y el partido arco iris del ópalo lechoso. Se hizo traer de Amsterdam tres esmeraldas de extraordinario tamaño y riqueza de color, y tuvo una turquesa de la vieille roche que fue la envidia de todos los entendidos.
Descubrió también maravillosas historias referentes a las joyas. En la Clericalis Disciplina de Alfonso se menciona una serpiente que tenía los ojos de auténtico jacinto, y en la romántica historia de Alejandro se dice que el conquistador de Emacia encontró en el valle del Jordán serpientes «con collares de auténticas esmeraldas creciendo en sus lomos». Filostrato nos cuenta que había una gema en el cerebro del dragón y que, «mostrando letras de oro y un traje escarlata», era posible sumir al monstruo en un sueño mágico y matarlo. Según el gran alquimista Pierre de Boniface, el diamante volvía invisible a un hombre y el ágata de la India lo volvía elocuente. La cornalina calmaba la cólera, el jacinto inducía al sueño y la amatista disipaba los vapores del vino. El granate expulsaba los demonios y el hidropicus privaba a la luna de su color. La selenita aumentaba y disminuía con la luna, y el moleceus, que descubría a los ladrones, sólo podía empañarse con la sangre de cabritos. Leonardo Camilo había visto sacar una piedra blanca del cerebro de un sapo recién muerto que era un antídoto seguro contra el veneno. El bezoar, que se encontraba en el corazón del ciervo árabe, era un hechizo que podía curar la peste. Según Demócrito, las piedras que se hallaban en los nidos de las aves de Arabia protegían a los que las llevaban de cualquier peligro causado por el fuego.
El rey de Ceilán recorría la ciudad cabalgando con un grueso rubí en la mano durante la ceremonia de su coronación. Las puertas del palacio del Preste Juan estaban «hechas de sardónices con el cuerno de una cerasta incrustado, para que ningún hombre que llevase veneno pudiese entrar». En el frontón había «dos manzanas de oro con dos rubíes», de modo que el oro relucía de día y los rubíes de noche. En la curiosa obra de Lodge, A Margante of America, se cuenta que en la cámara de la reina podía verse a «todas las damas castas del mundo, cargadas de plata, mirando en tersos espejos de crisólitos, rubíes, zafiros y verdes esmeraldas». Marco Polo vio a los habitantes de Zipango colocar perlas rosadas en la boca de los muertos. Un monstruo marino se enamoró de la perla que un pescador submarino vendió al rey Perozes, y mató al ladrón y lloró su pérdida durante siete lunas; cuando los hunos atrajeron al rey al enorme abismo, éste la perdió —Procopio nos cuenta la historia— y jamás fue hallada, aunque el emperador Anastasio ofreció por ella 500 toneladas de piezas de oro. El rey de Malabra le mostró a cierto veneciano un rosario de 304 perlas, una por cada dios que adoraba.
Cuando el duque de Valentinois, hijo de Alejandro VI, visitó a Luis XII de Francia, su caballo estaba cargado de hojas de oro, según Brantôme, y su sombrero tenía una doble hilera de rubíes que despedían una gran luz. Carlos de Inglaterra montaba a caballo con estribos engastados de 421 diamantes. Ricardo n tenía un traje valorado en 30.000 marcos, cubierto de rubíes balajes. Hall describe a Enrique VIII, camino de la Torre, antes de su coronación, llevando «un jubón recamado de oro, el peto bordado de diamantes y otras ricas pedrerías, y alrededor del cuello un gran tahalí de gruesos balajes». Los favoritos de Jacobo I lucían pendientes de esmeraldas adornados con filigranas de oro. Eduardo II dio a Piers Gaveston una colección de armaduras de oro rojizo tachonadas de jacintos, un collar de rosas de oro engastado en turquesas, y un yelmo parsemé de perlas. Enrique n usaba guantes enjoyados hasta el codo, y tenía un guante de halconero cosido con 20 rubíes y 52 grandes perlas. El sombrero ducal de Carlos el Temerario, último duque de Borgoña de su raza, estaba lleno de perlas piriformes y tachonado de zafiros.
