21

El sacrificio

La ciudad que murió dos veces

Para Tanis, la desesperación era aún más cegadora que la oscuridad. El plan era mío, era la única oportunidad que teníamos de salir vivos de aquí, pensó. Estaba bien organizado, ¡debería haber funcionando! ¿Qué era lo que había ido mal? ¿Los habría traicionado Raistlin…? ¡No! Tanis apretó los puños. No, maldita sea. El mago era frío, desagradable, difícil de comprender, pues Tanis hubiera jurado que les era leal. ¿Dónde estaría? Quizás muerto. Tampoco es que importara mucho, pues pronto todos morirían.

—Tanis —el semielfo, notó que alguien le agarraba fuertemente el brazo y reconoció la voz grave de Sturm—. Sé lo que estás pensando, no podemos quedarnos aquí. Se nos acaba el tiempo y es nuestra única oportunidad de conseguir los Discos.

—Voy a mirar —dijo Tanis, y pasando delante del kender, asomó la cabeza por la verja. Estaba oscuro, mágicamente oscuro. Tanis se llevó la mano a la cabeza e intentó pensar. Sturm tenía razón: el tiempo iba pasando, no obstante, ¿cómo saber si el caballero estaba en lo cierto? ¡Sturm quería luchar contra el dragón! Tanis descendió unos peldaños.

—Subid —dijo. De pronto su único deseo fue que todo aquello terminase para poder regresar a casa, a Solace—. No. Tasslehoff, espera —sujetó al kender e hizo que bajase por la escalera—. Primero los guerreros, Sturm y Caramon. Después los demás.

—¡Siempre somos los últimos! —protestó Tasslehoff mientras empujaba al enano. Flint subió lentamente por la escalera, los huesos de sus rodillas crujieron.

—¡Apresúrate! Espero que no ocurra nada antes de que lleguemos. Nunca he hablado con un dragón.

—¡Apostaría a que el dragón tampoco ha hablado nunca con un kender! Te das cuenta, cabeza hueca, de que seguramente nos matará. Tanis lo sabe, lo noté en el tono de su voz.

Tasslehoff se detuvo mientras Sturm apartaba lentamente la verja.

—Sabes, Flint —dijo el kender con seriedad—, mi gente no le teme a la muerte. De alguna manera, casi la deseamos… la última gran aventura. Pero creo que me apenaría tener que dejar esta vida. Echaría de menos mis cosas —palpó sus bolsas y bolsillos—, mis mapas, a ti, y a Tanis. A menos —añadió esperanzado—, que al morir todos vayamos a parar al mismo lugar.

Flint tuvo una leve visión del feliz y alegre kender tendido en el suelo, muerto, frío. Conmovido se alegró de que Tas no pudiera ver su expresión. Carraspeando, dijo roncamente:

—Si crees que voy a compartir mi próxima vida con un pedazo de kender, es que estás más loco que Raistlin. ¡Vamos!

Cuidadosamente, Sturm levantó la verja y la apartó a un lado, arrastrándola por el suelo y provocando un chirrido que hizo que los dientes le rechinasen. Ascendió con facilidad y luego se volvió, agachándose para ayudar a Caramon, quien, debido a su inmenso volumen y al arsenal de armas que llevaba, que resonaba, además, estrepitosamente, tenía serios problemas para pasar por la abertura.

—¡En nombre de Istar, no hagas ruido! —le susurró Sturm.

—No puedo evitarlo —murmuró Caramon consiguiendo al fin salir del agujero. Sturm le tendió la mano a Goldmoon. El último en salir fue Tas, encantado de que no hubiese sucedido nada excitante en su ausencia.

—Necesitamos una luz —dijo Sturm.

—¿Una luz? —respondió una voz tan gélida y oscura como una noche de invierno—. Está bien, que haya luz.

Al momento, la oscuridad desapareció. Los compañeros vieron que se encontraban en una inmensa cámara abovedada de cientos de pies de altura. A través de una grieta del techo, una luz fría y gris se filtraba en la amplia habitación circular. En el centro había un gran altar, y en el suelo, alrededor de este, montones de joyas, monedas de oro y otros tesoros pertenecientes a la ciudad muerta. Las joyas no brillaban, el oro no relucía y la pálida luz no iluminaba nada —nada excepto un dragón negro encaramado sobre un pedestal, como una gigantesca ave de rapiña.

—¿Sorprendidos? —preguntó el dragón en tono irónico.

—¡El mago nos ha traicionado! ¿Dónde se ha escondido? ¿Es que está a tu servicio? —gritó Sturm rabioso, desenvainando la espada y dando un paso hacia delante.

—¡Atrás, loco Caballero de Solamnia! Retrocede o vuestro mago no volverá a utilizar su magia. —El dragón retorció su inmenso pescuezo y los contempló con sus brillantes ojos rojos. Después, con lentitud y delicadeza, levantó una de sus garras para mostrarles a Raistlin que se hallaba debajo.

—¡Raistlin! —exclamó Caramon abalanzándose hacia el altar.

—¡Detente loco! —bramó el dragón posando suavemente una de sus puntiagudas garras sobre el abdomen del mago. Raistlin, haciendo un gran esfuerzo, volvió la cabeza y miró a su hermano con sus extraños ojos dorados. Hizo un leve gesto y Caramon se detuvo. Tanis vio que algo se movía en el suelo, bajo el altar. Era Bupu, acurrucada entre los tesoros y tan asustada que no osaba ni parpadear. A su lado estaba el Bastón de Mago de Raistlin.

