El regalo de Bupu
Un mal presagio
En el preciso momento en que acababan de descender de la marmita, un súbito temblor sacudió la Cámara de los Antepasados. Los compañeros, arrastrando a Riverwind, se apartaron de la abertura. El suelo se resquebrajó y se hundió, llevándose con él la inmensa rueda y las marmitas, que desaparecieron entre la niebla.
—¡Toda la ciudad se está hundiendo! —exclamó Caramon asustado, sosteniendo a Raistlin.
—¡Corred! ¡Hacia el templo de Mishakal! —gritó Tanis sintiendo una punzada de dolor.
Sturm agarró a Riverwind por los brazos intentando ayudarlo a levantarse, pero el bárbaro sacudió la cabeza, rechazándolo.
—Mis heridas no son graves, ya me las arreglaré solo. Déjame —permaneció tendido en el suelo. Tanis miró a Sturm interrogativamente, pero el caballero se encogió de hombros; los Caballeros de Solamnia consideraban el suicidio como algo noble y honorable, mientras que los elfos lo juzgaban una blasfemia.
El semielfo agarró al bárbaro por su oscuro cabello para mirarle directamente a los ojos.
—Está bien, ¡quédate aquí tendido y muérete! ¡Avergüenza a tu compañera! ¡Ella por lo menos tuvo el coraje de luchar!
Los ojos de Riverwind centellearon. Agarró a Tanis por la muñeca y lo lanzó contra la pared con tal fuerza, que el semielfo soltó un gemido de dolor. El bárbaro se puso en pie y miró a Tanis con odio, después se volvió y se dirigió al corredor, caminando con la cabeza gacha, dando traspiés.
Sturm ayudó a Tanis a levantarse y, aunque el semielfo estaba aturdido por el golpe, siguieron a los otros tan rápido como pudieron. El suelo temblaba peligrosamente. Sturm resbaló, y Tanis, estremecido, cayó de rodillas, temiendo desmayarse.
—Sigue adelante —intentó decirle a Sturm, pero le fue imposible pronunciar una sola palabra. El caballero lo levantó y continuaron caminando por el polvoriento corredor hasta que llegaron al pie de las escaleras denominadas Los Caminos de la Muerte, donde Tasslehoff los aguardaba.
—¿Y los demás? —le preguntó Sturm tosiendo a causa del polvo.
—Han comenzado a subir hacia el templo. Caramon me dijo que os esperara aquí. Flint dice que en el templo estaremos a salvo, que está construido por enanos. También Raistlin, que a vuelto en sí, dice que es un lugar seguro, dijo algo así como que estaba protegido por la diosa. Riverwind también está allí, al pasar me ha mirado fijamente, creo que si hubiera podido me hubiera matado, pero ha subido por las escaleras y…
—¡Ya está bien! —dijo Tanis interrumpiendo el parloteo—. ¡Ya es suficiente! Suéltame Sturm. He de descansar un minuto o me desmayaré. Sube con Tas, me encontraré con vosotros arriba. ¡Iros, maldita sea!
Sturm agarró a Tasslehoff por el cuello de la túnica y lo arrastró por las escaleras. Tanis se dejó caer empapado de sudor; sentía un dolor punzante al respirar. De pronto, el suelo que quedaba de la Cámara de los Antepasados se derrumbó con un tremendo estallido y el Templo de Mishakal tembló. Tanis se puso en pie rápidamente pero aguardó unos segundos al escuchar el sonido de un estruendoso torbellino de agua. El Nuevo Mar reclamaba a Xak Tsaroth. La ciudad muerta quedaría enterrada bajo sus aguas.
Tanis subió el último peldaño de la escalera y llegó a una de las habitaciones circulares que había en el templo. La ascensión había sido una pesadilla, cada nuevo paso un milagro. En la habitación reinaba la calma, el único sonido que podía oírse era la pesada respiración de sus compañeros que al llegar allí y sentirse a salvo, se habían desplomado exhaustos. Tanis tampoco se sentía con fuerzas para seguir adelante.
