La noche de los dragones
Tika escurrió el trapo en el cubo y observó aburrida cómo el agua iba volviéndose negra. Dejó el trapo en la barra y levantó el cubo, dispuesta a llevarlo a la cocina para volver a llenarlo de agua. Pero entonces pensó, ¿por qué molestarse? Volviendo a tomar el trapo, comenzó a fregar las mesas una vez más y cuando creyó que Otik no la miraba, se secó los ojos con el delantal.
Pero Otik sí la estaba mirando. Con su mano regordeta sujetó a Tika por el brazo e hizo que se volviese. Sollozando, Tika apoyó la cabeza sobre el hombro de Otik.
—Lo siento, pero no consigo que esto quede limpio.
Por supuesto, Otik sabía que este no era el verdadero motivo por el que la muchacha lloraba. Le acarició suavemente la espalda.
—Lo sé, pequeña, lo sé. No llores.
—Es este maldito hollín. Lo deja todo negro, cada día lo limpio y al día siguiente vuelve a estar igual. ¡Siguen quemándolo todo!
—No te preocupes, Tika, y agradece que la Posada siga aún en pie…
—¡Agradecer! —Tika le apartó con el rostro enrojecido—. ¡Ni hablar! Ojalá se hubiese quemado como el resto de los edificios de Solace. Si así fuese, ellos no vendrían aquí. ¡Ojalá se hubiese quemado! ¡Ojalá! —La muchacha se hundió en una silla, sollozando desconsoladamente.
—Lo sé, querida, lo sé —repitió él, mientras alisaba las abombadas mangas de la blusa que Tika, con tanto orgullo, había intentado mantener blanca y limpia pero que ahora, como todas las cosas de aquella asolada ciudad, estaba sucia y cubierta de hollín.
El ataque había comenzado de improviso. Cuando los primeros refugiados provenientes del norte, habían empezado a llegar a la ciudad contando terribles historias sobre unos inmensos monstruos alados, Hederick, el Sumo Teócrata, había asegurado a los habitantes de Solace que se encontraban a salvo, que su ciudad sería respetada. Y la gente lo había creído, pues deseaban que así fuera.
Entonces llegó la noche de los dragones.
Aquella noche la posada estaba repleta. Era uno de los pocos lugares a los que la gente podía ir para olvidar aquellas nubes tormentosas que se divisaban en el cielo en dirección norte. La chimenea caldeaba el ambiente, la cerveza estaba fresca, las patatas picantes estaban deliciosas. No obstante, la tensión del ambiente se sentía incluso allí: todos discutían acaloradamente sobre la guerra.
Las palabras de Hederick tranquilizaron sus inquietos corazones.
—Nosotros no somos como esos temerarios locos del norte, que cometieron el error de desafiar el poder del Señor del Dragón —chilló desde encima de una silla a la que se había encaramado para poder ser oído—. Lord Verminaard ha asegurado personalmente al Consejo de Sumos Buscadores de Haven que sólo desea la paz. Nos pide permiso para que sus ejércitos atraviesen nuestra ciudad, pues van hacia el sur, a conquistar las tierras de los elfos. Y yo digo, ¡que su poder sea aún mayor!
Hederick hizo una pausa para que la gente pudiese aplaudirlo y vitorearlo.
—Hemos soportado durante demasiado tiempo que los elfos viviesen en Qualinesti. Yo propongo, ¡dejemos que ese Verminaard los obligue a regresar a Silvanost o al lugar de donde proceden! —Hederick se fue enardeciendo—. Algunos de vosotros, los más jóvenes, puede que consideréis la idea de uniros a los ejércitos de ese gran señor. ¡Pues él es un gran señor! ¡Yo lo conozco! ¡Bajo su liderazgo, entraremos en una nueva era! Expulsaremos a los elfos, enanos y demás extranjeros de nuestras tierras, y…
En aquel momento se oyó un estruendo sordo y continuado, como el de la acumulación de las aguas en una gran presa. Se hizo el silencio. Todos callaron y prestaron atención, extrañados, intentando imaginar qué era lo que provocaba aquel fragor. Hederick, irritado al comprender que había perdido la atención de su audiencia, miró a su alrededor. Poco a poco, el estruendo fue subiendo de tono, acercándose. De pronto la posada se sumergió en una espesa y sofocante oscuridad. Hubo gritos y la mayoría corrió hacia las ventanas para intentar ver algo a través de los pocos cristales transparentes que había mezclados entre las cristaleras de colores.