¡Qué exquisita había sido la vida en el pasado! ¡Qué suntuosidad en la pompa y en el ornato! Aquellos lujos desaparecidos eran maravillosos, aun sólo en la lectura.
Luego dirigió su atención hacia los bordados y los tapices que sustituían a los frescos en los fríos salones de las naciones del norte de Europa. Al estudiar este tema —siempre tuvo una extraordinaria facilidad para absorberse completamente y durante el tiempo necesario en todo cuanto emprendía—, se sintió casi entristecido por el reflejo de la ruina que el tiempo había ocasionado en las cosas bellas y maravillosas. Él, en cualquier caso, se había librado de ello. Los veranos sucedían a los veranos, y los junquillos gualda florecieron y murieron muchas veces, y noches de horror repetían la historia de su vergüenza: pero él no cambiaba. Ningún invierno ajó su rostro o corrompió su pureza de flor. ¡Qué diferencia con las cosas materiales! ¿Dónde habían ido a parar? ¿Dónde estaba la admirable vestidura color azafrán por la que los dioses lucharon contra los gigantes, que habían tejido morenas doncellas para el placer de Atenea? ¿Dónde el inmenso velarium que Nerón hizo tender de una parte a otra del Coliseo en Roma, aquella vela de Titán púrpura en la que se mostraba el cielo estrellado y a Apolo conduciendo su carro tirado por blancos corceles enjaezados de oro? Anhelaba contemplar las curiosas servilletas tejidas para el Sacerdote del Sol, sobre las que se depositaban todas las golosinas y viandas necesarias para una fiesta; el sudario del rey Chilperico, con sus 300 abejas de oro; los fantásticos vestidos que provocaron la indignación del obispo de Pontus, donde se representaban «leones, panteras, osos, perros, bosques, rocas, cazadores —de hecho todo lo que un pintor puede copiar de la Naturaleza—»; y el traje que llevó una vez Carlos de Orleans, en cuyas mangas estaban bordados los versos de una canción que empezaba: Madame, je suis tout joyeux, con el acompañamiento musical de las palabras tejido en hilo de oro, y cada nota, de forma cuadrada en aquella época, hecha con cuatro perlas. Leyó que la estancia preparada en el palacio de Reims para uso de la reina Juana de Borgoña estaba decorada «con 1.321 loros bordados y blasonados con las armas reales y 561 mariposas cuyas alas estaban ornadas con las armas de la reina, todo ello en oro». Catalina de Médicis se había hecho construir un lecho fúnebre de terciopelo negro bordado con medias lunas y soles. Las cortinas eran de damasco con coronas de follaje y guirnaldas sobre un fondo de oro y plata, ribeteadas de perlas, y se guardaba en una estancia en cuyas paredes colgaban las divisas de la reina hechas en terciopelo negro sobre un paño de plata. Luis XIV tenía unas cariátides bordadas en oro de quince pies de altura en su aposento. El lecho portátil de Sobieski, rey de Polonia, estaba hecho de brocado de oro de Esmirna, bordado de turquesas con versos del Corán. Los soportes eran de plata sobredorada, bellamente cincelados y con profusión de medallones esmaltados y engastados de pedrerías. Se había tomado como botín en el campamento turco frente a Viena, y el estandarte de Mahoma ondeó bajo el oro tembloroso de su dosel.
Y así, durante un año entero, se dedicó a acumular los ejemplares más exquisitos que pudo hallar de textiles y bordados, consiguiendo las delicadas muselinas de Delhi, finamente tejidas con palmas de oro y cosidas en iridiscentes alas de escarabajo; las gasas de Dacca, que por su transparencia se conocen en Oriente como «aire tejido», «agua corriente» y «rocío nocturno»; extrañas telas historiadas de Java; elaborados tapices amarillos de la China; libros encuadernados en raso oscuro o en seda de un brillante azul, estampada de fleurs de lys, aves y figuras; velos de lacis hechos en punto de Hungría; brocados sicilianos y rígidos terciopelos españoles; labores georginas adornadas con dorados, y foukousas japonesas con sus dorados de verdoso tono y sus aves de magnífico plumaje.
