Preguntas sin respuestas
El sombrero de Fizban
—Oí un ruido, Tanis, y fui a investigar —explicó Eben.
—Me asomé fuera de la celda y descubrí a un draconiano acurrucado, espiando. Fui hacia él y, cuando iba a estrangularlo, un segundo draconiano saltó sobre mí. Lo acuchillé y me apresuré a perseguir al primero, que intentaba huir. Al final lo alcancé y conseguí eliminarlo, luego decidí regresar aquí.
Al retornar los compañeros a la celda, encontraron a Gilthanas y a Eben esperándolos. Tanis encargó a Maritta que mantuviese a las mujeres ocupadas en un rincón apartado, mientras él interrogaba a ambos sobre su ausencia. La explicación de Eben parecía cierta —al regresar de las minas, Tanis había visto los cadáveres de los dos draconianos—, además, no cabía duda de que Eben se había visto envuelto en una pelea; sus ropas estaban desgarradas y sangraba de un corte en la mejilla.
Tika consiguió un pedazo de tela y comenzó a lavarle la herida.
—Ha salvado nuestras vidas, Tanis —dijo con brusquedad.
—Creo que deberías estarle agradecido en lugar de observarlo como si hubiese apuñalado a tu mejor amigo.
—No, Tika —dijo sosegadamente Eben.
—Tiene derecho a preguntar. Admito que resultase sospechoso, pero no tengo nada que ocultar. —Tomándole la mano, besó las yemas de sus dedos. La muchacha se ruborizó, y sumergió el pedazo de tela en agua para enjuagarle la herida de nuevo. Caramon, que los estaba mirando, frunció el ceño.
—¿Y tú, Gilthanas? —preguntó bruscamente el guerrero—, ¿por qué te fuiste?
—No me preguntéis —respondió el elfo de mala gana—. ¡Es mejor que no lo sepáis.
—¿Mejor que no sepamos qué? —dijo Tanis con sequedad.
—¿Por qué te fuiste?
—¡Dejadle en paz! —gritó Laurana acudiendo junto a su hermano.
Gilthanas los miró, y al hacerlo, sus ojos almendrados relampaguearon; su rostro estaba pálido y ojeroso.
—Laurana, esto es importante —dijo Tanis—. ¿Adónde fuiste, Gilthanas?
—Recordad… os lo previne. —Gilthanas desvió la mirada hacia Raistlin.
—Regresé para ver si nuestro mago estaba tan exhausto como había dicho. No debía estarlo, pues se había ido.
Caramon se puso en pie con los puños apretados y el rostro transfigurado por la furia. Sturm lo sujetó, mientras Riverwind se situaba ante Gilthanas.
—Todo el mundo tiene derecho a formular su propia defensa —dijo el bárbaro con su profundo tono de voz.
—El elfo ya ha hablado. Oigamos lo que dice tu hermano.
—¿Por qué habría de dar explicación? —susurró Raistlin agriamente, con voz opaca.
—Ninguno de vosotros confía en mí, ¿por qué tendríais que creerme? Me niego a contestar, podéis pensar lo que queráis. Si creéis que soy un traidor… ¡matadme ahora! ¡No os detendré…! —Le sobrevino un ataque de tos.
—Tendréis que matarme a mí también —dijo Caramon con voz ahogada mientras ayudaba a su hermano a tenderse de nuevo en el lecho. A pesar de que ninguno tenía hambre y de que todos se sentían inquietos, hicieron un esfuerzo, excepto Raistlin, por tomar, de nuevo, un puñado de quith-pa.
Tanis sintió un profundo malestar.
