La fuga
El pozo
La muerte de negras alas
El humo del incendio del campamento de draconianos flotaba aún sobre el terreno sombrío y cenagoso, evitando que el grupo pudiese ser descubierto por aquellas extrañas y demoníacas criaturas. El humo fluctuaba fantasmagóricamente por los pantanos, envolviendo a Solinari y oscureciendo las estrellas. Los compañeros no se arriesgaron a encender luz alguna —ni siquiera la del bastón de Raistlin—, ya que aún podían oír el sonido de los cuernos de los draconianos intentando restablecer el orden.
Riverwind los guiaba, pues aunque Tanis siempre se había sentido orgulloso de su habilidad para orientarse en los bosques, aquella oscura niebla cenagosa le había hecho perder por completo el sentido de la orientación. Con una rápida mirada a las estrellas, en un momento en que el humo se despejó, supo que estaban caminando en dirección norte.
No habían ido muy lejos cuando Riverwind comenzó a hundirse en el fango hasta las rodillas. Tanis y Caramon consiguieron sacarle del agua y Tasslehoff tomó el primer lugar, tanteando el suelo con su vara jupak, que se hundía a cada paso.
—No nos queda otra salida, tendremos que vadear —dijo Riverwind con sequedad.
Tomando un sendero en el que el agua parecía menos profunda, los amigos dejaron la tierra firme y se metieron en el lodo. Al principio sólo les llegaba hasta el tobillo, luego hasta las rodillas y al poco rato se hundieron todavía más; Tanis se vio obligado a llevar a Tasslehoff, quien, agarrado a su cuello, no dejaba de reír. Flint se negó rotundamente a aceptar cualquier propuesta de ayuda, incluso cuando el lodo le llegó a la punta de la barba. Momentos después, desapareció. Caramon, que iba tras él, lo pescó del agua y se lo echó al hombro como si se tratase de un saco mojado; el enano estaba tan cansado y asustado que ni siquiera refunfuñó. Raistlin se arrastraba por el agua entre toses. Enfermo y agotado todavía, a causa del veneno, el mago se desplomó finalmente. Sujetándole, Sturm lo arrastró por el cenagal.
Después de avanzar con torpeza por aquellas heladas aguas, alcanzaron tierra firme y se tomaron un pequeño descanso.
Comenzó a soplar un cortante viento del norte, los árboles comenzaron a crujir y a gemir, y sus ramas se doblaban. El viento hizo que la niebla se disipase, formando alargados jirones. Raistlin, tendido sobre la hierba, miró hacia el cielo y, conteniendo la respiración, se incorporó alarmado.
—Nubes tormentosas —dijo con voz ahogada, tosiendo y haciendo un esfuerzo para hablar—. Vienen del norte, no tenemos tiempo. ¡No hay tiempo! Debemos llegar a Xak Tsaroth. ¡Rápido! ¡Antes de que se ponga la luna!
Todos miraron al cielo. Por el norte se aproximaba una masa negruzca que devoraba las estrellas. Tanis sintió la misma urgencia que el mago y, aunque también estaba agotado, se puso en pie. Sin decir una sola palabra, los demás lo imitaron y comenzaron a caminar detrás de Riverwind que los guiaba, pero una vez más, encontraron que el camino estaba bloqueado por oscuras aguas pantanosas.
—¡Otra vez no! —gimió Flint.
—No, no tenemos que vadear de nuevo. Venid, mirad —dijo Riverwind llevándolos hasta la orilla. Allí, entre unas ruinas que sobresalían, había un obelisco que, por azar o colocado a propósito, formaba un puente hasta la otra orilla del pantano.
—Yo iré primero —se ofreció Tas, saltando enérgicamente sobre la alargada piedra—. ¡Eh! Aquí hay algo escrito, parecen runas.
—¡He de verlo! —susurró Raistlin. Corrió hacia el obelisco y formuló con autoridad la palabra Shirak, el cristal del pomo de su bastón se iluminó.
—¡Apresúrate! —gruñó Sturm—. Con esta luz, cualquier ser a veinte millas a la redonda nos puede localizar.
Pero Raistlin no quería apresurarse; sosteniendo la luz sobre las runas, las estudió detenidamente. Tanis y los otros treparon al obelisco reuniéndose con el mago.
