13

Un amanecer escalofriante

Puentes de enredaderas

Agua oscura

Tanis sintió que unas garras le oprimían la garganta. Cuando forcejeaba para defenderse, despertó y se dio cuenta de que era Riverwind que lo estaba sacudiendo con brusquedad.

—¿Pero qué pasa…? —Tanis se incorporó.

—Estabas soñando. Tenía que despertarte, gritabas tanto que me extraña que no nos hayan localizado.

—¡Ah, sí, gracias! Lo siento —dijo incorporándose aún más e intentando olvidar la pesadilla.

—¿Qué hora es?

—Aún faltan unas horas para que amanezca —dijo Riverwind fatigado, regresando al lugar donde había estado sentado, recostándose contra el tronco de un árbol retorcido. Goldmoon, tendida sobre el suelo a su lado, comenzó a murmurar y a agitar la cabeza, emitiendo suaves y pequeños gemidos. Riverwind le acarició el cabello y ella se calmó.

—Deberías haberme despertado antes —dijo Tanis ya en pie, restregándose el cuello y los hombros—. Me tocaba guardia.

—¿Crees que podía dormir?

—Tienes que hacerlo. Si no, mañana estarás fatigado y harás que nos retrasemos.

—Los hombres de mi tribu son capaces de viajar durante muchos días sin dormir.

Los ojos de Riverwind relucían vidriosos y parecía mirar sin ver.

Tanis iba a responder mas, suspirando, se calló. Sabía que nunca llegaría a entender lo mucho que el bárbaro estaba sufriendo; perder a los amigos y a la familia, toda una vida completamente destrozada, debía de ser tan espantoso que el alma se le encogía sólo de imaginarlo. Tanis le dejó y caminó hacia donde estaba Flint, quien se hallaba sentado tallando un pedazo de madera.

—Tú también deberías dormir un poco. Yo haré la guardia durante un rato.

Flint asintió.

—Oí cómo gritabas mientras dormías —guardó la daga y metió el trozo de madera en uno de los fardos—. ¿Defendías Que-shu?

Tanis frunció el ceño al recordarlo. Temblando, se arropó en su capa y se puso la capucha.

—¿Tienes idea de dónde estamos? —le preguntó a Flint.

—El bárbaro dice que estamos en el camino de la Salvia del Este, un viejo camino que existe desde antes del Cataclismo.

El enano se tendió sobre el húmedo suelo, colocándose una manta sobre los hombros.

—¿Supongo que no seremos tan afortunados como para que el camino nos lleve hasta Xak Tsaroth?

—Riverwind cree que no, dice que sólo conoce un trecho, pero que podemos seguirlo para cruzar las montañas —dando un gran bostezo, se colocó la capa como almohada.

La noche era lóbrega y oscura y la humedad penetraba hasta los huesos de los compañeros, pero, a pesar de ello, necesitaban dormir e intentar olvidar momentáneamente los horrores que habían visto.

Tanis respiró profundamente, parecía tranquilo y en su precipitada y furiosa salida de Que-shu no habían encontrado ni draconianos ni goblins. Aparentemente, como había dicho Raistlin, los draconianos habían atacado Queshu en busca de la Vara y no como parte de un plan de batalla. La habían atacado y luego se habían retirado. Tanis supuso que el límite de tiempo establecido por el Señor del Bosque aún se mantenía; debían llegar a Xak Tsaroth en dos jornadas y ya había transcurrido una.

Tiritando, el semielfo caminó de nuevo hacia Riverwind.

—¿Tienes idea de la dirección que debemos tomar y de si aún nos queda mucho camino por recorrer? —Tanis se acurrucó cerca del bárbaro.

—Sí. —Riverwind asintió frotándose sus febriles ojos—. Debemos dirigimos hacia el noreste, hacia el Nuevo Mar. Dicen que la ciudad está allí, yo nunca he estado… —frunciendo las cejas movió la cabeza y repitió—: Yo nunca he estado allí.