—Organizaremos guardias durante toda la noche. No, Eben, tú no. Sturm y Flint harán la primera, Riverwind y yo la segunda. —El semielfo se dejó caer al suelo. Hemos sido traicionados, pensó. Uno de los tres es un traidor. Los guardias vendrán a buscarnos en cualquier momento, o tal vez Verminaard sea más astuto y planee tendernos una trampa en la que pueda capturarnos a todos…
De pronto Tanis lo vio todo con repugnante claridad. Verminaard utilizaría la rebelión como excusa para matar a los prisioneros y a la enviada de los dioses. No le resultaría muy difícil conseguir más esclavos; además, los nuevos tendrían ante sus ojos el terrible ejemplo de lo que les pasó a los que osaron desobedecerle. ¡El plan de Gilthanas era precisamente lo que Verminaard necesitaba!
Deberíamos desecharlo, pensó Tanis desesperado; tuvo que hacer un esfuerzo por calmarse. No, los prisioneros estaban demasiado ilusionados. Tras la milagrosa curación de Elistan y la declaración de su propósito de averiguar los designios de los antiguos dioses, los hombres recobraron la confianza, creyendo de verdad que aquellos habían regresado. Pero Tanis había observado cómo los otros Buscadores miraban celosamente a Elistan. Sabía que a pesar de que hubiesen manifestado apoyar al nuevo jefe, con el tiempo intentarían destruirlo. Probablemente en aquel preciso instante estuviesen ya sembrando la duda entre su gente.
Si ahora nos echáramos atrás, nunca más volverían a confiar en nosotros, pensó Tanis. Debemos seguir adelante, no importa cuán grande sea el peligro. Tal vez no nos hayan traicionado. Con esta esperanza, se quedó dormido.
La noche transcurrió en silencio.
Los primeros claros del amanecer se filtraron a través de la grieta de la torre de la fortaleza. Tas parpadeó y se incorporó frotándose los ojos, preguntándose, por un instante, dónde se hallaba. En una gran sala, pensó, alzando la mirada y contemplando el alto techo, que tenía una abertura para permitir que el dragón pudiese volar al exterior. Además de la puerta por la que Fizban y yo entramos anoche, hay dos puertas más.
¡Fizban! ¡El dragón!
Tas gimió al recordarlo. ¡Su intención no había sido quedarse dormido! Fizban y él habían estado esperando a que el dragón se durmiese para rescatar a Sestun. ¡Ahora ya era de día y tal vez fuese demasiado tarde! Cautelosamente, el kender se deslizó hasta el balcón y se asomó por la barandilla. ¡No, no lo era! Suspiró aliviado. El dragón dormía, y Sestun también, exhausto tras el miedo que había pasado.
¡Esta era su oportunidad! Tasslehoff volvió hasta donde estaba el mago.
—¡Anciano! ¡Despierta! —dijo agitándolo.
—¿Qué? ¿Quién? ¿Fuego? —el mago se incorporó mirando a su alrededor con ojos soñolientos.
—¿Dónde? ¡Corramos hacia la salida!
—No, no hay ningún incendio. Ya ha amanecido. Aquí está tu sombrero… —dijo pasándoselo al ver que lo buscaba a tientas.
—¿Qué le ha pasado a la seta luminosa?
—¡Puff! La hice desaparecer. No me dejaba dormir, revoloteando todo el rato a mi alrededor.
—Se suponía que no debíamos dormirnos, ¿recuerdas? Teníamos que rescatar a Sestun de las garras del dragón.
—¿Y cómo diablos pensábamos hacerlo?
—¡Tú tenías un plan!
—¿Yo? Vaya, vaya… ¿Era un buen plan?
—¡No me lo explicaste! —casi gritó Tasslehoff. Hizo un esfuerzo por calmarse.
—Todo lo que dijiste es que debíamos rescatar a Sestun antes del desayuno, porque para un dragón que lleva doce horas sin comer, un enano gully puede tener un aspecto muy apetitoso.
—Tiene bastante sentido. ¿Estás seguro de que dije eso?
—Mira, todo lo que necesitamos es una cuerda larga para arrojársela. ¿Podrías conseguirla con tu magia?
—¿Una cuerda? ¡No pienso caer tan bajo! Eso es un insulto para alguien de mi categoría. Ayúdame a ponerme en pie.
Tas lo ayudó.