El kender se agachó, repasando las runas con su pequeña mano.
—¿Qué dicen, Raistlin? ¿Sabes leerlo? La escritura parece muy antigua.
—Y lo es. Data de antes del Cataclismo. Dice: «La Gran Ciudad de Xak Tsaroth, cuya belleza os rodea, habla de la bondad de sus gentes y de sus generosas hazañas. Que los dioses nos recompensen por la gracia de nuestro hogar».
—¡Qué horrible! —Goldmoon se estremeció al observar las ruinas y la desolación que reinaba a su alrededor.
—Desde luego fueron recompensados por los dioses —dijo Raistlin sonriendo cínicamente. Nadie habló, el mago susurró Dulak, y la luz se apagó. De pronto la noche pareció más negra.
—Debemos continuar. Seguramente habrá más de un monumento derruido que indique lo que en su día fue este lugar.
Cruzaron sobre el obelisco y llegaron a una frondosa espesura. Al principio parecía que no había ningún camino, pero luego Riverwind, afortunadamente, encontró un sendero entre los árboles y las enredaderas. Se agachó para examinarlo y se incorporó con expresión ceñuda.
—¿Draconianos? —preguntó Tanis.
—Sí, hay muchas huellas de pies con garras y todas se dirigen hacia el norte, en dirección a la ciudad.
Bajando el tono, Tanis le preguntó:
—¿Es esta la ciudad destruida donde te fue entregada la Vara.
—Y donde la muerte tiene negras alas —añadió Riverwind cerrando los ojos y pasándose la mano por la cara.
Después de un suspiro hondo y desgarrado, dijo:
—No lo sé, no puedo recordarlo pero tengo miedo, y no sé por qué.
Tanis posó su mano sobre el brazo de Riverwind.
—Los elfos tienen un dicho: Los únicos que no tienen miedo son los muertos.
De repente Riverwind, para sorpresa de Tanis, tomó sus manos y le dijo:
—Nunca había conocido a un elfo. Mi gente no confía en ellos, pues dicen que a los elfos no les importan ni Krynn ni los humanos. Creo que pueden estar equivocados. Estoy contento de haberte conocido, Tanis de Qualinost, te considero un amigo.
Tanis conocía lo suficiente la tradición de las Llanuras para darse cuenta de que con estas palabras, Riverwind se declaraba dispuesto a sacrificar cualquier cosa, incluso la vida, por él. Para los hombres de las Llanuras, un voto de amistad era una promesa solemne.
—Tú también eres mi amigo Riverwind. Tú y Goldmoon sois amigos míos.
El bárbaro volvió su mirada hacia Goldmoon, que se hallaba cerca de ellos apoyada sobre la Vara con los ojos cerrados y el rostro marcado por el cansancio y el dolor. Al mirarla, la expresión de Riverwind se ablandó. Momentos después, el orgullo hizo que la impenetrable máscara apareciese de nuevo en su rostro.
—Xak Tsaroth no está lejos —dijo con serenidad—. Y estas huellas no son recientes.
Emprendió la marcha a través de la espesura y después de caminar durante un rato, el sendero boreal se convirtió de pronto en un camino de guijarros.
—¡Una calle! —exclamó Tasslehoff.
—¡Las afueras de Xak Tsaroth! —suspiró Raistlin.
—¡Ya era hora! —Flint miró asqueado a su alrededor—. ¡Menudo desorden! ¡Si aquí se halla el don más preciado concedido a hombre alguno, debe estar bien escondido!
Tanis asintió; nunca había visto un lugar tan lúgubre. Caminaron por la amplia calle y llegaron a un patio abierto y pavimentado. En la parte este había cuatro inmensas columnas y un edificio totalmente en ruinas. También había una gran pared circular, hecha de piedra, de cuatro pies de altura. Caramon se acercó a inspeccionarla y anunció que era un pozo.
—¡A ver quién se mete ahí! —dijo encaramándose sobre la pared y mirando hacia el fondo—. Además, huele mal.
Detrás del pozo se alzaba lo que parecía ser el único edificio que había sobrevivido a la destrucción del Cataclismo. Construido en piedra blanca, estaba sostenido por altas y esbeltas columnas. Una inmensa doble puerta dorada relucía a la luz de las lunas. El edificio era bellísimo.