—¿Crees que podremos llegar mañana?

—El Nuevo Mar está a dos días de distancia de Que-shu —el bárbaro suspiró—. Si Xak Tsaroth existe, deberíamos llegar en un día, aunque por lo que sé, el terreno es difícil y pantanoso.

Cerró los ojos mientras acariciaba ausentemente el cabello de Goldmoon. Tanis calló. Mientras tanto el bárbaro intentó dormir. Moviéndose en silencio, se sentó bajo un árbol y miró a su alrededor, pensando que no debía olvidarse de preguntarle a Tasslehoff si disponía de un mapa de la zona.

Como era de esperar el kender sí tenía un mapa, aunque no fue de gran ayuda pues era anterior al Cataclismo; el Nuevo Mar no figuraba en él, ya que había aparecido después de que la tierra se resquebrajase y las aguas del océano Turbado rellenasen la grieta. No obstante, el mapa señalaba que Xak Tsaroth estaba a corta distancia del camino llamado Salvia del Este. Si el territorio que tenían que recorrer no se hallaba en muy mal estado, llegarían a la ciudad antes de anochecer.

El desayuno fue triste; los compañeros tuvieron que hacer un esfuerzo por comer, pues nadie tenía apetito. Raistlin preparó sobre el pequeño fuego sus hierbas de pestilente olor, sin apartar sus extraños ojos de la Vara de Goldmoon.

—Qué valiosa se ha vuelto —comentó en voz baja el mago—, después de tanta sangre inocente derramada.

—¿Tanto vale? ¿Vale tanto como las vidas de mi gente? —preguntó Goldmoon mirando con pesar la indescriptible vara de color marrón.

La muchacha parecía haber envejecido durante la noche; bajo sus ojos se habían formado unos círculos grises que tiznaban su piel.

Ninguno de los compañeros contestó, todos miraron hacia otro lado y se creó un silencio embarazoso. Levantándose bruscamente, Riverwind comenzó a andar majestuosamente hacia el bosque. Tras alzar la mirada y observarlo, Goldmoon hundió la cabeza entre sus manos y comenzó a sollozar silenciosamente.

—Se siente culpable y yo no le estoy ayudando, no fue culpa suya.

—No fue culpa de nadie —dijo Tanis lentamente, acercándose a ella. Posando sus manos sobre los hombros de la mujer, le acarició suavemente los arracimados músculos del cuello—. Nosotros no podemos comprenderlo, debemos seguir adelante y confiar en encontrar la respuesta en Xak Tsaroth.

Ella asintió, se secó los ojos y respiró hondamente.

—Tienes razón. Mi padre se sentiría avergonzado de mí. Debo recordar que… soy la princesa de los Que-shu.

—No, tú eres la reina. —La voz profunda de Riverwind sonó detrás de ella, desde las sombras de los árboles.

Goldmoon dio un respingo. Poniéndose en pie, miró a Riverwind con los ojos abiertos de par en par.

—Quizás lo sea —titubeó—, pero no significa nada. Nuestra gente ha muerto…

—He visto huellas —contestó Riverwind—. Algunos consiguieron escapar y seguramente habrán huido a las montañas. Regresarán, y tú serás quien los gobierne.

—Nuestra gente… ¡Aún con vida! —el rostro de Goldmoon se iluminó.

—No muchos, tal vez ya no quede ninguno, depende de cuantos draconianos los siguieran a las montañas. —Riverwind se encogió de hombros—. Pero, no obstante, tú eres ahora su reina —el tono de su voz se volvió amargo—, y yo seré el esposo de la reina.

Goldmoon se sintió como si la hubiese golpeado. Parpadeando, negó con la cabeza.

