5

El orador de los Soles

—Nunca hubiese imaginado que existiera algo tan bello —dijo Goldmoon en voz baja. La caminata había sido muy dura pero al final la recompensa había sido mucho mayor de lo imaginado. Los compañeros se hallaban en una alta cima desde la que se divisaba la legendaria ciudad de Qualinost.

De cada uno de los cuatro vértices de la ciudad surgía un esbelto chapitel de piedra blanca y brillante, jaspeada de reluciente plata; parecían cuatro ruecas resplandecientes y estaban unidos entre sí por gráciles arcos que se elevaban hacia el cielo. Habían sido construidos por viejos enanos herreros, por lo que eran lo suficientemente fuertes para soportar el peso de un ejército, aunque parecían tan frágiles que daba la impresión de que si un pájaro se posara sobre ellos, rompería el equilibrio. Estos arcos relucientes eran los límites virtuales de la ciudad ya que Qualinost no estaba amurallada. La ciudad de los elfos abría sus brazos amorosamente a la espesura de los bosques.

Los edificios de Qualinost realzaban la naturaleza en lugar de ocultarla. Los comercios y casas estaban tallados en cuarzo rosáceo. Altos y esbeltos como álamos, se alzaban hacia el cielo en estrafalarias espirales formadas por alineadas avenidas de cuarzo. En el centro se erguía una gran torre de oro bruñido, que, reflejando la luz del sol, creaba ondulantes sombras y destellos que daban vida a la ciudad. Al contemplarla, parecía que en Qualinost reinasen una paz y una belleza imperturbables, seculares, probablemente únicas en todo Krynn.

—Descansad aquí —les dijo Gilthanas dejándolos junto a una arboleda de álamos.

—El viaje ha sido largo y por ello os presento mis disculpas. Sé que estáis fatigados y hambrientos…

Caramon lo miró esperanzado.

—Pero debo pedir vuestra indulgencia un rato más. Por favor, excusadme. —Gilthanas saludó con una leve inclinación y se reunió con su hermano. Suspirando, Caramon comenzó a revolver en su bolsa por quinta vez, esperando encontrar algún bocado que hubiera quedado escondido. Raistlin leía su libro de encantamientos, repitiendo una y otra vez las difíciles palabras, intentando retener su significado y encontrar la inflexión correcta que hiciera arder su sangre, señal de que el encantamiento era por fin suyo.

Los otros observaban a su alrededor, maravillados por la belleza de la ciudad que contemplaban y por la aureola de antigua serenidad que de ella emanaba. Incluso Riverwind parecía emocionado; su rostro se distendió y se acercó más a Goldmoon. Durante un breve instante, sus penas y preocupaciones cedieron y se encontraron reconfortados por la mutua proximidad.

Tika, sentada sola, los observaba melancólica. Tasslehoff intentaba trazar un mapa del camino que habían seguido desde Gateway a Qualinost, a pesar de que Tanis le había dicho cuatro veces que el camino era secreto y que los elfos nunca le permitirían llevarse el mapa.

El viejo mago, Fizban, dormía. Sturm y Flint observaban a Tanis con preocupación; Flint porque sólo él sabía cuánto sufría el semielfo y Sturm porque sabía lo que era regresar a un hogar en el que no se es querido.

El caballero posó su mano sobre el brazo de Tanis.

—Regresar a casa no es fácil, amigo mío. ¿No es así?

—No, no lo es. Creía haber abandonado todo esto hace muchos años, pero ahora me doy cuenta de que no me fui del todo. Qualinesti es parte de mí, es inútil que me engañe.

—Silencio… vuelve Gilthanas —los avisó Flint.

El elfo se acercó a Tanis.

—Ya ha regresado la avanzada que enviamos —le dijo en idioma elfo.

—Mi padre quiere veros ahora, a todos vosotros, en la torre del Sol. No disponemos de tiempo para que descanséis y os refresquéis. Puede que os parezca duro, y poco amable…

—Gilthanas —le interrumpió Tanis en común—, mis amigos y yo hemos corrido peligros inimaginables. Hemos viajado por senderos donde los muertos andaban. De hambre no nos desmayaremos —miró a Caramon—, al menos algunos de nosotros no.

