3

La caravana de esclavos

El viejo mago

Los compañeros pasaron una fría noche en vela, encerrados en una jaula de hierro con ruedas instalada en la plaza de la ciudad de Solace. Había tres jaulas encadenadas a uno de los postes clavados en el suelo de la plaza. Los postes, ennegrecidos por el incendio, tenían las bases chamuscadas y astilladas. En aquel terreno desarbolado ya no crecía ni una brizna de hierba; incluso las piedras estaban atezadas y chamuscadas.

Cuando amaneció, los compañeros pudieron ver más prisioneros en las otras jaulas. Era la última caravana de esclavos que iba a salir de Solace en dirección a Pax Tharkas, bajo el mando de Fewmaster Toede.

A lo largo de la noche, Caramon había intentado forzar los barrotes de la jaula, sin conseguirlo.

A primeras horas de la mañana se había levantado una espesa neblina que ocultaba la arrasada ciudad a los compañeros. Tanis miró a Goldmoon y a Riverwind. Ahora podía comprenderlos, pensó. Ahora conozco ese gélido vacío interior que hiere más que una estocada. Me he quedado sin hogar.

Dirigió su mirada a Gilthanas, quien se encontraba acurrucado en un rincón. Durante la noche el elfo no había hablado con nadie, se había disculpado, alegando que le dolía la cabeza y se sentía fatigado. Pero Tanis, que se había mantenido en guardia durante toda la noche, se había percatado de que Gilthanas no había pegado ojo, ni siquiera había fingido dormir. Mordiéndose el labio superior, se había pasado la noche con la mirada perdida en la oscuridad. La imagen le recordó a Tanis que tenía, si decidía recuperarlo, otro lugar al que podía llamar hogar: Qualinesti.

«No, pensó Tanis apoyándose en los barrotes, Qualinesti nunca será mi hogar. Es sólo un lugar en el que he vivido…».

Fewmaster Toede apareció entre la niebla, frotándose sus rechonchas manos y sonriendo satisfecho, tras contemplar con orgullo la caravana de esclavos; probablemente le ascenderían. Esta última era una buena «cosecha», considerando que en aquella asolada ciudad, la recolección ya estaba hecha. Lord Verminaard estaría contento con este último lote. Especialmente con aquel corpulento guerrero —un excelente espécimen que seguramente podría realizar en las minas el trabajo de tres hombres—. El bárbaro alto también era un buen ejemplar. En cambio, al caballero, probablemente, habría que matarlo; los solámnicos no solían cooperar. A Lord Verminaard le encantarían también las mujeres —muy diferentes, pero muy bellas las dos—. Al propio Toede siempre le había atraído la camarera pelirroja; sus ojos eran seductores, y su escotada blusa blanca revelaba lo suficiente de su piel —ligeramente pecosa— para despertar en él curiosidad por lo que habría debajo.

Las ensoñaciones de Toede fueron bruscamente interrumpidas por el sonido del batir de las espadas y unos gritos roncos que flotaban en la niebla. Los gritos fueron aumentando de volumen. Al poco rato, todas las personas que integraban la caravana estaban despiertas y oteando a través de la niebla para intentar ver algo.

El gran goblin lanzó una inquieta mirada a los prisioneros y deseó haber conservado a su lado unos cuantos guardias más. Los goblins, viendo que los prisioneros se desperezaban, se pusieron en pie y los apuntaron con sus arcos y flechas.

—¿Qué sucede? —refunfuñó Toede en voz alta—. ¿Es que esos imbéciles no pueden hacer prisioneros sin organizar todo este barullo?

De repente, por encima de los gritos se oyó un bramido. Era el aullido de agonía y de dolor de un hombre, pero la rabia que se desprendía de él superaba a todo lo demás.

Gilthanas se levantó con la tez pálida.

—Conozco esa voz. Es Theros Ironfield. Me lo temía. Desde el incendio de la ciudad ha estado ayudando a escapar a las gentes que habitaban en Solace, a los enanos, a los kenders, a los elfos… Ese Lord Verminaard ha jurado exterminar a todos los elfos. —Gilthanas observó la reacción de Tanis.

—¿O no lo sabías?

—¡No!, claro que no lo sabía. No tenía ni idea. ¿Cómo iba a saberlo?

Gilthanas se calló, examinando a Tanis durante un largo instante.

—Perdóname. Creo que te he juzgado mal. Pensé que quizás esa era la razón por la que te habías dejado crecer la barba.