El semielfo miró a su alrededor para asegurarse de que los demás estuvieran bien. Sturm había dejado a su lado el paquete que contenía los Discos y se había recostado contra una pared. Raistlin yacía sobre un banco con los ojos cerrados y la respiración agitada, y Caramon se había sentado a su lado con el rostro ensombrecido por la ansiedad. Tasslehoff, sentado bajo el pedestal, observaba con curiosidad la parte superior y Flint se había apoyado en la doble puerta, demasiado cansado para refunfuñar.
—¿Dónde está Riverwind? —preguntó Tanis. Caramon y Sturm intercambiaron una extraña mirada y luego bajaron los ojos. El semielfo se puso en pie, acuciado por una rabia aún mayor que el dolor y la fatiga que sentía. Sturm se levantó y le impidió el paso.
—Es su voluntad Tanis. Es la costumbre de su pueblo como también lo es del mío.
Tanis empujó al caballero a un lado y caminó hacia la doble puerta. Al verle llegar, Flint no se movió.
—Sal de mi camino —al semielfo le temblaba la voz. Flint miró hacia arriba; las líneas de tristeza y pesadumbre que se habían ido grabando en su rostro a lo largo de más de cien años suavizaban su expresión ceñuda. En los ojos de Flint se reflejaba la misma prudencia que en su día había impulsado a un infeliz niño— medio humano, medio elfo —a iniciar una extraña y duradera amistad con un enano.
—Siéntate muchacho —le dijo Flint con voz amable, como si también él recordase sus orígenes—. Si con tu cabeza de elfo no puedes comprenderlo, escucha, por una vez en tu vida, a tu corazón de hombre.
Tanis cerró los ojos, por sus mejillas corrían lágrimas. Entonces oyó un grito dentro del templo… Riverwind. Tanis apartó al enano de un empujón, abrió la inmensa puerta doble y olvidando su dolor, caminó rápidamente hacia el segundo par de puertas. Tras abrirlas, entró en la Cámara de Mishakal, sintiendo una vez más que le invadía una sensación de paz y tranquilidad, aunque ahora, esos sentimientos se mezclaban con la rabia que le producía lo ocurrido.
—¡No puedo creer en vosotros! —gritó Tanis—. ¿Qué clase de dioses sois que exigís un sacrificio humano? Sois los mismos dioses que provocaron el Cataclismo. Está bien, ¡ya habéis demostrado vuestro poder! ¡Ahora dejadnos solos! ¡No os necesitamos! —El semielfo sollozó. Entre lágrimas, podía ver a Riverwind, espada en mano, arrodillado frente a la estatua. Tanis corrió hacia él, dispuesto a impedir aquel acto autodestructivo, pero al dar la vuelta a la base sobre la que se erguía la figura, se detuvo atónito. Por unos segundos se negó a creer lo que veían sus ojos; tal vez el sufrimiento y la tristeza le estaban jugando una mala pasada. Intentando sosegar sus alterados sentidos, levantó la mirada hacia el bello y sereno rostro de la estatua, y tras contemplarla unos segundos, miró de nuevo hacia abajo.
Goldmoon estaba ahí, tendida, profundamente dormida, su pecho subía y bajaba al ritmo de su pausada respiración. Sus cabellos de oro y plata se habían soltado del lazo que los anudaba y ondeaban alrededor de su rostro, impulsados por una suave brisa que inundaba la habitación con una fragancia primaveral. La Vara formaba parte de la estatua de mármol una vez más, pero Goldmoon lucía alrededor del cuello el collar que antes llevara la diosa. Poco a poco Goldmoon fue despertando de su sueño, abrió sus bellos ojos y miró pausada y tranquilizadoramente al atribulado Tanis. Después, con una serena alegría se dirigió a los compañeros que habían ido llegando uno tras otro.
—Ahora soy una auténtica sacerdotisa —dijo en voz baja Goldmoon—, una discípula de Mishakal, y aunque todavía tengo mucho que aprender, poseo el poder de mi fe. Por encima de todo, tengo el poder de traer a esta tierra el don de la curación.