—Este era el templo de los antiguos dioses —dijo Raistlin más para sí mismo que para los demás. Pero Goldmoon, que se encontraba a su lado, escuchó sus palabras.
—¿Un templo? —repitió, contemplando el edificio—. ¡Oh, qué maravilla! —dijo caminando hacia él, extrañamente fascinada.
Tanis y los demás investigaron los alrededores y no encontraron ningún otro edificio intacto. Sobre el suelo yacían columnas acanaladas, y los pedazos que se habían roto continuaban alineados, mostrando su antigua belleza. Había estatuas quebradas, algunas grotescamente mutiladas. Todo lo que encontraron era antiguo, tan antiguo que incluso el enano se sintió joven.
Flint se sentó sobre una de las columnas.
—Bien, aquí estamos —le guiñó un ojo a Raistlin y bostezó—. ¿Y ahora qué, mago?
Los finos labios de Raistlin se abrieron para contestar, pero antes de que pudiese hacerlo, Tasslehoff chilló:
—¡Draconianos!
Todos se giraron, arma en mano. Junto al pozo había un draconiano observándolos.
—¡Detenedlo! —gritó Tanis—. ¡Alertará a los demás!
Pero antes de que nadie pudiera alcanzarlo, el draconiano desplegó las alas y voló hacia el interior del pozo. Raistlin, con sus dorados ojos centelleando a la luz de la luna, corrió hacia el pozo y se encaramó para observar el interior; levantó los brazos como si fuese a formular un encantamiento, pero, tras un segundo de duda, los bajó.
—No puedo. No puedo pensar, no me puedo concentrar. Tengo que descansar.
—Todos estamos cansados —dijo Tanis fatigado—. Si allí abajo hay alguien, ya los habrá alertado. No podemos hacer nada.
—Ha ido a avisar a alguien —susurró Raistlin acurrucándose en su capa y mirando a su alrededor con los ojos abiertos de par en par—. ¿No lo sentís, ninguno de vosotros, ni tú, semielfo?
—¡Yo siento la proximidad del mal y… presiento que vendrá por nosotros! —Se hizo un silencio. Entonces, Tasslehoff se subió a la pared de piedra y miró hacia el fondo.
—¡Mirad! El draconiano flota hacia abajo como una hoja. ¡No bate las alas!
—¡Cállate! —le gritó Tanis.
Tasslehoff, sorprendido, miró al semielfo —la voz de Tanis había sonado forzada y poco natural, miraba hacia el pozo nervioso, retorciéndose las manos. Todo estaba inmóvil, sospechosamente inmóvil. Las nubes tormentosas seguían agrupándose en el norte, pero no soplaba viento. No crujía ni una rama, ni se movía una sola hoja. Solinari y Lunitari proyectaban sombras gemelas que hacían que las cosas, vistas de soslayo, apareciesen distorsionadas e irreales.
Raistlin, lentamente, se apartó del pozo, levantando las manos a la altura del rostro, como si quisiese alejar de sí una terrible amenaza.
—Yo también lo siento —balbuceó Tanis—. ¿De qué se trata?
—Sí, ¿qué es? —Tasslehoff se asomó, mirando ansioso el interior del pozo. Parecía tan oscuro y profundo como los dorados ojos del mago.
—¡Apartadlo de ahí! —gritó Tanis.
Tanis, contagiado por el temor del mago y por su propia sensación de que algo malo estaba a punto de suceder, corrió hacia Tas, pero cuando comenzó a moverse, notó que la tierra se agitaba bajo sus pies. El kender lanzó un grito de alarma y la antigua pared de piedra del pozo comenzó a resquebrajarse y a ceder. Tas sintió que se deslizaba hacia la terrible oscuridad que tenía debajo. Desesperado, intentó trepar, agarrándose con las manos y los pies a las destrozadas piedras. Cuando Tanis se abalanzó hacia él, ya estaba fuera de su alcance.
Al escuchar el grito de Raistlin, Riverwind se dirigió hacia ellos con sus grandes y veloces zancadas, llegando rápidamente al pozo. Agarrando a Tas por el cuello, el bárbaro lo rescató en el preciso momento en que las piedras y la argamasa se precipitaban hacia la oscuridad del fondo.