—¡Nunca! —Tanis saltó hacia delante—. ¿Cómo te atreves a acusarme…?

—Tanis —le avisó Sturm.

El semielfo se volvió y vio que los guardias goblins avanzaban en dirección a la jaula, apuntándole al corazón con sus flechas. Con las manos en alto, retrocedió hacia su lugar en el preciso momento en que un grupo de goblins aparecía arrastrando a un hombre alto y corpulento.

—Me enteré que Theros había sido traicionado —dijo en voz baja Gilthanas—. Regresé para advertírselo. Si no hubiese sido por él, nunca hubiese conseguido escapar vivo de Solace. Anoche habíamos quedado en encontramos en la Posada. Cuando vi que no venía, temí que…

Fewmaster Toede abrió la puerta de la jaula en la que estaban los compañeros, chillándoles a los goblins para que se apresuraran a meter dentro al prisionero. Algunos apuntaron con sus armas a los cautivos, mientras otros arrojaban a Theros al interior de la misma.

Toede cerró la puerta de golpe.

—¡Ya está! —chilló—. Enganchad a las bestias, nos vamos.

Escuadrones de goblins llevaron inmensos alces a la plaza y comenzaron a engancharlos a las carretas. Tanis sólo oía, como ruido de fondo, el alboroto y los chillidos de los goblins, pues por el momento su atención estaba centrada en el herrero.

Theros Ironfield yacía inconsciente en el suelo de la jaula, que estaba cubierto de paja. En el lugar donde debería haber estado su fuerte brazo derecho, sólo había un muñón. Le habían cercenado el brazo por debajo del hombro, con un arma afiladísima. De la horrible herida no dejaba de manar sangre, derramándose sobre el suelo de la jaula.

—¡Qué esto les sirva de lección a aquellos que ayudan a los elfos! —gritó Fewmaster.

—¡Nunca volverá a forjar nada… a menos que se forje un brazo nuevo! Yo… ¡eh! —Un alce inmenso casi lo arrolla, obligándolo a ponerse a salvo.

Toede se volvió hacia la criatura que guiaba el alce.

—¡Sestun, eres un asno! —exclamó dándole un empujón y derribándolo.

Tasslehoff contempló a la criatura, creyendo que era un goblin muy pequeño. A los pocos segundos se dio cuenta de que se trataba de un enano gully vestido con una armadura de goblin. El enano se levantó, enderezó su ladeado casco y se quedó mirando a Fewmaster, quien andaba torpemente hacia el principio de la caravana. Frunciendo el ceño, el gully comenzó a patear barro en esa dirección. Aparentemente, esto lo tranquilizó, pues a los pocos segundos volvía a azuzar al alce para situarlo en su lugar.

—Mi leal amigo —murmuró Gilthanas arrodillándose junto a Theros y tomando la mano fuerte y negra del herrero entre las suyas—. Has pagado la lealtad con tu vida.

Theros lo miró con los ojos en blanco, sin oírle. Gilthanas intentaba detener la hemorragia, pero la sangre seguía fluyendo por el suelo de la carreta. La vida del herrero se estaba evaporando ante sus ojos.

—No —dijo Goldmoon arrodillándose junto a Theros—. No tiene por qué morir. Tengo el poder de la curación.

—Señora —le replicó Gilthanas con impaciencia—, no existe nadie en Krynn capaz de ayudar a este hombre. Ha perdido mucha sangre. Sus pulsaciones son tan débiles que casi no puedo sentirlas. Lo mejor que podemos hacer es dejarlo morir en paz, sin molestarlo con uno de esos rituales bárbaros.

Goldmoon no hizo caso de sus palabras y posó su mano sobre la frente de Theros, cerrando los ojos.

—Mishakal, amada diosa de la curación, bendice a este hombre. Si su destino no se ha cumplido, sánalo, que viva para poder servir a la causa de la verdad.

Gilthanas protestó una vez más, e intentó apartarla del herido, pero de pronto se detuvo, mirando atónito lo que sucedía. La sangre había dejado de manar y la carne comenzaba a cerrarse sobre la herida. La piel ennegrecida del herrero recuperó su color, su respiración se hizo constante y tranquila; Theros se sumió en un sueño saludable y relajado. Los prisioneros de las jaulas vecinas comenzaron a murmurar de admiración. Tanis miró a su alrededor, temeroso de que los goblins o los draconianos se hubiesen percatado, pero estos, aparentemente, se hallaban todos enfrascados en la tarea de enganchar a los ariscos alces en los carromatos. Gilthanas se dejó caer de nuevo en su rincón, mirando a Goldmoon con expresión pensativa.

