12

Sueño alado

Humo en el este

Recuerdos oscuros

—Xak Tsaroth —dijo Tanis—. Esta es mi decisión.

—¿Es eso lo que aconseja el mago? —preguntó Sturm hoscamente.

—Así es, y creo que su consejo es sensato. Si no llegamos a Xak Tsaroth en dos jornadas, otros lo harán, y el «gran don» puede perderse para siempre.

—¡El gran don! —exclamó Tasslehoff con ojos brillantes— o, ¡imagínatelo Flint! ¡Joyas!

O quizás…

—Un barril de cerveza o la comida de Otik —refunfuñó el enano—. O una chimenea cálida y acogedora. Pero no… ¡Xak Tsaroth!

—Creo que estamos todos de acuerdo —dijo Tanis—. Sturm, si crees que te necesitan en el norte, por supuesto puedes…

—Iré con vosotros a Xak Tsaroth. No tengo nada que hacer en el norte, me he estado engañando a mí mismo. Los Caballeros de mi orden se han dispersado, algunos se han refugiado en fortalezas derruidas, otros están luchando contra bandas de saqueadores y…

El caballero contrajo el rostro con dolor y bajó la cabeza. De pronto, Tanis se sintió cansado, le dolían el cuello, los hombros y la espalda, y tenía entumecidos los músculos de las piernas. Cuando se disponía a hablar, una mano suave le rozó el hombro; alzó la mirada y vio el rostro calmo y sereno de Goldmoon iluminado por la luna.

—Estás fatigado, amigo mío. Todos lo estamos, pero tanto Riverwind como yo estamos contentos de que vengas, nos alegramos de que todos vengáis con nosotros.

Tanis miró a Riverwind, dudando que el bárbaro estuviese de acuerdo con ella.

—Un viaje peligroso —dijo Caramon—. ¿Eh, Raistlin?

El mago, ignorando a su gemelo, miró al Señor del Bosque.

—Debemos partir inmediatamente —dijo fríamente—. Mencionaste algo sobre ayudarnos a cruzar las montañas.

—Desde luego. A mí también me alegra que hayáis tomado esta decisión. Espero que mi ayuda os favorezca.

El Señor del Bosque miró al cielo, los compañeros siguieron su mirada. Visto a través de la bóveda formada por los inmensos árboles, el cielo relucía inundado de brillantes estrellas; al aguzar la mirada, los amigos vieron que algo revoloteaba allá arriba, algo, que al pasar ante las estrellas, las eclipsaba por un instante.

—Sólo me falta convertirme en un enano gully, esa subespecie de enanos pestilente y estúpida —dijo Flint con solemnidad—. ¡Caballos voladores! ¿Qué vendrá después?

—¡Oh!

Tasslehoff contuvo la respiración y, maravillado, contempló a aquellos bellos animales que volando cada vez más bajo, describían círculos sobre ellos. Bajo la luz de la luna, la piel de los caballos brillaba con destellos blancos y azules. Tas no había soñado en poder volar; ni en sus fantasías más peregrinas. Sólo esto ya compensaba la lucha contra todos los draconianos de Krynn.

Los pegasos aterrizaron batiendo sus plumosas alas, originando un viento que agitó las ramas de los árboles y alisó la hierba. Un inmenso pegaso de porte noble y orgulloso, cuyas alas llegaban hasta el suelo, saludó al Señor del Bosque con una reverencia. Una tras otra, las bellas criaturas fueron saludando.

—¿Nos has llamado, Señor?

—Sí, amigos. Os he hecho venir porque estos valientes tienen que resolver unos asuntos urgentes en el este. Os ruego que los llevéis allí a la velocidad del viento, a través de las montañas de la Muralla del Este.

El pegaso observó con asombro al grupo y, caminando con paso majestuoso, fue examinándolos uno por uno. Cuando Tas alzó la mano para acariciar al corcel en el hocico, el animal movió las dos orejas hacia delante y apartó la cabeza. Al llegar ante Flint, resopló horrorizado y se giró hacia el Señor del Bosque: un kender, humanos ¡Y un enano!