—Da un paso más y estrujaré con mis garras a este deshecho humano.

El rostro de Caramon enrojeció de ira.

—¡Déjale ir! —le gritó—. Es conmigo con quien debes enfrentarte.

—No pienso enfrentarme a ninguno de vosotros —dijo el dragón batiendo perezosamente sus alas y alzando ligeramente una pata para pinchar a Raistlin con sus garras. La piel metálica del mago, empapada de sudor, relucía brillante. Lanzó un suspiro desgarrador.

—No oses ni parpadear, mago —le dijo el dragón en tono despreciativo—. Hablamos el mismo idioma, ¿recuerdas? Pronuncia una sola palabra y los cadáveres de tus amigos servirán de alimento a los enanos gully.

Raistlin cerró los ojos como si estuviese exhausto, pero Tanis podía ver cómo apretaba y aflojaba los puños, y comprendió que el mago estaba preparando un hechizo final. Seguramente sería el último, pues lo más probable era que el dragón le matara antes de poder formularlo. De todas formas, podía darle a Riverwind la oportunidad de localizar los Discos y salir de allí con Goldmoon. Tanis se dirigió hacia el bárbaro.

El dragón continuó hablándoles:

—Ya os he dicho que no quiero luchar contra ninguno de vosotros. Cómo habéis conseguido escapar a mi ira hasta ahora, no lo sé, pero el hecho es que estáis aquí y me habéis traído aquello que fue robado. Sí, señora de Que-shu, veo que sostienes la Vara de Cristal Azul. Entrégamela.

Tanis le susurró una palabra a Goldmoon.

—¡Detente! —pero al ver su frío rostro de mármol, dudó que Goldmoon le hubiese oído e incluso que hubiese oído al dragón. Por lo que parecía, se hallaba escuchando otras palabras, otras voces.

—Obedéceme —el dragón ladeó amenazadoramente la cabeza—. Obedéceme o el mago morirá. Y tras él, el caballero y luego el semielfo. Y así, hasta el final, hasta que tú, señora de Que-shu, seas la última sobreviviente. Entonces, me entregarás la Vara y me rogarás que me apiade de ti.

Goldmoon bajó sumisamente la cabeza. Apartando suavemente a Riverwind, se volvió hacia Tanis y le abrazó cariñosamente.

—Adiós, amigo mío —le dijo en voz alta besándole en las mejillas. Luego su voz se convirtió en un susurro—. Sé lo que debo hacer. Voy a llevarle la Vara al dragón y…

—¡No! —exclamó Tanis—. ¡No lo hagas! Su intención es matarnos de todas formas.

—¡Escúchame! —Las uñas de Goldmoon se clavaron en el brazo del semielfo—. Quédate con Riverwind, Tanis. No le permitas detenerme.

—¿Y si intentase detenerte yo? —le preguntó Tanis abrazándola.

—No lo harás —le respondió con una sonrisa dulce y melancólica—. Como el Señor del Bosque dijo, tú sabes que cada uno de nosotros tiene un destino que cumplir. Riverwind te necesitará. Adiós, amigo mío.

Goldmoon dio un paso para atrás mirando a Riverwind con sus claros ojos azules, intentando memorizar sus rasgos para poder conservarlos con ella durante toda la eternidad. El era consciente de que la mujer se estaba despidiendo y adelantó un paso hacia ella.

—Riverwind, confía en ella —le dijo Tanis en voz baja—. Durante todos estos años ella ha confiado en ti, te esperó mientras tú luchabas. Ahora el que debe esperar eres tú, esta es su batalla.

Riverwind se estremeció y se quedó quieto. Tanis vio que las venas del cuello se le hinchaban y que se le tensaban los músculos de las mandíbulas. El semielfo apretó el brazo del bárbaro pero este ni siquiera le miró, ya que sus ojos estaban fijos en Goldmoon.

—¿Qué significa este retraso? —preguntó el dragón—. Me estoy empezando a aburrir, ven aquí inmediatamente.

Goldmoon, volviéndose, pasó ante Flint y Tasslehoff. El enano la saludó con la cabeza y Tas la contempló solemnemente. Para el kender, la situación no era tan excitante como había imaginado. Por primera vez en su vida, se sentía pequeño, impotente y solo. Era una sensación horrible, desgarradora, y pensó que seguramente prefería la muerte.

Goldmoon se detuvo junto a Caramon, y posó su mano sobre el brazo del guerrero.

—No te preocupes, se salvará —dijo mirando a Raistlin. Caramon se atragantó y asintió. Entonces Goldmoon se acercó a Sturm y, de pronto, como si se sintiese abrumada por el terror que el dragón le inspiraba, resbaló. El la sostuvo.

—Ven conmigo, Sturm —le susurró Goldmoon cuando el caballero la rodeó con el brazo para sostenerla—. Debes hacer lo que te ordene, suceda lo que suceda. Júralo por tu honor de Caballero de Solamnia.

Sturm dudó; los ojos claros y serenos de Goldmoon se encontraron con los suyos.

—Júralo —le ordenó—, o iré yo sola.

—Lo juro, Señora —le contestó respetuosamente—. Os obedeceré.

Goldmoon suspiró con agradecimiento.

—Camina junto a mí y no hagas ningún gesto que parezca amenazador.

La mujer bárbara y el caballero caminaron hacia el dragón.

Raistlin se hallaba tendido bajo las garras del dragón con los ojos cerrados, preparándose para el que había de ser su último encantamiento, pero no conseguía concentrarse para encontrar las palabras adecuadas. Intentó recobrar el control.