La tierra tembló de nuevo. Tanis intentó forzar su embotada mente, tratando de deducir qué era lo que estaba sucediendo. En ese momento, del pozo salió una corriente de aire frío que hizo que las hojas y el polvo que había depositados en el suelo del patio salieran volando y cubrieran sus ojos y su rostro.
—¡Corred! —Tanis intentó gritar, pero su voz se ahogó al sentir el fétido olor que emanaba el pozo.
Las pocas columnas que habían quedado en pie tras el Cataclismo comenzaron a temblar y los compañeros observaron el pozo aterrorizados.
—Goldmoon… —dijo Riverwind mirando a su alrededor—. ¡Goldmoon! —gritó, y en ese momento, de las profundidades del pozo, surgió un agudo alarido. El sonido era tan alto y penetrante que perforaba los tímpanos. Riverwind, desesperado, seguía buscando a Goldmoon y gritando su nombre.
A Tanis el ruido le dejó paralizado, e, incapaz de moverse, vio cómo Sturm, espada en mano, se apartaba lentamente del pozo. También vio como Raistlin —cuyo espectral rostro relucía metálico y sus dorados ojos brillaban como ascuas bajo la luz de Lunitari— gritaba unas palabras, pero no pudo oírlo. Vio que Tasslehoff miraba el pozo fijamente, con los ojos abiertos de par en par. Sturm cruzó el patio corriendo, y agarrando al kender por el brazo, corrió hacia los árboles. Caramon voló hacia su exhausto hermano y lo apartó del lugar. Tanis presentía que algo monstruoso iba a surgir del pozo, pero no podía moverse, las palabras «¡Corre, vamos, corre!» resonaban en sus oídos.
Riverwind también permanecía cerca del pozo, luchando contra el terror que lo paralizaba: ¡no encontraba a Goldmoon! Se había distraído al rescatar al kender y no la había visto dirigirse hacia ningún sitio. Miraba con rabia a su alrededor, intentando mantener el equilibrio sobre el suelo que se agitaba bajo sus pies. Aquel agudo alarido, el temblor y la vibración, le traían terribles recuerdos. Era como una pesadilla: «la muerte de negras alas». Comenzó a sudar y a temblar, y tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en Goldmoon. Ella le necesitaba. El sabía —y era algo que sólo él sabía—, que tras su aparente fortaleza, ella ocultaba sus temores, sus dudas y su inseguridad. Debía estar totalmente atemorizada, tenía que encontrarla.
Cuando las piedras del pozo comenzaron a caer, Riverwind se apartó y vislumbró a Tanis. El semielfo gritaba y señalaba hacia el templo. El bárbaro supuso que Tanis quería decirle algo, pero aquel terrible alarido no le permitía oírlo. Entonces lo comprendió, ¡goldmoon! Riverwind se giró para ir en su búsqueda pero perdió el equilibrio y cayó de rodillas. Vio que Tanis se dirigía hacia él.
En aquel momento, algo terrorífico surgió del pozo: la imagen que se había repetido en sus pesadillas. Riverwind cerró los ojos y no vio nada más. Era un dragón.
Tanis, en ese primer momento en que la sangre se le heló en el cuerpo dejándole débil y mortecino, observó cómo el dragón surgía del pozo, y pensó «¡Qué maravilla…!, ¡qué maravilla…!».
El dragón apareció, negro y brillante, con sus resplandecientes alas plegadas a los costados y las escamas relucientes. Sus ojos brillaban negros y rojos, como las piedras fundidas. Su boca se abrió en un rugido, mostrando unos blancos dientes, brillantes y perversos. Su lengua, larga y roja, se curvó al respirar el aire de la noche. Libre de la estrechez del pozo, el dragón desplegó sus alas, eclipsando a las estrellas y borrando la luz de las lunas. Cada ala estaba guarnecida con una garra blanca y pura que resplandecía de color rojo sangre bajo la luz de Lunitari.
Tanis nunca hubiera imaginado que existiera terror semejante; su corazón palpitaba dolorosamente, no podía ni respirar. Lo único que podía hacer era contemplar con horror y sobrecogimiento la letal belleza de la criatura. El dragón volaba cada vez más alto, describiendo círculos en aquel cielo nocturno. Entonces, justo cuando aquel temor paralizante comenzaba a disminuir, justo cuando Tanis se sentía capaz de agarrar el arco y las flechas, el dragón habló.