—¡A mí no tienes que hacerme ningún favor, caballo! —le gritó Flint.

El Señor del Bosque hizo un leve gesto de asentimiento y sonrió. El pegaso bajó la cabeza.

—Muy bien, Señor.

Con aire majestuoso, caminó hacia Goldmoon y comenzó a doblar las patas delanteras, inclinándose ante ella para ayudarla a montar.

—No, no te arrodilles, noble animal —le dijo ella—. Aprendí a montar a caballo antes que a andar, no necesito ayuda.

Pasándole la Vara a Riverwind, Goldmoon rodeó con sus brazos el cuello del pegaso y de un salto montó en su amplio lomo. Su cabello de oro y plata relucía bajo la luz de la luna, enmarcando su rostro, tan puro y frío como el mármol. Ahora sí que parecía la princesa de una tribu bárbara.

Volviendo a asir la Vara que Riverwind le había sostenido y alzándola en el aire, comenzó a cantar una canción. Riverwind, con los ojos centelleantes de admiración, se subió también sobre la espalda del gran caballo alado y, rodeándola con sus brazos, unió su voz a la de su amada.

Tanis no conocía la canción, parecía un himno de triunfo y victoria que le hizo bullir la sangre; gustosamente hubiese cantado con ellos. Uno de los pegasos galopó hacia él; saltando sobre el animal, se instaló sobre su lomo, entre las poderosas alas.

Cuando todos los compañeros estuvieron sobre las cabalgaduras, pidieron a sus corceles que los aproximasen al Señor del Bosque.

—Señor —empezó a decir Tanis—, intentaremos hacernos dignos de tu confianza y de tu ayuda, y siempre procuraremos llevar el Bien con nosotros.

El Unicornio sonrió complacido:

—Os deseo mucha suerte. El futuro de Krynn depende de vosotros.

Cada uno de los compañeros agitó su mano derecha en señal de despedida, e inmediatamente los pegasos desplegaron sus inmensas alas y levantaron el vuelo. Se elevaron cada vez más, volando en círculos alrededor del bosque. Solinari y Lunitari —las dos lunas que iluminaban el cielo del mundo de Krynn— salpicaban el valle y las nubes de un maravilloso rojo violáceo que poco a poco se fue intensificando, dando paso a una noche profundamente púrpura. A medida que se alejaban, lo último que vieron los compañeros fue al Señor del Bosque, titilando como una estrella caída de los cielos, reluciente, solo y perdido en aquella tierra oscura.

Uno por uno, los compañeros fueron cayendo en un ligero sopor.

Tasslehoff fue el que más se resistió a esta somnolencia mágica. Encantado de sentir el viento contra su rostro, fascinado por la distante imagen de los inmensos árboles que habitualmente lo amenazaban y lo reducían al tamaño de un insecto, Tasslehoff luchaba por mantenerse despierto mientras los demás dormían. La cabeza de Flint reposaba sobre su espalda, el enano roncaba ruidosamente. Goldmoon estaba acurrucada entre los brazos de Riverwind y este apoyaba su cabeza sobre el hombro de ella, sosteniéndola, protector, incluso mientras dormía. Caramon descansaba sobre el pescuezo de su pegaso, respirando pesadamente, y su hermano se hallaba recostado sobre sus anchas espaldas. Sturm dormía pacíficamente, las huellas de dolor habían desaparecido de su rostro. Incluso la barbuda cara de Tanis parecía libre de preocupaciones y responsabilidades.

Tas bostezó.

—No —murmuró, parpadeando inquieto, pellizcándose para mantenerse despierto.

—Descansa ahora, pequeño kender —le dijo sonriendo el pegaso—. Los mortales no estáis hechos para volar, este sueño es para protegeros, no queremos que sintáis pánico y os caigáis.

—No, no lo haré. —Su cabeza cayó hacia delante. El cuello del pegaso era cálido y confortable y su piel fresca y suave—. No tendré miedo —susurró medio dormido—. Nunca tengo pánico…

Y se durmió.

El semielfo se despertó sobresaltado, estaba tendido sobre una verde pradera y el mayor de los pegasos se hallaba frente a él, mirando hacia el este fijamente. Tanis se incorporó.

