Matafleur
La espada mágica
Las plumas blancas
La antorcha de Maritta iluminó una amplia habitación vacía y sin ventanas. No había muebles; los únicos objetos visibles en la fría estancia de piedra eran una enorme vasija de agua, una cubeta con olor a carne podrida y la terrible presencia de un dragón.
Tanis contuvo la respiración. En Xak Tsaroth, el dragón negro le había impresionado vivamente, pero ahora se quedó horrorizado al ver el inmenso volumen de este dragón rojo. El cubil era enorme, probablemente de más de cien pies de diámetro, y el dragón rojo lo llenaba por completo, el extremo de su cola quedaba apoyado contra la pared del fondo. Los compañeros lo contemplaron atónitos durante unos instantes, y se imaginaron fantasmagóricas visiones de aquella gigantesca cabeza alzándose y reduciéndoles a cenizas con su ardiente llamarada, la misma que había destruido Solace.
No obstante, a Maritta el peligro no parecía preocuparle. Avanzó con paso firme y los compañeros, tras unos segundos de duda, la siguieron. Al aproximarse a la criatura vieron que Maritta tenía razón; el dragón estaba en unas condiciones penosas. Tendido sobre el frío suelo de piedra, su inmensa cabeza estaba arrugada por la edad y la brillante piel roja era ahora grisácea y moteada. Respiraba pesadamente por la boca, con las mandíbulas abiertas, mostrando unos dientes que anteriormente habían sido afilados como espadas, pero que ahora estaban amarillentos y resquebrajados. Tenía grandes cicatrices en los costados y sus alas coriáceas estaban secas y agrietadas.
Entonces Tanis comprendió la actitud de Maritta; era indudable que se había abusado del dragón. Se sorprendió a sí mismo sintiendo compasión y bajando la guardia. Se dio cuenta de lo peligroso que esto era cuando el dragón —alertado por la luz de la antorcha—, se movió aún en sueños. Tanis se recordó a sí mismo que, a pesar de su aspecto derrotado, sus garras estaban tan afiladas y su aliento era tan destructivo como el de cualquier otro dragón rojo de Krynn.
De pronto los párpados del dragón se entreabrieron y estrechas rendijas rojas brillaron a la luz de la antorcha. Los compañeros se detuvieron, arma en mano.
—¿Ya es hora de desayunar, Maritta? —preguntó Matafleur (Flamestrike era su nombre para los mortales comunes) con voz soñolienta.
—Sí, hoy hemos venido un poco más temprano, querida —dijo Maritta suavemente.
—Temo que vaya a estallar una tormenta y quiero que los chicos hagan ejercicio antes de que rompa a llover. Tú continúa durmiendo. Ya me ocuparé de que no te despierten al salir.
—Oh, no me importa —el dragón bostezó y abrió un poco más los ojos. Al hacerlo Tanis pudo ver que uno de ellos estaba recubierto por una viscosa membrana; estaba ciega de ese ojo.
—Espero que no tengamos que luchar contra ella —susurró Sturm.
—Me sentiría como si estuviésemos atacando a la abuela de algún conocido.
Las facciones de Tanis se endurecieron.
—No olvides que es una abuela peligrosa y que puede matarnos a todos.
—Los chiquillos han pasado una noche tranquila —murmuró el dragón.
—Si comienza a llover, procura que no se mojen, Maritta, especialmente el pequeño Erik, que tuvo un buen resfriado la semana pasada. —Sus ojos se cerraron y, aparentemente, volvió a sumirse en un sueño profundo.
Girándose, Maritta les hizo una seña, llevándose un dedo a los labios. Sturm y Tanis caminaban en último lugar, con las armas y cotas de mallas ocultas bajo los numerosos ropajes y capas. Cuando se hallaban a unos treinta pies del dragón, Tanis comenzó a oír un extraño zumbido.
Al principio creyó que era imaginación suya y que debido al nerviosismo oía un sonido zumbante en su cabeza, pero el ruido era real y subía de volumen. Sturm se volvió, mirándolo alarmado. El zumbido siguió aumentando de tono, hasta parecerse al producido por un enjambre de miles de langostas. Todos se habían vuelto ya hacia él, expectantes. Tanis los contempló con impotencia, con una expresión tan aturdida que rayaba en lo cómico.
El dragón resopló y se movió irritado, sacudiendo la cabeza como si el sonido le perforase los tímpanos.
De pronto Raistlin se acercó a Tanis.
—¡Debe ser tu espada! Tiró de la capa del semielfo y la espada quedó al descubierto.
Tanis la contempló. El mago tenía razón. La hoja zumbaba como si se hallase en máximo estado de alerta. Ahora que Raistlin le había llamado la atención sobre ello, casi podía sentir la vibración.