Sintió también una especial pasión por las vestiduras eclesiásticas, como realmente por todo cuanto se relacionaba con el servicio de la Iglesia. En las largas arcas de cedro que se alineaban en la galería oeste de su casa, guardaba muchos raros y magníficos ejemplares de lo que son en realidad adornos de la Novia de Cristo, que debe usar púrpura, y joyas y paño fino para ocultar el pálido y macerado cuerpo gastado por el sufrimiento que ella misma ha buscado, y herido por los castigos que se ha infligido. Poseía una suntuosa capa consistorial de seda carmesí y de damasco dorado, adornada con un dibujo de granadas de oro montadas sobre flores de seis pétalos y flanqueadas por una pina hecha de aljófares. Las orlas estaban divididas en recuadros que representaban escenas de la vida de la Virgen, y la Coronación de la Virgen se hallaba bordada en sedas de colores sobre la capucha. Se trataba de una obra italiana del siglo XV. Otra capa pluvial era de terciopelo verde, bordado con grupos de hojas de acanto en forma de corazón, en las que se abrían blancas flores de largo tallo; los detalles estaban bordados con hilo de plata y cuentas de vidrios de colores. En el capillo tenía una cabeza de serafín realzada con hilo de oro. Los bordes estaban tejidos con arabescos de seda púrpura y oro, y sembrados de los medallones de numerosos santos y mártires, entre otros San Sebastián. Tenía también casullas de seda color ámbar, brocados de oro y seda azul, damascos de seda amarilla y telas de oro en las que estaban representadas la Pasión y la Crucifixión de Cristo, bordadas con leones, pavos reales y otros emblemas; dalmáticas de raso blanco y de damasco de seda rosa, adornadas con tulipanes, delfines y fleurs de lys; paños de altar de terciopelo carmesí y de lino azul; y numerosos corporales, velos de cáliz y manípulos. Había algo que excitaba su imaginación al pensar en los usos místicos para los que sirvieron tales objetos.
Porque esos tesoros, y todo cuanto coleccionaba en su hermosa casa, le servían como un medio para olvidar, como recurso para evadirse, durante un tiempo, del miedo, que le parecía a veces demasiado grande para soportarlo. En las paredes del solitario cuarto cerrado en el que habían transcurrido tantos días de su infancia, colgó con sus propias manos el terrible retrato cuyas cambiantes facciones mostraban la verdadera degradación de su vida, y ante él colgó, a modo de cortina, la mortaja púrpura y dorada. Durante semanas no entraba allí, olvidaba la horrible imagen pintada y recobraba el corazón ligero, la magnífica alegría, su apasionada entrega a la simple existencia. Después, repentinamente, una noche salía sin hacer ruido de su casa e iba a los tugurios cerca de Blue Gate Fields, permaneciendo allí, día tras día, hasta que lo echaban. A su vuelta se sentaba ante el retrato, en ocasiones odiándolo y detestándose a sí mismo, pero otras lleno de ese orgullo de individualismo que es la mitad de la fascinación del pecado, y sonreía con secreto placer a aquella sombra informe que tenía que soportar la carga que hubiese debido ser la suya propia.
Al cabo de unos pocos años, no soportaba estar por mucho tiempo fuera de Inglaterra, y vendió la villa que compartía con lord Henry en Trouville, así como la casita de muros blancos que tenía en Argel, y en la que habían pasado más de un invierno. Detestaba separarse del retrato que tenía tanta parte en su vida, y temía también que en su ausencia alguien pudiese entrar en la habitación, a pesar de las barras forjadas con las que había protegido la puerta.
Estaba plenamente convencido de que el retrato no diría nada a nadie. Verdad era que el cuadro conservaba aún, bajo toda la locura y fealdad del rostro, un visible parecido a él; pero ¿qué iba a revelar aquello? Se reiría de cualquiera que tratase de insultarlo. Él no había pintado aquello. ¿Qué podía importarle lo vil y vergonzoso de aquel semblante? Aun cuando él lo dijese, ¿le creerían?
