El mapa del Gran Bulp
El libro de encantamientos de Fistandantilus
—No me inspira confianza ese pequeño reyezuelo y, además, no puedo soportar su olor —gruñó Caramon.
—A mí me sucede lo mismo —dijo Tanis en voz baja—. ¿Pero qué podemos hacer? Ya hemos accedido a llevarle el tesoro, no ganaría nada traicionándonos.
Se sentaron en el suelo de la sala de espera, una sucia antecámara que daba al salón del trono. En esta habitación, la decoración era tan vulgar como en la anterior. Los compañeros estaban tensos y nerviosos, hablaron poco y tuvieron que hacer un esfuerzo para comer.
Raistlin no quiso comer nada. Acurrucándose lejos de los demás, se preparó aquella extraña mezcla de hierbas que le calmaban la tos. Después se tendió en el suelo y cerró los ojos. Bupu se sentó a su lado y empezó a comer algo que sacó de su bolsa. Cuando Caramon se acercó a ellos, contempló con horror cómo, en la boca de la enana, desaparecía la cola de un animal.
Riverwind se sentó solo, sin participar en la conversación que mantenían los amigos al repasar de nuevo sus planes. El bárbaro miraba al suelo cavilosamente. De pronto sintió que alguien le tocaba levemente el brazo, pero ni siquiera levantó la cabeza. Goldmoon, con la tez pálida, se arrodilló junto a él e intentó hablarle, pero la voz le falló. Se aclaró la garganta y lo intentó de nuevo.
—Tenemos que hablar —le dijo con firmeza en su idioma.
—¿Es una orden?
Goldmoon tragó saliva.
—Sí —le respondió con un hilo de voz.
Levantándose, Riverwind dio unos pasos y se acercó hasta un llamativo tapiz, tejido, probablemente, hacía mucho tiempo, cuando la ciudad estaba en su pleno esplendor. El bárbaro no respondió a Goldmoon, ni siquiera la miró. Su rostro era una máscara impenetrable, pero Goldmoon sabía que bajo esa expresión yacía un corazón herido. Posó de nuevo suavemente la mano en su brazo.
—Perdóname —le dijo en voz baja.
Riverwind la miró sorprendido. La mujer estaba ante él con la cabeza baja y el rostro avergonzado como si fuese una niña. El guerrero extendió la mano para acariciar el cabello de oro y plata de aquel ser al que amaba más que a su propia vida. Su corazón palpitó de júbilo al notar que Goldmoon temblaba al sentir sus caricias. Lentamente deslizó la mano hasta su cuello y la atrajo hacia sí con ternura, apoyando la cabeza de la mujer sobre su pecho. Luego la rodeó con los brazos.
—Nunca te había oído pronunciar estas palabras —le dijo sonriendo para sí, satisfecho de que ella no pudiera verle la cara.
—Nunca las había pronunciado —dijo entrecortadamente sin levantar la cabeza—. Amado mío, no sabes cómo me dolería el que a la vuelta de tu largo viaje encontraras a la princesa en lugar de a Goldmoon. Pero he pasado tanto miedo.
—No. Soy yo el que debería pedir disculpas. —Levantó la mano para secar las lágrimas que caían por las mejillas de la mujer—. No me daba cuenta de todo lo que te había pasado. Sólo podía pensar en mí mismo y en los peligros que había corrido. Ojalá me lo hubieses dicho, querida, amada mía.
—Ojalá me lo hubieses preguntado. He sido princesa durante tanto tiempo que realmente es lo único que sé hacer. Es lo que me sostiene, me da coraje cuando me siento asustada. No creo que pueda dejar de serlo nunca.
—No quiero que dejes de serlo. Me enamoré de la hija de Chieftain la primera vez que te vi. ¿Recuerdas? En aquellos juegos que se celebraban en tu honor.
—Tú te negaste a bajar la cabeza para recibir mi bendición. Reconocías el liderazgo de mi padre pero negabas que yo fuese una diosa. Decías que el hombre no puede crear dioses de otros hombres. Parecías tan fuerte y te mostrabas tan orgulloso al hablar de los antiguos dioses a los que yo, por aquel entonces, ni siquiera conocía.
—Y qué furiosa te pusiste —recordó él—, ¡y qué bella! Para mí, tu belleza por sí sola ya era una bendición, no necesitaba otra. Y quisiste que me expulsaran de los juegos.