—Es mágica —dijo el mago en voz baja, examinándola con interés.
—¿Puedes hacer que deje de vibrar? —le gritó Tanis para ser oído a pesar de aquel potente zumbido.
—No. Ahora lo recuerdo. Es Wyrmslayer, la famosa espada mágica de Kith-Kanan. Reacciona así debido a la presencia del dragón.
—¡Bonito momento para recordarlo!
—Un momento muy apropiado, diría yo —gruñó Sturm.
El dragón alzó lentamente la cabeza, parpadeando, y un estrecho hilo de humo salió serpenteando de su hocico. Contempló a Tanis con sus colorados ojos, una mirada impregnada de furia y de dolor.
—¿A quién has traído, Maritta? —dijo Matafleur en tono amenazador.
—Oigo un sonido que no había oído durante siglos, ¡huelo el repugnante hedor del acero! ¡No son mujeres! ¡Son guerreros!
—¡No le hagáis daño! —imploró Maritta.
—¡Puede que no haya otro remedio! —exclamó Tanis, sacando a Wyrmslayer de su funda.
—¡Goldmoon, Riverwind, llevaos a Maritta de aquí! —La hoja comenzó a resplandecer con una refulgente luz blanquecina mientras el zumbido seguía aumentando de volumen. Matafleur retrocedió. La luz que despedía la espada dañaba intensamente su ojo sano; el terrible sonido penetraba en su cabeza como si fuese una espada. Gimiendo, se acurrucó, apartándose de Tanis.
—¡Corred, reunid a los niños! —chilló Tanis comprendiendo que, al menos por el momento, no habría necesidad de luchar. Alzando en alto la reluciente espada, avanzó unos pasos con cautela, acorralando al abatido dragón contra la pared.
Maritta, tras una temerosa mirada a Tanis, acompañó a Goldmoon a la habitación de los niños, donde había unos cien pequeños, ya despiertos, alertados por los extraños sonidos de la estancia contigua. Sus rostros se tranquilizaron al ver a Maritta y a Goldmoon, y algunos de los de menor edad comenzaron a reír cuando Caramon entró en la sala corriendo, arremangándose la falda que cubría escasamente sus velludas piernas. Pero al ver a los guerreros con las armas desenvainadas, los niños se pusieron serios inmediatamente.
—¿Qué pasa, Maritta? —preguntó la mayor de las niñas.
—¿Qué está sucediendo? ¿Vuelve a haber pelea?
—Confiemos en que no la haya, pequeña —dijo Maritta con dulzura.
—Pero no voy a mentiros… puede que sea necesario luchar. Quiero que recojáis vuestras cosas, especialmente vuestras prendas de mayor abrigo, y que vengáis con nosotros. Los mayores ocupaos de los pequeños, tal como hacéis cuando salís al patio a hacer ejercicio.
Sturm estaba convencido de que habría desorden y lloriqueo, y de que los niños empezarían a hacer preguntas, pero para su sorpresa, hicieron rápidamente lo que se les había mandado, abrigándose y ayudando a vestirse a los más pequeños, con calma y en silencio, aunque un poco pálidos. Aquellos eran hijos de la guerra, recordó Sturm.
—Quiero que crucéis rápidamente el cubil del dragón y la sala de juegos. Cuando lleguéis allí, este hombre corpulento… —Sturm señaló a Caramon—, os llevará al patio. Allá os esperan vuestras madres. Al salir, que cada uno busque, inmediatamente, a su madre y que se reúna con ella. ¿Lo habéis entendido todos? —Miró dudoso a los chiquillos más jóvenes, pero la niña que había hablado antes asintió.
—Hemos entendido, señor —dijo.
—De acuerdo. —Sturm se volvió.
—Caramon, ¿estás preparado?
El guerrero, enrojeciendo de vergüenza al sentirse observado por cien pares de ojos, los guio hacia el cubil del dragón. Goldmoon alzó en brazos a uno de los pequeños y Maritta a otro. Los mayores llevaban a los de menor edad sobre sus espaldas. Desfilaron por la puerta ordenadamente, sin decir una sola palabra, hasta que vieron a Tanis con su resplandeciente espada en alto, acorralando contra la pared al aterrorizado dragón.
—¡Eh, tú! ¡No le hagas daño a nuestro dragón! —chilló uno de los pequeños. Abandonando su lugar en la fila, el chiquillo corrió hacia Tanis con el puño levantado y una mueca de furia en el rostro.
—¡Dougl! —le chilló la mayor de las niñas, sorprendida.
—¡Vuelve a tu lugar inmediatamente! —Para entonces, algunos de los niños habían empezado a llorar.
