12

La parábola de la joya

El traidor al descubierto. El dilema de Tas

Por fin los compañeros habían conseguido llegar a las mazmorras de las mujeres. Tanis miró hacia la puerta de la celda, temeroso de que los carceleros llegasen a sospechar algo anormal.

Maritta, la prisionera de más edad, notó su inquieta mirada.

—No te preocupes de los guardias —dijo encogiéndose de hombros—, sólo hay dos en este nivel, y la mayor parte del tiempo están bebidos, sobre todo ahora que los ejércitos se han movilizado —alzó la mirada de la costura y sacudió la cabeza.

Había treinta y cuatro mujeres hacinadas en una celda. —Maritta explicó que en la celda contigua había sesenta más— en unas condiciones tan espantosas, que impresionaron incluso a los más experimentados del grupo. El suelo estaba cubierto por burdas esteras de paja y aparte de unas cuantas ropas, las mujeres carecían de todo. Cada mañana se les permitía salir un rato al exterior para que hiciesen ejercicio, pero el resto del tiempo estaban obligadas a remendar uniformes de draconianos. A pesar de llevar pocas semanas encarceladas, sus rostros estaban pálidos y demacrados, y sus cuerpos escuálidos debido a la falta de buena alimentación.

Tanis se relajó. Aunque hacía pocas horas que conocía a Maritta, ya confiaba plenamente en su buen juicio. Fue ella quien calmó a las aterrorizadas mujeres cuando los compañeros irrumpieron en la celda, y también, quien había escuchado atentamente su plan y lo había considerado factible.

—Nuestros hombres os seguirán —le dijo a Tanis—, los que os causarán problemas serán los Buscadores.

—¿El Consejo de Buscadores? —preguntó Tanis asombrado.

—¿Están prisioneros aquí?

Maritta asintió, frunciendo el ceño.

—Ese fue el premio que recibieron por creer en ese falso enviado de los dioses. Pero no querrán fugarse, ¿y por qué han de querer hacerlo? No están obligados a trabajar en las minas. ¡El Señor del Dragón se ocupa personalmente de que no lo hagan! Nosotras os apoyamos, con una sola condición… que nuestros hijos no corran ningún peligro. —Echó una mirada a las demás mujeres, quienes asintieron con firmeza.

—Os lo puedo garantizar —dijo Tanis.

—No quisiera parecer cruel, pero puede que para llegar a ellos tengamos que luchar contra un dragón y…

—¿Luchar contra Flamestrike, el dragón hembra? —Maritta le miró sorprendida.

—¡Bah! No será necesario luchar contra esa pobre criatura. En realidad, si le hicieseis daño, los niños estarían dispuestos a destrozaros; están muy orgullosos de ella.

—¿De un dragón? —preguntó Goldmoon.

—¿Cómo lo ha conseguido? ¿Les tiene hechizados?

—No. Dudo que Flamestrike conserve la facultad de realizar encantamientos. La pobre criatura está medio loca. Mataron a sus propios hijos en alguna guerra y ahora está convencida de que nuestros hijos son sus hijos. No sé de dónde la ha sacado su amo, pero ha sido muy ruin al traerla, ¡confío en que algún día pague por ello!

—No será muy difícil liberar a los niños —añadió al ver la mirada de preocupación de Tanis.

—Flamestrike duerme hasta tarde todas las mañanas. Cuando nosotras vamos allí para darles el desayuno a nuestros hijos y llevarlos a su paseo diario, ni siquiera abre un ojo. Pobrecilla, no se dará cuenta de que se han ido hasta que despierte.

Las mujeres, sintiéndose por primera vez esperanzadas, comenzaron a preparar algunas prendas femeninas a la medida de los guerreros. No hubo ningún problema hasta que llegó el momento de probárselas.

—¡Afeitarme yo, jamás! —rugió Sturm con tal furia, que las mujeres se apartaron de él, alarmadas. A Sturm la perspectiva de disfrazarse nunca le había gustado, pero a pesar de ello aceptó hacerlo. Parecía la mejor forma de atravesar el gran patio descubierto que había entre el fuerte y las minas. No obstante, prefería mil veces más morir a manos del Señor del Dragón, que afeitarse el bigote. Únicamente se calmó cuando Tanis le sugirió que se cubriera la cara con un pañuelo.