—Que alguien baje a averiguar qué está sucediendo —dijo una voz.
—Está tan oscuro que no puedo ver ni las escaleras —murmuró otra.
De pronto se hizo la luz.
Hubo una explosión de llamas fuera de la posada. Una ola de calor sacudió al edificio con tanta fuerza, que llegó a destrozar las ventanas, salpicando de cristales el interior. El inmenso vallenwood, que había permanecido imperturbable a lo largo de los años, flaqueó a causa de la bocanada. La posada tembló. Las mesas se volcaban, los bancos se deslizaban por los suelos y se estrellaban contra las paredes. Hederick perdió el equilibrio y cayó de la silla. La chimenea vomitaba ascuas ardientes, las lámparas de aceite caían del techo y las velas, de las mesas; se iniciaron pequeños incendios.
Además del ruido y la confusión, comenzó a oírse el agudo chillido de una criatura viviente, un aullido cargado de odio y crueldad. El estruendoso sonido invadió la posada y, tras una ráfaga de viento, vieron que un muro de llamas avanzaba en dirección sur.
A Tika se le cayó al suelo una bandeja llena de jarras cuando intentaba desesperadamente agarrarse a la barra para mantener el equilibrio. Alrededor suyo la gente gritaba, herida o asustada.
Solace estaba ardiendo.
Un resplandor cárdeno y anaranjado iluminó la estancia. A través de las ventanas rotas fueron filtrándose espesas nubes de humo negro. Tika sintió un aroma a madera quemada y luego algo peor, olor a carne quemada. Sofocada, miró hacia arriba y vio que pequeñas lengüetadas de fuego lamían las gruesas ramas del vallenwood que sostenían el techo. El sonido de la madera chamuscándose y crepitando, se mezclaba con el de los gritos de los heridos.
—¡Sofocad el incendio! —gritaba Otik angustiado.
—¡La cocina! —chilló la cocinera, atravesando apresuradamente las puertas batientes con las ropas en llamas y perseguida por una masa flamígera. Tika agarró del bar una jarra de cerveza y la lanzó sobre ella, sujetándola luego para poder empaparle el vestido. Rhea se hundió en una silla sollozando histéricamente.
—¡Salgamos! ¡Va a incendiarse todo el edificio! —gritó alguien.
Hederick, abriéndose paso a empellones, fue uno de los primeros en alcanzar la puerta. Corrió hacia la salida principal de la posada y ahí se detuvo, agarrándose a la barandilla, atónito. Provenientes del norte e iluminados por la fantasmagórica luz de las llamas, veía a cientos de criaturas desfilando; el bosque ardía y la luz rojiza se reflejaba en sus alas coriáceas. Eran tropas de draconianos. Horrorizado, contempló cómo las primeras filas penetraban en la ciudad de Solace. Sobre ellos volaban criaturas de las que se hablaba en cuentos y leyendas.
Eran dragones.
Cinco dragones rojos revoloteaban en aquel cielo ardiente. Uno tras otro fueron bajando, incinerando pedazos de la pequeña ciudad con flamígeras bocanadas, proyectadas en aquella mágica y espesa oscuridad. Era imposible luchar contra ellos —los goblins, al mando de Fewmaster Toede y al servicio del Sumo Teócrata, no podían ver lo suficiente para apuntar sus flechas o manejar sus espadas.
Para Tika, el resto de la noche quedó en un confuso recuerdo. No dejó de repetirse a sí misma que debía abandonar la ardiente posada, pero por otro lado, aquel era su hogar, allí se sentía segura. Por tanto se quedó, a pesar de que el calor proveniente de la cocina en llamas aumentaba y se hacía difícil respirar. Cuando las llamas pasaron a la sala, la cocina se precipitó al suelo. Otik y las camareras fueron lanzando jarras de cerveza a las llamas de la sala hasta que finalmente lograron sofocar el fuego.
Cuando lo consiguieron, Tika volvió su atención a los heridos. Otik se derrumbó en un rincón, tembloroso y sollozante. Tika envió a otra de las camareras a atenderlo mientras ella comenzaba a curar a los heridos. Trabajó durante horas, absolutamente resuelta a no mirar por las ventanas, apartando de su mente aquellos terroríficos sonidos de muerte y destrucción.
