El Bosque Oscuro
El paseo de la muerte
La magia de Raistlin
Lo único que Tanis sintió cuando entraron en el bosque fue el alivio de ocultarse de aquel sol otoñal. El semielfo recordó las leyendas que había oído sobre el Bosque Oscuro —historias de espectros contadas alrededor del fuego— y no pudo dejar de pensar en el presagio de Raistlin. Tanis sentía que el bosque tenía más vida que cualquier otro en el que hubiera estado nunca.
En él no reinaba el silencio mortecino que habían sentido anteriormente. Pequeños animalillos parloteaban entre la maleza y los pájaros aleteaban en las ramas superiores de los árboles. Alrededor suyo revoloteaban insectos con alas de alegres colores. Las hojas se movían y crujían, y las flores ondeaban a pesar de que no soplaba brisa alguna —era como si las plantas mostrasen que estaban vivas.
El grupo entró en el bosque arma en mano, avanzando cautelosos con prudencia y desconfianza. Después de caminar durante un rato intentando evitar que las hojas crujiesen, y viendo que por el momento no había nada que temer, todos se relajaron, a excepción de Raistlin.
Caminaron por un sendero limpio y despejado durante un buen rato, a ritmo ligero. A medida que el sol bajaba, las sombras se iban alargando. Tanis se sentía distendido y relajado, ya no temía que aquellas horribles criaturas aladas los siguieran hasta allí. Parecía imposible que existiera maldad en aquel lugar, a menos, como había dicho Raistlin, que uno la llevara consigo al bosque. El semielfo vio que el mago caminaba solo, con la cabeza gacha, bajo las sombras de los árboles que parecían caer pesadamente sobre él.
Tanis tembló y se dio cuenta de que el aire se iba enfriando a medida que el sol descendía tras las frondosas copas. Había llegado el momento de buscar un lugar donde acampar durante la noche.
Tanis sacó el mapa de Tasslehoff para examinarlo una vez más antes de que oscureciera. Estaba dibujado por un elfo y, sobre el bosque, con runas claras e inteligibles, podían leerse las palabras «Bosque Oscuro». Pero el bosque en sí estaba delineado tan vagamente que Tanis no podía precisar si las palabras se referían a este bosque o a otro más al sur. Raistlin debe estar equivocado, pensó Tanis, este no podía ser el Bosque Oscuro. Y si lo era, su malevolencia era sencillamente un producto de la imaginación del mago. Siguieron caminando.
Pronto llegó el crepúsculo, ese momento mágico de la tarde en el que todo se hace más misterioso. Los compañeros comenzaron a rezagarse; Raistlin renqueaba y jadeaba, y el rostro de Sturm tenía un tono ceniciento. Tanis estaba a punto de proponer que se detuvieran a acampar cuando —como anticipándose a sus deseos— el sendero desembocó en un claro amplio y verdoso. Del suelo brotaba agua pura y cristalina que serpenteaba por redondeadas rocas, formando un riachuelo poco profundo. El claro estaba cubierto por una tentadora mata de hierbas espesas y rodeado de árboles altos y protectores. En el preciso instante en que llegaban a él, la débil luz del sol se tornó roja. Poco a poco fue perdiendo fuerza y las neblinosas sombras de la noche se deslizaron entre los árboles.
—No dejéis el camino —salmodió Raistlin cuando sus compañeros comenzaban a entrar en el claro.
Tanis suspiró.
—No sucederá nada, Raistlin. El camino está a la vista, no está ni a diez pies de distancia. Vamos, tienes que descansar, a todos nos hace falta. Mira. —Tanis le mostró el mapa—, no creo que este sea el Bosque Oscuro. De acuerdo con este…
Raistlin desdeñó el mapa, y el resto de los compañeros, haciendo caso omiso del mago, abandonaron el camino, comenzando a instalar el campamento. Sturm se dejó caer junto a un árbol y cerró los ojos dolorido, mientras Caramon, hambriento, escrutaba en busca de la más mínima sombra pasajera. A una señal suya, Tasslehoff se internó en el bosque en busca de leña para prender una hoguera.
Mientras los observaba, la expresión de Raistlin se torció en una sardónica sonrisa.
—Estáis locos. Este es el Bosque Oscuro, como comprobaréis antes de que transcurra la noche. —Se encogió de hombros—. Aunque necesito descansar, no abandonaré el camino —el mago se sentó sin separarse de su bastón.
El hecho de que los otros intercambiaban miradas de complicidad enfureció a Caramon.
—Vamos, Raistlin, únete a nosotros. Tas ha ido por leña y yo tal vez pueda cazar un conejo.
—¡No le dispares a nada! —el hilo de voz con el que Raistlin habló hizo que todos se estremeciesen—. ¡No dañes nada en el Bosque Oscuro! ¡A ninguna planta, a ningún árbol, a ningún pájaro, ni a ningún animal!
—Estoy de acuerdo con Raistlin —dijo Tanis—. Tenemos que pasar aquí la noche y no quiero matar a ningún animal de este bosque si no es estrictamente necesario. Cenaremos de nuestras misérrimas provisiones.
—Los elfos nunca quieren matar —refunfuñó Flint—. El mago nos asusta con sus misterios y tú nos matas de hambre. Bien, si somos atacados esta noche, ¡espero que el enemigo sea comestible!
—Lo mismo digo, enano. —Caramon suspiró, se acercó al riachuelo y comenzó a beber.
Tasslehoff regresó con la leña.
—No la he cortado —le aseguró a Raistlin—, simplemente la recogí del suelo.
Pero ni siquiera Riverwind pudo lograr que la madera prendiera.
