Una decisión amarga
El don supremo
Tanis miró fijamente a Raistlin. Al mago no se le movía ni una sola pestaña, nada dejaba entrever sus sentimientos, si es que los tenía. Sus miradas se encontraron y, como siempre, Tanis sintió que el mago veía más allá de lo que a él mismo le era posible. En momentos como este, Tanis odiaba a Raistlin; le odiaba con una intensidad que le sorprendía, le odiaba y le envidiaba al mismo tiempo, por ser capaz de no sentir tristeza.
—¡Tenemos que hacer algo! —dijo Sturm con brusquedad—. ¡Riverwind no ha muerto y el dragón puede volver en cualquier momento!
—Muy bien —dijo Tanis hablando con dificultad—. Envolvedlo en una manta… pero dejadme unos instantes a solas con Goldmoon.
El semielfo cruzó el patio con lentitud. Cuando subió los escalones de mármol que conducían al porche de puertas doradas donde se hallaba Goldmoon, sus pisadas resonaron en la quietud de la noche. Echando una mirada hacia atrás, vio cómo sus amigos desempaquetaban mantas y las extendían sobre ramas para improvisar una camilla de campaña. El cuerpo de Riverwind era tan sólo una masa oscura y deforme.
—Traédmelo aquí, —repitió Goldmoon cuando el semielfo llegó junto a ella. Tanis le tomó la mano.
—Goldmoon, Riverwind está muy mal herido. Se está muriendo y no hay nada que tú puedas hacer, ni siquiera con la Vara…
—¡Silencio!
El semielfo calló, viéndola claramente por vez primera. Sorprendido, comprendió que la mujer bárbara estaba tranquila, sosegada, iluminada. Bajo la luz de las lunas, su rostro parecía el de un marinero que, en su pequeño bote, ha luchado contra mares tormentosos, consiguiendo al final conducirlo a aguas tranquilas.
—Entra en el templo, amigo mío —dijo Goldmoon mirando intensamente a Tanis con sus bellos ojos—. Tráeme a Riverwind y entra en el templo.
Goldmoon no había oído al dragón ni había visto cómo atacaba a Riverwind. Cuando llegaron al asolado patio de Xak Tsaroth, había sentido una fuerza extraña y poderosa que la conducía hacia el templo. Caminó entre los cascajos y subió los escalones, abstraída de todo lo que no fuesen aquellas doradas puertas que centelleaban bajo la luz roja y plateada de Lunitari y Solinari. Al llegar ante ellas se detuvo durante unos instantes, al escuchar la conmoción que se producía. Oyó a Riverwind pronunciando su nombre.
—Goldmoon… —Tuvo un momento de duda, pues no le quería abandonar (ni a él ni a los demás), intuyendo que un ser demoníaco estaba emergiendo del pozo.
—Entra, pequeña —le había dicho una voz cálida. Goldmoon alzó la cabeza y contempló las puertas. Sus ojos se llenaron de lágrimas; aquella voz era la de su madre, Tearsong, sacerdotisa de Que-shu, quien había muerto años atrás cuando ella era todavía una niña.
—¿Tearsong? —balbuceó Goldmoon—. Madre…
—Para ti los últimos años han sido tristes y difíciles, hija mía —más que oírla, sentía la voz de su madre en el corazón—, y temo que tu carga no se alivie pronto. Si continúas adelante, dejarás esta oscuridad tan sólo para penetrar en una oscuridad aún mayor. La verdad iluminará tu camino, a pesar de que su luz brille muy débilmente en la larga y terrible noche que te aguarda. No obstante, sin la verdad, todo estaría perdido, todo perecería. Entra en el templo conmigo, hija mía, y encontrarás lo que buscas.
—Pero ¿y mis amigos?, ¿y Riverwind? —Goldmoon miró hacia el pozo y vio cómo Riverwind se tambaleaba sobre el trepidante empedrado—. No pueden luchar solos contra esta catástrofe, sin mí morirán. ¡La Vara podría ayudar! ¡No puedo dejarles! —Se disponía a regresar cuando, de pronto, la oscuridad lo envolvió todo.
—¡No puedo verles…! ¡Riverwind…! ¡Madre, ayúdame!