«Me estoy destruyendo a mí mismo, y… ¿con qué fin?», se preguntaba Raistlin con amargura. «Para salvar a estos locos del peligro en el que ellos mismos se han metido. A pesar de que me temen y me desprecian, no atacarán al dragón por miedo a dañarme, lo cual no tiene ningún sentido, como tampoco lo tiene mi sacrificio. ¿Por qué morir por ellos cuando en realidad el que más merece vivir soy yo?».

«No es por ellos por lo que haces esto», le contestó una voz en su interior. Raistlin, intentando concentrarse, se esforzó por captar aquella voz. Era una voz real, conocida, pero no podía recordar de quién era o dónde la había oído. Todo lo que sabía es que le hablaba en momentos de gran angustia; cuanto más cerca de la muerte se hallaba, más potente era la voz.

«No es por ellos por lo que haces este sacrificio», repitió la voz. «¡Es porque no puedes afrontar la derrota! A ti nada te ha derrotado nunca, ni la mismísima muerte…».

Raistlin respiró profundamente y se relajó. No entendía todas las palabras, ni conseguía localizar la voz, pero ahora su mente recordaba con facilidad el hechizo. —Astol arakhkh um… —murmuró sintiendo que la magia recorría su frágil cuerpo. En aquel momento, otra voz quebró su concentración, pero ahora era la voz de un ser vivo la que llegaba a su conciencia. Abrió los ojos y se volvió lentamente hacia donde estaban sus compañeros.

Era la voz de Goldmoon. Raistlin la miró mientras caminaba, en dirección a él, del brazo de Sturm. Sus palabras habían llegado a la mente del mago. Miró a la mujer fríamente, desapasionadamente. Su visión distorsionada le había hecho perder el deseo físico por las mujeres, por tanto él no apreciaba la belleza que tanto cautivaba a Tanis o a su hermano. Sus ojos de relojes de arena la veían consumiéndose, muriendo. No tuvo compasión de ella. Sabía que ella sí la tenía de él —y la odiaba por ello—, pero además la mujer le temía, entonces ¿por qué le dirigía la palabra?

Goldmoon le estaba diciendo que esperase.

Raistlin comprendió. Goldmoon sabía lo que el mago pretendía y le estaba diciendo que no era necesario. Había sido elegida y era ella quien iba a realizar el sacrificio.

Mientras se acercaba mirando fijamente al dragón, el mago la observó con sus extraños ojos dorados. Sturm caminaba solemnemente a su lado, con un aspecto tan digno y noble como el del mismísimo Huma. El caballero era el compañero ideal para el sacrificio de Goldmoon. Pero ¿por qué Riverwind no la había detenido? ¿Es que no podía imaginarse lo que iba a suceder? Raistlin lanzó una rápida mirada hacia el bárbaro. ¡Ah, por supuesto! El semielfo estaba a su lado con expresión apenada y preocupada, sin duda murmurando sabias palabras. El bárbaro se estaba convirtiendo en un ser tan incauto como Caramon. Raistlin miró a Goldmoon de nuevo.

Había llegado frente al dragón y le miraba con expresión pálida pero firme. A su lado, Sturm aparecía solemne y torturado, corroído por sus conflictos internos. Probablemente Goldmoon le había pedido un voto de obediencia que el caballero debía cumplir para no faltar a su honor. Los labios de Raistlin se torcieron en una despreciativa mueca.

El dragón habló y el mago tensó sus músculos, dispuesto a entrar en acción.

—Deja la Vara al lado de estas pruebas de la necedad humana —le ordenó el dragón inclinando su brillante y escamosa cabeza hacia el montón de tesoros esparcidos al pie del altar.

Goldmoon, aterrorizada, no se movió. Temblando, contemplaba fijamente a la monstruosa criatura. A su lado, Sturm, recorría el tesoro con los ojos, intentando localizar los Discos de Mishakal y luchando por controlar el temor que el dragón le inspiraba.

Hasta ese momento, Sturm nunca hubiera imaginado que pudiera asustarse por algo. Repetía una y otra vez el código «El Honor es la Vida» y sabía que su orgullo era lo único que le impedía salir corriendo.

Goldmoon vio que las manos del caballero temblaban y que su rostro brillaba sudoroso. Amada diosa, clamó su alma, ¡dame coraje! En aquel momento Sturm le dio un codazo. Comprendió que tenía que decir algo, llevaba demasiado rato en silencio.

—¿Qué nos darás a cambio de la Vara milagrosa? —preguntó Goldmoon esforzándose por hablar con tranquilidad a pesar de que tenía la garganta reseca.

El dragón se rio —una risa aguda y tenebrosa.

—¿Qué os daré? —La criatura retorció la cabeza para mirar a Goldmoon.

—¡Nada! ¡Nada en absoluto! Yo no hago tratos con ladrones. De todas formas… —El dragón enderezó la cabeza y entornó los párpados hasta que sus ojos fueron sólo dos estrechas rendijas. Juguetonamente, clavó sus garras en el cuerpo de Raistlin; el mago se encogió, pero soportó el dolor sin quejarse. El dragón levantó la pata para que pudieran ver que sus garras estaban manchadas de sangre.

—Es probable que Lord Verminaard, mi Señor, considere favorable el que entreguéis voluntariamente la Vara. Puede que, incluso, se sienta misericordioso. Pero, señora de Que-shu, lo que es seguro, es que Lord Verminaard no necesita a tus amigos. Dame la Vara ahora, y ellos no serán maltratados. Oblígame a tomarla y… ¡morirán! ¡El mago primero!