El guerrero al oír a Tanis suspiró y se ciñó el cinturón.

—Gracias —dijo Gilthanas con frialdad—. Me alegra que lo comprendáis. Ahora, por favor, seguidme tan rápido como podáis.

Los compañeros se apresuraron a recoger sus cosas y despertaron a Fizban. Al ponerse en pie, el viejo mago tropezó con la raíz de un árbol.

—¡Grandísimo idiota! —le dijo golpeándolo con su bastón y dirigiéndose a Raistlin:

—¿Has visto? Ha intentado tirarme.

El joven mago volvió a meter su precioso libro en la bolsa.

—Sí, anciano. —Raistlin sonrió, ayudando a Fizban a ponerse en pie. El viejo mago se apoyó en el hombro del joven y comenzaron a caminar tras los demás. Tanis los observó sin saber qué pensar. Fizban era evidentemente un viejo chocho. No obstante, Tanis recordaba la mirada de terror de Raistlin al despertar y encontrar a Fizban inclinado sobre él. ¿Qué había visto entonces? ¿Qué sabía de ese anciano? Tanis pensó que debía preguntárselo. De todas formas, ahora tenía cuestiones más urgentes de las que preocuparse. Acelerando el paso, alcanzó al elfo.

—Dime, Gilthanas —le dijo Tanis en idioma elfo, haciendo un esfuerzo por recordar el olvidado lenguaje.

—¿Qué está sucediendo? Tengo derecho a saberlo.

—¿Tienes derecho? —le preguntó Gilthanas secamente, mirando a Tanis por el rabillo de sus almendrados ojos.

—¿De verdad te preocupa lo que les sucede a los elfos? ¡Si casi no puedes hablar nuestro idioma!

—Claro que me preocupa —respondió Tanis enojado—. ¡Yo también soy de los vuestros!

—Entonces, ¿por qué haces ostentación de tu herencia humana? —dijo Gilthanas señalando la barba de Tanis.

—Creía que te sentirías avergonzado… —Guardó silencio, mordiéndose los labios y enrojeciendo.

Tanis asintió ceñudo.

—Sí, me sentía avergonzado, por eso me fui. Pero ¿quién fue el que me hizo sentir así?

—Perdóname, Tanthalas —dijo Gilthanas sacudiendo la cabeza—. Lo que he dicho ha sido cruel, de verdad, no era esa mi intención. Es sólo que… ¡si pudieras entender el peligro que nos acecha!

—¡Cuéntamelo todo! —Tanis prácticamente chilló de impaciencia—. ¡Quiero entenderlo!

—Vamos a abandonar nuestra región de Qualinesti.

Tanis se detuvo y miró fijamente al elfo.

—¿Abandonar Qualinesti? —repitió, hablando de nuevo en común debido a la sorpresa. Los compañeros lo oyeron y se miraron rápidamente unos a otros. El rostro del viejo mago se ensombreció.

—¡No puede ser verdad —dijo Tanis en voz baja—. ¡Dejar Qualinesti! ¿Por qué? No es posible que las cosas estén tan mal…

—Están peor —dijo Gilthanas con melancolía.

—Mira a tu alrededor, Tanthalas. Estás contemplando los últimos días de Qualinost.