Apenas solucionado este problema, estalló una nueva crisis. Riverwind declaró firmemente que no se vestiría de mujer, y que no conseguirían convencerlo de ninguna de las maneras. Al final Goldmoon se llevó a Tanis a un lado para explicarle que, en su tribu, cuando un guerrero era acusado de cobardía en la batalla, se le obligaba a vestir ropas de mujer hasta que pagara su falta. A Tanis esto le desconcertó, pero además, Maritta ya había pensado el problema que planteaba el disfrazar a un hombre tan alto.

Después de mucho discutir, decidieron que Riverwind se envolvería en una larga capa y que caminaría encorvado, apoyándose sobre un bastón como una anciana.

Laurana se acercó a Tanis, que estaba en un rincón de la habitación cubriéndose el rostro con un pañuelo.

—¿Por qué no te afeitas? —preguntó la muchacha mirando fijamente la barba de Tanis.

—¿O es que como dice Gilthanas, realmente alardeas de tu parte humana?

—No alardeo de ello. Simplemente me cansé de negarla, eso es todo. —Respondió llanamente el semielfo.

—Laurana, siento mucho haberte hablado como lo hice en el Sla-Mori. No tenía ningún derecho…

—Tenías todo el derecho. Actué como una niña malcriada. Arriesgué temerariamente vuestras vidas. No volverá a suceder. Os demostraré que puedo resultaros útil.

Aún no sabía cómo lo conseguiría, pues a pesar de haber hablado con tanta convicción de sus habilidades como guerrera, nunca había matado ni a un animalillo. Pero ahora se sentía tan asustada que tuvo que ocultar las manos tras la espalda para que Tanis no viese cómo le temblaban. Temía no poder controlarse, dar rienda suelta a su debilidad y arrojarse en sus brazos en busca de consuelo, por tanto, lo dejó, dirigiéndose a ayudar a Gilthanas con su disfraz.

Tanis pensó que se sentía satisfecho de que Laurana mostrase al fin rasgos de madurez. El semielfo seguía negándose rotundamente a admitir que se quedaba sin respiración cada vez que la miraba directamente a sus luminosos ojos.

La tarde transcurrió rápidamente y con el atardecer, llegó la hora de que las mujeres llevaran la cena a las minas. Los compañeros aguardaban en silencio, las risas se habían acabado. A última hora había surgido otro problema. Raistlin, tosiendo hasta quedar exhausto, dijo que se sentía demasiado débil para acompañarlos. Cuando su hermano se ofreció a quedarse con él, el mago, mirándolo irritado, le dijo que no fuese tan simple.

—Esta noche no me necesitáis —susurró.

—Dejadme solo. Debo dormir.

—No me gusta dejarle aquí… —comenzó a decir Gilthanas, pero antes fue interrumpido por el ruido de unas pisadas y el tintineo de pucheros. La puerta de la celda se abrió y entraron dos guardias draconianos, que olían intensamente a vino rancio. Contemplaron a las mujeres con ojos legañosos.

—Poneos en marcha —dijo uno secamente. Cuando «las mujeres» salieron al corredor, vieron que había seis enanos gully llevando inmensos pucheros llenos de una especie de estofado. Caramon olisqueó hambriento, pero arrugó la nariz asqueado. Antes de que los draconianos cerrasen la puerta de la celda tras ellos, el guerrero vio a su gemelo, envuelto en mantas, tendido en un oscuro rincón.

Fizban aplaudió:

—¡Muy bien, hijo mío! —dijo el viejo mago, entusiasmado al ver que, de pronto, parte de la pared de la Sala del Mecanismo se abría.

—Gracias —respondió Tas con modestia.

—La verdad es que ha sido más difícil encontrar la puerta secreta que abrirla. No sé cómo te las arreglaste. Creía que ya lo habíamos revisado todo.

Se disponía a asomarse por la puerta, cuando, de pronto, se le ocurrió algo y se detuvo.

—Fizban, ¿sería posible decirle a esa luz tuya que se sitúe detrás nuestro? Al menos hasta que comprobemos si hay alguien. De lo contrario, voy a convertirme en un blanco perfecto, y no estamos lejos de las habitaciones de Verminaard.

—Me temo que no. No le gusta quedarse sola en lugares oscuros.

Tasslehoff asintió —esperaba esa respuesta. Bueno, era inútil preocuparse. Como su madre solía decir, si la leche se derrama, el gato se la beberá. Afortunadamente, el estrecho corredor por el que se arrastraba parecía vacío. La seta revoloteaba cerca de sus hombros. Después de ayudar a Fizban a entrar, exploró los alrededores. Se hallaban en un pequeño pasadizo que acababa bruscamente, a menos de cuarenta pies de distancia, en un tramo de escaleras que bajaban desapareciendo en la oscuridad. Había otra salida, un par de puertas dobles de bronce en la pared este.