Tanis, aún con la espada levantada —pues sabía que esa era la única manera de mantener a raya al dragón—, gritó:
—¡Sacadlos de aquí!
—¡Niños, por favor! —la voz serena y autoritaria de Goldmoon, puso orden en aquel caos.
—Tanis no le hará daño si no es necesario. Es un hombre bueno. Ahora debemos irnos, vuestras madres os esperan.
Había una pincelada de temor en la voz de Goldmoon, un matiz de peligro que captaron incluso los más pequeños. Rápidamente volvieron a formar filas.
—Adiós, Flamestrike —le gritaron varios con tristeza, despidiéndola con la mano mientras seguían a Caramon. Una vez más, Dougl miró a Tanis con expresión amenazadora, y después volvió a la fila, restregándose los ojos con sus sucios puños.
—¡No! —chilló Matafleur con voz entrecortada—. ¡No! ¡No les hagáis daño a mis niños! ¡Por favor! ¡Es a mí a quién buscáis! ¡Luchad contra mí! ¡No hiráis a mis niños!
Tanis comprendió que el dragón estaba reviviendo el pasado, recordando el terrible día en el que había perdido a sus hijos.
Sturm se mantuvo cerca de Tanis.
—Se lanzará contra ti en cuanto los niños estén fuera de peligro…
—Sí, lo sé. —Los ojos del dragón, incluso el ojo enfermo, relampagueaban rojizos. Mientras el monstruo rascaba el suelo con sus afiladas garras, por su inmensa boca goteaba saliva.
—¡A mis niños no! —chillaba furiosa.
—Me quedaré contigo… —comenzó a decirle Sturm a Tanis, desenvainando la espada.
—Déjanos, caballero —susurró Raistlin surgiendo de la penumbra.
—Tus armas no nos servirán de nada. Yo me quedaré con Tanis.
El semielfo observó al mago sorprendido. Los extraños y dorados ojos de Raistlin se encontraron con los suyos. Raistlin imaginaba lo que Tanis estaría pensando: «¿Puedo confiar en él?». Pero el hechicero no calmó sus dudas, casi instigándolo a rechazarlo.
—Vete —le ordenó Tanis a Sturm.
—¿Qué…? —gritó el caballero—. ¿Estás loco? Confías en este…
—¡Vete ya!
En ese momento oyeron a Flint gritando.
—Ven, Sturm, ¡te necesitan aquí!
Al principio el caballero no se movió, dudando, pero no podía dejar de obedecer una orden de la persona que él consideraba su jefe. Lanzándole una siniestra mirada a Raistlin, se volvió sobre sus talones y entró en el túnel.
—Mi magia poco puede contra un dragón rojo —susurró apesadumbrado Raistlin.
—¿Podrías usarla para ganar tiempo?
Raistlin esbozó la sonrisa de quien sabe que la muerte está tan cerca que es inútil temerla.
—Sí, podría. Sitúate cerca de la entrada del túnel, cuando oigas que empiezo a hablar, echa a correr.
Tanis comenzó a retroceder, todavía con la espada en alto. Pero ahora el dragón ya no temía a la espada mágica. Sólo sabía que se habían llevado a sus hijos y que debía matar a los culpables. Cuando el guerrero que llevaba la espada comenzaba a correr hacia el túnel, se abalanzó sobre él. Súbitamente, Matafleur se vio envuelta en una oscuridad tan intensa que, por un momento, pensó que había perdido la vista de su ojo sano. Oyó susurrar unas palabras mágicas y comprendió que el humano, vestido con túnica, acababa de formular un encantamiento.
—¡Los quemaré! —aulló, percibiendo en el túnel el olor a acero.
—¡No escaparán! —Pero justo cuando se preparaba para lanzarles su letal llamarada, oyó otro sonido… ¡eran las voces de sus niños!
—No. No puedo hacerlo —comprendió furiosa.
—¡Mis hijos! ¡Podría dañar a mis hijos…! —Sintiéndose vencida, dejó caer su cabeza sobre el frío suelo de roca.
Tanis y Raistlin huyeron por el túnel, el semielfo arrastrando al debilitado mago tras él. A sus espaldas oyeron un lastimero y acongojado lamento.
—¡Mis hijos no! ¡Por favor, luchad contra mí! ¡No les hagáis daño a mis niños!
Cuando Tanis llegó al cuarto de juegos, parpadeó, cegado por la intensa luz, ya que Caramon había abierto de par en par las inmensas puertas que daban al patio iluminado por el sol. Los niños salieron al exterior. Tanis vio a Tika y Laurana con las espadas desenvainadas, mirando nerviosa en dirección a ellos. Sobre el suelo de la sala de juegos había un draconiano con el hacha de batalla de Flint incrustada en la espalda.