En aquel momento entraban en las primeras calles de la ciudad. Tanis, a primera vista, lo encontró todo exactamente igual a como lo había dejado cincuenta años atrás. Las calles de grava reluciente, los álamos que las enmarcaban, nada había cambiado. Los álamos tal vez habían crecido, tal vez no. Sus ramas, con incrustaciones de oro y plata, crujían y cantaban, brillando bajo el sol de la reluciente mañana. Las casas que poblaban las calles tampoco habían cambiado. Decoradas con cuarzo, destellaban bajo la luz del sol, creando, en cualquier dirección que el ojo mirase, pequeños arco iris de colores. Todo permanecía tal como lo amaban los elfos… bello, ordenado, inmutable…

No, no era así, pensó Tanis. En lugar de la canción alegre y pacífica que Tanis recordaba, el canto de los árboles era ahora triste y melancólico. Qualinost había cambiado, y la diferencia radicaba en el propio cambio. Intentó adivinar de qué se trataba, intentó comprenderlo, a pesar de que presentía que su alma se encogería al descubrirlo. La diferencia no estaba en los edificios, ni en los árboles, ni en el sol que brillaba a través de sus ramas. La diferencia estaba en la atmósfera, que rezumaba la misma tensión que en los momentos previos al estallido de la tormenta. Y, mientras Tanis caminaba por las calles de Qualinost, veía escenas que nunca antes había visto en su tierra natal. Veía prisas, indecisión, pánico, desesperanza…

Las mujeres, al encontrar a sus amigas, se abrazaban sollozando y al separarse seguían caminos opuestos. Había niños tristes y desamparados, que lo único que comprendían era que todo aquello estaba fuera de lugar. Había hombres reunidos en grupos, con las manos sobre sus espadas, sin quitarles el ojo de encima a sus familias. Aquí y allá ardían hogueras en las que los elfos quemaban todo lo que les era querido y que no podrían llevarse con ellos, pues preferían hacerlo así antes de dejar que el acechante peligro los destruyera.

Tanis ya había sufrido la destrucción de Solace, pero la imagen de lo que estaba sucediendo en Qualinost penetraba en su alma como la hoja de un cuchillo afilado. Nunca antes se había dado cuenta de lo que para él significaba la ciudad. En el fondo de su corazón, siempre había creído que si alguna vez deseaba regresar, Qualinesti estaría siempre allí. Pero no, ahora debía perder también aquella esperanza. La región de Qualinesti iba a desaparecer.

Tanis oyó un extraño sonido y al girarse descubrió que el viejo mago estaba sollozando.

Desolado, Tanis le preguntó a Gilthanas:

—¿Qué planes tenéis? ¿Adónde iréis? ¿Podréis escapar?

—Pronto encontrarás todas las respuestas, demasiado pronto —murmuró Gilthanas.

La torre del Sol era el edificio más alto de todo Qualinost. La luz del sol se reflejaba en la superficie dorada, creando la ilusoria imagen de un movimiento circular. Los compañeros entraron en la torre en silencio, sobrecogidos por la belleza y majestuosidad del antiguo edificio. El único que no estaba impresionado era Raistlin. A sus ojos no existía belleza alguna, sólo la muerte.

Gilthanas llevó al grupo a una pequeña alcoba.

—Esta habitación comunica con la cámara principal —dijo.

—Mi padre está reunido con los miembros de la Casa Real para planear la evacuación. Mi hermano ha ido a informarlo de nuestra llegada. Cuando la reunión acabe, seremos convocados. —A una señal suya, entraron unos elfos llevando cántaros y recipientes de agua.

—Por favor, aprovechad el tiempo de que disponemos para refrescaros.

Los compañeros bebieron y se lavaron la cara y las manos. Sturm se quitó la capa e intentó sacarle brillo a su cota de mallas con uno de los pañuelos de Tasslehoff. Goldmoon se cepilló su brillante cabellera, manteniendo anudada su capa alrededor del cuello. Tanis y ella habían decidido mantener oculto el medallón que llevaba, hasta que llegara el momento oportuno para mostrarlo; alguien podría reconocerlo. Fizban intentaba, sin demasiado éxito, enderezar su amorfo sombrero. Caramon miraba a su alrededor intentando encontrar algún bocado que llevarse a la boca, mientras Gilthanas se mantenía a cierta distancia de ellos, con la tez pálida y aspecto fatigado.

Al poco rato, Porthios apareció en la puerta arqueada.

—Podéis pasar —dijo con expresión ceñuda.