Goldmoon, evidentemente afectada, pareció desmoronarse. Sturm se acercó a ella, como si fuera a consolarla.

—He encontrado los Discos —le susurró rápidamente el caballero. Al asirla del brazo, notó que ella estaba temblando de miedo.

—¿Estáis decidida a seguir con vuestros planes, Señora? —le preguntó en voz baja.

Goldmoon asintió con la cabeza. Su rostro tenía una palidez mortecina pero ella estaba tranquila y sosegada. Algunos rizos de su cabello de oro y plata se le habían soltado y caían sobre la cara, ocultándole su expresión al dragón. A pesar de que parecía vencida, miró a Sturm y esbozó una sonrisa en la que había paz y tristeza, como la sonrisa de la diosa de mármol. No pronunció ni una sola palabra, pero Sturm ya tenía su respuesta; el caballero bajó la cabeza como signo de obediencia.

—Que mi coraje iguale al vuestro, Señora. No os fallaré.

—Adiós caballero. Dile a Riverwind… —Goldmoon titubeó, parpadeando, con los ojos inundados de lágrimas. Temiendo que su firmeza se quebrase, tragándose sus palabras, se volvió para enfrentarse al dragón.

Entretanto, en respuesta a sus oraciones, la voz de Mishakal llenaba su ser. «¡Muestra la Vara con aplomo!». Goldmoon, imbuida de una gran fuerza interior, levantó la Vara de Cristal Azul.

—¡No nos rendimos! —gritó, y su voz resonó en la cámara abovedada. Moviéndose rápidamente, antes de que el dragón pudiese reaccionar, la reina de los Que-shu blandió la Vara una última vez y golpeó la garruda pata que el dragón tenía posada sobre Raistlin.

Al golpear al dragón, la Vara provocó un sonoro zumbido y se hizo añicos, produciéndose una explosión de luz azul, pura y radiante. La luz fue creciendo, expandiéndose en ondas concéntricas que engulleron al dragón.

Khisanth bramó furioso, estaba mortalmente herido. Daba golpetazos con la cola y agitaba el largo cuello y la cabeza, luchando por escapar de la abrasadora llamarada azul. Lo único que deseaba era matar a aquellos que le infligían tal dolor, pero aquel intenso e implacable fuego azul lo iba consumiendo como también consumía a Goldmoon.

Al estallar la Vara, la mujer no la había soltado. Seguía sosteniendo uno de los pedazos, observando cómo se propagaba su luz y acercándoselo al dragón tanto como le era posible. Cuando la luz tocó sus manos, sintió un dolor ardiente e intenso. Tambaleándose, cayó de rodillas sin dejar de sostener la Vara. Oyó al dragón bramando y rugiendo sobre ella y luego ya no oyó nada, excepto el zumbido de la Vara. El dolor se hizo tan insufrible que ya no formaba parte de ella y, de pronto, sintió una inmensa fatiga. Dormiré, se dijo a sí misma. Dormiré y cuando me despierte, me encontraré en el lugar al que realmente pertenezco…

Sturm vio como la luz azul destruía lentamente al dragón y se propagaba por la Vara alcanzando a Goldmoon. El zumbido iba subiendo de tono, llegando a ahogar los gritos de la agonizante fiera. El caballero caminó hacia Goldmoon con el propósito de quitarle de las manos aquel pedazo de Vara que ella sostenía, y liberarla así de la mortífera llamarada azulada… pero cuando se acercó, se dio cuenta de que no podía salvarla.

Medio cegado por la luz y ensordecido por el zumbido, comprendió que necesitaría toda su fuerza y todo su valor para cumplir la promesa de conseguir los Discos. Retiró su mirada de Goldmoon, quien tenía el rostro constreñido por el dolor y el cuerpo consumido por las llamas. Apretando los dientes y sintiendo un terrible dolor de cabeza, se dirigió hacia la parte del tesoro donde había visto los Discos —cientos de delgadas láminas de platino, unidas por un simple aro colocado en la parte superior. Agachándose, los recogió, asombrándose de su ligereza. De pronto se le encogió el corazón, ya que en medio de la montaña de tesoros, surgió una mano ensangrentada que le agarró la muñeca.

—¡Ayúdame!

Era la voz de Raistlin. Agarrando su mano, tiró de él hasta que consiguió rescatarlo. La túnica del mago estaba toda manchada de sangre, aunque no parecía estar seriamente herido —al menos podía sostenerse en pie. ¿Pero, sería capaz de andar? Sturm necesitaba ayuda y no sabía dónde estaban los demás, pues la brillantez de la luz era cegadora. De pronto, a su lado vio la cota de malla de Caramon centelleando bajo la llama azul.

Raistlin se agarró a él.

—¡Ayúdame a encontrar el libro de encantamientos! —le siseó.

—¡No es momento de preocuparse de ello! ¡Te sacaré de aquí!

Raistlin, tras una mueca de furia y frustración y sin pronunciar palabra, se arrodilló y comenzó a rebuscar ansiosamente entre el tesoro. Caramon intentó apartarlo, pero el mago, con su débil mano, lo empujó hacia atrás.

Por las mejillas de Sturm se deslizaban lágrimas de dolor. Aquel agudo zumbido seguía perforando sus oídos. De pronto, algo se estrelló contra el suelo ante el caballero. ¡El techo de la habitación se estaba derrumbando! Todo el edificio se movía, el zumbido hacia vibrar las columnas y resquebrajaba las paredes.