—No pretendía insultarte, sé que lo de la cuerda no es muy imaginativo y que tú eres muy habilidoso… sólo que… Bueno, ¡está bien! —Tas señaló el balcón.
—Adelante. Espero que sobrevivamos.
—No os decepcionaré ni a ti ni a Sestun —prometió Fizban sonriendo. Los dos se asomaron. Todo seguía igual; Sestun continuaba tendido en un rincón y el dragón dormía ruidosamente. Fizban cerró los ojos. Concentrándose, murmuró unas extrañas palabras y, extendiendo luego su delgada mano, comenzó a hacer unos curiosos movimientos.
Tasslehoff lo observaba con el corazón encogido.
—¡Deténte! ¡Te has equivocado de hechizo!
Fizban abrió los ojos y vio que el dragón rojo, Pyros, aún acurrucado y durmiendo, ascendía lentamente.
—¡Vaya! —el mago dio un respingo y rápidamente comenzó a murmurar otras palabras, revocando el hechizo y bajando al dragón hasta el suelo.
—He errado el tiro. Ahora estoy preparado, probemos de nuevo.
Tas volvió a oír las extrañas palabras. Esta vez fue Sestun el que comenzó a flotar en el aire, subiendo poco a poco hasta la altura del balcón. Fizban tenía el rostro enrojecido por el esfuerzo.
—¡Ya casi está, no te detengas! —dijo Tas pegando saltos de entusiasmo. Guiado por la mano de Fizban, Sestun flotó suavemente sobre ellos y aterrizó, aún dormido, en el polvoriento suelo.
—¡Sestun! —le susurró Tas tapándole la boca para que no chillase.
—¡Sestun! ¡Soy yo, Tasslehoff! Despierta.
El enano gully abrió los ojos. Su primer pensamiento fue que Verminaard había decidido que se lo comiese un depravado kender en lugar del dragón. Un segundo después el enano reconoció a su amigo y suspiró aliviado.
—Estás a salvo pero no digas una sola palabra —le aconsejó el kender.
—El dragón aún puede oírnos… —Un fuerte estampido lo interrumpió. El enano gully se incorporó alarmado.
—Shhhh… Probablemente sea sólo un golpe en la puerta —dijo Tas corriendo hacia el balcón donde estaba asomado Fizban.
—¿Qué sucede?
—¡Es el Señor del Dragón! —Fizban señaló hacia el segundo nivel, desde donde Verminaard, en pie sobre un saliente, contemplaba al dragón.
—¡Ember, despierta! —le chilló Verminaard al soñoliento dragón.
—¡Me han informado de que unos intrusos han conseguido entrar en la fortaleza! ¡La sacerdotisa está aquí, incitando a los esclavos a la rebelión!
Pyros se desperezó y abrió los ojos lentamente, despertando de un molesto sueño en el que había visto volar a un enano gully. Agitando su gigantesca cabeza para despejarse, oyó a Verminaard vociferando algo sobre una sacerdotisa. Bostezó. O sea que el Señor del Dragón había averiguado que el enviado de los dioses estaba en Pax Tharkas. Pyros comprendió que finalmente tendría que tomar cartas en el asunto.
—No os preocupéis, mi señor… —comenzó a decir Pyros. De pronto se calló para observar algo muy extraño.
—¡Preocuparme! —bramó Verminaard.
—¿Por qué habría de…? —también él guardó silencio. El objeto que ambos contemplaban descendía flotando en el aire tan suavemente como una pluma.
Era el sombrero de Fizban.
Tanis les despertó a todos una hora antes del amanecer, y volvieron a tomar un frugal desayuno.
—Bien —dijo Sturm—. ¿Seguimos adelante con el plan?
—No tenemos otra salida —le respondió Tanis severamente, observando al grupo.
—Si uno de vosotros nos ha traicionado, deberá cargar con la responsabilidad de la muerte de cientos de seres inocentes. Verminaard no sólo nos matará a nosotros, sino también a todos sus prisioneros. Como confío que ninguno sea un traidor, voy a seguir adelante con nuestros planes.