El grupo entró en la cámara del Orador de los Soles. Hacía cientos de años que ningún humano entraba en el edificio. Ningún kender lo había visitado anteriormente y los únicos enanos que lo conocían eran aquellos que participaron en su construcción, cientos de años atrás.

—¡Ah! ¡Este es el trabajo de un gran artesano! —dijo Flint en voz baja, con los ojos empañados de lágrimas.

La cámara era circular y parecía mucho más amplia que la esbelta torre que la circundaba. Construida toda ella en mármol blanco, sin vigas ni columnas, la habitación tenía una altura de cientos de pies, formando una bóveda decorada con un bello mosaico hecho de brillantes azulejos incrustados. El mosaico representaba, en una de sus mitades, el cielo azul y el sol; en la otra mitad estaban Lunitari, Solinari y las estrellas. Ambas mitades estaban separadas por un arco iris.

En la habitación no había lámparas. Ventanas y espejos, ingeniosamente distribuidos, recogían la luz del sol, fuese cual fuese la situación del astro en el cielo, y la proyectaban en la habitación. Los haces de luz convergían en el centro de la cámara, iluminando una tribuna.

No había asientos. Los elfos estaban en pie, hombres y mujeres juntos; sólo aquellos designados como miembros de la Casa Real tenían derecho a estar en la reunión. Había más mujeres de las que Tanis recordara haber visto nunca en las reuniones; muchas de ellas iban vestidas de morado, color de luto. Los elfos se casaban para toda la vida y si el esposo moría, las mujeres no volvían a casarse. Por tanto, la viuda conservaba hasta su muerte la categoría de miembro de la Casa Real.

Los compañeros fueron conducidos hasta la parte central de la cámara. Los elfos les dejaron pasar en respetuoso silencio aunque les dirigieron veladas miradas de repulsa, especialmente al enano, al kender y a los dos bárbaros, cuyo aspecto era bastante grotesco, vestidos con aquellas exóticas pieles. Se oyeron murmullos de sorpresa ante la aparición del noble y orgulloso Caballero de Solamnia, y hubo algunos susurros cuando apareció Raistlin con su túnica roja. Los hechiceros elfos vestían la túnica blanca del bien, no la túnica roja que proclamaba neutralidad. Los elfos consideraban esta última muy próxima a la negra. Cuando el público guardó silencio, el Orador de los Soles avanzó hacia la tribuna.

Hacía muchos años que Tanis no veía al Orador, que había sido su padre adoptivo y también en él, notó el cambio. El elfo aún era alto, más alto, incluso, que su hijo Porthios. Iba ataviado con la túnica amarillo pálido que le distinguía. Su rostro era duro e inflexible; sus maneras, austeras. Hacía más de un siglo que se le denominaba con el nombre de «el Orador». Aquellos que conocían su verdadero nombre nunca lo pronunciaban, incluyendo a sus hijos. Tanis notó en su cabello hebras de plata que antes no tenía, y en su rostro, en el que antes no se apreciaba el paso del tiempo, había marcas de tristeza y preocupación.

Apenas los compañeros entraron en la sala, Porthios se reunió con su hermano. El Orador extendió ambos brazos y los llamó por su nombre.

—Hijos míos —dijo el Orador entrecortadamente. A Tanis le sorprendió que no ocultara su emoción.

—Nunca creí que volvería a veros de nuevo en esta vida. Contadme la expedición —se dirigió a Gilthanas.

—A su tiempo, Orador —dijo Gilthanas—. Primero, os ruego que acojáis a nuestros huéspedes.

—Sí, disculpadme. —El Orador se pasó una mano temblorosa por la cara y a Tanis le pareció que el elfo envejecía por momentos.

—Disculpadme. Os doy la bienvenida a vosotros, que habéis entrado en este reino en el que, durante muchos años, nadie había entrado.

Gilthanas le dijo unas palabras y el Orador miró a Tanis de reojo, haciéndole una señal para que se acercara. Sus palabras fueron frías, su actitud, educada pero tensa.