Alargando el brazo, Goldmoon tocó la frente de Tanis mientras elevaba una oración a Mishakal. El semielfo sintió que una corriente de paz y de fuerza le recorría todo el cuerpo, purificando su alma y curándolo de sus heridas.
—Ahora tendremos una sacerdotisa entre nosotros —dijo Flint—, y esto siempre puede sernos útil, aunque por lo que hemos oído, el tal Lord Verminaard también es un poderoso sumo sacerdote. Puede que hayamos encontrado a los antiguos dioses del bien, pero él encontró mucho antes a los antiguos dioses del mal. Además, no creo que estos Discos nos sean de mucha utilidad a la hora de enfrentamos contra hordas de dragones.
—Tienes razón —dijo Goldmoon—. Yo no soy un guerrero, y no poseo el poder de aunar a las gentes de nuestro mundo para luchar contra el mal y restaurar la paz. Mi misión es encontrar a la persona que posea la fuerza y la sabiduría que esta labor requiere, y entregarle los Discos de Mishakal.
Los compañeros se quedaron callados durante unos segundos y, entonces…
—Debemos irnos de aquí, Tanis —susurró Raistlin que se hallaba cerca de la doble puerta, mirando hacia el patio exterior—. Escuchad.
Todos oyeron el sonido hueco y penetrante producido por los cuernos de batalla.
—Los ejércitos —murmuró Tanis—. La guerra ha comenzado.
Los compañeros huyeron de Xak Tsaroth durante el crepúsculo, en dirección oeste, hacia las montañas. El viento, que comenzaba a ser tan frío y cortante como en invierno, arremolinaba las hojas muertas a su alrededor. Resolvieron dirigirse hacia Solace para abastecerse de provisiones y conseguir toda la información posible antes de decidir hacia dónde se encaminarían en busca de alguien que les guiara para restablecer la paz. Tanis preveía discusiones sobre este asunto, pues ya Sturm había sugerido dirigirse a Solamnia, Goldmoon había hablado de Haven mientras que el mismo Tanis pensaba que el lugar más seguro para los Discos de Mishakal era el reino de los elfos.
Siguieron avanzando hasta que se hizo de noche. No encontraron ningún draconiano en el camino y se imaginaron que los que habían conseguido escapar de Xak Tsaroth se habían dirigido hacia el norte para reunirse con los ejércitos del tal Lord Verminaard, el Señor del Dragón. En el cielo apareció Solinari y más tarde, Lunitari. Continuaron escalando la montaña, acompañados durante todo el trayecto por el agotador sonido de los cuernos. Acamparon en la cima y después de una lúgubre cena, en la que no se atrevieron siquiera a encender un fuego, establecieron los turnos de guardia y durmieron.
Raistlin se despertó una hora antes de que amaneciese envuelto en una atmósfera fría y gris. Había oído algo. ¿O habría soñado? No, ahí estaba de nuevo —era como si alguien estuviese llorando. Es Goldmoon, pensó el mago irritado, tendiéndose de nuevo. Fue entonces cuando vio a Bupu, envuelta en una manta, y quien, efectivamente, lloraba con desconsuelo.
Raistlin miró a su alrededor. Todos los demás dormían a excepción de Flint que estaba haciendo guardia al otro lado del campamento. Al parecer, el enano no había oído nada, pues se hallaba mirando en otra dirección. El mago se incorporó y se arrastró hasta donde estaba la enana, arrodillándose junto a ella y posó una mano sobre su hombro.
—¿Qué sucede, pequeña?
Bupu se volvió hacia él. Sus ojos estaban rojos, tenía la nariz hinchada y sus sucias mejillas estaban inundadas de lágrimas. Sorbió y se frotó la nariz con la mano.
—No querer dejarte. Querer ir contigo —dijo entrecortadamente—, pero… oh…, ¡echar de menos los míos! —Sollozando, hundió el rostro entre sus manos.
En el rostro de Raistlin se dibujó una expresión de infinita ternura, una expresión que nadie vería jamás. Acarició el áspero cabello de Bupu, comprendiendo lo que suponía sentirse débil y desdichado, un espectáculo ridículo que inspira compasión.