De repente se extinguió —y con él murió el dragón. Khisanth se evaporó. El único rastro que quedó de él fue un montón de cenizas candentes.

Sturm suspiró aliviado, pero la sensación no le duró mucho. Tan pronto como el zumbido se apagó, comenzaron a escucharse los ruidos de la destrucción del palacio, el resquebrajamiento del techo y los golpes y explosiones que provocaban las inmensas piedras al estrellarse contra el suelo. En medio del polvo y del ruido, apareció Tanis. El rostro le sangraba, pues tenía un corte en la mejilla. Sturm agarró a su amigo, empujándole hacia el altar en el preciso momento en que un pedazo de techo se desplomaba junto a ellos.

—¡La ciudad se está viniendo abajo! —gritó Sturm—. ¿Cómo vamos a salir de aquí?

Tanis agitó la cabeza.

—Lo único que se me ocurre es volver por el mismo camino por el que hemos entrado, a través del túnel —gritó.

—Ese camino no es nada seguro. ¡Tiene que haber otro!

—Lo encontraremos —dijo Tanis con firmeza intentando ver a través de la espesa humareda.

—¿Dónde están los demás? —Se volvió y vio a Raistlin y a Caramon, y contempló horrorizado al mago revolviendo el tesoro. Bajo la manga de su túnica había una pequeña figura: ¡Bupu! Tanis se abalanzó hacia la necia enana gully, quien, asustada, se acurrucó contra Raistlin lanzando un chillido.

—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Tanis agarrándose a la túnica del mago y tirando de él.

—¡Deja de saquear y consigue que tu enana gully nos muestre el camino de salida! ¡O me ayudas, o te mato con mis propias manos!

Cuando Tanis le empujó contra el altar, la boca de Raistlin se abrió en una horrible mueca. Bupu tembló.

—¡Venir! ¡Vamos! Yo sé camino.

—Raistlin —rogó Caramon—, ¡déjalo ya! No lo has encontrado. ¡Si no conseguimos salir de aquí, moriremos!

—Muy bien —le respondió bruscamente el hechicero mientras recogía del altar el bastón de mago y le tendía el brazo a su hermano para que le ayudase a incorporarse.

—Bupu, enséñanos el camino —ordenó.

—Raistlin, necesitamos la luz de tu bastón para poder seguirte —dijo Tanis—. Voy a buscar a los que faltan.

—Allí —dijo Caramon secamente—. Vas a necesitar ayuda para convencer al bárbaro.

Tanis se protegió con el brazo al ver que seguían cayendo piedras y, saltando sobre los escombros, llegó hasta donde se encontraba Riverwind, quien se hallaba tendido en el suelo, en el lugar donde había desaparecido Goldmoon. Flint y Tasslehoff intentaban que se pusiese en pie. El único rastro que quedaba de ella era un pedazo de piedra ennegrecida y chamuscada. Goldmoon se había consumido totalmente entre las llamas.

—¿Está vivo? —gritó Tanis.

—¡Sí! —contestó Tas chillando agudamente para que pudiera oírsele—. ¡Pero no quiere moverse!

—Hablaré con él. Ve con los demás. Nos reuniremos con vosotros dentro de un momento. ¡Corre!

Tasslehoff dudó, pero Flint, después de observar la expresión de Tanis, le hizo una seña al kender, tocándole el brazo. Este suspiró y, volviéndose, echó a correr sobre los escombros.

Tanis se arrodilló junto a Riverwind mientras se dirigía a Sturm, que en ese momento surgía de la penumbra.

—Ve con ellos y dirige la huida.

Sturm dudó. A pocos pies de distancia se derrumbó una columna y algunos pedazos cayeron cerca de ellos. Tanis protegió el cuerpo de Riverwind cubriéndolo con el suyo.

—¡Vete! ¡Te hago responsable! —Sturm suspiró y corrió hacia donde brillaba la luz del bastón de Raistlin.

El caballero encontró a los demás acurrucados en un estrecho vestíbulo de techo arqueado que por el momento se mantenía íntegro, aunque ya empezaban a escucharse ruidos sordos y golpes en la parte superior. La tierra tembló bajo sus pies y por las grietas de las paredes comenzaron a filtrarse pequeñas chorreras de agua.

—¿Dónde está Tanis? —preguntó Caramon.

—Enseguida vendrá —dijo secamente Sturm—. Le esperaremos… al menos por unos momentos —no mencionó que su intención era esperarle, aunque ello les supusiera la muerte.

De pronto hubo un estruendoso estallido. A través de las grietas de la pared comenzó a entrar agua a borbotones, inundando la pequeña habitación. Sturm se disponía a dar la orden de partir cuando una figura apareció en la colapsada puerta. Era Riverwind, llevando en sus brazos el cuerpo inerte de Tanis.

—¿Qué ha sucedido? —Sturm, conteniendo la respiración dio un paso hacia delante—. No estará…

—Le dije que me dejara, pero no se movió de mi lado —dijo en voz baja Riverwind—. Yo quería morir allí… con ella. Un pedazo de roca se desprendió del techo y él no lo vio a tiempo…

—Yo lo llevaré —dijo Caramon.

—¡No! —Riverwind miró fijamente al guerrero. Sus manos sujetaron aún más firmemente el cuerpo de Tanis—. Lo llevaré yo. Debemos irnos.