—Tasslehoff, reúne un montón de paja —ordenó Tanis—. Caramon y Sturm, ayudadme a trasladarlo a este rincón.

—Toma. —Sturm le ofreció su capa—. Ponle esto para que no pase frío.

Goldmoon se aseguró de que Theros estuviese cómodo y luego regresó a su lugar junto a Riverwind. Su rostro irradiaba tanta paz y serenidad, que parecía como si las criaturas que se hallaban fuera de la jaula fuesen los verdaderos prisioneros.

Casi anochecía cuando la caravana se puso en marcha. Se acercaron algunos goblins y lanzaron comida a las jaulas; pedazos de carne y de pan. Ninguno de los compañeros, ni siquiera Caramon, comió esa carne rancia y pestilente, sino que volvieron a lanzarla fuera de las jaulas. No obstante, devoraron el pan con fruición, pues no habían comido nada desde la noche anterior. Toede pronto lo tuvo todo preparado y, montado en su pony peludo, dio la orden de iniciar la marcha. Sestun, el enano gully, trotaba tras él. Al ver los pedazos de carne sobre el barro, se detuvo, los recogió ansiosamente y los engulló al instante.

Cuatro alces tiraban de cada una de las jaulas. Dos goblins, sentados en plataformas de madera, los guiaban. Uno de ellos llevaba las riendas y el otro un látigo. Toede se situó al frente de la caravana, seguido de unos cincuenta draconianos ataviados con armadura y fuertemente armados. Una tropa de unos cien goblins, cerraba la caravana.

Después de gran confusión y griterío, la caravana comenzó por fin a avanzar, dando bandazos, observada por algunos de los pocos residentes que aún quedaban en Solace. Estos, si conocían a alguien entre los prisioneros, no les dirigían la palabra ni hacían señal alguna o gesto de despedida. Tanto los rostros de dentro de los carromatos como los de afuera, eran rostros incapaces de sentir dolor. Al igual que Tika, habían jurado no volver a llorar jamás.

Se dirigieron hacia el sur, por un viejo camino a través del paso Gateway. Hacia el mediodía del día siguiente, los goblins y los draconianos, que se quejaban de tener que andar bajo el calor del sol, se animaron y aceleraron el paso cuando llegaron a la sombra de las altas paredes que formaban el cañón del paso. Los prisioneros pasaron mucho frío en el cañón, pero tenían sus buenas razones para sentirse aliviados; al menos ya no estaban obligados a contemplar por más tiempo su asolada región.

Era casi de noche cuando dejaron los estrechos caminos del cañón y llegaron a Gateway. Los prisioneros se agolparon contra los barrotes para poder observar la próspera ciudad mercante. Pero lo único que quedaba de ella eran dos bajos muros de piedra, oscurecidos y chamuscados. No quedaba ningún signo de vida. Los prisioneros se dejaron caer en el suelo de la jaula, desmoralizados.

Una vez en campo abierto, los draconianos anunciaron que preferían viajar de noche. Por lo tanto, la caravana sólo hizo unas breves paradas hasta el amanecer. Era imposible dormir en aquellas asquerosas jaulas que traqueteaban y daban tumbos en cada bache del camino. Los prisioneros tenían hambre y sed. Aquellos que habían conseguido tragar la comida que los draconianos les habían arrojado, la vomitaron toda al poco rato. Y sólo les daban pequeños tazones de agua dos o tres veces al día.

Goldmoon permaneció junto al herrero herido. A pesar de que Theros Ironfield ya no estaba al borde de la muerte, seguía muy grave. Tenía una fiebre muy alta y deliraba acerca del saqueo de Solace. Theros hablaba de draconianos cuyos cuerpos, al morir, despedían ácido, quemando la carne de sus víctimas; y de draconianos cuyos huesos explotaban después de muertos, destrozándolo todo dentro de un amplio radio. Tanis le escuchaba, horrorizándose hasta sentir náuseas. Por primera vez, comprendía la inmensidad del drama. ¿Cómo podían pretender luchar contra dragones cuya respiración era letal, cuya magia excedía aquella de los mejores y más poderosos hechiceros que hubiesen vivido nunca? ¿Cómo podían derrotar a numerosos ejércitos de esos draconianos, cuando incluso sus cadáveres tenían el poder de matar?