Pero no hubo respuesta.
—¡No es justo! —gritó Goldmoon para sí, apretando los puños—. ¡Nunca quisimos esto! ¡Sólo deseábamos amarnos, y ahora puede que hasta eso perdamos! Hemos sacrificado tanto… y no nos ha servido para nada. ¡Tengo treinta años, madre! Treinta años y no tengo hijos. Se han llevado mi juventud, se han llevado a mi gente. Y a cambio, no me ha quedado nada. Nada, ¡excepto esto! —levantó la Vara—. y ahora se me vuelve a pedir que continúe la lucha.
Su rabia se calmó. ¿Había sentido rabia Riverwind durante los largos años que había deambulado buscando respuestas? Todo lo que había encontrado era la Vara, y eso sólo había reportado más preguntas. No, pensó, él no se había sentido furioso. Su fe era fuerte. La débil soy yo. Riverwind estaba dispuesto a morir por su fe y, por lo que parece, yo estoy dispuesta a vivir, incluso si vivir significa vivir sin él.
Goldmoon se apoyó contra las puertas doradas, cuya superficie metálica refrescó su piel. A regañadientes, tomó una amarga decisión: Seguiré adelante, madre, pero si Riverwind muere, mi corazón morirá también. Sólo pido una cosa: si él muere, hazle saber de alguna forma, que yo continuaré su búsqueda.
Apoyándose sobre la Vara, la Reina de los Queshu empujó las doradas puertas y entró en el templo. Las puertas se cerraron tras ella en el mismo momento en que el dragón negro surgía del pozo.
Goldmoon dio unos pasos en la envolvente oscuridad; al principio no podía ver nada, pero el recuerdo de los cálidos brazos de su madre le hizo seguir adelante. De pronto, a su alrededor, comenzó a brillar una luz suave y pudo ver que se hallaba bajo una amplia y alta bóveda que se elevaba sobre un suelo de mosaicos incrustados. En el centro de la sala había una estatua de singular gracia y belleza. La débil luz que había en la habitación emanaba de la figura, y Goldmoon, aturdida, caminó hacia ella. Representaba una mujer vestida con ondeantes túnicas, cuyo rostro de mármol poseía una expresión de radiante esperanza con una mezcla de tristeza. Alrededor del cuello llevaba colgado un extraño amuleto.
—Esta es Mishakal, diosa de la curación, a quien yo sirvo —dijo la voz de su madre—. Escucha sus palabras, hija mía.
Goldmoon se detuvo frente a la estatua, maravillada por su belleza. No obstante, parecía inacabada, incompleta. Observó que a la efigie le faltaba algo; las manos de mármol, que estaban curvadas como si anteriormente hubiesen sostenido un báculo, estaban ahora vacías. Sin pensarlo dos veces, impulsada tan sólo por la necesidad de completar tal belleza, Goldmoon deslizó su vara entre las manos de mármol.
Comenzó a destellar una suave luz azulada, y Goldmoon, sobresaltada, retrocedió unos pasos. El destello fue aumentando de intensidad hasta volverse deslumbrante. La mujer bárbara se tapó los ojos, cayendo al suelo de rodillas. Una fuerza bondadosa e inmensa invadió su corazón y se arrepintió amargamente de la rabia que había sentido minutos antes.
—No te avergüences de tus dudas, ellas fueron las que te condujeron hasta nosotros, y es tu rabia la que te ayudará a superar las pruebas que te aguardan. Vienes buscando la verdad y la encontrarás.
Los dioses no han abandonado al hombre —es el hombre el que ha abandonado a los verdaderos dioses. Krynn está a punto de enfrentarse a una dura prueba. Sus hombres necesitarán la verdad más que nunca. Tú, debes devolverle al hombre la verdad y el poder de los verdaderos dioses. Ha llegado el momento de restablecer el equilibrio del universo. Ahora, la balanza se inclina hacia el lado del mal, pues así como los dioses del bien han regresado, también lo han hecho los dioses del mal, que luchan incansablemente para atraer las almas de los hombres. La Reina de la Oscuridad ha regresado a buscar, una vez más, aquello que le permita caminar libremente por el mundo. Los dragones, que habían desaparecido de Krynn, vuelven a rondar por los cielos y los caminos.