Sin embargo tenía miedo. A veces, cuando estaba en su gran casa de Nottinghamshire, entreteniendo a los elegantes jóvenes de su rango que eran su principal compañía, asombrando al condado por el desenfrenado lujo y el suntuoso esplendor de su forma de vivir, abandonaba de pronto a sus invitados y corría a la ciudad para ver si la puerta no había sido forzada y si el cuadro aún seguía allí. ¿Y si lo robaban? La sola idea lo helaba de horror. Seguramente el mundo conocería entonces su secreto. Tal vez lo sospechaba ya.
Porque aunque fascinase a muchos, no eran pocos los que desconfiaban de él. Casi fue rechazado por un club del West End al que su alcurnia y posición social le permitían indiscutiblemente pertenecer, y se decía que, en una ocasión, al ser llevado por un amigo al salón de fumar del Churchill, el duque de Berwick y otro caballero se habían levantado y marchado de forma ostensible. Se contaron de él historias singulares una vez cumplió los veinticinco años. Corrieron rumores de que había sido visto disputando con marinos extranjeros en una inmunda taberna cercana a Whitechapel, que se reunía con ladrones y monederos falsos y que conocía los misterios de su oficio. Se hicieron notorias sus extraordinarias ausencias, y cuando reaparecía en sociedad los hombres cuchicheaban entre sí en los rincones o pasaban frente a él despreciativamente, o lo miraban con ojos escrutadores y fríos como si estuviesen decididos a descubrir su secreto.
No prestó atención, naturalmente, a esas insolencias y enojosos desaires y, en opinión de la mayoría de la gente, sus francas y afables maneras, su encantadora sonrisa infantil y la infinita gracia de su maravillosa juventud, que parecían no abandonarle nunca, eran por sí mismas una réplica suficiente a las calumnias, así las llamaba, que circulaban respecto a él. Se notó, sin embargo, que algunos de los que eran sus más íntimos parecían huirle después de un tiempo. A las mujeres que le habían adorado locamente, y que por él habían afrontado la censura social, desafiándola, se las veía palidecer de vergüenza o de horror cuando Dorian Gray entraba.
A pesar de ello, esas escandalosas murmuraciones sólo aumentaron, a los ojos de muchos, su extraño y peligroso encanto. Su gran fortuna fue un indudable elemento de seguridad. La sociedad, la sociedad civilizada al menos, no está nunca dispuesta a creer nada en detrimento de quienes son a un tiempo ricos y seductores. Siente por instinto que las formas son más importantes que la moral y, en su opinión, la más alta respetabilidad tiene mucho menos valor que el tener un buen chef de cocina. Y después de todo, resulta realmente un pobre consuelo decir que es irreprochable la vida privada de un hombre que le ha hecho a uno cenar mal, o beber un vino inferior. Ni aun las virtudes cardinales pueden compensar unas entrés semifrías, como hizo notar una vez lord Henry en una discusión sobre ese tema; y posiblemente habría mucho que decir sobre su afirmación. Porque las reglas de la buena sociedad son o debieran ser las mismas que las del arte. La forma es absolutamente esencial. Deberían tener la dignidad de una ceremonia, así como su irrealidad, y deberían combinar el carácter insincero de una obra romántica con el ingenio y la belleza que nos hacen deliciosas tales obras. ¿Es algo tan terrible la insinceridad? Yo creo que no. Es simplemente un método por el que podemos multiplicar nuestras personalidades. Tal era, por lo menos, la opinión de Dorian Gray Solía asombrarse de la llana psicología de aquellos que conciben el Yo del ser humano como algo simple, permanente, digno de confianza y con una sola esencia. Para él, el hombre era un ser con millares de vidas y de sensaciones, una criatura compleja y multiforme que llevaba en sí mismo extrañas herencias de pensamientos y de pasiones, y cuya