—¡Salid fuera todos! —gritó Tanis. El enano recuperó su arma y, junto con el semielfo, fueron los últimos en abandonar la sala de juegos.
Justo cuando salían, oyeron un terrorífico rugido, un rugido de dragón, pero muy diferente al del lastimoso gemido de Matafleur. Pyros había descubierto a los espías. Las paredes de piedra comenzaron a temblar… el dragón salía de su cubil.
—¡Es Ember! —maldijo Tanis con amargura.
—¡No se ha ido!
El enano sacudió la cabeza.
—Apostaría mi barba a que Tasslehoff tiene algo que ver con esto…
En la Sala de la Cadena, en el Sla-Mori, la cadena caía en picado al suelo de piedra, y con ella tres pequeños personajes.
Tasslehoff intentó sujetarse inútilmente a un eslabón pero cayó en la oscuridad, pensando: «esto es lo que se siente al morir». Desde más arriba se oía a Sestun chillando aterrorizado y abajo, el viejo mago murmuraba probablemente intentando formular un último encantamiento. Fizban subió el tono de su voz: Pveathert. La palabra fue interrumpida por un grito. Instantes más tarde, se oyó un sonido de huesos rotos cuando el anciano mago se estrelló contra el suelo. Tas no pudo evitar sentir pena, pese a saber que muy pronto llegaría su hora. El suelo de piedra estaba cada vez más cerca… En pocos segundos también él estaría muerto…
Pero de repente comenzó a nevar.
Al menos eso fue lo que pensó el kender. Para su sorpresa se dio cuenta de que a su alrededor flotaban millones de plumas, ¡como si hubiese explotado un gallinero! Se zambulló en un inmenso montón de plumas blancas y Sestun se sumergió tras él.
—Pobre Fizban —dijo Tas, llorando, mientras se debatía entre un océano de plumas.
—Su último encantamiento debe haber sido el llamado «caída de plumas», el mismo que utiliza Raistlin. Y aunque parezca mentira… ¡esta vez lo ha conseguido!
La rueda giraba cada vez más rápido, la liberada cadena se deslizaba velozmente, como si celebrase su recién estrenada libertad.
En el patio de la fortaleza reinaba el caos.
—¡Por aquí! —chilló Tanis atravesando las puertas, convencido de que todo estaba perdido pero resistiéndose a rendirse. Nerviosos, los compañeros se reunieron en torno suyo, con las armas desenvainadas.
—¡Corred, hacia las minas! ¡Poneos a cubierto! Verminaard y el dragón rojo aún están aquí. ¡Es una trampa! ¡Nos atacarán de un momento a otro!
Los otros, con expresión ceñuda, asintieron. Todos sabían que era inútil, ya que para ponerse a salvo debían recorrer una distancia de unas doscientas yardas de terreno descubierto.
Intentaron reunir a las mujeres y a los niños tan rápido como les fue posible, pero sin mucho éxito. Tras echar una mirada hacia las minas, Tanis maldijo en voz alta, sintiéndose aún más furioso.
Los hombres, al ver a sus familias libres, redujeron a los guardias y comenzaron a correr hacia el patio. ¡Aquello no formaba parte del plan! ¿Qué se proponía Elistan? En breves instantes habría más de ochocientas personas, desesperadas, luchando a golpes en un espacio descubierto, sin ninguna posibilidad de resguardarse. Tenía que lograr que se dirigieran hacia las montañas.
—¿Dónde está Eben? —le preguntó a Sturm.
—La última vez que le vi, corría dirección a las minas. No pude imaginar para qué…
De pronto, el caballero y el semielfo lo comprendieron todo.
—Claro… —dijo Tanis en voz baja—, todo concuerda.
Cuando Eben corría hacia las minas, su único pensamiento era cumplir las órdenes de Pyros. En medio de aquel revuelo, debía hallar la manera de encontrar al Hombre la Joya Verde. Sabía lo que Verminaard y Pyros pensaba hacerles a esos pobres desventurados. Eben, por un instante, sintió compasión de ellos…, después de todo él no era ni cruel ni perverso. Sencillamente, hacía algún tiempo que había comprendido cuál de los dos bandos tenía más probabilidades de ganar, y por una vez en su vida había tomado la decisión de luchar del lado de los vencedores.
Cuando su familia se arruinó, a Eben le quedó una sola cosa que vender… él mismo. Era inteligente, habilidoso con la espada, y todo lo leal que su afán por el dinero le permitía ser. Cuando viajaba hacia el norte en busca de posibles compradores, conoció a Verminaard. Eben quedó muy impresionado de su poder, y fue escalando posiciones hasta conseguir la protección del Señor del Dragón, y lo que era más importante, se las arregló para resultarle útil a Pyros. El dragón encontraba a Eben encantador, inteligente, lleno de recursos, y… tras unas cuantas pruebas, digno de su confianza.