—¡Sí! ¡Este camino! ¡Nosotros vamos! —exclamó la enana gully intentando que se dieran prisa, guiándolos por aquella ciudad que moría por segunda vez. Salieron del cubil del dragón y aparecieron en la plaza, que se estaba inundando rápidamente ya que el Nuevo Mar invadía la destrozada gruta. Los compañeros chapotearon por la plaza, sosteniéndose los unos a los otros para evitar ser arrastrados por la fuerte corriente. De pronto aparecieron cientos de enanos gully, aullando, en un estado de confusión total. Algunos fueron arrastrados por la corriente, otros treparon a los pisos superiores de los tambaleantes edificios, y los demás corrieron hacia las diversas calles que comunicaban con la plaza.

A Sturm sólo se le ocurría una forma de salir de allí.

—¡Id hacia el este! —gritó señalando hacia la amplia calle que llevaba hasta la cascada. Miró a Riverwind con temor. El aturdido bárbaro parecía no darse cuenta de la conmoción que le rodeaba. Tanis estaba inconsciente, tal vez muerto. A Sturm se le helaba la sangre sólo de pensarlo, estaba atemorizado, pero hizo un gran esfuerzo para dominar sus emociones. El caballero corrió hacia delante y alcanzó a los gemelos.

—El mecanismo es nuestra única oportunidad —les gritó. Caramon asintió.

—Pero entonces tendremos que luchar.

—Sí, ¡maldita sea! —dijo Sturm exasperado al imaginarse a todos los draconianos intentando huir de la ciudad—. ¡Supondrá una batalla! ¿Se te ocurre alguna idea mejor?

Caramon negó con la cabeza.

Sturm se detuvo en una esquina a esperar al exhausto y renqueante grupo para señalarles la dirección que debían tomar. A través de la niebla y el polvo, podía ver el mecanismo. Como había supuesto, estaba rodeado por una oscura y serpenteante multitud de draconianos. Afortunadamente, lo único que les interesaba era escapar. Tenían que actuar con rapidez, atacarlos por sorpresa. La situación era crítica. En ese momento, Tasslehoff se escabulló. El caballero intentó detenerlo.

—¡Tas! ¡Vamos a subir por el mecanismo!

Tasslehoff asintió para demostrar que había comprendido; seguidamente, hizo una mueca imitando a los draconianos y se llevó ambas manos al cuello.

—Cuando nos acerquemos —le gritó Sturm—, deslízate hasta donde puedas ver la marmita. Cuando comience a bajar me haces una señal. Atacaremos cuando llegue al suelo.

Tasslehoff asintió con la cabeza.

—¡Díselo a Flint! —gritó Sturm casi sin voz de tanto chillar. Tas asintió de nuevo y corrió en busca del enano. Sturm enderezó su dolorida espalda y continuó caminando por la calle. Observó que en el patio había unos veinte o veinticinco draconianos esperando la marmita que los pondría a salvo. Se imaginó la confusión que debía reinar allá arriba; montones de draconianos amenazando y maltratando a los atemorizados enanos gully, obligándolos a entrar en la marmita. Esperaba que la caótica situación se prolongase.

Sturm vio a los gemelos a la entrada del patio, envueltos en sombras. Se reunió con ellos, mirando nervioso hacia arriba, pues seguían cayendo pedazos de roca. Entre la polvareda y la niebla apareció Riverwind. El caballero se dispuso a ayudarlo pero el bárbaro le miró como si no le hubiese visto en su vida.

—Trae a Tanis aquí. Puedes tenderlo en el suelo y descansar un rato. Pensamos utilizar el mecanismo para subir, y tendremos que pelear. Espera aquí. Cuando demos la señal…

—Haz lo que debas —le interrumpió Riverwind con frialdad. Depositó con delicadeza el cuerpo de Tanis en el suelo y se derrumbó a su lado, ocultando el rostro entre sus manos.

Sturm dudó. Cuando iba a arrodillarse junto a Tanis, llegó Flint y se situó junto a él.

—Es mejor que vayas. Yo lo cuidaré —se ofreció el enano. Sturm asintió agradecido. Vio que Tasslehoff cruzaba el patio y desaparecía por una puerta. En el elevador, envueltos en aquella bruma, los draconianos chillaban y maldecían, como si así pudiesen acelerar el descenso de la marmita.

Flint le dio un golpe a Sturm en las caderas.

—¿Cómo nos las arreglaremos para luchar contra todos ellos?

—No nos las vamos a arreglar, tú te quedarás aquí con Riverwind y Tanis. Caramon y yo nos ocuparemos de esto —añadió, deseando poder creer en lo que decía.

—Yo también —susurró el mago—. Aún poseo mis encantamientos. —El caballero no respondió. Desconfiaba de Raistlin y de su magia, pero a pesar de ello, no tenía otra opción: Caramon no combatiría sin tener a su hermano a su lado. Tras atusarse los bigotes, Sturm, intranquilo, comenzó a preparar su espada. Caramon flexionaba los brazos, abriendo y cerrando sus inmensas manos. Raistlin, con los ojos cerrados, intentaba concentrarse. Bupu los observaba con los ojos muy abiertos y expresión asustada, escondida en un hueco que había en la pared.

De pronto apareció ante sus ojos la marmita, llena de enanos gully. Tal como Sturm esperaba, los draconianos comenzaron a luchar entre ellos, pues ninguno quería quedarse atrapado abajo. El suelo comenzó a resquebrajarse y el pánico aumentó. El agua comenzó a fluir por las grietas. La ciudad de Xak Tsaroth pronto descansaría en el fondo del Nuevo Mar.

Cuando la marmita llegó al suelo, los enanos gullys saltaron fuera y salieron corriendo. Los draconianos intentaron subirse, pegándose y empujándose unos a otros.