Sólo dijo una palabra —una sola palabra en el idioma mágico— y una oscuridad espesa y absoluta cayó del cielo dejándolos a ciegas. Automáticamente, Tanis perdió la noción de dónde se hallaba, sólo sabía que el dragón estaba a punto de atacar. Sintiéndose incapaz de defenderse, todo lo que pudo hacer fue agacharse y buscar cobijo entre los cascajos, intentando esconderse desesperadamente.
Desprovisto de su sentido de la vista, el semielfo se concentró en su sentido del oído. El agudo alarido se había apagado al caer la oscuridad. Al oír el suave y lento sonido del aleteo del dragón, Tanis supo que se hallaba sobre ellos, volando en círculos, ascendiendo poco a poco. De pronto dejaron de escuchar el aleteo, las alas habían dejado de batir. Tanis se imaginó una inmensa ave de rapiña negra, cerniéndose sobre ellos, esperando.
Entonces oyeron un suave crujido, como el sonido de las hojas cuando se levanta el viento al iniciarse una tormenta. Fue subiendo de tono hasta convertirse en el furioso batir del viento cuando estalla la tempestad y, más tarde, en el sibilante sonido del huracán. Tanis se apretujó contra los restos del destrozado pozo y se cubrió la cabeza con las manos. El dragón atacó.
A Khisanth, el terrorífico dragón, le era imposible ver algo a través de la oscuridad que había generado, pero sabía que los intrusos estaban todavía allá abajo, en el patio. Sus esbirros draconianos le habían comunicado que el grupo se hallaba en sus dominios, y que eran los portadores de la Vara de Cristal Azul. Lord Verminaard, Señor del Dragón, quería esa vara y la quería en lugar seguro; no deseaba que fuese vista en parajes habitados por humanos. Pero Khisanth la había perdido y Lord Verminaard se había enojado. Debía recuperarla.
Por eso había esperado unos segundos antes de formular el encantamiento de oscuridad, estudiando entretanto, cuidadosamente, a los intrusos y buscando la Vara. Al no verla, se sintió aliviado. Sólo tenía que destrozarlos.
Se lanzó desde el cielo, sus negras alas coriáceas se curvaron como la hoja de una espada. Descendió en picado en dirección al pozo, por donde había visto que huían los intrusos en un intento de salvar sus vidas. Sabiendo que estarían paralizados por el terror, Khisanth estaba seguro de que los mataría a todos de una sola pasada. Abrió su feroz boca mostrando sus aterradores colmillos.
Tanis intuyó que el dragón se acercaba, oyó el agudo y sibilante sonido que aumentaba para detenerse durante unos segundos. Escuchó los chasquidos de aquellos inmensos tendones alzando y desplegando las gigantescas alas. Después oyó un tremendo jadeo, como si una bocanada de aire entrara en aquella enorme garganta; luego un extraño sonido que le recordó al del vapor que sale de una tetera hirviendo. Algo líquido cayó cerca suyo. Escuchó cómo las rocas crujían, burbujeaban y se resquebrajaban. Algunas gotas del líquido cayeron sobre una de sus manos, produciéndole un dolor terrible y penetrante que estremeció todo su ser.
En aquel momento se oyó un grito. Era la voz profunda de Riverwind, quien emitió un aullido tan terrible que Tanis tuvo que clavarse las uñas en la palma de sus manos para evitar unir su propia voz a ese espantoso lamento, revelándole así, su situación al dragón.
El grito se prolongó hasta que murió en un gemido. Tanis notó la furia de un cuerpo grande que pasaba sobre él en la oscuridad; las rocas contra las que se resguardaba temblaron. El temblor producido por el dragón fue hundiéndose en las profundidades del pozo y al final, la tierra no se movió más. Todo quedó en silencio.
Tanis respiró con dificultad y abrió los ojos. La oscuridad había desaparecido, las estrellas titilaban y las lunas resplandecían en el cielo. Durante unos instantes, el semielfo no hizo más que respirar, intentando sosegar su agitado cuerpo; luego se puso en pie y corrió hacia una oscura forma que estaba tendida sobre el patio de piedra.