—¿De verdad eres tú, Tanthalas? ¿El hijo de la mujer de mi hermano? Han transcurrido muchos años y todos nos preguntábamos qué habría sido de ti. Te damos la bienvenida a tu tierra natal, aunque me temo que hayas regresado sólo para ver sus últimos días. Mi hija se sentirá muy feliz de verte. Ha echado de menos a su compañero de infancia.

Gilthanas, al oírlo, se puso tenso y su expresión ensombreció al mirar a Tanis. El semielfo se sintió enrojecer. Hizo una reverencia ante el Orador, incapaz de pronunciar una palabra.

Dirigiéndose al resto de los compañeros, el Orador continuó.

—Os doy la bienvenida y espero saber algo más de vosotros más tarde. No os haremos esperar mucho, pero es conveniente que conozcáis lo que está sucediendo en el mundo. Luego os estará permitido descansar. Ahora, hijo mío —el Orador se dirigió a Gilthanas, evidentemente satisfecho de acabar con las formalidades—. Cuéntame la invasión de Pax Tharkas.

Gilthanas dio un paso al frente con la cabeza gacha.

—He fracasado, Orador de los Soles.

En la sala se oyó un murmullo. El rostro del Orador permaneció impasible. Simplemente suspiró, con la mirada perdida en una de las ventanas.

—Cuéntanos lo que ocurrió —dijo con lentitud.

Gilthanas tragó saliva y comenzó a hablar en un tono tan bajo que los que se hallaban al fondo de la habitación tuvieron que hacer un esfuerzo para oírlo.

—Viajé hacia el sur con mis guerreros, en secreto, como habíamos planeado. Todo fue bien. Encontramos un grupo de humanos de la resistencia, refugiados de Gateway, que se unieron a nosotros. Entonces, por mala fortuna, tropezamos con una patrulla draconiana. Luchamos valientemente, elfos y humanos juntos, pero no nos sirvió de nada. A mí me golpearon en la cabeza y perdí el conocimiento. Cuando desperté, estaba tendido en una hondonada, rodeado de los cadáveres de mis camaradas. Aparentemente, los malévolos soldados habían lanzado a los heridos desde una cima, dándonos al resto por muertos. —Gilthanas hizo una pausa, aclarándose la garganta.

—Los druidas del bosque curaron mis heridas. Por ellos supe que muchos de mis guerreros seguían con vida y habían sido hechos prisioneros. Dejando que los druidas enterrasen a los muertos, seguí las huellas del ejército draconiano y llegué hasta Solace.

Gilthanas se detuvo. Su rostro brillaba empapado de sudor y se retorcía las manos nervioso. Se aclaró la garganta de nuevo, intentó hablar pero no pudo. Su padre lo observaba cada vez más preocupado.

Al final Gilthanas continuó:

—Han arrasado Solace.

En la cámara se oyó un tenso murmullo.

—Los duros y resistentes vallenwoods han sido talados y quemados, pocos quedan en pie.

Ahora los elfos gritaban y sollozaban de ira y tristeza. El Orador levantó el brazo para restablecer el orden.

—Son malas noticias —dijo consternado.

—Lamentamos la muerte de árboles que son más viejos incluso que nosotros. Pero continúa… ¿qué le pasó a nuestra gente?

—Encontré a mis hombres atados a unos postes en el centro de la plaza de la ciudad, junto con los humanos que se nos habían unido. —Gilthanas prosiguió con la voz entrecortada—. Estaban rodeados por guardias draconianos. Creí que podría liberarlos aquella noche. Pero…— La voz le falló totalmente y bajó la cabeza. Su hermano mayor se acercó a él y posó una mano sobre su hombro.

Gilthanas se incorporó.

—Un dragón rojo apareció en el cielo…

De los elfos reunidos surgieron sonidos de sorpresa y enojo. El Orador sacudió la cabeza apenado.