—No, Riverwind. Yo… nosotros, hemos hablado…

—¿Hemos hablado? —la interrumpió él—. Ayer noche medité sobre ello, he estado lejos muchos años, mis pensamientos estaban contigo… como mujer. No me daba cuenta… —Tragó saliva y después respiró hondamente—. Cuando partí, dejé a Goldmoon y al regresar me encontré con la Princesa.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —gritó Goldmoon enojada—. Mi padre no estaba bien, tenía que gobernar yo o Loreman hubiera tomado el mando. ¿Sabes lo que es ser princesa? Preguntarte en cada comida si ese bocado estará envenenado, luchar cada día para que haya dinero en el tesoro y poder así pagar a los soldados e impedir que Loreman los tomara a su cargo, comportarme en todo momento como la princesa, mientras mi padre mascullaba y babeaba —su rostro se inundó de lágrimas.

Riverwind la escuchó con expresión seria e inamovible. Sin mirarla, dijo fríamente:

—Deberíamos ponemos en marcha, casi está amaneciendo.

Los compañeros habían viajado tan sólo unas pocas millas por el viejo camino cuando este desembocó en un pantano. Ya habían notado que el suelo se estaba volviendo más esponjoso y que los árboles de los bosques del cañón, altos y firmes, eran ahora más pequeños y retorcidos. El sol había desaparecido a causa de la miasma y el aire era denso y difícil de respirar. Raistlin comenzó a toser y se cubrió la boca con un viejo pañuelo. Intentaron caminar sobre las quebradas rocas del viejo camino, evitando aquel suelo húmedo y cenagoso.

Flint caminaba delante de Tasslehoff cuando, de pronto, el enano, pegando un alarido, comenzó a desaparecer en el barro. Sólo asomaba su cabeza.

—¡Socorro! ¡El enano! —gritó Tas. Los demás se acercaron corriendo.

—¡Me está chupando hacia abajo! —Flint, aterrorizado, se agitaba en el negro y escurridizo barro.

—No te muevas —le aconsejó Riverwind—. Has caído en un estuario. ¡No os acerquéis a él! —dijo Sturm, que se había adelantado para ayudarlo—. Moriríais. Conseguid una rama.

Caramon agarró un arbolillo joven y, gruñendo y respirando pesadamente, tiró de él. Cuando el inmenso guerrero estiró con fuerza para arrancarlo, se oyó el chasqueo y crujido de las raíces. Riverwind se tendió sobre el suelo y le alargó la rama a Flint, a quien el viscoso barro ya le llegaba a la nariz. El enano se agitó desesperadamente y al final consiguió agarrarse al arbolillo. El guerrero sacó el árbol del restañadero con el enano colgando de él.

—¡Tanis!

El kender dio un codazo al semielfo, señalando algo. Una serpiente tan grande como el brazo de Caramon se deslizaba por la ciénaga, en dirección al lugar donde había estado forcejeando el enano.

—No podemos caminar por aquí —dijo Tanis señalando la ciénaga—. Quizá deberíamos dar la vuelta.

—No tenemos tiempo —susurró Raistlin, sus ojos de reloj de arena centelleaban.

—Y no hay otro camino —afirmó Riverwind. Su voz sonaba extraña—. Podríamos pasar por… Conozco un sendero.

—¿Qué? —Tanis se volvió hacia él—. Pensé que habías dicho…

—He estado aquí —dijo el bárbaro con voz ahogada—. No puedo recordar cuándo, pero he estado. Conozco el camino para cruzar la ciénaga, desemboca en… —se pasó la lengua por los labios.

—¿Desemboca en la destruida ciudad del mal? —preguntó Tanis con dureza al ver que el bárbaro no terminaba la frase.

—¡Xak Tsaroth! —siseó Raistlin.

—Por supuesto —dijo Tanis lentamente—. Es bastante lógico; ¿dónde iríamos a buscar respuestas sobre la Vara, sino al lugar donde esta le fue entregada?

—¡Debemos partir ahora mismo! —exclamó Raistlin con insistencia—. ¡Debemos llegar allí antes de la medianoche!