Dragones…, pensó Goldmoon como en sueños. Le resultaba difícil concentrarse y comprender aquellas palabras que penetraban en su mente. Sólo tiempo después comprendería completamente el mensaje. Entonces recordaría las palabras para siempre.
—Para conseguir el poder y derrotarlos, necesitarás la verdad de los dioses —este es el sumo don del que os hablaron. Bajo el templo, en unas ruinas colmadas de grandezas pertenecientes a eras pasadas, están los Discos de Mishakal; son unos discos circulares hechos de reluciente platino. Cuando encuentres los discos, podrás invocar mi poder, pues yo soy Mishakal, diosa de la curación.
—El camino no será fácil. Los dioses del mal conocen y temen el gran poder de la verdad. El viejo y poderoso dragón negro Khisanth, llamado Onyx por los hombres, es el guardián de los discos. Tiene su cubil en la destruida ciudad de Xak Tsaroth. Si decides intentar recuperar los discos, te acecharán muchos peligros, por tanto, bendigo esta Vara. Llévala con orgullo, sin vacilación alguna, y vencerás.
La voz dejó de oírse y en aquel momento, Goldmoon oyó el agonizante grito de Riverwind.
Tanis entró en el templo y sintió como si estuviese retrocediendo en sus recuerdos. El sol se filtraba entre los árboles de Qualinost. El, Laurana y el hermano de esta, Gilthanas, estaban tendidos a la orilla del río, riendo y compartiendo sueños después de un juego infantil. La infancia de Tanis no había sido feliz —pronto se había dado cuenta de que era diferente a los demás. Pero aquel día había sido un día de sol resplandeciente y de cálida amistad. El recuerdo de aquella paz invadió su alma, atenuando el miedo y la tristeza.
Se volvió hacia Goldmoon, quien se hallaba a su lado silenciosa.
—¿Qué lugar es este?
—La respuesta a esta pregunta debe esperar —le respondió Goldmoon, conduciéndole a través del resplandeciente suelo de azulejos hasta la reluciente estatua de mármol de Mishakal. La Vara de Cristal Azul proyectaba en toda la sala una brillante claridad.
Cuando Tanis abrió la boca, maravillado, una sombra oscureció la habitación. Él y Goldmoon se giraron hacia la puerta, por donde entraban Caramon y Sturm llevando el cuerpo de Riverwind. A los lados de la improvisada camilla caminaban Flint y Tasslehoff, —el enano parecía muy viejo y cansado y el kender extrañamente apesadumbrado—, formando una peculiar guardia de honor. Tras ellos iba Raistlin, con la capucha sobre la cabeza y las manos enfundadas en la túnica; parecía el mismísimo espectro de la muerte.
Llevando la camilla cuidadosamente, caminaron sobre el suelo de mármol; al llegar ante Goldmoon y Tanis, se detuvieron. Tanis miró hacia el cuerpo yacente a los pies de Goldmoon y cerró los ojos. La sangre había traspasado la gruesa manta, extendiéndose por la tela y formando grandes manchas oscuras.
—Sacadle la manta —ordenó Goldmoon. Caramon miró a Tanis suplicante.
—Goldmoon… —comenzó a decir Tanis.
De pronto, antes de que nadie pudiese detenerlo, Raistlin se arrodilló y levantó la manta manchada de sangre.
Al ver el cuerpo torturado de Riverwind, Goldmoon ahogó un gemido y palideció de tal forma que Tanis le tendió una mano, temiendo que fuera a desmayarse. Pero Goldmoon era hija de una raza fuerte y orgullosa. Tragó saliva, respiró profundamente y girándose, caminó hacia la estatua de mármol. Tomó cuidadosamente la Vara de Cristal Azul de las manos de la diosa y volvió junto al cuerpo de Riverwind, arrodillándose junto a él.