—Sí, Orador —dijo Gilthanas, con voz firme, aunque extrañamente fuerte y discordante—. Es verdad. Esos monstruos han regresado a Krynn. El dragón rojo voló en círculos sobre Solace y los que lo vieron, huyeron despavoridos. Voló cada vez más bajo hasta posarse en la plaza. Su inmenso y reluciente cuerpo rojo de reptil ocupó toda la plaza, sus alas sembraron la destrucción, su cola derribó algunos árboles. Sus amarillos colmillos relucían, de sus inmensas mandíbulas goteaba saliva verdosa, sus gigantescos talones partían la tierra… y, montado sobre su lomo, había un humano.

—Era muy corpulento e iba ataviado con la túnica negra que llevan los sumos sacerdotes de la Reina de la Oscuridad, cubriéndose con una ondeante capa de color negro y oro. Su cara estaba oculta tras una horrenda máscara astada, labrada en negro y oro para emular el rostro de un dragón. Los súbditos del dragón cayeron de rodillas adorándolo tan pronto como lo vieron. Los goblins y los traidores humanos que luchan de su lado se agacharon aterrorizados; muchos de ellos huyeron. Tan sólo el heroico comportamiento de mi gente me impulsó a quedarme.

Ahora que había empezado a hablar, Gilthanas parecía ansioso de contar todo lo sucedido.

—Algunos de los humanos atados a las estacas enloquecieron de terror, chillando lastimosamente, pero mis guerreros permanecieron callados y desafiantes, a pesar de estar igualmente afectados por el miedo provocado por la presencia de los monstruosos dragones. Al jinete del dragón, aquello no le gustó nada. Los miró fijamente y comenzó a hablarles con una voz que parecía surgir de las profundidades de los Abismos. Sus palabras aún resuenan en mi mente.

—«Soy Verminaard, Señor del Dragón del Norte. He luchado para liberar a esta tierra y a estas gentes de los falsos rumores propagados por aquellos que se autodenominan Buscadores. Muchos se han pasado a mi lado, satisfechos de favorecer la gran causa de los Señores de los Dragones. Les he enseñado a tener misericordia y los he favorecido con las bendiciones que me ha otorgado mi diosa. Poseo encantamientos de curación que ningún otro en esta tierra posee, y ello prueba que soy el representante de los verdaderos dioses. Pero vosotros, humanos, me habéis desafiado. Habéis elegido luchar contra mí, por tanto vuestro castigo servirá de escarmiento para todo aquel que elija la insensatez en lugar de la sabiduría».

—Entonces se dirigió a los elfos y dijo:

—«En este acto proclamo que yo, Verminaard, tal como ha decretado mi diosa, destruiré vuestra raza por completo. A los humanos se les puede enseñar a enmendar sus errores, pero a los elfos… ¡nunca!».

—La voz del hombre se fue elevando hasta hacerse más potente que la voz de los vientos.

—«¡Que este sea el último aviso para todos los que aquí estáis! ¡Ember, a la carga!».

—Al oír la orden, el gran dragón comenzó a vomitar fuego sobre los que estaban atados a los postes, quienes se retorcían de dolor, indefensos, ardiendo hasta la muerte en una terrible agonía…

La sala se sumió en un silencio absoluto. Todos estaban demasiado impresionados para pronunciar palabra.

—Me sentía enloquecer —continuó Gilthanas con una mirada febril que era casi un reflejo de lo que había visto.

—Decidí unirme a mi gente para morir con ellos, cuando una mano me agarró y me retuvo. Era Theros Ironfield, el herrero de Solace. «No es momento de morir, elfo», me dijo. «Es momento de venganza». Yo… me desmayé, y él me llevó a su casa poniendo en peligro su vida. ¡Y hubiera pagado con su vida la ayuda que brindó a los elfos, si esta mujer no le hubiese curado!

Gilthanas señaló a Goldmoon, quien, de pie entre los compañeros, ocultaba su rostro tras la capa de pieles. El Orador se volvió a mirarla, y lo mismo hicieron todos los presentes, murmurando palabras amenazadoras.

—Orador, Theros es el hombre que han traído hoy —dijo Porthios.