El bárbaro los guio, tanteando para encontrar tierra firme entre las oscuras y pantanosas aguas. Les hizo caminar uno detrás de otro, alejándose cada vez más del camino e internándose más y más en la ciénaga. Asomando en la superficie de las aguas había unos árboles que él llamaba «garras de hierro», cuyas raíces sobresalían retorciéndose sobre el barro. De sus ramas pendían enredaderas que marcaban el desdibujado camino. La niebla iba cerniéndose sobre ellos, por lo que no podían ver nada y tenían que caminar muy despacio. Un solo movimiento en falso y hubiesen caído en el pestilente cenagal que se extendía a su alrededor, espeso y estanco.

De pronto el sendero terminó abruptamente, quedando sólo agua lodosa y oscura.

—¿Y ahora qué? —preguntó Caramon preocupado.

—Esto —dijo Riverwind señalando. De uno de los árboles pendía un tosco puente hecho de enredaderas retorcidas como cuerdas, que cruzaba sobre el agua como una tela de araña.

—¿Quién lo ha construido? —preguntó Tanis.

—No lo sé. Pero los encontraréis a lo largo de todo el camino cada vez que este se vuelva intransitable.

—Os dije que Xak Tsaroth no permanecía abandonada —susurró Raistlin.

—Bueno…, supongo que no estaría bien que despreciáramos una dávida de los dioses —contestó Tanis—. ¡Por lo menos no tenemos que nadar!

Cruzar el puente de enredadera no fue agradable. La parra estaba cubierta de un musgo viscoso que hacía que caminar resultase muy difícil, la estructura se balanceaba alarmantemente bajo el peso, y el meneo resultaba impredecible. Consiguieron atravesarlo sin incidentes, pero unos metros más allá se vieron obligados a utilizar otro puente. Luego cruzaron varios más, todos rodeados por la oscura ciénaga, llena de extraños ojos que los observaban hambrientos. Al final llegaron a un punto en el que no había más tierra firme ni más puentes de enredadera. Sólo agua pantanosa.

—No es muy profunda —musitó Riverwind—. Seguidme. Pisad sólo donde yo pise.

El bárbaro avanzó paso a paso, tanteando el camino. Los demás se mantuvieron detrás suyo, mirando fijamente el agua, asustados y asqueados, pues seres invisibles y desconocidos se deslizaban entre sus piernas. Cuando llegaron de nuevo a tierra firme, tenían las piernas cubiertas de légamo; todos sintieron náuseas por el pestilente olor. Pero, al parecer, el último tramo que habían recorrido debía ser el peor de todos. Ahora los matorrales eran menos espesos e incluso se podía ver el sol brillando débilmente a través de una verde calina.

Cuanto más hacia el norte viajaban, más firme se hacía el terreno. Al mediodía, Tanis vio un retazo de hierba seca bajo un viejo roble y decidió hacer un alto en el camino. Los compañeros se sentaron a comer, charlando animados por haber dejado la ciénaga atrás. Sólo Goldmoon y Riverwind no abrieron la boca.

Las ropas de Flint estaban totalmente empapadas, temblaba de frío y se quejaba de que le dolían los huesos. Tanis comenzó a preocuparse, pues sabía que el enano sufría de reuma y recordaba que le había dicho que temía retrasarlos. Dándole unos golpecillos al kender, el semielfo le hizo una señal para que se apartasen unos metros.

—Sé que en una de tus bolsas tienes algo que aliviará el dolor de huesos del enano. ¿Sabes a lo que me refiero?

—Oh Tanis, por supuesto —el rostro se le iluminó. Rebuscó en sus bolsas y al final encontró una reluciente petaca de plata—. Brandy, el mejor brandy de Otik.

—¿Supongo que lo pagaste?

—Oh, lo haré la próxima vez que vaya.

—Ya. Podrías compartir un poco con Flint, lo justo para que entre en calor.