Fue el primero en llegar junto al bárbaro. Tras echarle una mirada, espeluznado, se volvió de espaldas. Lo que quedaba de Riverwind no se parecía en nada a una forma humana. Sus carnes estaban calcinadas y en los lugares donde la piel y el músculo se habían desprendido de sus brazos, podía verse claramente el blanco del hueso. Sus ojos se deshacían, gelatinosos, por unas mejillas descarnadas y cadavéricas. Su boca permanecía abierta en un grito silencioso. Su caja torácica estaba hendida, y adheridos a los huesos había pedazos de carne y ropas calcinadas. Pero lo más terrible era que la carne de su torso estaba chamuscada, dejando los órganos expuestos y latiendo roja bajo la deslumbrante Lunitari.
Vomitando, Tanis se desplomó. El semielfo había visto morir muchos hombres bajo su espada, los había visto destrozados por los trolls. Pero esto… esto era terrible. Tanis sabía que el recuerdo de esta imagen no lo abandonaría jamás. Sintió que una mano le tocaba el hombro con firmeza, ofreciéndole un consuelo silencioso. Volvió a respirar, incorporándose y pasándose la mano por la boca para obligarse a sí mismo a tragar, conteniendo aquellas angustiosas náuseas.
—¿Estás bien? —le preguntó Caramon preocupado.
Tanis asintió con la cabeza, incapaz de pronunciar una palabra. Luego, oyó la voz de Sturm y se volvió hacia él.
—¡Que los verdaderos dioses se apiaden de él! ¡Tanis, aún está vivo! He visto como sus manos se movían —dijo Sturm con voz ahogada. No pudo decir una palabra más.
Tanis, temblando, se puso en pie y se dirigió hacia el cuerpo. Una de las chamuscadas manos se alzaba manoteando angustiosamente en el aire.
—¡Qué alguien le ponga fin! —gritó Tanis con una voz ronca y llena de ira—. ¡Ponedle fin! ¡Sturm…!
El caballero ya había desenvainado la espada y, besando la empuñadura, levantó la hoja hacia el cielo, plantándose ante el cuerpo de Riverwind. Cerrando los ojos, se retiró mentalmente a un mundo antiguo donde la muerte en el campo de batalla se consideraba gloriosa y honorable. Lenta y solemnemente, comenzó a recitar un antiguo cántico Solámnico a la muerte. Mientras pronunciaba las palabras que se harían cargo del alma del guerrero y lo transportaría a reinos de paz, sostuvo, con aplomo, la espada en vilo sobre el pecho de Riverwind.
Devolved a este hombre a los brazos de Huma
Más allá de los salvajes e imparciales cielos.
Otorgadle el descanso del guerrero
Y haced que la última chispa de sus ojos
Se libere de las incandescentes nubes de la guerra,
Y vuele hacia las titilantes estrellas.
Dejad que el último soplo de respiración
Se refugie en el aire ondeante
Más allá de los sueños de los cuervos, donde
Sólo el halcón recuerda la muerte.
Dejad, pues, que su sombra se eleve hasta Huma,
Más allá de los salvajes e imparciales cielos.
La voz del caballero fue apagándose. Tanis sintió que la paz de los dioses caía sobre él como agua fresca y purificante, menguando su dolor y sofocando el horror. Caramon, en pie junto a él, sollozaba silenciosamente. Mientras contemplaban la escena, la luz de Lunitari se reflejó sobre la hoja de la espada.
En aquel momento se escuchó con claridad una voz:
—¡Deteneos! ¡Traédmelo aquí!
Tanto Tanis como Caramon se apresuraron a ponerse delante del torturado cuerpo del bárbaro, convencidos de que Goldmoon no debía ver aquella terrible imagen. Sturm, sumido en la duda, regresó repentinamente a la realidad y contuvo su golpe mortal. Goldmoon estaba en pie, su silueta alta y esbelta se recortaba contra las doradas puertas del templo iluminadas por las lunas. Tanis comenzó a hablar pero, de pronto, sintió que la gélida mano del mago le tocaba el hombro. Temblando, se apartó del contacto de Raistlin.
—Haced lo que os ordena —siseó el mago—. Llevadle ante ella.
El rostro de Tanis se contrajo de rabia al ver la cara inexpresiva de Raistlin, su despreocupada mirada.
—Llevadlo ante ella —repitió el mago fríamente—. No es asunto nuestro el decidir sobre la muerte de este hombre. Son los dioses los que han de hacerlo.