—El hombre que tiene sólo un brazo. Ha sido un auténtico milagro el que salvara su vida, pues sus heridas eran terribles.

—Acércate, mujer de las Llanuras —ordenó severamente el Orador.

Goldmoon avanzó hacia la tribuna, seguida de Riverwind. Dos guardias elfos se movieron rápidamente para bloquearle el paso al guerrero, quien los miró fijamente y se quedó donde estaba.

La hija de Chieftain siguió caminando, con la cabeza alta, orgullosa. Al sacarse la capucha, el sol refulgió sobre su cabello de oro y plata, que le caía por la espalda como una cascada. Los elfos quedaron maravillados ante su belleza.

—¿Dices que has curado a ese tal… Theros Ironfeld? —le preguntó con desdén el Orador.

—Yo no digo nada —respondió fríamente Goldmoon—. Vuestro hijo me vio curarlo. ¿Acaso dudáis de sus palabras?

—No, pero estaba fatigado, enfermo y abatido. Puede que haya confundido brujería con curación.

—Mirad esto —dijo Goldmoon suavemente, desabrochándose la capa y dejándola caer. El medallón relució a la luz del sol.

El Orador dejó la tribuna y se acercó a ella con los ojos abiertos de par en par, sin poder creer lo que veía. Un segundo después, su rostro comenzó a enrojecer de furia.

—¡Blasfemia! —chilló. Acercándosele aún más, intentó arrancarle el medallón.

Hubo un destello de luz azul. El Orador cayó al suelo con un grito de dolor. Los elfos vociferaron alarmados, sacando sus espadas, y los compañeros desenvainaron las suyas. Los guerreros elfos se apresuraron a rodearlos.

—¡Deteneos! —interrumpió Fizban con voz firme y severa.

El viejo mago renqueó hasta la tribuna, apartando con calma las espadas, como si fuesen las esbeltas ramas de un álamo. Los elfos lo observaron atónitos, aparentemente incapaces de detenerlo. Murmurando para sí, Fizban se acercó al Orador que estaba tendido en el suelo. El anciano ayudó al elfo a ponerse en pie.

—Tú mismo te lo has buscado —le regañó Fizban, sacudiendo la túnica del Orador mientras este lo miraba sorprendido.

—¿Quién eres? —le preguntó.

—Mmmmm. ¿Cuál era mi nombre? —El anciano se volvió, buscando a Tasslehoff con la mirada.

—Fizban —dijo el kender ayudándolo.

—Sí, Fizban. Ese es mi nombre —el mago se atusó su barba blanca.

—Ahora, Solostaran, te sugiero que llames al orden a tus guardias y les digas a todos que se calmen. A mí me gustaría escuchar la historia de las peripecias de esta joven mujer, y tú también harías bien en escucharla. Tampoco estaría de más que te disculpases.

Cuando Fizban estrechó la mano del Orador, su desbaratado sombrero se le deslizó sobre los ojos.

—¡Ayudadme! ¡Me he quedado ciego! —Raistlin, mirando con desconfianza a los guardias elfos, se apresuró a ayudarlo. Agarrando al anciano por el brazo, le colocó bien el sombrero.

—¡Ah! Loados sean los verdaderos dioses —dijo el mago, parpadeando. El Orador contempló al anciano con una expresión de asombro en el rostro y entonces, como en sueños, se volvió hacia Goldmoon.

—Aceptad mis disculpas, señora de las Llanuras —dijo en voz baja.

—Hace más de trescientos años que desaparecieron los sacerdotes elfos, trescientos años desde que el símbolo de Mishakal fue visto en estas tierras por última vez. Mi corazón sangró al ver el amuleto profanado. Disculpadme. Hace tanto tiempo que las cosas van mal que no he sido capaz de advertir la llegada de la esperanza. Por favor, si no estáis cansada, contadnos vuestra historia.

Goldmoon relató la historia del medallón, contando las desventuras de Riverwind, cómo los habían apedreado sus propias gentes, el encuentro con los compañeros en la posada y su viaje a Xak Tsaroth. Habló de la destrucción del dragón y de cómo había recibido el medallón de Mishakal. Pero no mencionó los Discos.