—¿Dónde estamos? Esto no es una ciudad. —Miró a su alrededor—. ¿Por qué nos hemos…? ¡Aún no hemos cruzado las montañas!

—Lo siento —el pegaso se volvió hacia él—. No pudimos llevaros hasta las Montañas de la Muralla del Este, algo extraño está sucediendo allí. El aire está impregnado de oscuridad, una indescriptible oscuridad que nunca antes había yo sentido… —Se detuvo, bajó la cabeza y pateó el suelo, inquieto—. No me atrevo a viajar más allá.

—¿Dónde estamos ahora? —repitió el semielfo aturdido—. ¿Y dónde están los demás pegasos?

—Ya se han marchado, yo me quedé para velar vuestro sueño. Ahora que has despertado, también yo debo regresar —el pegaso miró a Tanis severamente—. No sé qué es lo que ha provocado esa calamidad; confío que no sea cosa tuya y de tus compañeros.

Desplegó sus inmensas alas.

—¡Espera! —Tanis se puso en pie—. ¿Cómo llegaremos…?

El pegaso comenzó a volar, trazó dos círculos sobre el grupo y después ascendió velozmente hacia el oeste.

—¿A qué calamidad se habrá referido?

Suspiró y miró a su alrededor, sus compañeros dormían a pierna suelta estirados sobre el suelo. Examinó el horizonte, intentando orientarse, y se dio cuenta de que estaba casi amaneciendo, la luz del sol comenzaba a iluminar el este. No hacía frío, aunque las hojas de las plantas aparecían salpicadas de rocío. Se hallaban en una pradera llana en la que no podía verse ningún árbol; todo lo que podía divisar eran ondulados campos de hierba muy crecida.

Reflexionando sobre lo que había dicho el pegaso acerca de que en el este estaba sucediendo algo extraño, Tanis se sentó para contemplar el amanecer y esperar a que sus amigos despertasen. No le preocupaba demasiado saber dónde estaban, pues suponía que Riverwind conocería esas tierras hasta la última brizna de hierba. Por tanto se estiró sobre el suelo sintiéndose, tras aquel extraño sueño, más relajado de lo que se había sentido en noches anteriores.

De pronto se incorporó, su sensación de calma desapareció y sintió como si una mano invisible le oprimiese la garganta. A lo lejos, serpenteando hacia el cielo en busca del brillante sol matutino, se veían tres espesas y retorcidas columnas de humo negro. Poniéndose en pie, Tanis corrió hacia Riverwind y le sacudió ligeramente, intentando despertarlo sin alertar a Goldmoon.

—Shhh —susurró el semielfo, llevándose el dedo a los labios y señalando con la cabeza a la mujer dormida. Riverwind parpadeó, y al ver la expresión preocupada de Tanis se despertó al instante. Poniéndose en pie cuidadosamente, se apartó unos metros; Tanis lo siguió.

—¿Qué ha sucedido? —susurró—. Estamos en las Llanuras de Abanasinia, a medio día de viaje de las montañas de la Muralla del Este. Mi poblado queda en esa dirección…

Se quedó callado mientras Tanis señalaba en silencio. Al ver el humo ondulante que subía hacia el cielo, Riverwind dio un grito bajo y desgarrado. Goldmoon se despertó bruscamente e, incorporándose, miró al bárbaro medio dormida. Dándose cuenta de que algo ocurría, miró hacia donde él miraba.

—No —gimió—. ¡No! —gritó de nuevo. Levantándose rápidamente, comenzó a reunir sus fardos. Los otros, al oír su grito, despertaron.

—¿Qué sucede? —Caramon se puso en pie de un brinco.

—Su poblado —dijo Tanis en voz baja señalando con la mano—. Está ardiendo. Por lo que se ve, los ejércitos se están moviendo más rápido de lo que pensábamos.

—No lo creo —dijo Raistlin—. Recuerda, los draconianos mencionaron que habían seguido la pista de la Vara hasta un poblado de las Llanuras.