Nadie dijo nada, pero todos se miraron unos a otros de soslayo, carcomidos por la sospecha.
Cuando las mujeres despertaron, Tanis volvió a repasar el plan.
—Mis amigos y yo, vestidos de mujer, nos deslizaremos con Maritta hasta las habitaciones de los niños, simulando ser las mujeres que diariamente les llevan el desayuno. Les acompañaremos al patio —dijo Tanis en voz baja.
—Vosotras debéis realizar vuestras tareas como cada mañana. Cuando se os permita salir, reunid a los niños y dirigíos inmediatamente hacia las minas. Vuestros hombres se encargarán de los guardias para que podáis escapar tranquilamente hacia las montañas del sur. ¿Habéis comprendido?
Las mujeres asintieron en silencio; y en ese preciso instante oyeron acercarse a los centinelas.
Cuando las mujeres se dispersaron, Tanis hizo una seña a Tika y a Laurana.
—Si hemos sido traicionados, vosotras dos, que estáis a cargo de las mujeres, correréis un gran peligro…
—Todos corremos un gran peligro —le corrigió Laurana con frialdad. No había dormido en toda la noche. Sabía que si la coraza que había tejido alrededor de su alma se aflojaba, el miedo la invadiría.
Tanis no notó su agitación interna. Pensó que aquella mañana estaba inusualmente pálida, aunque excepcionalmente bella. Siendo él mismo un experimentado guerrero, sus preocupaciones le hicieron olvidar el terror que se siente ante la primera batalla.
Aclarándose la garganta, dijo con voz ronca.
—Tika, hazme caso, no desenvaines la espada, de esa forma serás menos peligrosa—. Tika, entre risas, asintió nerviosa.
—Ve a despedirte de Caramon.
La joven enrojeció como la grana y lanzándoles a Tanis y a Laurana una significativa mirada, se dirigió hacia el guerrero.
Tanis contempló a Laurana lentamente y, por primera vez, notó que apretaba de tal forma sus mandíbulas que se marcaban los músculos de su esbelto cuello. Alargó una mano para darle ánimos, pero la elfa estaba tan fría y rígida como el cadáver de un draconiano.
—No tienes por qué hacerlo, Laurana —dijo Tanis soltándola.
—Esta no es tu lucha. Ve a las minas, con las otras mujeres.
Laurana sacudió la cabeza, esperando poder controlar su voz antes de hablar.
—Tika no está entrenada para luchar, yo sí. No importaba que aquel fuese un «combate ceremonial» —sonrió con amargura ante la mirada desconcertada de Tanis.
—Cumpliré con mi deber, Tanis —declaró pronunciando con torpeza su nombre humano.
—De lo contrario puede que pienses que os he traicionado.
—¡Laurana, por favor, créeme! ¡Yo creo que Gilthanas es un traidor tanto como puedes creerlo tú! ¡Es sólo que… ¡maldita sea!, hay tantas vidas en juego, Laurana! ¿No te das cuenta?
Sintiendo que la mano del semielfo temblaba sobre su hombro, Laurana alzó la mirada, percibiendo temor y angustia en el rostro de Tanis —era como el reflejo de su propio temor. La diferencia era que Tanis no temía por sí mismo, temía por los demás.
Respiró hondamente.
—Lo siento, Tanis. Tienes razón. Mira, llegan los guardias, es hora de que nos vayamos.
Se dio la vuelta y comenzó a andar sin volver la cabeza. Hasta que no fue demasiado tarde, no se le ocurrió pensar que Tanis pudiera haber estado pidiendo silenciosamente que le reconfortaran a él.