—¡Ahora! —gritó el caballero.

—¡Salid! ¡Apartaos! —siseó el mago sacando un puñado de arena de uno de sus bolsillos y arrojándola al suelo mientras susurraba: Ast tasark sinuralan krynaw, y trazaba con su mano derecha un círculo en dirección a los draconianos. Primero fue uno, y después algunos más los que parpadearon y cayeron al suelo dormidos, pero otros continuaron en pie, mirando a su alrededor alarmados. El mago se ocultó en el marco de una puerta y al no verle, los draconianos se volvieron otra vez hacia la marmita, pasando, en su frenética huida, sobre los cuerpos de sus camaradas dormidos. Raistlin se recostó sobre la pared y, fatigado, cerró los ojos.

—¿Cuántos quedan? —preguntó.

—Sólo unos seis —respondió Caramon desenvainando la espada.

—¡Vamos a intentar meternos en la maldita marmita! —gritó Sturm—. Regresaremos a buscar a Tanis cuando haya finalizado la lucha.

Los dos guerreros, protegidos por la niebla y con las espadas desenvainadas, cubrieron en pocos segundos la distancia que les separaba de los draconianos. Raistlin los siguió. Sturm lanzó su grito de batalla y los draconianos se giraron sorprendidos.

Riverwind alzó la cabeza.

El rumor de la batalla sacó al bárbaro de su ensimismamiento. Imaginó a Goldmoon ante él, muriendo en la llamarada azul. La expresión mortecina de su rostro se trocó en una tan feroz y terrorífica, que Bupu, aún escondida en el marco de la puerta, chilló asustada. Riverwind se puso en pie y, sin desenvainar la espada, se lanzó a la lucha. Arremetió contra el grupo de draconianos que intentaban subirse a la marmita y comenzó a matar como un león hambriento. Mataba con sus manos, retorciendo, ahogando, arrancándoles los ojos a sus adversarios. Los draconianos lo herían con sus espadas, por lo que pronto su túnica de cuero estuvo empapada en sangre, pero esto no le detenía. Continuó matando. Su expresión era la de un loco. Los draconianos veían la muerte en su mirada.

Sturm, después de derrotar a un oponente, alzó la mirada convencido de que vería a seis draconianos más abalanzándose contra él. En su lugar, vio que los enemigos desaparecían entre la niebla, huyendo para salvar sus vidas. Riverwind, chorreando sangre, se desplomó.

—¡El mecanismo! —señaló el mago. Pendía a unos dos pies del suelo y estaba comenzando a ascender otra vez. La otra marmita comenzaba a descender repleta de enanos gully.

—¡Detenedla! —chilló Sturm. Tasslehoff salió del lugar donde se hallaba escondido e intentó alcanzarla. Se quedó colgado, su cuerpo balanceándose, intentando desesperadamente evitar que la olla vacía siguiera subiendo.

—¡Caramon! ¡Ayúdale! —le ordenó Sturm al guerrero—. ¡Yo traeré a Tanis!

—Puedo retenerla, pero no por mucho tiempo —gruñó el gigante agarrando el borde de la marmita e intentando clavar sus pies en el suelo. Consiguió que el mecanismo se detuviese. Tasslehoff se metió en la marmita, esperando que su pequeño cuerpo ayudara a hacer contrapeso.

Sturm corrió hacia donde estaba Tanis. Flint estaba a su lado, hacha en mano.

—¡Está vivo! —gritó el enano cuando vio que el caballero se acercaba.

Sturm hizo una breve pausa para agradecérselo a los dioses y luego, junto con el enano, levantaron el cuerpo inerte del semielfo y lo transportaron a la marmita. Lo depositaron en el interior y se dirigieron hacia donde estaba Riverwind. Fue necesaria la fuerza de cuatro de ellos para levantar el pesado y sangriento cuerpo del bárbaro y llevarlo hacia el elevador. Tas intentaba, sin mucho éxito, detenerle la hemorragia con uno de sus pañuelos.

—¡Apresuraos! —urgió Caramon. A pesar de todos sus esfuerzos, la marmita se iba elevando lentamente.

—¡Sube a ella! —le ordenó Sturm a Raistlin.

El mago le miró con frialdad y, dándose la vuelta, volvió a internarse en la niebla. En pocos segundos reapareció, llevando a Bupu en sus brazos. El caballero agarró a la encogida enana gully y la metió en la olla. Bupu, gimoteando, se acurrucó en un rincón, apretando contra su pecho la bolsa que llevaba. Raistlin trepó al interior y la marmita siguió elevándose.

—Tu turno —le ordenó Sturm a Caramon, pues el caballero, como de costumbre, sería el último en abandonar el campo de batalla. Caramon lo sabía y no discutió. Tomando impulso, saltó y se encaramó en la marmita, casi derribándola. Flint y Raistlin lo ayudaron a subir. Al dejar de sujetarla, la olla comenzó a ascender rápidamente. Sturm se agarró a ella con ambas manos y se quedó colgado mientras iban subiendo. Después de dos o tres intentos, consiguió subir una pierna y luego trepar con la ayuda de Caramon.

El caballero se arrodilló junto a Tanis y se sintió aliviado al ver que el semielfo se desperezaba y bostezaba. Abrazándolo afectuosamente le dijo:

—No sabes lo feliz que me siento de que estés aquí.

—Riverwind… —murmuró Tanis atontado.

—Está aquí. Salvó tu vida, salvó las vidas de todos nosotros. —Sturm hablaba rápidamente, casi incoherentemente—. Estamos en la marmita, subiendo. La ciudad está destruida. ¿Dónde estás herido?