Eben fue enviado a su hogar de Gateway justo antes que la ciudad fuese arrasada por los ejércitos de draconianos. «Consiguió escapar» y se dedicó a la tarea de formar un grupo de resistencia. Tropezarse con la patrulla de Gilthanas, cuando estos por primera vez intentaban filtrarse en Pax Tharkas, había sido un golpe de suerte que mejoró ostensiblemente sus relaciones tanto con Pyros como con Verminaard. Cuando conoció a Goldmoon, costó creer en su buena fortuna. Supuso que aquello significaba que la Reina de la Oscuridad lo protegía especialmente.
Rezó para que la Reina Oscura siguiera protegiéndolo, que encontrar al Hombre de la Joya Verde en medio aquel caos iba a requerir intervención divina. Cientos de hombres pululaban desconcertados. Eben vio la oportunidad de hacerle a Verminaard otro favor. Se acercó ellos y les dijo:
—Tanis quiere que salgáis al patio a reuniros con vuestras familias.
—¡No! ¡Ese no era el plan que habíamos acordado! —gritó Elistan intentando detener a los demás, pero era demasiado tarde. Al ver libres a sus familias, los hombres se embravecieron. Además, varios cientos de enanos gully se habían sumado a la confusión, precipitándose alegremente fuera de las minas para apuntarse a la diversión, creyendo que tal vez aquel fuese un día de fiesta.
Eben buscó ansiosamente con la mirada al Hombre de la Joya Verde y, al no verlo, decidió registrar las celdas de la prisión. Efectivamente, allí lo encontró; estaba sentado en una celda vacía, solo, con la mirada perdida. Eben se arrodilló rápidamente junto a él, devanándose los sesos para recordar su nombre. Era un nombre extraño, pasado de moda…
—Berem… —dijo Eben tras un instante de duda.
—¿Eres Berem, no?
El hombre alzó la mirada, iluminándosele el rostro por vez primera en muchas semanas. No era, como había dicho Toede, ni sordo ni mudo. En lugar de ello era un hombre obsesionado, absorto totalmente en una secreta búsqueda interior. No obstante era humano, y el sonido de una voz humana llamándolo por su nombre lo reconfortaba plenamente.
—Berem —repitió Eben, mordiéndose los labios de nervios. Ahora que había conseguido encontrarlo, no estaba seguro de qué hacer con él. Cuando el dragón los atacase, lo primero que harían esos pobres infelices del patio sería correr hacia las minas para ponerse a salvo. Debía sacar a Berem de allí antes de que Tanis los sorprendiera. Pero ¿adónde llevarle? Podía conducirlo a Pax Tharkas, tal como Pyros había ordenado, pero a Eben aquella idea no le gustaba. Verminaard no tardaría en hallarlos y comenzaría a hacerle ciertas preguntas que Eben no podría responder.
No, sólo un lugar era seguro… fuera de los muros de Pax Tharkas. Podían refugiarse en la espesura hasta que cesase la confusión, y volver a deslizarse hacia el fuerte de noche. Decidido a ello, Eben tomó a Berem por el hombro y lo ayudó á levantarse.
—Va a haber una pelea —dijo.
—Voy a sacarte de aquí y a llevarte a un lugar seguro hasta que todo haya pasado. Soy tu amigo. ¿Me comprendes?
El hombre le dirigió una mirada de penetrante sabiduría e inteligencia. No era la mirada eternamente joven de los elfos, sino la de un humano que ha vivido atormentado durante largos años. Berem dio un ligero suspiro y asintió.
Verminaard salió de su habitación furioso, calzándose sus guantes de cuero. Tras él trotaba un draconiano, llevando la maza del Gran Señor, la maza Nightbringer. Algunos draconianos más rondaban a su alrededor, apresurándose a cumplir las órdenes que iba dando mientras caminaba por un corredor en dirección a las habitaciones de Pyros.
—¡No, insensatos, no voy a hacer regresar al ejército! Esta revuelta sólo me robará unos minutos de mi tiempo ¡Qualinesti estará en llamas antes de que caiga la noche! ¡Ember! —chilló al tiempo que abría las puertas del cubil del dragón. Se asomó al saliente y al alzar su mirada hacia el balcón del tercer nivel, vio humo, llamas, y oyó el rugido del dragón en la distancia.
—¡Ember! —No hubo contestación.
—¿Tanto te cuesta capturar a un puñado de espías? —le preguntó furioso. Al volverse, casi cayó sobre uno de los jefes draconianos.