—Bupu —le dijo—, has sido una amiga buena y fiel, has salvado mi vida y la de mis amigos. Quiero que hagas una última cosa por mí, pequeña. Regresar. Antes de acabar mi largo viaje deberé atravesar sendas oscuras y peligrosas y no voy a pedirte que vengas conmigo.
Por unos segundos, a Bupu se le iluminó la cara, pero un momento después el rostro se le ensombreció.
—Pero si yo no contigo tú no feliz.
—No —dijo Raistlin sonriendo—, seré feliz al saber que estás a salvo, con tu gente.
—¿Estar seguro?
—Estoy seguro.
—Entonces yo ir. —Bupu se puso en pie—. Pero primero, darte un regalo —dijo, revolviendo en su bolsa.
—No, pequeña —comenzó a decir Raistlin recordando la lagartija muerta—, no es necesario… Se quedó sin habla al ver que Bupu sacaba de la bolsa, ¡un libro! Cuando la pálida luz matutina iluminó unas runas plateadas grabadas sobre una cubierta de cuero azul oscuro, se la quedó mirando atónito.
Raistlin alargó una mano temblorosa.
—¡El libro de hechizos de Fistandantilus!
—¿Gustar a ti?
—Sí, pequeña. —Raistlin tomó el precioso objeto en sus manos, sosteniéndolo con admiración y acariciando amorosamente la cubierta de cuero—. ¿De dónde lo has sac…?
—Tomar del dragón cuando luz azul brillar. Yo contenta de que a ti gustar. Ahora, irme. Encontrar a Gran Bulp Fudge I, el Grande —se colgó la bolsa al hombro y luego se volvió—. Esa tos… ¿seguro no querer cura lagartija?
—No, gracias, pequeña.
Bupu lo miró con tristeza, y, con gran osadía, le cogió las manos y se las besó fugazmente. Luego se dio la vuelta y bajó la cabeza, sollozando amargamente. Raistlin dio un paso hacia delante y posó la mano sobre su cabeza.
—Si tengo algún poder —se dijo a sí mismo—, algún poder que aún no me haya sido revelado, haz que la vida de esta pequeña transcurra feliz y segura.
—Adiós Bupu.
Ella le miró con ojos de adoración y después se volvió y se puso a correr con toda la rapidez que sus inmensos zapatos le permitían.
—¿Qué ocurre? —preguntó Flint acercándose—. ¡Ah! —añadió al ver que Bupu se marchaba corriendo—. Veo que te has deshecho de tu querida enana gully.
Raistlin no contestó, pero miró a Flint de forma tan malévola que el enano se estremeció y desapareció de allí rápidamente.
El mago, con gran admiración, sostuvo en sus manos el libro de encantamientos. Deseaba abrirlo y deleitarse con sus tesoros, pero sabía que le aguardaban largas semanas de estudio antes de ser capaz siquiera de leer los nuevos hechizos, por lo que necesitaría aún más tiempo para aprendérselos. Además, ¡esos nuevos encantamientos le otorgarían más poder! Suspirando extasiado, estrujó el libro contra su pecho y luego lo deslizó rápidamente en la bolsa junto con su propio libro de encantamientos. Los demás no tardarían en despertar: Dejaría que intentasen adivinar de dónde había sacado el libro.
Raistlin se puso en pie y miró hacia el oeste, hacia su tierra de origen, contemplando el paisaje que iba aclarándose a medida que el sol se levantaba. De pronto el cabello se le erizó. Dejó caer su bolsa y atravesó corriendo el campamento, arrodillándose al lado del semielfo.
—¡Tanis! ¡Despierta! —Tanis despertó y agarró su daga.
—¿Qué suced…?
Raistlin señaló hacia el oeste.
Tanis parpadeó, esforzándose por abrir los ojos. La vista desde la cima de la montaña donde habían acampado, es magnífica. Se podían ver los bosques enmarcando las herbóreas llanuras, y más allá de las llanuras, serpenteando hacia el cielo…
—¡No! —exclamó Tanis con voz ahogada apretando el brazo del mago—. No, ¡no puede ser!
—Sí —susurró Raistlin—. Solace está ardiendo.