Maritta y Goldmoon guiaron a los compañeros por un corto tramo de escaleras hasta el primer nivel. Los guardias draconianos no las acompañaron, farfullando algo sobre «órdenes especiales». Tanis le preguntó a Maritta si eso era habitual y ella sacudió la cabeza, con expresión preocupada. No había más remedio que seguir adelante. Tras ellos caminaban seis enanos gully llevando pesados pucheros llenos de algo que olía a harina de avena. Prestaban poca atención a las mujeres hasta que Caramon tropezó con la falda al subir las escaleras y cayó de rodillas, maldiciendo en un tono muy poco femenino. Los enanos lo miraron con los ojos desmesuradamente abiertos.
—¡No oséis ni respirar! —dijo Flint volviéndose hacia ellos cuchillo en mano.
Los enanos gully se arrimaron a la pared, moviendo frenéticamente la cabeza y haciendo sonar los pucheros.
Los compañeros llegaron arriba de la escalera y se detuvieron.
—Hemos de atravesar este vestíbulo para llegar a la puerta. —Dijo Maritta señalándola.
—¡Oh, no! Hay un centinela… ¡Antes nunca estaba vigilada!
—Silencio, puede que sea una casualidad —dijo Tanis tranquilizadoramente, a pesar de que en el fondo no creía que lo fuera.
—Sigamos tal como hemos planeado. —Maritta asintió temerosa y cruzó el vestíbulo.
—¡Guardias! —Tanis se volvió hacia Sturm.
—Estad preparados. Recordad… rápidos, certeros, y silenciosos.
De acuerdo con el mapa de Gilthanas, la sala de juegos estaba separada de las celdas donde dormían los niños por dos estancias. La primera, informó Maritta, era un almacén donde estaban los juguetes, las ropas y otros enseres. De ella salía un túnel que comunicaba con la otra habitación, ocupada por el dragón hembra, Flamestrike.
—Pobrecilla —había dicho Maritta al discutir el plan con Tanis.
—Está tan prisionera como nosotras. El Señor del Dragón nunca la deja salir. Creo que teme que se fugue. El túnel que han construido hasta el almacén es demasiado estrecho para ella. No es que desee escaparse, pero seguro que le gustaría contemplar a los niños mientras juegan.
Más allá del cubil del dragón estaba el dormitorio de los niños, al que debían entrar para despertarlos y sacarlos fuera. La sala de juegos conectaba directamente con el patio a través de una inmensa puerta que estaba trabada con un gran madero de roble.
—Está trabada para evitar que escape el dragón, más que para impedir nuestra fuga —aclaró Maritta.
Casi debe estar amaneciendo, pensó Tanis cuando salían de la escalera y se dirigían hacia la sala de juegos. La luz de la antorcha creaba sombras en el suelo. Pax Tharkas estaba silenciosa, un silencio mortecino. Demasiado silencio para una fortaleza que se prepara para la guerra. Frente a la puerta de la sala de juegos había cuatro soldados draconianos encapuchados, charlando. Al ver acercarse a las mujeres interrumpieron su conversación.
Goldmoon y Maritta iban al frente. Goldmoon llevaba la capucha sobre los hombros y su cabello relucía bajo la luz de la antorcha. Riverwind iba tras ella; apoyándose en un bastón, el bárbaro caminaba prácticamente de rodillas. Los seguían Raistlin y Caramon, y luego Eben y Gilthanas. Como había observado sarcásticamente el mago, los supuestos traidores caminaban uno al lado del otro. Flint cerraba la marcha, volviéndose de vez en cuando para lanzarles una ceñuda mirada a los aterrorizados enanos gully.
—Hoy llegáis temprano —gruñó un draconiano.
Las mujeres se apiñaron como gallinas alrededor de los guardias y esperaron pacientemente a que se les permitiera entrar en el interior.
—Hace un tiempo tormentoso —dijo Maritta secamente.
—Quiero que los niños hagan ejercicio antes de que rompa a llover. ¿Y cómo es que estáis aquí? Esta puerta nunca está vigilada. Asustaréis a los niños.
Uno de los draconianos hizo un comentario en su tosco idioma y los otros dos sonrieron burlonamente, mostrando hileras de afilados dientes. El que había hablado soltó un gruñido.