—Ahora estamos sobre la habitación del trono —musitó Tas.

—Estas escaleras probablemente conduzcan a ella. ¡Supongo que debe haber un millón de draconianos vigilándolas! Así qué, las descartaremos. —Acercó la oreja a la puerta—. No se oye nada. Echemos un vistazo.

Con un suave empujón las puertas se abrieron con facilidad. Haciendo un alto para escuchar, Tas entró con cautela, seguido de cerca por Fizban y por la llama luminosa.

—Una especie de galería de arte —dijo observando una gigantesca habitación llena de cuadros cubiertos de polvo y mugre. A través de unos altos ventanales, Tas entrevió las estrellas y las cimas de unas grandes montañas. Aquello le dio una idea de dónde se encontraban.

—Si mis cálculos son correctos, la sala del trono está al oeste, y el cubil del dragón aún más al oeste. Al menos, hacia allí se dirigió Verminaard esta tarde. Tiene que haber alguna forma para que el dragón pueda salir volando del edificio, quiero decir que el cubil debe tener una salida a cielo abierto, alguna clase de conducto, o tal vez otra grieta por la que podamos observar qué es lo que está sucediendo.

Tas estaba tan absorto en sus planes que no prestaba ninguna atención a Fizban. El viejo mago se movía decididamente por la habitación, examinando atentamente cada cuadro, como si se hallase buscando uno en particular.

—¡Ah! Aquí está —murmuró Fizban y, volviéndose, susurró:

—¡Tasslehoff! .

Cuando el kender alzó la cabeza vio que el cuadro comenzaba a brillar con una suave luz.

—¡Mira esto! —dijo maravillado.

—Es un cuadro de dragones… dragones rojos como Ember… atacando Pax Tharkas y…

El kender guardó silencio. ¡Unos hombres, unos Caballeros de Solamnia, montados sobre otros dragones, peleaban contra ellos! Los dragones que montaban los caballeros eran dragones bellísimos —dragones de oro y plata— y los hombres, llevaban brillantes armas que relucían resplandecientes. ¡De pronto Tasslehoff comprendió! En el mundo había dragones buenos —si se lograba encontrarlos—, que ayudarían a combatir a los dragones malos, y también había…

—¡La lanza Dragonlance! —murmuró.

El viejo mago asintió para sí.

—Sí, pequeño. Lo has comprendido. Sabes la respuesta y la recordarás, pero no ahora. Ahora no. —Acarició la cabeza del kender, desordenándole el cabello.

—Dragones… ¿Qué estaba diciendo? —Tas no podía recordarlo. Además, ¿qué estaba haciendo ahí parado, contemplando un cuadro tan recubierto de polvo que ni siquiera podía saber qué era? El kender sacudió la cabeza. Fizban debía estar influenciándole.

—¡Ah, sí! El cubil del dragón. Si mis cálculos son correctos, está por ahí.

El viejo mago, arrastrando los pies, continuó caminando.

El trayecto de los compañeros a las minas estuvo exento de acontecimientos notables. Sólo vieron unos pocos guardias draconianos medio dormidos de aburrimiento, que no prestaron ninguna atención a las «mujeres» que atravesaban el patio. Pasaron ante la incandescente forja, continuamente alimentada por un hervidero de agotados enanos gully.

Apretando el paso para perder de vista aquella triste imagen, los compañeros entraron en las minas donde los draconianos, de noche, encerraban a los hombres en inmensas cavernas para luego regresar y seguir vigilando a los enanos gully. Según Verminaard, montar guardia para custodiar a los hombres era una pérdida de tiempo, pues estaba convencido de que los humanos ni siquiera pensaban huir.

Y, la verdad es que, durante un rato, Tanis creyó que aquello podía ser dramáticamente cierto. Los hombres no pensaban huir a ninguna parte. Cuando Goldmoon les habló, la miraron sin convencimiento. Después de todo, era una mujer bárbara, su acento era raro y su forma de vestir más rara todavía. La historia que ella les contó sobre un dragón incinerado por una llamarada azul a la que ella sobrevivió, les pareció un cuento infantil. Además, las únicas pruebas que Goldmoon tenía de lo que les estaba explicando, eran aquellos relucientes discos de platino.