—¡Querréis utilizar la silla para montar al dragón, Alteza?
—No, no tenemos tiempo. Además, sólo la utilizo en los combates, y ahí fuera no va a haber ningún combate. Simplemente vamos a incinerar unos cientos de esclavos.
—Pero los esclavos ya han derrotado a los soldados de las minas y se están reuniendo con sus familias en el patio.
—¿Cuán numerosas son nuestras fuerzas?
—No lo suficientemente numerosas, Alteza —respondió el jefe de los draconianos con ojos centelleantes. El draconiano no había considerado sensato enviar a la mayoría de los soldados a la conquista de Qualinesti.
—Debemos ser unos cuarenta o cincuenta, contra uno; trescientos hombres y otras tantas mujeres. Seguramente las mujeres lucharán junto a los hombres, su Alteza, y si llegan a organizarse y huyen a las montañas…
—¡Bah…! ¡Ember! —gritó Verminaard. De pronto se oyó en otra parte del fuerte, un estruendoso ruido metálico. Un instante después se oyó otro sonido más; la inmensa rueda— que hacía siglos que no se utilizaba, —crujía al ser forzada a funcionar de nuevo. Cuando Verminaard intentaba adivinar qué significaban aquellos extraños sonidos, Pyros entró volando en su cubil.
Al verlo entrar, el Señor del Dragón corrió hacia el saliente y montó rápida y ágilmente sobre el lomo del dragón. Pese a estar separados por la mutua desconfianza, se entendían bien en el combate, unidos por un odio a las razas menores que les creaba un lazo mucho mayor de lo que ambos eran capaces de admitir.
—¡En marcha! —rugió Verminaard, y Pyros comenzó a elevarse.
—Amigo mío, es inútil —le dijo Tanis sosegadamente a Sturm, posando una mano sobre el hombro del caballero mientras este gritaba frenéticamente pidiendo orden.
—Lo único que vas a conseguir es perder el aliento y sería mejor que lo reservases para la batalla.
—No habrá batalla. —Sturm tosió, ronco de tanto chillar.
—Moriremos atrapados, como ratas. ¿Por qué no me escucharán esos insensatos?
Él y Tanis se hallaban en el extremo norte del patio, a unos veinte pies de la entrada principal de Pax Tharkas. Si dirigían su mirada al sur, podían divisar las montañas, su única esperanza. La inmensa verja se abriría en cualquier momento para dar entrada al numeroso ejército de draconianos, y en algún lugar de la fortaleza, estarían Verminaard y el dragón rojo.
Elistan intentaba en vano tranquilizar a la gente, y les instigaba a huir hacia el sur, pero los hombres insistían en encontrar a sus mujeres, y las mujeres en encontrar a sus hijos. Pocas familias habían conseguido reunirse, y aunque comenzaban a marchar hacia el sur, era demasiado tarde y caminaban demasiado despacio.
En aquel momento, Pyros remontó vuelo sobre la fortaleza de Pax Tharkas como un llameante cometa rojo sangre, con sus bruñidas alas agitándose vigorosamente y su larga cola serpenteando tras él. Llevaba las garrudas patas delanteras recogidas contra su cuerpo para alcanzar más velocidad. El Señor del Dragón iba montado sobre su lomo, y los dorados cuernos de la horrenda máscara que llevaba centelleaban bajo el sol de la mañana. Verminaard se agarraba a las largas crines del dragón con ambas manos mientras ascendían, proyectando oscuras sombras en el patio.
Abajo, todos fueron presa del miedo. Incapaces de gritar o de echar a correr, lo único que podían hacer ante la terrorífica aparición era acurrucarse, cubriéndose con los brazos los unos a los otros, con la certeza de que la muerte era inevitable.
A una orden de Verminaard, Pyros se posó sobre una de las torres de Pax Tharkas. Enfurecido, el Señor del Dragón los contemplaba en silencio tras su máscara astada.
Tanis, sintiéndose indefenso e impotente, notó que Sturm le tocaba el brazo.
—¡Mira! —El caballero señaló en dirección norte, hacia la verja.
El semielfo vio que dos figuras se dirigían hacia allá.
—¡Eben! —exclamó incrédulo.
—¿Y quién será el otro?
—¡No escapará! —chilló Sturm. Y antes de que Tanis pudiese detenerlo, el caballero echó a correr. Mientras Tanis lo seguía, por el rabillo del ojo vio una mancha colorada… eran Raistlin y su gemelo.
—También yo tengo cuentas que ajustar con ese hombre —siseó el mago. Los tres alcanzaron a Sturm en el preciso momento en que el caballero agarraba a Eben por el cuello y lo tiraba al suelo.
—¡Traidor! —chilló el caballero.