Todo lo que tenemos, pensó amargamente Tanis, son los Discos de Mishakal, pero ¿de qué nos sirven? Había examinado los Discos en el viaje de Xak Tsaroth a Solace. No había podido leer mucho de lo que estaba escrito, y Goldmoon, a pesar de haber comprendido las palabras que se referían a las artes curativas, no había podido descifrar mucho más.

—Todo resultará claro para el ser que debemos encontrar y que nos traerá la paz —dijo con una fe firme—. Ahora mi misión es hallarlo.

A Tanis le habría encantado poder compartir su fe, pero a medida que iban viajando por los campos asolados, aumentaban sus dudas de encontrar a aquel que pudiese derrotar al poderoso Lord Verminaard.

Esas dudas eran tan sólo una parte de los problemas del semielfo. Raistlin, desprovisto de su medicina, no dejaba de toser, y su estado se agravó casi tanto como el de Theros. De esta forma, Goldmoon tenía ahora dos pacientes a su cargo. Afortunadamente, Tika ayudaba a la mujer bárbara a cuidar al mago. El padre de la muchacha había sido una especie de hechicero, y ella respetaba y ayudaba a cualquiera que pudiese practicar la magia.

En realidad, había sido el padre de Tika el que, inadvertidamente, había despertado en Raistlin esa vocación. En una ocasión había llevado a los gemelos, junto con su hermana adoptiva Kitiara, al Festival de Verano local, donde los chicos habían contemplado los trucos de Waylan el Maravilloso. Caramon, que entonces tenía ocho años, se había aburrido pronto y había consentido en acompañar a su hermanastra, de diez años, a ver la actuación de los espadachines. Raistlin, que ya en aquella época era frágil y delgaducho, y no se sentía atraído por los ejercicios violentos, se había pasado todo el rato admirando a Waylan el Ilusionista. Aquella noche, cuando regresaron a casa, Raistlin maravilló a su familia repitiendo fielmente todos los trucos. Al día siguiente, su padre lo llevó a estudiar las artes de la magia con uno de los grandes maestros.

Tika siempre había admirado a Raistlin, muy impresionada por las historias que había oído sobre su misterioso viaje a las legendarias Torres de la Hechicería. Por tanto, ahora ayudaba a cuidar del mago debido al respeto que por él sentía y por su innata necesidad de ayudar a los más débiles. También le atendía (admitió para sí) porque sus cuidados le ganaban la sonrisa de gratitud y aprobación del guapo hermano gemelo de Raistlin.

Tanis no estaba seguro de qué era lo que más debía preocuparle; si el empeoramiento del mago, o el incipiente romance entre el experimentado soldado y la joven. —Tanis no había dado crédito a los rumores que circulaban sobre el comportamiento de Tika, y la consideraba una inexperta y vulnerable muchacha.

Además tenía otro problema. Sturm, humillado por haber sido capturado, prendido y transportado como una presa, se sumió en una depresión profunda de la que Tanis creía que no volvería a salir. Siempre estaba sentado, mirando a través de los barrotes, o, peor aún, caía en largos períodos de sueño intenso, de los que resultaba imposible despertarlo.

Al final, Tanis tuvo que enfrentarse con su propia confusión interna, desatada por la presencia física del elfo que se hallaba sentado en un rincón de la jaula. Cada vez que miraba a Gilthanas, le acechaban los recuerdos de su casa de Qualinesti. A medida que se iban acercando a su tierra natal, aquellos recuerdos que creía enterrados y olvidados, iban reapareciendo en su mente, y las imágenes eran tan gélidas y amargas como los espectros del Bosque Oscuro.

Gilthanas era un amigo de la infancia —más que amigo, un hermano. Habían sido educados en la misma casa y tenían la misma edad; habían jugado, peleado y reído juntos, Cuando la hermana pequeña de Gilthanas creció lo suficiente, los muchachos permitieron que la rubia muchacha se uniera a ellos. Uno de los mayores placeres del trío consistía en fastidiar al hermano mayor, Porthios, un joven serio y fuerte que había tomado la responsabilidad de ocuparse de los problemas de su gente a edad muy temprana. Gilthanas, Laurana y Porthios eran hijos del Orador de los Soles, regente de los elfos de Qualinesti, cargo que Porthios debía heredar al morir su padre.