A medida que iba hablando, los rayos de sol se iban alargando y cambiando de color con la caída del atardecer. Cuando acabó su relato, el Orador guardó silencio durante unos segundos.

—Debo reflexionar sobre todo esto y lo que significa para nosotros —dijo al final. Se volvió hacia los compañeros:

—Estáis exhaustos. Veo que algunos de vosotros aguantáis por puro coraje. No cabe duda —dijo sonriendo y mirando a Fizban, que roncaba suavemente apoyado contra una pared—, de que algunos de vosotros estáis casi dormidos. Mi hija, Laurana, os llevará a un lugar donde podréis olvidar vuestros temores. Esta noche celebraremos un banquete en honor vuestro, pues nos habéis traído la esperanza. ¡Que la paz de los verdaderos dioses os acompañe!

Del grupo de elfos surgió una elfa que caminó hacia delante hasta situarse al lado del Orador. Al verla, Caramon se quedó boquiabierto. Los ojos de Riverwind se abrieron de par en par. Incluso Raistlin se la quedó mirando, percibiendo por vez primera la belleza más pura, sin la más mínima imperfección. Sus cabellos eran como miel brotando de un cántaro; caían sobre sus brazos y por su espalda, más allá de la cintura. Su piel era suave y tostada. Tenía los rasgos finos y delicados de los elfos, pero combinados con unos bellos labios y unos inmensos ojos acuosos, que cambiaban de color como las hojas bajo el efecto del sol.

—Por mi honor de caballero —dijo Sturm conteniendo el aliento.

—Nunca había visto una mujer tan bella.

—Ni la verás en este mundo —murmuró Tanis.

Todos los compañeros miraron fijamente a Tanis, pero el semielfo ni se dio cuenta. No podía apartar la mirada de Laurana. Sturm arqueó las cejas, intercambiando una mirada con Caramon, quien le estaba dando un codazo a su hermano. Flint movió la cabeza y lanzó un suspiro tan hondo que parecía salido de los dedos de sus pies.

—Ahora todo está mucho más claro —le dijo Goldmoon a Riverwind.

—Para mí no está nada claro —dijo Tasslehoff—. ¿Tienes alguna idea de lo que está ocurriendo, Tika?

Todo lo que Tika sabía era que, mirando a Laurana, se sentía patosa y mal vestida, pecosa y pelirroja. Se subió la blusa tapándose el escote, deseando que no fuese tan bajo o no tener tanto que mostrar.

—Vamos, por favor, dime qué es lo que está sucediendo —susurró Tasslehoff al ver las miradas que los otros intercambiaban.

—¡No lo sé! —exclamó Tika.

—Sólo sé que Caramon está haciendo el ridículo. Míralo al muy tonto. Parece como si en su vida hubiese visto a una mujer.

—Es bonita —dijo Tas.

—Diferente a ti, Tika. Es esbelta y camina como un árbol mecido por el viento, y…

—¡Oh, cállate! —exclamó Tika furiosa, dándole a Tas un empujón que casi lo tira.

Tasslehoff se ofendió y cambió de lugar, situándose al lado de Tanis, resuelto a no apartarse del semielfo hasta averiguar lo que estaba sucediendo.

—Os doy la bienvenida a Qualinost, honorables huéspedes —dijo Laurana con timidez pero con una voz clara y cristalina.

—Por favor, seguidme. El camino no es largo, habrá comida, bebida y descanso al llegar.

Caminando con la gracia de un niño, avanzó entre los compañeros, quienes se apartaron a su paso, tal como habían hecho los elfos. Todos la miraban con admiración. Laurana se dio cuenta, por lo que bajó los ojos con modestia, enrojeciendo. Sólo levantó la mirada una vez, cuando pasó al lado de Tanis, una mirada fugaz que sólo Tanis advirtió.

Los compañeros despertaron a Fizban y abandonaron la torre del Sol.