—Kan-tokah —dijo en voz baja—. Mi amado… —Alargando una mano temblorosa, tocó la frente del bárbaro agonizante. El rostro invidente se volvió hacia ella como si la hubiese oído, y una de las manos chamuscadas hizo un débil movimiento como si quisiese tocarla. Después de un tremendo escalofrío, se quedó totalmente quieto. Con las mejillas inundadas de lágrimas, Goldmoon posó la Vara sobre el cuerpo de Riverwind. Una suave luz azulada iluminó la habitación, relajándoles a todos en el acto. Dejaron de sentir la tensión y el agotamiento provocados por aquella dura jornada. El terror al ataque del dragón desapareció de sus, mentes como desaparece la noche cuando llega el día. Unos segundos más tarde, la luz proyectada por la Vara comenzó a disminuir hasta extinguirse. La noche invadió el templo, que una vez más, quedó iluminado tan sólo por la luz que emanaba de la estatua.
Tanis parpadeó, intentando que sus ojos volviesen a acostumbrarse a la oscuridad. Se oyó una voz profunda.
—Kan-tokah neh sirakan.
Goldmoon gritó y Tanis miró hacia lo que debería haber sido el cadáver de Riverwind. En lugar de ello, vio que el bárbaro se incorporaba y extendía sus brazos hacia la mujer. Ella le abrazó, riendo y llorando al mismo tiempo.
—Por tanto —les dijo Goldmoon finalizando su relato—, debemos encontrar un camino que nos conduzca a la ciudad destruida que yace bajo el templo, y llevarnos los Discos que guarda el dragón en su cubil.
Se hallaban sentados sobre el suelo, en la cámara principal del templo, cenando frugalmente algunas frutas y hojas que habían recogido de los alrededores, así como algunos restos de provisiones que, milagrosamente, habían conseguido poner a salvo, cuando fueron hechos prisioneros por los draconianos. Una rápida inspección del edificio les había revelado que se hallaba vacío, a pesar de que Caramon había encontrado huellas de draconianos junto a la escalera, además de otras huellas que el guerrero no había podido identificar.
El edificio no era muy grande. Enfrente de la entrada que les había llevado a la cámara principal donde se hallaba la estatua, había dos habitaciones presuntamente dedicadas a la oración. La cámara principal se ramificaba en dos salas circulares, una orientada al norte y la otra en dirección sur, ambas decoradas con frescos que ahora se hallaban cubiertos de hongos, por lo que resultaban imposibles de identificar. Dos pares de dobles puertas doradas conducían hacia el este. Caramon les notificó que allí había encontrado una escalera que descendía hacia la ciudad destruida. Desde donde se encontraban, podía oírse el débil sonido de un rompiente, lo cual les recordó que se hallaban sobre un acantilado que daba al Nuevo Mar.
Los compañeros estaban en silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos, intentando asimilar la historia que les había relatado Goldmoon. Tasslehoff continuó curioseando por las habitaciones e investigando los rincones oscuros. Al no encontrar nada que le interesase, el kender, aburrido, se reunió con el grupo, llevando en la mano un viejo casco demasiado grande para él. Como los kenders nunca llevan casco, pues lo consideran molesto y demasiado pesado para su corta estatura, Tas se lo lanzó al enano.
—¿Qué es esto? —preguntó Flint con suspicacia, colocándolo bajo la luz que proyectaba el bastón de Raistlin. Era un casco de diseño antiguo, trabajado por un herrero habilidoso. Sin duda alguna, por un enano, decidió Flint mientras le sacaba el brillo cuidadosamente con la mano. El extremo superior estaba adornado por una larga cola de animal. El enano arrojó el casco de draconiano que había estado utilizando y se puso el nuevo. Le quedaba perfecto. Sonriendo, se lo sacó para volver a admirar la parte trabajada. Tanis lo observaba divertido.
—Es pelo de caballo —dijo señalando la cola.
—¡No, no lo es! —Arrugando la nariz, lo olió de cerca y al ver que no estornudaba miró a Tanis satisfecho—. Es cabello de la melena de un grifo.
Caramon soltó una carcajada.
—¡Un grifo! —exclamó—. En Krynn hay tantos grifos como…
—Dragones —interrumpió Raistlin en tono irónico.
La conversación se acabó bruscamente.
Sturm se aclaró la garganta.
—Sería mejor que durmiésemos un poco. Yo haré la primera guardia.