—Mis gentes —murmuro Goldmoon sintiéndose desfallecer y lanzándose a los brazos de Riverwind sin dejar de mirar fijamente el humo—. Mi padre…

—Será mejor que nos movamos. —Caramon miró inquieto a su alrededor.

—Sí —añadió Tanis—. Definitivamente tenemos que salir de aquí. ¿Pero adónde vamos a ir? —le preguntó a Riverwind.

—A Que-shu —el tono de Goldmoon no admitía réplica—. Nos queda de camino, las montañas de la Muralla del Este están justo detrás —dijo mientras echaba a andar.

Tanis miró a Riverwind.

—¡Marulina! —le gritó el bárbaro. Corrió hacia ella y la sujetó por el brazo—. ¡Nikh pat-takh merilar! —le dijo severamente.

Ella le miró con sus ojos azules, que ahora relucían tan fríos como el cielo matutino.

—No, voy a ir a nuestro pueblo. Si algo ha ocurrido, la culpa es nuestra. No me importa que pueda haber miles de monstruos esperándonos, moriré con nuestra gente como es mi deber.

La voz le falló. Tanis la observó y sintió que el corazón se le partía de tristeza.

Riverwind la rodeó con el brazo y juntos comenzaron a caminar hacia el sol naciente.

Caramon carraspeó aclarándose la garganta.

—Yo sí espero encontrar a miles de esos seres —murmuró mientras recogía sus fardos y los de su hermano—. ¡Eh! —dijo sorprendido mirando el interior del paquete que llevaba—. ¡Están llenos! Hay provisiones para varias jornadas. ¡Y mi espada vuelve a estar en su vaina!

—Por lo menos no tendremos que preocuparnos por ello —dijo Tanis con seriedad—. ¿Estás bien, Sturm?

—Sí, me siento mucho mejor después de haber dormido.

—Bien, entonces partamos. Flint, ¿dónde está Tas? —Al volverse, Tanis casi cayó sobre el kender, que estaba justo detrás suyo.

—Pobre Goldmoon —dijo Tasslehoff en voz baja.

Tanis le dio unos golpecillos en el hombro.

—Quizás no sea tan terrible como imaginamos. Tal vez los guerreros acabaron con ellos y esos fuegos sean de victoria.

Tasslehoff suspiró y miró al semielfo con sus ojos castaños abiertos de par en par.

—Eres un gran embustero, Tanis.

Tenía el presentimiento de que el día iba a resultar muy largo.

Y así fue, la suave temperatura les permitió caminar incansablemente toda la jornada, concediéndose tan sólo un breve descanso para comer algo de las exquisitas provisiones que les habían proporcionado los pegasos.

Por fin llegaron a Que-Shu… El crepúsculo se aproximaba con una apagada puesta de sol. En el oeste, saetas ocres y amarillas listaban el cielo, disolviéndose en la oscura noche. Los compañeros se hallaban acurrucados alrededor de un fuego que no calentaba, ya que en todo Krynn, no había llama capaz de fundir el hielo de sus almas. Estaban en silencio, mirando fijamente el fuego, intentando encontrarle algún sentido a lo que habían visto, ya que todo parecía estar rodeado del absurdo más absoluto.

A lo largo de toda su vida, Tanis, había pasado por muchos momentos terribles pero, en el futuro, recordaría siempre a la ciudad asolada de Queshu como símbolo de los horrores de la guerra.

Sólo podía recordar imágenes fugaces, pues su mente se negaba a evocar la terrorífica imagen total. Aunque parezca extraño, recordaba las piedras fundidas de Queshu, las recordaba nítidamente, pero sólo en sueños recordaba los cadáveres, atezados y retorcidos, tendidos sobre las humeantes piedras.

Las grandes murallas, los inmensos templos, los espaciosos edificios de piedra con patios y estatuas de roca, el amplio estadio…, todo se había derretido como lo haría la manteca en un caluroso día de verano. La roca aún humeaba, a pesar de que el pueblo parecía haber sido atacado, como mínimo, el día anterior. Era como si una llamarada blanca, seca y ardiente hubiese devorado todo el pueblo. ¿Pero qué tipo de fuego existía en Krynn, capaz de fundir las piedras?