Hederick, el Teócrata de Solace, que se hallaba entre los prisioneros, intervino para hablar en contra de Goldmoon a quien tachó de bruja, charlatana y blasfema. Les relató lo sucedido en la posada, mostrando como prueba su chamuscada mano. Pero los hombres no le prestaron mucha atención, ya que, después de todo, los dioses Buscadores no habían protegido a Solace de los dragones.

En realidad la perspectiva de escapar interesaba a muchos de ellos. Casi todos tenían alguna marca o señal de los malos tratos que allí recibían: cortes, rasguños, magulladuras… La comida era mala y muy escasa, se les obligaba vivir en míseras condiciones y todos sabían que cuando el hierro de las minas se agotase, sus vidas no valdrían nada para Verminaard. No obstante, los Buscadores —que ejercían el gobierno incluso en prisión— se opusieron a un plan que consideraban temerario.

Comenzaron las discusiones. El volumen de las voces subía. Tanis ordenó a Caramon, Flint, Eben, Sturm y Gilthanas que vigilasen las diferentes puertas, temiendo que al oír la algarada los guardias regresasen. El semielfo no había previsto una cosa así: ¡aquella discusión podía durar semanas! Goldmoon, con aspecto abatido, se había sentado; parecía estar a punto de echarse a llorar. Estaba tan imbuida de sus nuevas creencias, y deseaba tanto ofrecer sus conocimientos al mundo, que cuando estas fueron puestas en duda se hundió en la desesperación.

—¡Estos humanos están locos! —dijo Laurana en voz baja situándose al lado de Tanis.

—No —replicó Tanis suspirando.

—Si estuviesen locos sería más fácil. No les prometemos nada tangible y les pedimos que arriesguen lo único que les queda… sus vidas. ¿Y, con qué fin? ¿Para huir hacia las colinas batallando durante todo el trayecto? Al menos aquí, por el momento, están vivos.

—¿Pero qué valor puede tener una vida en estas condiciones?

—Esta es una buena pregunta, joven mujer —murmuró una débil voz. Al volverse vieron a Maritta en un rincón de la celda, arrodillada junto a un hombre tendido en un burdo catre. Su edad era imprecisa, pues estaba envejecido por la enfermedad y la miseria. Haciendo un esfuerzo por incorporarse, alargó una huesuda y pálida mano hacia Tanis y Laurana. Su respiración era agitada. Maritta intentó que no se moviera, pero él la miró enojado.

—¡Mujer, ya sé que me estoy muriendo! Pero esto no significa que deba morir de pena. Traedme a esa mujer bárbara.

Tanis miró a Maritta con expresión interrogadora. Ella, levantándose, se acercó al semielfo y ambos se alejaron unos pasos.

—Es Elistan —dijo como si a Tanis el nombre debiera resultarle conocido. Al ver que el semielfo encogía los hombros, prosiguió.

—Elistan era uno de los Buscadores de Haven. Era muy amado y respetado por la gente y fue el único que alzó su voz contra Lord Verminaard. Pero nadie lo escuchó… no querían oírle.

—Hablas de él en pasado. Aún no ha muerto.

—No, pero no tardará mucho en morir. Conozco esa enfermedad, mi propio padre murió de ella. Algo en su interior le está devorando vivo. Durante estos últimos días casi se ha vuelto loco de dolor, pero ahora ya se le ha pasado. El final está cerca.

—Tal vez no. Goldmoon tiene el poder de la curación. Ella podrá sanarle.

—Puede que sí… —dijo Maritta escéptica—. Yo no lo aseguraría. No deberíamos darle falsas esperanzas. Dejémosle morir en paz.

—Goldmoon —dijo Tanis cuando la Hija de Chieftain se acercó a ellos.

—Este hombre quiere conocerte. —Haciendo caso omiso de Maritta, el semielfo acompañó a Goldmoon hasta Elistan. Al ver las penosas condiciones en las que se encontraba el hombre, el rostro de la mujer bárbara, severo y frío debido a su desilusión y frustración, se suavizó.

Elistan la miró.

—Joven mujer, dices ser la portadora de la palabra de los antiguos dioses. Si realmente fuimos nosotros, los humanos, los que nos apartamos de ellos y no ellos los que se apartaron de nosotros, como siempre hemos creído, ¿por qué entonces, han esperado tanto tiempo para manifestarse?