Goldmoon sonrió con tristeza.
—Tú pensaste que me había enojado porque me habías avergonzado delante de tanta gente, pero no era por eso.
Miró directamente al guerrero con sus claros ojos azules y se ruborizó.
—Me enfadé porque cuando te vi allí, en pie, negándote a arrodillarte ante mí, supe que había perdido una parte de mí misma y que no la recuperaría hasta que tú la reclamases.
Como respuesta, el guerrero la apretó contra sí, besando tiernamente sus cabellos.
—Riverwind, la princesa está todavía en mí. No creo que pueda irse nunca. Pero debes saber que Goldmoon está tras ella y que, si algún día finalizamos este viaje y encontramos finalmente la paz, entonces Goldmoon será tuya para siempre y haremos que a la princesa se la lleve el viento.
Sonó un portazo en el cuarto de al lado y todos se sobresaltaron. La puerta se abrió y entró un enano gully que dijo:
—Mapa —y le entregó a Tanis un trozo de papel arrugado.
—Gracias —dijo el semielfo— dale también las gracias al Gran Bulp.
—Su Majestad el Gran Bulp —corrigió el guardia dirigiendo un temerosa mirada al tapiz que cubría la pared. Agachando la cabeza, salió torpemente en dirección a los aposentos.
Tanis extendió el mapa. Todos se agruparon en torno a él, incluso Flint. No obstante, después de echarle una mirada, el enano resopló burlonamente y se apartó del grupo.
Tanis no pudo evitar reírse.
—Era de imaginar. Me pregunto si el Gran Fudge recuerda dónde está la «gran cámara secreta».
—Por supuesto que no. —Raistlin se incorporó, abriendo sus extraños ojos dorados y mirándoles con los párpados entornados—. Es por ello que nunca ha regresado en busca del tesoro. De todas formas, hay uno de nosotros que sabe dónde está la guarida del dragón. —Todos siguieron la mirada del mago.
Bupu le miró desafiante.
—Tener razón. Yo sé —dijo enfurruñada—. Yo conozco lugar secreto. Voy allá, encuentro piedras bonitas. ¡Pero no decir Gran Bulp!
—¿Nos dirás dónde es? —le preguntó Tanis. Bupu miró a Raistlin y este último asintió con la cabeza.
—Yo decir —masculló—. Dar mapa.
Raistlin, viendo que los demás estaban distraídos mirando el mapa, le hizo una seña a Caramon.
—¿Habéis cambiado de plan?
—No. —Caramon frunció el ceño—. Es el mismo. Y no me gusta, yo debería ir contigo.
—Tonterías, ¡lo único que harías sería estorbarme! No correré ningún peligro, te lo aseguro —posando su mano sobre el brazo de Caramon, se acercó más a él y miró a su alrededor—. Además, hay un favor que debes hacerme, hermano mío. Me has de traer un objeto del cubil del dragón.
La mano de Raistlin ardía, sus ojos relampagueaban. Caramon, no le había visto así desde lo sucedido en las Torres de la Alta Hechicería. Inquieto, quiso apartarse de él; pero la mano de Raistlin se aferraba a su brazo.
—¿Qué es lo que he de traerte?
—¡Un libro de hechizos!
—¡Así que este es el motivo por el que querías venir a Xak Tsaroth! Sabías que aquí lo encontrarías.
—Leí algo sobre este libro hace años. Sabía que estaba en Xak Tsaroth antes del Cataclismo, todos los de la Orden lo sabíamos, pero supusimos que se habría perdido en la destrucción de la ciudad. Cuando supe que Xak Tsaroth no estaba totalmente derruida, pensé que había una posibilidad de encontrarlo.
—¿Cómo sabes que está en la cueva del dragón?
—No lo sé. Solamente lo supongo. Para los magos, este es el mayor tesoro de Xak Tsaroth. Puedes estar seguro de que si el dragón lo ha encontrado… ¡debe estar utilizándolo!
—Y quieres que yo te lo traiga… ¿Cómo es?
—Es como mi libro de encantamientos, sólo que en lugar de estar encuadernado en pergamino, lo está en piel azul oscuro, y las runas son de color plateado. Cuando lo toques, notarás un frío mortecino.
—¿Qué dicen las runas?
—Es mejor que no lo sepas…
—¿A quién pertenecía ese libro?