Recordaba un sonido chirriante, recordaba haberlo oído y haberse quedado atónito, preguntándose de qué podía tratarse, hasta que localizar el origen del único sonido de aquella ciudad agonizante se convirtió en una obsesión. Había recorrido toda la ciudad saqueada hasta encontrarlo. Recordaba que había gritado para que los demás se acercasen. Todos se habían quedado mirando fijamente el estadio deshecho.

El estadio tenía forma de cuenco, y de uno de sus lados habían caído unos inmensos bloques de piedra, formando unas grietas de roca fundida en la parte baja. En el centro —sobre la hierba oscurecida y carbonizada— se alzaba un tosco patíbulo. Sobre el suelo calcinado, una fuerza inefable había arrastrado y colocado dos recios postes cuyas bases se habían astillado al ser introducidos en la tierra. A diez pies del suelo había un madero travesaño que iba de poste a poste. Algunas aves rapaces se habían posado sobre el madero chamuscado y cubierto de ampollas. Tres cadenas, hechas de algo parecido al hierro —aunque era difícil de precisar, pues también se habían fundido y aleado—, colgaban balanceándose. Este era el origen del chirrido. De cada cadena pendía un cadáver, aparentemente colgado por los pies. No eran cadáveres humanos, eran de goblins. Sobre la horripilante estructura, incrustados en el travesaño, había una hoja rota de una espada y un escudo sobre el que se habían garabateado torpemente algunas palabras en el idioma común: «Esto es lo que les sucede a aquellos que toman prisioneros contra mis órdenes. Matar o morir». Firmado, Verminaard.

¿Verminaard? A Tanis ese nombre no le decía nada.

Más imágenes. Recordaba a Goldmoon en pie, en medio de la destruida casa de su padre, intentando recomponer los pedazos de una vasija roja. Recordaba a un perro —el único ser vivo que encontraron en todo el pueblo—, enroscado alrededor del cuerpo de un niño muerto. Caramon se detuvo a acariciarlo y el animal tembló y le lamió la mano lamiendo luego, a su vez, el frío rostro del niño y mirando al guerrero esperanzado; esperanzado en que ese humano arreglara la situación, que hiciera que su pequeño compañero de juegos volviera a reír y a correr.

Recordaba a Caramon acariciando el suave pelo del animal con sus gigantescas manos.

Recordaba a Riverwind, agarrando una roca del suelo y sosteniéndola sin motivo alguno mientras observaba el poblado, calcinado y destruido.

Recordaba a Sturm, en pie ante el patíbulo, transfigurado, leyendo el mensaje y moviendo los labios como si estuviese rezando o quizás haciendo un juramento en silencio.

Recordaba el desolado rostro del enano —quien había visto muchas tragedias en su larga vida— mientras miraba a su alrededor desde el centro del poblado, dándole unos suaves golpecillos a Tasslehoff en la espalda tras encontrarlo sollozando en una esquina.

Recordaba a Goldmoon buscando frenéticamente sobrevivientes, arrastrándose por las chamuscadas ruinas, gritando nombres y esperando escuchar débiles respuestas a sus llamadas, hasta que se quedó ronca y Riverwind la convenció finalmente de la inutilidad de la búsqueda. Si había sobrevivientes, seguramente se habrían marchado.

Se recordaba a sí mismo, solo, en medio de tanto horror, observando las montañas de polvo que reconoció como cuerpos de draconianos. Sabía que, al morir, los draconianos se convertían en piedra para, poco después, quedar reducidos a polvo.

Recordaba una mano fría que le había rozado el brazo y la voz susurrante del mago.

—Tanis, debemos irnos, aquí no podemos hacer nada más y debemos llegar a Xak Tsaroth. Allí llegará nuestra venganza.

Dejaron Queshu y cubrieron, de noche, una larga distancia; ninguno de ellos quería detenerse, ni siquiera para comer, todos querían agotarse hasta tal punto que, cuando finalmente se tendieran a dormir, no tuvieran fuerzas ni para soñar.