—Ordenes de Lord Verminaard. Él y Ember van a combatir a los elfos esta mañana. Nos han ordenado que os registremos antes de que entréis. —El draconiano fijó la vista en Goldmoon con mirada hambrienta.
—Y yo diría que esto va a ser un placer.
—Para ti, tal vez —refunfuñó otro de los guardias mirando a Sturm con repugnancia—. Nunca había visto una mujer tan fea en toda mi vid… Ugh…
La criatura cayó hacia delante con una daga clavada en el pecho. Los otros tres draconianos murieron en pocos segundos. Caramon estranguló a uno de ellos. Eben golpeó a otro en el estómago y cuando cayó al suelo, Flint le cercenó la cabeza con un hacha. Tanis apuñaló en el corazón al que parecía ser el jefe, soltando la empuñadura de su espada rápidamente, al creer que quedaría incrustada en el rocoso cadáver de la criatura. Pero ante su sorpresa, su nueva espada salió fácilmente de la carcasa de piedra, como si se tratase de simple carne de goblin.
No tuvo tiempo de considerar este extraño hecho. Los enanos gully, al ver los destellos del acero, dejaron caer las cacerolas y escaparon velozmente por el corredor.
—¡No os preocupéis de ellos! —dijo bruscamente Tanis.
—¡Rápido! ¡Hacia la sala de juegos! —Pasando sobre los cadáveres, abrió la puerta de par en par.
—Si alguien encuentra esos cadáveres será nuestro fin —dijo Caramon.
—¡Todo ha terminado antes de empezar! —exclamó Sturm enojado.
—Hemos sido traicionados, por tanto es sólo cuestión de tiempo.
—¡Seguid adelante! ¡No os detengáis —dijo Tanis con aspereza, cerrando la puerta tras ellos.
—Procurad ser muy silenciosos —susurró Maritta—, normalmente Flamestrike duerme profundamente. Si despertara, actuad como mujeres. Nunca os reconocería. Está ciega de un ojo.
La fría luz del amanecer se filtraba a través de unas pequeñas ventanas situadas a bastante altura, iluminando una siniestra y triste sala de juegos. Esparcidos por el suelo se encontraban unos pocos juguetes viejos; no había muebles. Caramon se dirigió a inspeccionar el inmenso madero que trababa la doble puerta que llevaba al patio.
—Puedo arreglármelas —dijo. El corpulento hombre consiguió levantar la viga sin gran esfuerzo, luego la apoyó contra la pared y empujó las puertas.
—No están cerradas —informó—. Supongo que no creían que llegáramos tan lejos.
O quizás Lord Verminaard quiere que lleguemos al patio, —pensó Tanis. Se preguntó si sería verdad lo que había dicho el draconiano. ¿Se habían ido realmente el Señor del Dragón y el dragón? O se habían queda…— enojado consigo mismo, decidió no preocuparse más. ¡Qué más da!, se dijo, no podemos hacer otra cosa, debemos seguir adelante.
—Flint, quédate aquí —dijo.
—Si alguien se acerca mátale primero y avísanos después.
Flint asintió y se situó ante la puerta que llevaba al corredor, entreabriéndola para echar un vistazo. Los cadáveres de los draconianos se habían convertido en polvo.
Maritta tomó una antorcha de la pared y, prendiéndola, guio a los compañeros a través de un oscuro pasaje abovedado que desembocaba en el túnel que llevaba al cubil del dragón.
—¡Fizban! ¡Tu sombrero! —se arriesgó a susurrar Tas.
Demasiado tarde. El anciano mago hizo un gesto para agarrarlo pero no lo consiguió.
—¡Espías! —chilló Lord Verminaard furioso, señalando hacia el balcón—. ¡Captúralos, Ember! ¡Los quiero vivos!