carne estaba infectada en lo más hondo por la monstruosa enfermedad de la muerte. Le gustaba pasearse por la fría y adusta galería de cuadros de su casa de campo y contemplar los diversos retratos de aquellos cuya sangre corría por sus venas. Allí estaba Felipe Heriberto, descrito por Francis Osborne en sus Memorias de los reinados de la reina Isabel y del rey Jacobo, que fue «mimado por la Corte por su hermoso rostro, que no conservó mucho tiempo». ¿Era la vida del joven Heriberto la que él llevaba a veces? ¿No se habría transmitido algún extraño germen venenoso de generación en generación hasta llegar a él? ¿No sería una oscura conciencia de aquella gracia marchita la que le había hecho proferir en el estudio de Basil Hallward, tan repentinamente y casi sin motivo, aquel ruego loco que había cambiado su vida? Allí estaba, con jubón rojo y bordado de oro, sir Anthony Sherard, a sus pies la armadura plateada y negra. ¿Cuál habría sido su legado? ¿Le habría dejado el amante de Giovanna de Nápoles una herencia de pecado y afrenta? ¿Serían sencillamente sus propios actos los sueños que aquel difunto no había osado realizar? Allí, desde un lienzo descolorido, sonreía lady Isabel Devereux, con su cofia de gasa, el corpiño de perlas y las rasgadas mangas rosas. Tenía una flor en la mano derecha, y con la izquierda asía un collar esmaltado de blancas rosas de damasco. En una mesa junto a ella había una mandolina y una manzana. Grandes rosetas adornaban los pequeños zapatos en punta. Conocía su vida y las extrañas historias que se contaban de sus amantes. ¿Tendría él algo de su carácter? Aquellos ojos ovalados de pesados párpados parecían mirarlo con curiosidad. ¿Y aquel Jorge Willoughby, con sus cabellos empolvados y fantásticos lunares? ¡Qué perverso parecía! Su rostro era triste y atezado, y la sensual boca parecía arquearse con desdén. Sobre las huesudas y amarillas manos, cargadas de sortijas, caían delicados encajes encañonados. Fue uno de los pisaverdes del siglo XVIII, y amigo, en su juventud, de lord Ferrars. ¿Y aquel segundo lord Beckenham, el compañero del príncipe regente en sus días más disolutos, y uno de los testigos de su matrimonio secreto con la señora Fitzherbert? ¡Qué altivo y apuesto era, con sus rizos castaños y su insolente actitud! ¿Qué pasiones le habría transmitido? El mundo lo había tachado de infame. Había encabezado las orgías de Carlton House. La Estrella de la Jarretera brillaba en su pecho. Junto a él colgaba el retrato de su esposa, una dama pálida, de finos labios, vestida de negro. Su sangre corría también por sus venas. ¡Qué curioso parecía todo! Y su madre, con su rostro de lady Hamilton y sus labios húmedos como de vino: sabía lo que había heredado de ella. Había heredado su belleza y su pasión por la belleza ajena. Se reía de él con su holgada indumentaria de bacante. Tenía hojas de parra en la cabellera. La púrpura se derramaba de la copa que sostenía. Los claveles del cuadro se habían marchitado, pero sus ojos seguían siendo maravillosos por lo profundo y lo brillante del colorido. Parecían seguirle dondequiera que fuese.
Sin embargo, uno tenía antepasados en literatura, como en su propia raza, más cercanos quizá en tipo y temperamento, muchos de ellos, y ciertamente con una influencia de la que uno es más perfectamente consciente. Le parecía algunas veces a Dorian Gray que la historia entera no era sino el relato de su propia vida, no como la había vivido en actos y circunstancias, sino tal como él la creara en su imaginación, tal como hubiese sido en su cerebro y sus pasiones. Sentía que había conocido a todas esas extrañas y terribles figuras que habían pasado por el escenario de este mundo, volviendo el pecado tan maravilloso y el mal tan lleno de sutileza. Le parecía que de algún modo misterioso sus vidas habían sido suyas.