—De acuerdo. Tomaremos la delantera… nosotros, poderosos guerreros…

Tasslehoff se rio, deslizándose hacia el enano mientras Tanis regresaba con los demás, que estaban recogiendo los restos de comida y preparándose para seguir el viaje. Todos deberíamos beber un poco del mejor brandy de Otik, pensó Tanis. Goldmoon y Riverwind no se habían dirigido la palabra en toda la mañana y su mal humor les estaba afectando a todos. A Tanis no se le ocurría nada que pudiese disipar su dolor. Tan sólo cabía esperar que el tiempo aliviara las heridas.

Después de comer, el grupo continuó avanzando por el sendero durante varias leguas. Caminaban más rápido, pues la parte más frondosa de la maleza había quedado atrás. No obstante, justo cuando creían que ya habían superado la ciénaga, la tierra firme se acabó abruptamente; agotados, mareados por el olor y desanimados, los compañeros se encontraron de nuevo caminando por el lodo.

A los únicos que no les afectó la vuelta al cenagal fue a Flint y a Tasslehoff, quienes caminaban delante, a bastante distancia de los demás. Tas pronto «olvidó» la recomendación de Tanis de beber sólo un poco de brandy. El líquido calentaba la sangre y paliaba el efecto de aquella atmósfera opresiva, por lo que el kender y el enano se fueron pasando la petaca de uno a otro hasta vaciarla. Siguieron caminando, bromeando sobre lo que harían si se encontraban con un draconiano.

—Yo lo convertiría en piedra —dijo el enano ondeando una imaginaria hacha de guerra—. ¡Ah! ¡Justo en la tripa de la lagartija!

—¡Apostaría a que Raistlin lo convertiría en piedra sólo con mirarlo! —Tas imitó la mirada fría y severa del mago y ambos rieron ruidosamente. Después se callaron y soltaron unas risitas, mirando hacia atrás inquietos por si Tanis los había oído.

—¡Apostaría a que Caramon le clavaría el cuchillo y lo devoraría! —dijo Flint.

Tas se atragantó de la risa y se secó las lágrimas que rodaban por sus mejillas. El enano reía a carcajadas. De pronto llegaron a un punto en el que la tierra esponjosa finalizaba; Tasslehoff agarró al enano cuando este casi estaba a punto de caer de cabeza en una piscina de agua lodosa; esta era tan grande, que ningún puente de enredadera hubiera podido cruzarla. Un inmenso árbol «garra de hierro» estaba tumbado sobre el agua. Su grueso tronco era como un puente, lo suficientemente amplio para que dos personas cruzaran de lado a lado.

—¡Esto sí que es un puente! —dijo Flint dando un paso atrás e intentando enfocar el tronco—. Nada de arañas arrastrándose sobre esas estúpidas telarañas verdes. ¡Vamos allá!

—¿No crees que deberíamos esperar a los demás? A Tanis no le gustará que nos separemos.

—¿Tanis? ¡Bah! Le haremos una demostración.

—De acuerdo —asintió alegremente Tasslehoff subiéndose sobre el árbol caído—. Cuidado —dijo resbalando ligeramente y recuperando rápidamente el equilibrio—. Es resbaladizo —dio unos pasos rápidos, con los brazos en cruz, y colocó los pies como un volatinero al que había visto actuar una vez en un circo ambulante.

El enano se encaramó sobre el tronco tras el kender, caminando torpemente con sus pesadas botas. Una voz proveniente de la parte sobria del enano le decía que estando sereno nunca hubiese hecho una cosa así y que era un loco por cruzar el puente sin aguardar al resto, pero Flint ignoró la voz. Se sentía completamente joven de nuevo.

Tasslehoff, encantado de simular que era Mirgo el Magnífico, alzó la mirada y descubrió que había público observándolo: subido al tronco, frente a él se hallaba… ¡un draconiano! La imagen le desemborrachó de golpe y aunque el kender no era propenso al miedo, se llevó una auténtica sorpresa. Tuvo suficiente ánimo para hacer dos cosas: primero pegó un gran chillido:

—¡Tanis, emboscada!