—¡Aunque nuestro fin esté cerca, antes te enviaré al fondo de los Abismos! —Con una mano desenvainó la espada y con la otra agarró al hombre por el cuello. Pero en aquel momento, el compañero de Eben se giró y, retrocediendo, inmovilizó el brazo con el que Sturm empuñaba su espada.
El caballero dio un respingo. Dejó de sujetar a Eben y contempló, atónito, la imagen que tenía ante él.
En su salvaje huida de las minas, la camisa de aquel hombre se había abierto, dejando ver incrustada en su pecho, ¡una brillante joya verde! La gema era tan grande como el puño de un hombre, y relucía a la luz del sol con una inquietante luz fúlgida, sospechosamente profana…
—¡Nunca había visto una magia semejante! —susurró Raistlin aterrorizado cuando él y los otros se detuvieron junto a Sturm.
Al ver que todos tenían la vista clavada en su pecho, Berem se lo cubrió instintivamente con la camisa y, soltando el brazo de Sturm, comenzó a correr hacia la verja. Eben consiguió ponerse en pie y echó a correr tras él.
Sturm quiso seguirles, pero Tanis lo detuvo.
—No. Es demasiado tarde. Tenemos otras cosas en que pensar.
—¡Tanis, mira! —gritó Caramon señalando la parte superior de la puerta de entrada.
Parte del muro de piedra que cubría la grandiosa verja comenzaba a resquebrajarse, formando una inmensa grieta. Los gigantescos bloques de granito se desprendían de la pared, al principio lentamente y luego a más velocidad, estrellándose contra el suelo con tremenda potencia, levantando enormes nubes de polvo que se elevaban hacia el cielo. Pese al estruendo, podía oírse débilmente el crujido de la colosal cadena que hacía funcionar al mecanismo.
Los grandes pedruscos habían comenzado a caer justo cuando Eben y Berem alcanzaban la verja. Gritando aterrorizado, Eben se llevó instintivamente las manos a la cabeza para protegerse. El hombre que estaba con él alzó la mirada y pareció suspirar ligeramente. Un segundo después, cuando el antiguo mecanismo defensor de Pax Tharkas clausuró abruptamente la verja de la fortaleza, ambos quedaron sepultados bajo toneladas de piedras.
—¡Este será vuestro último acto de rebeldía! —rugía Verminaard. Su discurso había sido interrumpido por la caída del muro, hecho que había conseguido enfurecerle todavía más.
—Os ofrecí una oportunidad de glorificar a mi reina. Os di trabajo, me preocupé de vosotros y de vuestras familias. Pero sois unos insensatos y unos tozudos, y vais a pagarlo con vuestras vidas! —El Señor del Dragón alzó a Nightbringer en el aire.
—¡Destrozaré a los hombres! ¡Destrozaré a las mujeres! ¡Destrozaré a los niños!
A una señal del Señor del Dragón, Pyros extendió sus inmensas alas y ascendió en el aire. Preparándose para lanzarse contra la masa de gente que aullaba aterrorizada, el dragón aspiró profundamente, dispuesto a incinerarlos con su hálito mortal.
Pero algo interrumpió la feroz zambullida del dragón…
Era Matafleur, que ascendía verticalmente hacia el cielo, volando hacia Pyros.
Unos segundos antes, el viejo dragón hembra, dominado por un ataque de locura cada vez más agudo, revivía en su mente el tormento de la pérdida de sus hijos. Vio a los caballeros montados en los dragones color oro y plata, armados con sus espadas que relucían a la luz del sol, y, sobre todo, recordó a aquel poderoso caballero, Huma, armado con la resplandeciente Dragonlance. En vano intentó convencer a sus hijos de que no se involucraran en esa lucha absurda, en vano intentó convencerles de que la guerra había terminado. Eran jóvenes y no la escucharon. Alzaron vuelo y la dejaron gimoteando en su cubil. Mientras se hallaba reviviendo las imágenes de aquella cruenta batalla final, mientras veía cómo sus hijos morían bajo las espada y bajo el acerado filo de la Dragonlance, había oído gritar a Verminaard.
—¡Destrozaré a los niños!
Y tal como había hecho siglos atrás, Matafleur alzó el vuelo para defenderlos.
Pyros, sorprendido por el inesperado ataque, se apartó justo a tiempo de esquivar los resquebrajados pero aún mortíferos colmillos del viejo dragón, evitando que le hirieran en sus desprotegidos flancos. Matafleur, no obstante consiguió asestarle un golpe que partió uno de los robustos tendones que sostenían sus gigantescas alas. Volteándose en el aire, Pyros coceó furiosamente a Matafleur con sus garras, abriendo una profunda herida en el bajo vientre del dragón hembra.