¿Los quiere vivos?, pensó el dragón. ¡Eso es imposible! Pyros recordó los extraños ruidos que escuchó la noche anterior y comprendió, sin dudarlo, que esos espías le habían oído hablar sobre el Hombre de la Joya Verde. Sólo unos pocos privilegiados conocían aquel terrible secreto, el gran secreto que lograría que la Reina de la Oscuridad conquistase el mundo. Los espías debían morir, y el secreto debía morir con ellos.
Pyros extendió sus alas y se lanzó al aire, utilizando sus poderosas patas traseras para tomar impulso y velocidad.
—¡Ya está! —pensó Tasslehoff. Esta vez lo hemos estropeado todo. Ahora nos será imposible escapar.
Justo cuando comenzaba a resignarse a la idea de ser devorado por un dragón, el mago gritó una autoritaria palabra y una espesa oscuridad lo envolvió.
—¡Corre! —gritó Fizban agarrando al kender de la mano y arrastrándolo.
—Sestun.
—¡También está con nosotros! ¡Corre!
Tasslehoff comenzó a correr. Salieron de la habitación, llegaron al corredor y después Tas no tuvo ni idea de qué camino habían tomado. Simplemente continuaba corriendo, agarrado de la mano del mago. Tras él podía escuchar el agudo silbido proferido por el dragón, pero de pronto, le oyó hablar.
—¡Espía! ¡Ya veo que eres mago! —gritó Pyros—. No podemos permitir que sigas corriendo en la oscuridad. Podrías perderte. ¡Permíteme que te ilumine el camino!
Tasslehoff oyó cómo el dragón aspiraba profundamente y, un segundo después, una terrible llamarada crepitó a su alrededor. Las llamas acabaron con la oscuridad, pero, ante su asombro, ni siquiera le rozaron. Atónito, miró a Fizban, que corría a su lado con la cabeza descubierta. Se hallaban en la galería de cuadros y se dirigían hacia la doble puerta.
El kender volvió la cabeza y pudo vislumbrar al dragón; nunca hubiera podido imaginar un ser tan terrorífico, era incluso más aterrador que el dragón negro de Xak Tsaroth. Una vez más, el dragón lanzó su llamarada sobre ellos. Tas se vio rodeado por las llamas. Los cuadros de las paredes ardieron, los muebles se quemaron, las cortinas prendieron como antorchas y la habitación se llenó de humo. Pero la llamarada no rozó ni a Sestun, ni a Fizban ni a él mismo. Tasslehoff miró al mago con admiración, verdaderamente impresionado.
—¿Cuánto tiempo más podrás protegernos? —le gritó a Fizban cuando giraron por una esquina, vislumbrando al fin la doble puerta de bronce.
El anciano lo miró con los ojos muy abiertos.
—¡No tengo ni idea! —jadeó.
—¡No sabía que fuera capaz de hacer algo así!
Una nueva llamarada se expandió a su alrededor. Esta vez, Tasslehoff sintió el ardor y miró a Fizban alarmado. El mago asintió.
—¡Estoy perdiendo el poder!
—¡Lntenta mantenerlo! ¡Ya casi hemos alcanzado la puerta! El no podrá atravesarla.
Empujaron la doble puerta de bronce que llevaba al corredor, en el preciso momento en que el encantamiento de Fizban perdía su poder. Ante ellos, aún abierta, estaba la puerta secreta que llevaba a la Sala del Mecanismo. Tasslehoff cerró de un golpe las puertas de bronce y se detuvo un momento a recuperar el aliento.
Pero en el preciso instante en que iba a exclamar: «¡Lo hemos conseguido!», una de las garrudas patas del dragón, atravesó la pared, apareciendo a poca distancia de la cabeza del kender.
Sestun, dando un chillido, corrió hacia las escaleras.
—¡No! ¡No! —Tasslehoff lo agarró a tiempo.
—¡Esas escaleras dan a las habitaciones de Verminaard!
—¡Corramos hacia la Sala del Mecanismo! —gritó Fizban. Se deslizaron por la puerta secreta justo cuando el muro de piedra se venía abajo con un ruido ensordecedor. Pese a los esfuerzos, les fue imposible cerrar la puerta secreta.