De pronto se dio cuenta de que nunca acababa con los heridos, que había más gente tendida en el suelo de la que había en la posada cuando comenzó el ataque. Sorprendida, miró a su alrededor. Las esposas ayudaban a sus maridos. Los maridos transportaban a sus esposas. Las madres llevaban niños moribundos.
—¿Qué sucede? —preguntó Tika a un guardia Buscador que entraba sosteniéndose un brazo herido por una flecha. Tras él iban entrando más personas.
—¿Qué pasa? ¿Por qué viene aquí toda esta gente?
El guardia la miró con ojos inundados de dolor y de tristeza.
—Este es el único edificio que queda en pie —farfulló— todo se ha incendiado. Todo está…
—¡Oh no! —Tika se debilitó por la impresión, sus rodillas comenzaron a temblar. En ese momento el guardia se desmayó en sus brazos y ella se vio obligada a reponerse. Cuando lo arrastraba hacia el interior, vio a Hederick, de pie en el porche, contemplando la arrasada ciudad con ojos vidriosos. Sus mejillas manchadas de hollín, estaban cuajadas de lágrimas.
—Ha habido un error —gimoteaba retorciéndose las manos—. Alguien ha cometido un error.
Hacía una semana que habían ocurrido estos sucesos. La posada no había sido el único edificio que había salido indemne. Los draconianos conocían los edificios esenciales para sus necesidades y habían incendiado aquellos que no lo eran, dejando en pie la posada, la herrería de Theros Ironfield y el almacén. La herrería siempre había estado a ras de suelo, debido a lo imprudente que hubiese resultado tener una forja situada en un árbol; los otros dos tuvieron que ser bajados, pues los draconianos consideraban un engorro tener que subirse a los árboles.
Lord Verminaard ordenó a los dragones que bajasen los edificios. Tras socavar un espacio, uno de los inmensos monstruos rojos agarró la Posada y la alzó, dejándola caer bruscamente sobre la chamuscada hierba. Los draconianos ulularon y vitorearon. Fewmaster Toede, capitán de los goblins. Que se había hecho cargo de la ciudad, ordenó a Otik reparar la posada sin dilación. La única debilidad de los draconianos eran las bebidas fuertes. Tres días después de que la ciudad fuese tomada, la posada abrió sus puertas de nuevo.
—Ya me siento mejor —le dijo Tika a Otik. Se incorporó en la silla y se secó los ojos, restregándose la nariz con el delantal. Desde esa noche, no había llorado ni una sola vez. Apretó los labios, y levantándose de la silla prometió:
—¡Y nunca más volveré a llorar!
Otik, sin comprenderla pero satisfecho al ver que Tika había recuperado la serenidad antes de que comenzasen a llegar los clientes, se situó detrás de la barra.
—Ya casi es la hora de abrir —dijo intentando aparentar buen humor—. Hoy quizás consigamos que se llene el bar.
—¿Cómo puedes aceptar su dinero?
Otik, temiendo otra escena, la miró implorante.
—Su dinero es tan bueno como el de cualquier otro. Incluso mejor, en los tiempos que corren.
—¡Hum! —resopló Tika. Enojada, cruzó la habitación a grandes zancadas. Otik, conociendo su temperamento, dio un paso atrás. Pero no consiguió nada; estaba acorralado. Ella le pinchó su inflada barriga con el dedo.
—¿Cómo puedes reírte de sus bromas crueles y satisfacer sus caprichos? ¡Odio su hedor! ¡Odio sus miradas lujuriosas y el contacto de sus manos frías y escamosas cuando tocan las mías! ¡Algún día, les…!
—¡Tika, te lo suplico! Piensa en mí. ¡Soy demasiado viejo para que me lleven a las minas de esclavos! Y tú… a ti te llevarían mañana mismo si no trabajases aquí. Por favor, compórtate… anda, sé buena chica.
Tika, furiosa, se mordió el labio con frustración. Sabía que Otik tenía razón. Ella corría un riesgo todavía mayor que el de ser enviada como esclava en una de las caravanas que pasaban cada día por la ciudad. Un draconiano: fuera de sí podía matar rápidamente y sin piedad alguna. Justo cuando estaba pensando esto, la puerta se abrió de golpe y seis guardias draconianos entraron con andar arrogante. Uno de ellos sacó el cartel de «cerrado» de la puerta y lo tiró a un rincón.
—Está abierto —dijo la criatura dejándose caer en una silla.
—Sí, claro. —Otik sonrió con debilidad—. Tika…
—Ya los he visto.