En el reino de los elfos, algunos habían encontrado extraño que el Orador acogiera en su casa al hijo bastardo de la viuda de su hermano, fruto de una violación perpetrada por un guerrero humano. A los pocos meses de nacer su hijo, ella había muerto de pena. Pero el Orador, que tenía un alto sentido de la responsabilidad, cobijó al niño sin pensarlo dos veces. No fue hasta años más tarde, al observar con creciente inquietud la relación que se iba desarrollando entre su amada hija y el bastardo semielfo, cuando comenzó a lamentar su decisión. Aquella situación también confundió a Tanis. El joven, al ser medio humano, pronto adquirió una madurez que a la muchacha elfa, debido a su más lento desarrollo, le fue difícil comprender. Tanis se dio cuenta de que aquella unión podía proporcionar mucha infelicidad a esa familia que él tanto quería. Además, comenzó a asediarle la agitación interna que seguiría atormentándolo a lo largo de su vida: la constante lucha entre su parte de elfo y su parte humana. A los ochenta años —unos veinte en su edad humana—, tanis abandonó Qualinost. Su partida no entristeció demasiado al Orador, y aunque intentó ocultarle a Tanis sus sentimientos, ambos lo sabían perfectamente.

Gilthanas no había sido tan delicado. Él y Tanis habían intercambiado amargas palabras sobre su relación con Laurana. Muchos años después, aún no había olvidado el veneno de aquellas palabras, e incluso ahora, se preguntaba si, realmente, las había perdonado u olvidado. Por lo visto Gilthanas no lo había conseguido.

El viaje fue muy largo para ambos. Tanis intentó conversar con él en varias ocasiones, pero finalmente comprendió que Gilthanas había cambiado. El joven elfo siempre había sido abierto, honesto, divertido y alegre. Nunca había sentido envidia de su hermano mayor, ni de sus responsabilidades inherentes a la herencia del trono. Gilthanas era un erudito, un aficionado a las artes mágicas, aunque nunca se las había tomado tan en serio como Raistlin. Era un excelente guerrero, a pesar de que, como a todos los elfos, le desagradaba luchar. Además, estaba totalmente dedicado a su familia, especialmente a su hermana. Pero ahora, en cambio, estaba triste y silencioso, un estado de ánimo poco común en un elfo. En el único momento en que demostró algún interés fue cuando Caramon comenzó a planear una huida. Gilthanas le dijo secamente que lo olvidara, que lo echaría todo a perder. Cuando le pidieron que se explicara, el elfo guardó silencio, murmurando únicamente algo sobre «circunstancias poderosas».

Al amanecer del tercer día, el ejército de draconianos estaba exhausto por la larga marcha de la noche y anhelaban descansar. Los compañeros habían pasado otra noche en vela. De pronto los carromatos se detuvieron de golpe. Tanis alzó la mirada, asombrado por el cambio en la rutina habitual. Los demás prisioneros se levantaron y miraron a través de los barrotes. Vieron a un anciano, vestido con largas túnicas, que en su día debían haber sido de color blanco, y con un arrugado sombrero de forma puntiaguda. Parecía que estaba hablando con un árbol.

—¿Es qué no me has oído? —El anciano golpeaba el roble con un viejo y gastado bastón—. ¡Te he dicho que te muevas, e insisto! ¡Yo estaba tranquilamente sentado sobre esa roca —dijo señalando un guijarro—, disfrutando del sol naciente que calentaba mis viejos huesos, cuando tuviste la desfachatez de proyectar tu sombra para enfriarme! ¡Te digo que te muevas!

El árbol no respondió, ni se movió…

—¡No aguantaré ni una insolencia más! —El anciano siguió golpeando el árbol con su bastón—. Muévete o te… Te tronch…

—¡Que alguien encierre a ese loco en una jaula! —gritó Fewmaster Toede.

—¡Sacadme las manos de encima! —espetó el anciano al draconiano que intentaba prenderlo. Lo golpeó débilmente con su bastón hasta que se lo quitaron—. ¡Arresten al árbol! —insistió—. ¡Obstrucción de la luz del sol! ¡Ese es su delito!

Los draconianos arrojaron al anciano en la jaula en la que se hallaban los compañeros. Tropezando con sus túnicas, cayó al suelo.

—¿Te encuentras bien, anciano? —preguntó Riverwind mientras lo ayudaba a sentarse.