Matafleur estaba tan rabiosa que ni siquiera sintió dolor pero la potencia del golpe propinado por un dragón más joven y grande que ella hizo que perdiese el equilibrio Para el dragón macho, voltearse en el aire había sido un acto de defensa instintivo que además le había hecho ganar tiempo para planear su siguiente ataque. El único inconveniente es que, al hacerlo, había olvidado a su jinete, Verminaard, que al montar sin la silla de combate no había podido sujetarse al pescuezo del monstruo y había caído al patio. Como la altura era poca había aterrizado ileso, aunque algo magullado y momentáneamente aturdido.
Al ver que se ponía en pie, la gente huyó aterrorizada. El Señor del Dragón echó un rápido vistazo a su alrededor, hasta fijar su mirada en cuatro guerreros que ni siquiera habían pestañeado. Se dispuso a enfrentarse a ellos.
La aparición de Matafleur y su súbito ataque a Pyros había sacado a la gente de su estupor. Aquel hecho y la caída de Verminaard —que había sido como la caída de un dios terrorífico—, consiguieron lo que Elistan y los compañeros no habían podido lograr. La gente recuperó la serenidad y comenzó a huir en dirección al sur, hacia la protección de las montañas. Al ver esto, uno de los jefes draconianos ordenó a sus soldados detener a la muchedumbre, enviando, además, a un mensajero grifo para que hiciese regresar a los ejércitos que habían partido hacia Qualinesti.
Los draconianos atacaron a los refugiados, pero si confiaban atemorizarlos, no lo consiguieron. Aquella gente había sufrido ya demasiado. A cambio de promesas de paz y seguridad habían permitido que se les robara la libertad. Pero ahora sabían que no habría paz mientras esos monstruos siguieran rondando por Krynn. Las gentes de Solace y Gateway —hombres, mujeres y niños— se defendieron como pudieron con piedras, con rocas, con sus propias manos desnudas, con uñas y dientes…
En medio de la confusión, los compañeros se separaron y Laurana perdió de vista a los demás. Gilthanas había intentado mantenerse a su lado, pero fue arrastrado por el gentío. La elfa, más asustada de lo que nunca hubiese podido imaginar, se apoyó contra una de las paredes del fuerte, espada en mano. Mientras contemplaba horrorizada el rabioso combate, un hombre herido de muerte cayó ante ella. Se sujetaba el estómago con las manos ensangrentadas, mirándola fijamente mientras la sangre que manaba de su herida formaba un charco a sus pies. Laurana lo estaba mirando con creciente angustia, cuando oyó un gruñido a su lado. Temblando, alzó la mirada y se encontró con la repugnante cabeza escamosa del draconiano que acababa de matar a aquel hombre.
La criatura, al ver la expresión de terror de la elfa, creyó que sería fácil acabar con ella. Lamiendo con su larga lengua la espada manchada de sangre, el draconiano sorteó el cadáver de su víctima y se abalanzó sobre Laurana.
Sujetando firmemente su espada, la muchacha elfa reaccionó por puro instinto de supervivencia. Se defendió ciegamente, asestándole una estocada tras otra. Tomó al draconiano completamente por sorpresa, hundiendo su arma en el cuerpo de la criatura, notando cómo la afilada hoja penetraba en la armadura y en la carne, y escuchando el estallido de huesos y el último gemido gorgoteante de aquel repugnante ser. Un instante después, el draconiano se había convertido en piedra, aprisionando el arma de Laurana. Pero la muchacha, con una calma y frialdad que a ella misma le sorprendieron, recordó que había oído que debía esperar unos segundos hasta que el cuerpo de piedra se convirtiera en polvo y dejara libre su espada.
A su alrededor sonaba el clamor de la batalla; los gritos, los gemidos de muerte, los golpes y gruñidos, el repiquetear del acero… pero ella no oía nada.
Aguardó tranquilamente hasta ver que el cadáver se deshacía. Entonces se agachó y, apartando el polvo con la mano, agarró la espada por la empuñadura, alzándola en el aire. El sol refulgió sobre la hoja manchada de sangre. Miró a su alrededor pero no vio a Tanis ni a ninguno de los demás. Quizás estuviesen muertos. Quizás ella moriría también.
Laurana elevó los ojos al cielo bañado por el sol. Este mundo, que podía verse obligada a abandonar, parecía recién hecho —cada objeto, cada piedra, cada hoja—, todo brillaba con reluciente claridad. De pronto sopló una fragante brisa del sur, alejando las nubes tormentosas que se cernían sobre su hogar en el norte. Laurana ya no sintió miedo, su espíritu voló más alto que las nubes y su espada centelleó bajo el sol de la mañana.