Y luego blandió su vara jupak y la hizo girar formando un amplio arco.

Esto sorprendió al draconiano, que saltó del leño hacia la orilla. Tas, que había perdido el equilibrio, lo recuperó y se preguntó qué debía hacer. Miró a su alrededor y, viendo que en la orilla había otro draconiano, se quedó atónito al comprobar que ninguno de los dos iban armados. Antes de que pudiese reflexionar sobre ello, escuchó unas carcajadas detrás suyo. Se había olvidado del enano.

—¿Qué sucede? —gritó Flint.

—¡Esas cosas…, los draconia… son mag…! —exclamó Tas, agarrando su vara y oteando a través de la neblina—. ¡Hay dos delante nuestro! ¡Aquí vienen!

—¡Malditos sean! ¡Apártate de mi camino! —gruñó Flint llevándose la mano a la espalda para alcanzar el hacha.

—¿Dónde se supone que debo meterme?

—¡Agáchate!

El kender se agachó, agazapándose sobre el leño en el preciso momento en que uno de los draconianos se acercaba a él con sus garrudas manos extendidas. Flint ondeó el hacha dispuesto a asestarle al draconiano un golpe mortal. Desafortunadamente, el enano calculó mal y la hoja pasó silbando ante la criatura, que agitaba sus manos murmurando extrañas palabras.

El impulso del balanceo hizo que el enano girase sobre sí mismo, sus pies resbalaron y dando un agudo chillido, cayó al agua.

Tasslehoff, que sabía cómo Raistlin se preparaba para sus encantamientos, comprendió que el draconiano estaba formulando un hechizo. Estirado cabeza abajo sobre el leño y agarrado a su vara jupak, el kender calculó que, como mucho, disponía de un segundo y medio para decidir qué podía hacer. Bajo el tronco, el enano jadeaba y farfullaba en el agua. A pocos metros de distancia, el draconiano estaba llegando al drástico final de su encantamiento. Decidiendo que cualquier cosa era mejor que ser hechizado, Tas contuvo la respiración y se zambulló bajo el tronco.

—¡Tanis! ¡Emboscada!

—¡Maldita sea! —imprecó Caramon cuando la voz del kender llegó hasta ellos flotando entre la niebla.

Todos se apresuraron hacia donde había sonado la voz, maldiciendo a las ramas y enredaderas que les dificultaban el paso. Abriéndose camino ruidosamente por el bosque, llegaron al «garra de hierro» caído donde habían desaparecido sus amigos. De las sombras salieron cuatro draconianos que les bloquearon el camino.

De pronto los compañeros se vieron sumergidos en una oscuridad tan densa que les era imposible ver sus propias manos y menos aún a sus camaradas.

—¡Magia! —Tanis oyó el siseo de Raistlin—. Utilizan magia. ¡Apartaos! ¡No podemos luchar contra ellos!

Un segundo después, Tanis oyó que el mago gritaba de dolor.

—¡Raistlin! —llamó Caramon—. ¿Dónde…? Ugh… —Se oyó un gruñido y el golpe seco de un cuerpo pesado cayendo al suelo.

Tanis sólo podía oír la voz de los draconianos, y cuando buscaba a tientas su espada, una espesa y pegajosa sustancia lo cubrió de pies a cabeza, obstruyéndole la nariz y la boca. Forcejeando para liberarse, lo único que consiguió fue que se le enganchara aún más. Cerca escuchó maldecir a Sturm; Goldmoon gritaba y algo ahogaba la voz de Riverwind. Le entró un extraño sopor y cuando aún luchaba por liberarse de aquella especie de telaraña que mantenía pegadas sus manos a su cuerpo, se le doblaron las rodillas. Cayó de cabeza y se sumió en un extraño sueño.