Goldmoon se acercó a él.

—Anciano, ¿estás herido? Soy sacerdotisa de…

—¡Mishakal! —dijo él, observando el amuleto que Goldmoon llevaba alrededor del cuello—. Qué interesante. ¡Caramba! —exclamó mirándola sorprendido—. ¡No aparentas tener trescientos años!

Goldmoon parpadeó, sin saber cómo reaccionar.

—¿Cómo lo supiste? ¿Acaso reconociste…? Yo no tengo trescientos…

—Claro que no los tienes. Lo siento, querida. —El anciano le dio unos golpecillos en la mano—. Nunca hay que revelar en público la edad de las damas. Discúlpame, no volverá a suceder. Será nuestro pequeño secreto.

Tas y Tika comenzaron a reírse. —El anciano miró a su alrededor.

—Muy amable por vuestra parte el deteneros y ofreceros a llevarme. El camino a Qualinost es largo.

—No nos dirigimos a Qualinost —dijo Gilthanas con acritud—. Somos prisioneros, nos llevan a las minas de esclavos de Pax Tharkas.

—¡Oh! —el anciano miró vagamente a su alrededor—. Entonces tiene que haber otro grupo que pase por aquí. Hubiera jurado que era este.

—¿Cuál es tu nombre, anciano? —le preguntó Tika.

—¿Mi nombre? —El hombre frunció el ceño, dubitativo—. ¿Fizban? Sí, eso es. Fizban.

—¡Fizban! —repitió Tasslehoff mientras el carromato se ponía en marcha una vez más.

—¡Ese no es un nombre!

—¿No? ¡Qué desastre! Me sentía bastante orgulloso de él.

—Yo creo que es un nombre espléndido —dijo Tika mirando a Tas fijamente. El kender se acurrucó en un rincón sin dejar de observar las bolsas que colgaban del hombro del anciano.

De pronto Raistlin comenzó a toser, llamando la atención de todos. Sus espasmos habían ido empeorando progresivamente. Estaba exhausto y tenía muchos dolores; su piel quemaba al tacto. Algo estaba abrasando al mago por dentro, y Goldmoon no podía curarlo. Caramon se arrodilló junto a él, limpiándole la sangrienta saliva que se escurría entre sus labios.

—¡Debería tomar esa pócima suya! —Caramon los miró angustiado—. ¡Nunca lo había visto tan mal! Si no atienden a razones… —el guerrero frunció el ceño— ¡les partiré la cabeza! ¡No me importa cuántos sean!

—Les hablaremos cuando nos detengamos por la noche —le prometió Tanis, a pesar de que ya se imaginaba la respuesta de Fewmaster.

—Perdonad —dijo el anciano—. ¿Me permitís? —Fizban se sentó junto a Raistlin. Posó su mano sobre la frente del mago y lentamente, dijo unas palabras. Caramon, que se hallaba a su lado, oyó «Fistandan…» y «no es el momento…». Desde luego no era una plegaria de curación como las que había probado Goldmoon, pero su hermano respondía a ella de manera sorprendente. Los ojos de Raistlin se abrieron de par en par y agarrando al anciano por la muñeca, lo miró con expresión de auténtico terror. Por un instante, les pareció que Raistlin conocía al anciano. Este pasó sus manos por los ojos del mago, y la mirada de terror se trocó en una expresión de perplejidad.

—Hola. —Fizban le sonrió alegremente—. Mi nombre es… um… Fizban, —le dirigió a Tasslehoff una adusta mirada, desafiándolo a reírse.

—¿Eres un… mago? —susurró Raistlin. Su tos había cesado.

—¿Por qué me lo preguntas? Sí, supongo que lo soy.

—¡Yo sí soy mago! —dijo Raistlin haciendo un esfuerzo por incorporarse.

—¡No me digas! —Fizban parecía divertirse inmensamente—. ¡Qué pequeño es Krynn! Tendré que enseñarte algunos de mis hechizos. Conozco uno… uno de una bola de fuego… veamos, ¿cómo se hacía?

El anciano continuó divagando durante muchas horas. La caravana siguió su marcha a lo largo de todo aquel día y su noche correspondiente. Los prisioneros comían mendrugos de pan y alguno, demasiado hambriento para soportar el inacabable ayuno, engullía pequeños trozos de carne pestilente. Al amanecer del cuarto día la caravana se detuvo.