Raistlin se quedó callado, su mirada dorada parecía abstraída, como si estuviese intentando recordar algo.
—A Fistandantilus. Tú nunca has oído hablar de él, hermano. Y no obstante, fue uno de los hechiceros más notables de mi orden.
—Tal como describes el libro… —Caramon dudó, temiendo la respuesta de Raistlin. Tragó saliva y comenzó de nuevo—. Este Fistandantilus… ¿vestía la Túnica Negra? —No se atrevió a mirar a su hermano directamente a los ojos.
—¡No me hagas más preguntas! ¡Eres tan desconfiado como los demás! ¡Ninguno de vosotros me comprende! —Ante la mirada de tristeza de Caramon, el mago suspiró—. Caramon, confía en mí. El libro no contiene poderes especiales, de hecho es uno de los primeros libros de magia que Fistandantilus escribió cuando era muy joven… Pero de todas formas, para mí es muy valioso. ¡Debes conseguirlo! Debes… —comenzó a toser.
—Desde luego Raistlin. No te preocupes. Lo encontraré.
—Bien, Caramon. Magnífico —susurró Raistlin cuando pudo hablar. Volvió a tenderse en el suelo y cerró los ojos—. Ahora déjame descansar, debo estar preparado.
Caramon se puso en pie, miró a su hermano durante unos segundos y luego se volvió, casi tropezando con Bupu que le miraba con los ojos abiertos de par en par.
—¿De qué hablabais? —preguntó Sturm cuando Caramon se reunió con el grupo.
—Oh, de nada.
Sturm miró alarmado a Tanis.
—¿Qué ocurre, Caramon? —preguntó Tanis mirándole a los ojos tras enrollar el mapa y colocárselo en el cinturón—. ¿Algo va mal?
—N-no… —titubeó Caramon—. No es nada. Bueno, hum, he intentado convencer a Raistlin de que me dejara ir con él, eso es todo. Pero dijo que lo único que haría sería estorbarle.
Tanis observó a Caramon. Sabía que decía la verdad, pero no toda la verdad. Sabía que Caramon perdería gustoso hasta la última gota de su sangre por cualquiera de ellos, pero también, que era capaz de traicionarlos a todos si Raistlin se lo pedía. El gigante miró a Tanis, suplicándole en silencio que no le hiciese más preguntas.
—Raistlin tiene razón —dijo finalmente el semielfo—. Bupu estará con él y no correrá ningún peligro. Ella le traerá de vuelta aquí más tarde. Sólo tiene que crear alguno de esos efectos pirotécnicos, algo que distraiga al dragón y lo saque de su cubil. Cuando el dragón llegue a la plaza, él ya no estará allí.
—Claro —dijo Caramon forzando la sonrisa—. De todas formas, vosotros me necesitáis.
—Así es —dijo Tanis con seriedad—. Bien, ¿estáis preparados?
Todos se pusieron en pie silenciosamente. Raistlin se incorporó con la capucha puesta y las manos metidas dentro de las mangas de su túnica. Alrededor suyo se percibía un halo que resultaba indefinible y terrorífico: un halo de poder que emanaba de su interior. Tanis carraspeó.
—Contaremos hasta quinientos —le dijo a Raistlin—, después nos pondremos en marcha. Por lo que dice tu pequeña amiga, al «lugar secreto» marcado en el mapa se llega por un escotillón que hay en un edificio cercano. Allí encontraremos un túnel subterráneo que nos conducirá hasta la guarida del dragón, cerca de donde le vimos esta mañana. Lo mejor es que tú organices la función en la plaza y luego regreses aquí a esperarnos. Le entregaremos el tesoro al Gran Bulp y descansaremos hasta la noche. Cuando oscurezca escaparemos.
—Entiendo… —dijo Raistlin reposadamente.
Me gustaría tenerlo tan claro como tú, pensó Tanis con amargura. Me gustaría saber qué es lo que está maquinando esa mente tuya. Pero el semielfo no dijo nada.
—¿Ahora irnos? —preguntó Bupu mirando ansiosamente a Tanis.
—Ahora irnos —respondió Tanis.