Goldmoon se arrodilló junto al agonizante hombre, pensando en cómo formular la respuesta. Finalmente dijo:

—Imagina que paseas por un bosque llevando tu más preciada posesión, una extraña y valiosa joya. De pronto eres atacado por una bestia feroz. Se te cae la joya pero tú huyes despavorido. Cuando te das cuenta de que la has perdido, estás demasiado atemorizado para volver a internarte en el bosque a buscarla. En ese momento encuentras a alguien que tiene otra joya. En el fondo de tu corazón, sabes que no es tan valiosa como la que has perdido, pero te sigue dando miedo regresar a buscarla. Bien, ¿quiere esto decir que la joya ha dejado el bosque, o que sigue allí, refulgiendo intensamente bajo las hojas, esperando que vuelvas a recogerla?

Elistan, cerrando los ojos, suspiró con expresión afligida.

—¡Por supuesto, la joya espera nuestro regreso! ¡Qué insensatos hemos sido! Cómo desearía disponer de tiempo para aprender de tus dioses —dijo intentando tocarle la mano.

Goldmoon contuvo la respiración, su rostro palideció hasta estar casi tan lívido como el del agonizante hombre.

—El tiempo te será concedido —le dijo en voz baja tomándole la mano.

Tanis, absorto en el drama que se desarrollaba ante sus ojos, se sobresaltó cuando alguien le tocó el hombro. Llevándose la mano a la espada, se volvió, encontrándose frente a Sturm y Caramon.

—¿Qué ocurre? ¿Vienen los guardias?

—Aún no —dijo Sturm secamente.

—Pero pueden llegar en cualquier momento. Eben y Gilthanas han desaparecido.

La noche se iba cerrando sobre Pax Tharkas.

De nuevo en su cubil, el dragón rojo, Pyros, no disponía de espacio para pasear, hecho que no tenía importancia cuando tomaba forma humana. En aquella habitación, a pesar de que era la más grande de la fortaleza y de que había sido ampliada para acogerlo, no disponía de suficiente lugar ni para desplegar las alas. La sala era tan estrecha que lo único que podía hacer era dar vueltas en redondo.

Haciendo un esfuerzo por relajarse, el dragón se tendió y aguardó, sin apartar los ojos de la puerta. Tan concentrado estaba en la espera que no vio dos cabezas asomadas a la balaustrada de un balcón del tercer nivel.

De pronto se oyó un golpe en la puerta. Pyros levantó la cabeza expectante, pero al ver entrar a dos goblins arrastrando entre ambos a un extraño espécimen, la agachó de nuevo con un bufido.

—¡Un enano gully! —exclamó Pyros desilusionado, dirigiéndose a sus subordinados en idioma común.

—¡Si Verminaard cree que voy a comerme un enano gully, es que se ha vuelto loco! ¡Arrojadlo en un rincón y retiraos! —les gruñó a los goblins que se apresuraron a cumplir sus órdenes. Sestun, sollozando, se acurrucó en un rincón.

—¡Cállate! —ordenó Pyros irritado—. Tal vez debiera quemarte para poner fin a este lloriqueo…

Se oyó otro golpe en la puerta, un suave toque que el dragón reconoció. Sus ojos brillaron.

—¡Adelante!

Entró una figura vestida con una larga capa y el rostro encapuchado.

—He venido tal como ordenasteis, Ember —dijo en voz baja el personaje.

—Bien, sácate la capucha. Me gusta ver las caras de aquellos con los que trato.

El hombre le obedeció. En el tercer nivel se oyó una exclamación ahogada. Pyros alzó la mirada hacia el oscuro balcón. Pensó en volar hasta allí para investigar, pero el personaje interrumpió sus pensamientos.

—Dispongo de muy poco tiempo, alteza. Debo regresar antes de que sospechen y debería informar a Lord Verminaard…

—Enseguida —gruñó Pyros enojado—. ¿Qué están tramando esos locos con los que has venido?

—Planean liberar a los esclavos y organizar una revuelta, obligando así a Verminaard a hacer regresar a los ejércitos que han partido hacia Qualinesti.

—¿Eso es todo?

—Sí, alteza. Ahora debo prevenir al Señor del Dragón.

—¡Bah! ¿Qué importa eso? Si los esclavos se amotinan, el que tendrá que matarlos seré yo. A menos que ellos me reserven otros planes…

—No, alteza. Como todos, os tienen un gran temor. Aguardarán a que vos y Lord Verminaard hayáis volado en dirección a Qualinesti. Sólo entonces liberarán a los niños y escaparán a las montañas antes de que regreséis.