El protagonista de la maravillosa novela que tanto influyó en su vida conocía también esas curiosas fantasías. Cuenta en el capítulo siete que se sentó, coronado de laurel como Tiberio, en un jardín de Capri leyendo los vergonzosos libros de Elefantina, mientras enanos y pavos reales se contoneaban a su alrededor y el flautista se burlaba del balanceo del incensario; y, como Calígula, estuvo de parranda en los establos con los jinetes de camisa verde y cenó en un pesebre de marfil con un caballo de enjoyado frontal; y, como Domiciano, se paseó por una galería cubierta de espejos de mármol buscando a su alrededor, con ojos de alucinado, la daga que iba a acabar con sus días, enfermo de ennui, de ese terrible tedium vitae que se apodera de aquéllos a quienes la vida no niega nada; y examinó, a través de una clara esmeralda, las sangrientas carnicerías del circo, y después, en una litera de perlas y de púrpura tirada por muías herradas de plata, lo llevaron por la vía de las Granadas hasta la Casa de Oro, y oyó gritar a los hombres a su paso: «¡Ñero César!»; y como Heliogábalo, se pintó la cara, tejió en la rueca entre mujeres, e hizo traer la luna desde Cartago y la entregó al sol en matrimonio místico.
Dorian solía leer una y otra vez aquel fantástico capítulo y los dos siguientes, donde, como en un curioso tapiz, o como con esmaltes hábilmente trabajados, se describían las figuras terribles y bellas de aquéllos a quienes el vicio, la sangre y el tedio habían vuelto monstruosos o dementes: Filippo, duque de Milán, que asesinó a su esposa y pintó sus labios con un veneno escarlata para que su amante absorbiese la muerte del cuerpo sin vida que había amado; Pietro Barbi, el Veneciano, conocido por Pablo II, que trató en su vanidad de asumir el título de Formosus, y cuya tiara, valorada en doscientos mil florines, fue adquirida al precio de un terrible pecado; Gian Maria Visconti, que usaba podencos para cazar hombres y cuyo cuerpo asesinado fue cubierto de rosas por una ramera que le había amado; y Borgia en su blanco corcel, con Fratricidio cabalgando a su lado y la capa manchada con la sangre de Perotto; Pietro Riario, el joven cardenal-arzobispo de Florencia, hijo y favorito de Sixto IV, cuya belleza sólo fue igualada por su desenfreno y que recibió a Leonor de Aragón bajo un dosel de seda blanca y carmesí, lleno de ninfas y centauros, y pintó de oro a un adolescente para servirle en los festines como Ganímedes o Hilas; Ezzelin, cuya melancolía se curaba únicamente con el espectáculo de la muerte, y que sentía pasión por la roja sangre, como otros la tienen por el rojo vino: el hijo del demonio, según se contó, que engañó a su padre jugando a los dados cuando con él se jugaba su propia alma; Juan Bautista Cibo, que adoptó por mofa el nombre de Inocente, y en cuyas impuras venas fue inoculada, por un doctor judío, la sangre de tres adolescentes; Segismundo Malatesta, el amante de Isotta y señor de Rímini, cuya efigie fue quemada en Roma como enemigo de Dios y del hombre, que estranguló a Polissena con una servilleta, dio a beber veneno a Ginevra del Este en una copa de esmeralda, y levantó una iglesia pagana para adorar a Cristo en honor de una pasión desvergonzada; Carlos VI, que tan frenéticamente adoró a la mujer de su hermano, a quien un leproso avisó de la locura en que iba a caer y cuyo cerebro, una vez enfermo y trastornado, sólo pudo aliviarse con unos naipes sarracenos en los que estaban pintadas imágenes del Amor, de la Muerte y de la Locura; y, con su jubón guarnecido, su sombrero adornado de pedrerías y sus cabellos de rizos como acantos, Grifonetto Baglioni, que asesinó a Astorre con su prometida y a Simonetto con su paje, y cuya gentileza era tal que, cuando estaba tendido moribundo en la amarilla plaza de Perusa, los que lo odiaban no pudieron evitar llorarle, y Atalanta, que lo había maldecido, lo bendijo.
Había una terrible fascinación en todos ellos. Se le aparecían de noche y turbaban su imaginación durante el día. El renacimiento conoció extraños sistemas de envenenamiento: el envenenamiento por medio de un yelmo y de una antorcha encendida, por un guante bordado y un abanico de pedrerías, por un perfumador dorado y una cadena de ámbar. A Dorian Gray lo había envenenado un libro. Había momentos en que veía el mal como un simple medio para poder realizar su concepción de la belleza.