Raistlin salió del sombrío callejón y tomó una calle en dirección sur. No se veía ningún signo de vida. Era como si a los enanos gully se los hubiese tragado la niebla. Esta idea le preocupó, por lo que intentó caminar por el lado más sombrío. Cuando era necesario, el frágil mago era capaz de moverse muy silenciosamente. Esperaba poder controlar la tos. Su congestión de pecho se había aliviado con la poción de hierbas que se había preparado según la receta que, en su día, le había facilitado Par-Salian —una especie de disculpa del gran hechicero por el trauma que Raistlin había tenido que sufrir a cambio de obtener sus grandes poderes mágicos. Pero el efecto de la poción no duraría mucho.
Bupu, que caminaba tras él, se asomó para vigilar. Sus ojos, pequeños y redondos, examinaron la calle que desembocaba en la Plaza Grande.
—Nadie —dijo tirando de la túnica del mago—. Seguir adelante.
Nadie, pensó Raistlin preocupado. No era normal. ¿Dónde se habrían metido todos los enanos gully? Tenía la sensación de que algo iba mal, pero ya no podía retroceder: Tanis y los demás debían estar ya camino del túnel. De pronto pensó que todos podían morir en esa funesta ciudad.
Bupu tiró de su túnica de nuevo. Encogiéndose de hombros y colocándose la capucha sobre la cabeza, el mago se deslizó por la neblinosa calle, seguido de la enana gully.
De repente, de una puerta oscura surgieron dos figuras que se apresuraron a seguir a Raistlin y a Bupu.
—Aquí es —dijo Tanis en voz baja. Abriendo una puerta enmohecida, asomó la cabeza—. Está muy oscuro, necesitaremos una luz.
Restregando dos pedazos de metal, Caramon encendió una de las antorchas que les había prestado el Gran Bulp, se la pasó a Tanis y después encendió otra para él y para Riverwind. Tanis entró en el edificio y lo encontró inundado de agua. Sostuvo la antorcha en alto y vio que por las paredes de la ruinosa habitación descendían varias chorreras de agua que serpenteaban hacia el centro de la habitación, filtrándose al mismo tiempo por unas grietas. Tanis chapoteó hacia el centro, iluminándolo todo con la antorcha.
—Ahí está. Puedo verla —dijo mientras el resto se acercaba. Señaló el escotillón en el suelo. En la parte central podía distinguirse una anilla de metal.
—¡Caramon, ocúpate tú! —Tanis se apartó.
—¡Bah! —resopló Flint—. Si un enano gully puede abrirlo, yo también puedo. Apartaos. —El enano metió la mano en el agua y tiró. Hubo un momento de silencio. Flint gruñó, su rostro empezó a enrojecer. Se detuvo, se irguió jadeando y luego volvió a agacharse, intentándolo de nuevo. No se oyó ni un crujido. La puerta permaneció cerrada.
Tanis posó su mano sobre el hombro del enano.
—Flint, Bupu dice que sólo viene aquí durante la estación seca. Aquí abajo está el Nuevo Mar, así que para abrir el escotillón debes vencer además la presión del agua.
—¡Vaya! ¿Por qué no lo dijiste antes? Dejaremos que lo intente el gran buey.
Caramon se acercó, metió la mano en el agua y tiró. Se le hincharon los músculos de los hombros y las venas del cuello. Se oyó un sonido aspirado y la puerta cedió tan repentinamente que el guerrero estuvo a punto de caer hacia atrás. Cuando retiró el escotillón, la habitación comenzó a vaciarse de agua. Tanis acercó la antorcha para ver mejor. En el suelo se abría un pasadizo cuadrado de unos cuatro pies de ancho; una estrecha escalera de piedra, hecha por los enanos, descendía por el pasaje.
—¿Por qué número va la cuenta? —preguntó Tanis.
—Cuatrocientos tres —respondió la grave voz de Sturm—. Cuatrocientos cuatro.
Los compañeros esperaron alrededor del escotillón, temblando de frío y escuchando únicamente el sonido del agua que fluía hacia el pasadizo.
—Cuatrocientos cincuenta y uno —apuntó con calma el caballero.
Tanis se atusó la barba. Caramon tosió dos veces, como si quisiera recordarles a su hermano ausente. A Flint, que se agitaba nervioso, se le cayó el hacha al agua. Tasslehoff mordía distraídamente el extremo de su coleta. Goldmoon, pálida pero recuperada, se acercó a Riverwind con la Vara en la mano. El la rodeó con sus brazos. Lo más molesto era tener que esperar.
—Quinientos —dijo Sturm.