—Desde luego ese plan está muy de acuerdo con su inteligencia. No te preocupes por Verminaard. Se lo comunicaré yo mismo cuando considere que deba saberlo. Hay asuntos más importantes que este. Muchísimo más. Ahora escúchame atentamente. Ese imbécil de Toede trajo hoy un prisionero y… ¡Resultó ser él! ¡El que estábamos buscando!

El personaje lo miró asombrado.

—¿Estáis seguro?

—¡Por supuesto! ¡Es el mismo hombre que veo en mi sueños! Ahora está aquí… ¡a mi alcance! Mientras todo Krynn está buscándolo, ¡Yo lo he encontrado!

—¿Pensáis informar a Su Oscura Majestad?

—No. No puedo arriesgarme a enviar un mensajero. Debo entregarle a ese hombre en persona, pero no puedo ir ahora. Verminaard no puede solucionar él solo la toma de Qualinesti. Aunque esta guerra sea sólo una artimaña, debemos conservar las apariencias, y de todas formas, el mundo estará mucho mejor sin la presencia de los elfos. Entregaré el Hombre Eterno a la Reina en el momento propicio.

—¿Entonces, por qué me lo contáis a mí? —preguntó el personaje.

—¡Porque debes ocuparte de que esté a salvo! —Pyros se movió para ponerse más cómodo. Ahora sus planes empezaban a resolverse rápidamente.

—Es una muestra del poder de Su Oscura Majestad el hecho de que la enviada de Mishakal y el Hombre de la Joya Verde lleguen a la vez a mis manos! Mañana le concederé a Verminaard el placer de enfrentarse con la sacerdotisa y sus amigos. En realidad, puede que todo vaya bastante bien. Aprovechando el caos podemos sacar de aquí al Hombre de la Joya Verde y Verminaard no se enterará. Cuando los esclavos ataquen, debes encontrarlo y traerlo aquí para esconderlo en los niveles inferiores. Cuando hayamos destruido a todos los humanos y los ejércitos hayan asolado Qualinesti, lo llevaré ante la Reina Oscura.

—Comprendo —el personaje hizo una reverencia—. ¿Y mi recompensa?

—Será la que merezcas. Ahora déjame.

El hombre volvió a colocarse la capucha y se retiró. Pyros plegó sus alas y se acurrucó, enroscándose en el suelo de forma que su cola yacía sobre su hocico. Los únicos sonidos que podían oírse eran los lastimeros sollozos de Sestun.

—¿Estás bien? —le preguntó Fizban amablemente a Tasslehoff. Ambos estaban acurrucados en el balcón, aturdidos por el descubrimiento. La oscuridad era total, ya que Fizban había cubierto la seta luminosa con una vasija.

—Sí —respondió Tas.

—Siento haber pegado aquel respingo. No pude contenerme. Aunque me lo imaginaba, es… es duro averiguar que alguien conocido pueda traicionarte. ¿Crees que el dragón me oyó?

—No lo sé. La cuestión es ¿qué hacemos ahora?

—No sé. Yo no estoy hecho para pensar. Sólo vengo para divertirme. No podemos avisar a Tanis y a los otros porque no sabemos dónde están. Y si comenzamos a vagar por aquí buscándolos, podrían descubrirnos y aún sería peor. —Apoyó la mano en la barbilla.

—¿Sabes? —dijo con desacostumbrada tristeza.

—Una vez le pregunté a mi padre por qué los kenders eran pequeños, por qué no éramos grandes como los elfos o los humanos. Yo deseaba ansiosamente ser grande… —dijo suavemente.

—¿Y qué te dijo tu padre? —preguntó amablemente Fizban.

—Dijo que los kenders eran pequeños porque estaban hechos para hacer cosas pequeñas. «Si observas atentamente todas las cosas grandes de este mundo», dijo, «verás que, en realidad, están hechas de la unión de pequeñas cosas». Ese inmenso dragón de ahí abajo, no es más que la suma de diminutas gotas de sangre. Son las pequeñas cosas las que marcan la diferencia.

—Tu padre es muy sabio.

—Sí. —Tas se frotó los ojos.

—Hace mucho tiempo que no le veo. —Su padre, si le hubiese visto, no hubiese reconocido a esa pequeña y decidida persona como hijo suyo.

—Les dejaremos las cosas grandes a los demás —anunció Tas finalmente.

—Ellos tienen a Tanis, a Sturm y a Goldmoon. Se las arreglarán. Nosotros nos ocuparemos de las pequeñas cosas, aunque parezca que no tienen importancia. Vamos a rescatar a Sestun.