—Me parece que tengo mucho que aprender sobre dragones —murmuró Tas.
—¿Conoces algún buen libro sobre el tema…?
—O sea que os he obligado a huir hacia vuestra madriguera y ahora estáis atrapados —retumbó la voz de Pyros desde fuera.
—No tenéis a donde ir y las paredes no me detienen.
Se oyó un tremendo crujido. Las paredes de la Sala del Mecanismo temblaron y comenzaron a agrietarse.
—Lo has hecho muy bien —dijo Tas con tristeza.
—Este último encantamiento ha sido maravilloso. Te diría que casi compensa correr el riesgo de ser devorado por un dragón para ver algo así…
—¿Que nos devore…? —Fizban pareció reaccionar.
—¿Qué nos devore un dragón? ¡No lo creo! ¡Nunca me había sentido tan insultado! Debe haber una forma de salir de aquí… —Sus ojos comenzaron a brillar.
—¡Descendamos por la cadena!
—¿La cadena? —repitió Tas creyendo haber oído mal ¿cómo podía ocurrírsele una cosa así cuando las paredes se resquebrajaban a su alrededor y el dragón rugía enfurecido.
—¡Descenderemos por la cadena! ¡Vamos! —Riendo alegremente el anciano mago se volvió en dirección al túnel.
Sestun miró a Tasslehoff dubitativo, pero justo en ese instante, la inmensa pata del dragón resquebrajó la pared. El kender y el enano gully corrieron tras Fizban. Cuando consiguieron llegar a la enorme rueda, el mago ya había trepado por la cadena que se prolongaba por el túnel y había alcanzado el primer diente de la rueda. Arremangándose la túnica hasta las caderas, Fizban se dejó caer desde el diente hasta el primer eslabón de la inmensa cadena. El kender y el enano se colgaron tras él. Cuando Tas ya se hacía a la idea de que quizás salieran con vida del apuro, especialmente si el elfo oscuro se había tomado el día libre Pyros irrumpió repentinamente en el hueco por el que la cadena descendía.
Empezaron a caer inmensos pedazos de piedra del túnel que aterrizaban en el fondo con un estruendoso golpe. Las paredes se resquebrajaban y la cadena comenzó a temblar. El dragón se cernía sobre ellos; ahora no hablaba, pero los contemplaba con sus terroríficos ojos rojos. Un segundo después comenzó a aspirar una inmensa bocanada de aire. Instintivamente Tas cerró los ojos, pero enseguida los abrió de par en par. Nunca había visto a un dragón expulsando fuego y no iba a dejar pasar la oportunidad… además, seguramente sería la última.
El dragón lanzó su llamarada. La oleada de calor casi hizo que Tasslehoff se soltase de la cadena. Pero, una vez más, el fuego lo quemó todo a su alrededor, pero a él ni lo rozó. Fizban cloqueaba entusiasmado.
—Bastante hábil, anciano —bramó el dragón enfurecido.
—Pero también yo tengo poderes mágicos y me he dado cuenta de que estás debilitándote. Espero que tu destreza os acompañe en… ¡vuestra caída!
Volvió a vomitar fuego, pero esta vez no dirigió su llamarada a las temblorosas figuras que pendían de la cadena, sino a la cadena misma. Los eslabones de hierro comenzaron a brillar incandescentes. Pyros expulsó su flamígero aliento una vez más, y los eslabones se volvieron aún más rojos. El dragón exhaló una tercera vez. Los eslabones se fundieron y la cadena, con una última sacudida, se rompió, cayendo en la oscuridad del hueco.
Pyros la observó caer. Luego, satisfecho al ver que los espías no vivirían para contarlo, voló de vuelta a su cubil, donde Lord Verminaard lo esperaba llamándolo a gritos.
Tras la marcha del dragón, en plena oscuridad, la inmensa rueda dentada, libre ahora de la cadena que la había fijado a su lugar durante siglos, chirrió estridentemente y comenzó a girar.