—Esta noche no hace falta que nadie haga guardia —dijo Goldmoon lentamente, sentándose junto a Riverwind. Desde su encuentro con la muerte, el bárbaro no había hablado mucho. Durante largo rato, se había quedado contemplando la estatua de Mishakal, reconociéndola como la mujer que le había entregado la Vara, pero se había negado a contestar cualquier pregunta o a hablar sobre el tema.
—Aquí estamos a salvo —afirmó Goldmoon mirando la estatua.
Caramon arqueó las cejas, Sturm frunció el ceño y se atusó los bigotes. Ambos eran demasiado corteses para cuestionarle a Goldmoon su fe, pero Tanis sabía que ninguno de ellos se sentiría seguro si no establecían unos turnos de guardia. De cualquier forma, faltaban pocas horas para que amaneciese y todos necesitaban descansar. Raistlin ya dormía, tendido en un oscuro rincón de la habitación, envuelto en su capa.
—Creo que Goldmoon tiene razón —dijo Tasslehoff—. Confiemos en los antiguos dioses, ya que al parecer, los hemos encontrado.
—Los elfos nunca los perdieron; ni los enanos tampoco —protestó Flint con expresión enojada—. ¡No entiendo nada de nada! Supuestamente, Reorx es uno de los antiguos dioses y le hemos adorado desde el Cataclismo…
—¿Adorado? —preguntó Tanis—. O llorado desesperadamente cuando tu gente fue expulsada de su Reino de las Montañas. No, no te enfurezcas… Los elfos actuaron igual. —Tanis, al ver que el rostro del enano enrojecía vivamente, levantó una mano—. Cuando nuestras tierras fueron arrasadas, nos quejamos a los dioses. Sabemos que existen y veneramos su recuerdo, tal como veneramos a los muertos. Ciertas sectas de elfos desaparecieron hace ya tiempo, igual que algunas sectas de enanos. Recuerdo a Mishakal, diosa de la Curación. Cuando era joven oí contar historias sobre ella, y también recuerdo historias sobre dragones. Cuentos de niños, diría Raistlin. Por lo visto nuestra infancia ha vuelto para acosarnos o para salvamos. Esta noche he visto dos milagros: uno realizado por las fuerzas del bien y otro por las del mal. Si he de confiar en la evidencia de mis sentidos, debo creer en ambos. De todas formas… —el semielfo suspiró—, creo que deberíamos hacer turnos de guardia esta noche. Lo siento, señora. Desearía que mi fe fuese tan firme como la vuestra.
Sturm hizo la primera guardia. Los demás se envolvieron en mantas y se tendieron sobre el suelo de mosaico. Después de aquel día extenuante en el que parecía que sus desgracias no iban a acabar jamás, encontraron al fin unas horas de descanso que les proporcionaron un poco de sosiego y les permitieron recuperar las energías perdidas. El caballero paseó por el templo iluminado por la luz de las lunas. Recorrió las tranquilas habitaciones, más por hábito que por sentir amenaza alguna. Oía el furioso soplido del viento del norte. No obstante, el interior del templo era curiosamente cálido y acogedor: tal vez demasiado acogedor.
Se sentó en el pedestal de la estatua y sintió que le invadía una dulce paz. De pronto, se irguió rápidamente y, asombrado, comprobó que casi se había quedado dormido. ¡Esto era imperdonable! Después de reprenderse severamente, el caballero decidió, como castigo, caminar durante toda la guardia, las dos horas completas. En el momento en el que iba a levantarse, se detuvo. Oyó unos cánticos, era la voz de una mujer. Extrañado, miró a su alrededor, llevando su mano a la empuñadura de la espada. De pronto su mano tembló; había reconocido la voz y la canción. Era la voz de su madre. Estaban juntos una vez más, huyendo de Solamnia, viajando solos a excepción de un fiel servidor, que moriría antes de que llegasen a Solace. La canción era una de esas canciones de cuna más viejas que los mismos dragones. La madre de Sturm sostenía amorosamente a su hijo, intentando que no sintiera miedo y reconfortándole cálidamente con su canción. Los ojos de Sturm se cerraron, y el caballero se quedó tan pacíficamente dormido como sus derrengados compañeros.
La luz del bastón de Raistlin resplandecía, manteniendo alejada la oscuridad.