—Siento como si tuviese las costillas rotas —encogiéndose de dolor, Tanis miró a Riverwind, quien seguía consciente a pesar de sus heridas.

—¡Pobre hombre! —dijo Tanis en voz baja—. Pobre Goldmoon. La vi morir, Sturm. No pude hacer nada para evitarlo.

Sturm ayudó al semielfo a ponerse de pie.

—Tenemos los Discos —dijo con firmeza—. Esto es lo que ella anhelaba, por lo que ella luchó. Los he guardado con mis cosas. ¿Estás seguro de que te puedes poner en pie?

—Sí —respondió Tanis respirando con dificultad—. Tenemos los Discos, ya veremos si eso nos trae algún bien.

Unos agudos chillidos los interrumpieron cuando la segunda marmita, repleta de enanos gully, se cruzó con la suya. Los gully agitaron los puños y maldijeron a los compañeros. Bupu se rio, pero luego su expresión se tornó seria y preocupada. Miró al mago, quien, agotado, se recostó contra uno de los lados de la marmita y comenzó a mover los labios en silencio, murmurando las palabras de un nuevo encantamiento.

Sturm intentó mirar a través de la neblina.

—Me gustaría saber cuántos habrá arriba —dijo.

Tanis siguió su mirada.

—Espero que la mayoría haya huido —dijo conteniendo la respiración y llevándose las manos al dolorido pecho.

De pronto la marmita dio un bandazo, descendió un poco, volvió a sacudirse y luego, lentamente, continuó ascendiendo. Los compañeros se miraron preocupados.

—El mecanismo…

—O está empezando a fallar, o los draconianos nos han reconocido y están intentando destruirlo —dijo Tanis.

—No podemos hacer nada —dijo Sturm en tono de amargura e impotencia, bajando la mirada hacia la bolsa en la que estaban los Discos—, excepto rezarle a los dioses…

La marmita se estremeció una vez más y descendió un poco. Durante unos segundos volvió a detenerse, oscilando en medio de la neblina. Luego, comenzó a subir de nuevo, lentamente, a trompicones. Los compañeros ya podían divisar el borde del saliente de roca y la abertura que se les aproximaba. La marmita ascendió pulgada a pulgada, chirriando, mientras los compañeros observaban cada eslabón de la cadena de la que pendía la gran olla que les llevaba.

—¡Draconianos! —chilló Tas señalando hacia arriba.

Dos draconianos los observaban agachados, dispuestos a saltar sobre la marmita en cuanto esta estuviera más cerca.

—¡Van a saltar! ¡La cadena no aguantará! —rugió Flint—. ¡Nos estrellaremos!

—Seguramente es lo que quieren conseguir, ellos tienen alas.

—Dejadme sitio —dijo Raistlin poniéndose en pie.

—¡Raistlin, no lo hagas! —su hermano lo agarró por el brazo—. Estás demasiado débil.

—Creo que me queda fuerza para un encantamiento más, pero quizás no funcione. Si se dan cuenta de que soy mago, tal vez sean capaces de resistir mis poderes.

—Escóndete detrás del escudo de Caramon —le dijo Tanis rápidamente. El guerrero colocó el escudo delante de su hermano.

La niebla se arremolinaba a su alrededor, ocultándolos de los draconianos, pero evitando también que ellos pudiesen ver a sus enemigos. La marmita subía, pulgada a pulgada, la cadena chirriaba pero seguía funcionando. Raistlin seguía escondido detrás del escudo de Caramon, observando con sus extraños ojos y esperando que la niebla se disipase.

Tanis sintió que un aire fresco le acariciaba las mejillas. Por un instante, un soplo de brisa despejó la neblina. ¡Los draconianos se hallaban tan cerca que alargando el brazo podrían tocarlos! Las criaturas también los vieron; una de ellas desplegó las alas y descendió hacia la marmita, blandiendo su espada y aullando triunfante.

Raistlin habló. Caramon retiró su escudo y el mago extendió sus dedos. Una bola blanca salió despedida de sus manos golpeando al draconiano en el pecho. La bola explotó y envolvió a la criatura en una sustancia pegajosa. Su grito de triunfo se convirtió en un alarido terrorífico cuando comprendió que la sustancia había paralizado sus alas. Cayó en picado, rozando la marmita en su caída. La olla comenzó a moverse, tambaleándose.

—¡Aún queda otro! —jadeó Raistlin cayendo de rodillas.

—Caramon ayúdame a levantarme, ¡ayúdame a levantarme! —El mago comenzó a toser violentamente, escupiendo sangre.

—¡Raistlin —le rogó su hermano, soltando el escudo e intentando sostenerlo.

—¡Detente! No puedes hacer nada más. ¡Si lo intentas morirás!

Una severa mirada del mago fue suficiente. El guerrero sujetó a su hermano mientras este comenzaba a hablar de nuevo en el misterioso lenguaje de la magia.

El draconiano que quedaba titubeó, oyendo aún los alaridos de su compañero al caer. Sabía que el humano era un hechicero, pero no creía poder resistirse a su magia. Aquel humano no era como ninguno de los hechiceros con los que se había enfrentado anteriormente; aunque su cuerpo pareciera débil, casi moribundo, de él emanaba un halo de poder inmenso.

El mago levantó la mano en dirección a la criatura. El draconiano les dirigió una última y perversa mirada, luego dio media vuelta y huyó. Raistlin se desplomó inconsciente en los brazos de su hermano y la marmita llegó finalmente a la abertura.