—¡Por fin! ¡Ya era hora! —Tasslehoff se descolgó por la escalera. Tanis lo siguió, sosteniendo en alto la antorcha para alumbrar a Goldmoon. Los demás los siguieron, descendiendo lentamente por aquel conducto que formaba parte del sistema de alcantarillado de la ciudad. El pasadizo bajaba unos veinte pies y luego desembocaba en un túnel de unos cinco pies de ancho que corría de norte a sur.
—Comprueba la profundidad del agua —le advirtió Tanis al kender cuando Tasslehoff se disponía a soltarse de la escalera. El kender, sujetándose al último peldaño, metió su vara jupak en las oscuras aguas que se arremolinaban debajo. La vara se hundió aproximadamente hasta la mitad.
—Dos pies —dijo Tasslehoff. Se lanzó al agua con confianza, le llegaba a las caderas. Alzó la vista y miró a Tanis interrogativamente.
—Hacia allá. En dirección sur.
Levantando su vara, Tasslehoff dejó que la corriente le arrastrara.
—¿Cómo es que no se oye nada de la función? —preguntó Sturm. El eco de su voz resonó en el túnel.
Tanis estaba pensando lo mismo.
—Seguramente desde aquí no se oirá nada —respondió, confiando que fuese verdad.
—No te preocupes, seguro que Raistlin la ha preparado bien —dijo Caramon.
—¡Tanis! —Tasslehoff tropezó con el semielfo. ¡Hay algo aquí, en el agua! He notado como algo pasaba entre mis piernas.
—Sigamos caminando —dijo Tanis—, y confiemos en que ese algo no esté hambriento…
Siguieron vadeando en silencio. La luz de las antorchas se reflejaba en las paredes creando imágenes fantasmagóricas. Más de una vez Tanis sintió que algo extraño lo amenazaba, comprendiendo segundos después que se trataba de las sombras proyectadas por el casco de Caramon o la vara de Tasslehoff.
El túnel se dirigía directamente hacia el sur a lo largo de unos doscientos pies, luego giraba hacia el este. Los compañeros se detuvieron. Al fondo relucían débilmente unas luces que se filtraban desde arriba. De acuerdo con la explicación de Bupu, aquello significaba que estaban bajo el cubil del dragón.
—¡Apagad las antorchas! —siseó Tanis hundiendo la suya en el agua. Tanteando la lodosa pared, siguió al kender. El contorno rojizo de este, que Tanis podía distinguir claramente con sus ojos de elfo, le servía de guía. El semielfo oía a Flint refunfuñar sobre los efectos del agua en su reumatismo.
—¡Shhhhhh…! —susurró Tanis cuando se acercaron a la luz, intentando mantener el silencio a pesar del sonido producido por sus pies al andar por el agua. Pronto llegaron a una escalera que subía hasta una reja de hierro.
—La gente nunca se molesta en cerrar las rejillas del suelo, pero aunque esta lo estuviese, estoy seguro de poder abrirla —susurró Tasslehoff al oído de Tanis.
El semielfo asintió, sin comentar que Bupu también había sido capaz de abrirla. Para el kender el arte de abrir cerraduras era una cuestión de orgullo, tan importante como para Sturm lo eran sus bigotes. Con el agua hasta las rodillas, todos observaron cómo el kender trepaba por la escalera y examinaba el enrejado.
—Ahí arriba aún no se oye nada —musitó Sturm.
—¡Shhhh! —le respondió secamente Caramon.
La verja tenía una cerradura muy sencilla que el kender abrió en un momento. Levantándola, se asomó. Le envolvió una repentina oscuridad, tan espesa e impenetrable que se sobresaltó y casi soltó la verja de golpe. Rápidamente, sin hacer ruido, colocó el enrejado en su lugar y se deslizó por la escalera tropezando con Tanis.
—¿Tasslehoff? —Tanis lo sujetó—. ¿Eres tú? No puedo ver nada. ¿Qué sucede?
—No lo sé. Está todo muy oscuro.
—¿Quieres decir que no puedes ver? —le preguntó Sturm a Tanis—. ¿Qué pasa con tu vista de elfo?
—La he perdido —dijo Tanis secamente—, como en el Bosque Oscuro, o allí afuera, en el pozo…
Todos se acurrucaron en el túnel y se quedaron callados. No oían nada, tan sólo el sonido de su propia respiración y del agua que caía por las paredes. Pero el dragón estaba ahí arriba, esperándolos.