—Los troncos están húmedos —declaró después de intentarlo, arrojando el trozo de yesca en la bolsa.
—Necesitaremos luz —dijo Flint, cada vez más inquieto al ver que las sombras de la noche se cernían sobre ellos. Los sonidos del bosque, que durante el día habían resultado inofensivos, ahora eran siniestros y amenazadores.
—Espero que no le tengas miedo a las leyendas —siseó Raistlin.
—¡No! Sólo quiero estar seguro de que el kender no me robará la bolsa en la oscuridad.
—Muy bien. ¡Shirak! —El puño de cristal del bastón del mago brilló con una pálida luz blanquecina. Era una luz fantasmagórica, muy tenue, que parecía enfatizar lo amenazador de la noche.
—Aquí tienes luz —susurró suavemente el mago hincando la parte inferior del bastón en el suelo húmedo.
En aquel momento, Tanis sintió algo muy extraño: perdía su visión de elfo. Debería ver los cálidos contornos rojizos de sus compañeros, pero estos no eran más que negras sombras bajo aquella oscuridad. No dijo nada a los demás, pero le invadió una sensación de temor, rompiendo la tranquilidad de la que había disfrutado hasta aquel momento.
—Yo haré la primera guardia —ofreció Sturm decidido—. De todas formas, no debo dormir con esta herida, una vez conocí a un hombre que lo hizo y nunca más volvió a despertar.
—Haremos turnos de dos —dijo Tanis—. Haré el primero contigo.
Los demás abrieron sus fardos y comenzaron a organizar los lechos sobre la hierba, todos excepto Raistlin, quien no se movió del sendero, sentado con la cabeza baja e iluminado por la débil luz de su bastón. Sturm se instaló debajo de un árbol. Tanis caminó hasta el arroyo para saciar su sed. De pronto, oyó detrás suyo un grito ahogado. De un solo movimiento, desenvainó la espada y se puso en guardia. Los demás también habían sacado sus armas; tan sólo Raistlin seguía sentado, inmóvil.
—Guardad vuestras espadas —dijo—. Aquí no os servirán de nada. Sólo una magia poderosa podría contra estos seres.
Estaban rodeados por un ejército de guerreros. Por sí solo, este hecho ya hubiera sido suficiente para helarle la sangre en las venas a cualquiera. Los compañeros hubieran podido enfrentarse a aquella situación, pero lo que no podían era refrenar el pánico que los invadía, entorpeciendo sus sentidos.
Aquellos guerreros estaban muertos.
Todos recordaron el comentario que Caramon había hecho: «Contra los vivos no me asusta luchar, pero contra los muertos…».
Una luz fugaz y blanquecina delineaba sus cuerpos; era como si el calor humano que habían poseído estando vivos se prolongara terriblemente tras la muerte. La carne de sus cuerpos se había podrido, y de ellos sólo quedaba la imagen que el alma recuerda. Cada guerrero, ataviado con una antigua armadura, llevaba armas que podían infligir terribles heridas. Pero los espíritus no necesitaban armas, podían matar simplemente por el pánico que inspiraban o bien con un ligero toque de sus gélidas y mortecinas manos.
«¿Cómo podemos luchar contra estos seres?», pensaba Tanis inquieto. Él, que nunca había sentido pavor ante enemigos de carne y hueso, se sentía invadido de pánico e incluso llegó a plantearse la huida.
Enojado consigo mismo, el semielfo intentó calmarse y volver a la realidad. ¡La realidad! ¡Qué ironía! Echar a correr era inútil; se dispersarían y acabarían perdiéndose. Tenían que quedarse y controlar la situación de alguna forma. Comenzó a caminar hacia los fantasmagóricos guerreros. Los muertos no dijeron nada, ni hicieron ningún movimiento amenazador, simplemente se mantuvieron quietos donde estaban, bloqueando el camino. Era imposible contarlos, ya que algunos aparecían centelleantes, mientras otros se apagaban y desaparecían.
—No sé cómo saldremos de esta —admitió Tanis para sí mismo, sintiendo que un sudor frío le recorría todo el cuerpo—; uno de estos espíritus guerreros sería capaz de matarnos tan sólo alzando una mano.
Cuando el semielfo se aproximaba a ellos, vio un destello de luz: era el bastón de Raistlin, quien estaba de pie en medio de sus atemorizados compañeros. Tanis se dirigió hacia él. La luz tenue del cristal se reflejaba en el rostro del mago, dándole un aspecto tan fantasmagórico como el de los espectros que tenían ante ellos.
—Bienvenido al Bosque Oscuro, Tanis —dijo el mago.
—Raistlin… —Tanis se atragantó. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para conseguir que brotase algún sonido de su reseca garganta—. ¿Quiénes son estos…?
—Son esbirros espectrales… Hemos sido afortunados.
—¿Afortunados? —¿Por qué?
—Son los espíritus de los hombres que en vida se comprometieron a realizar alguna misión y luego faltaron a su promesa. Su condena es realizar esa misión una y otra vez hasta que merezcan su liberación y puedan encontrar en la muerte el verdadero descanso.
—¿Y por qué, en nombre del Abismo, nos convierte esto en afortunados? ¡Quizás se comprometieron a liberar el bosque de forasteros!
—Es posible, pero no creo que sea así. Tendremos que averiguarlo.
Antes de que Tanis pudiese reaccionar, el mago dio unos pasos y encaró a los espectros.
—¡Raistlin! —exclamó Caramon con voz ahogada, comenzando a caminar hacia él.
—Tanis, que no dé un paso más —ordenó Raistlin—. Podría ser peligroso.
Tanis sujetó al guerrero por el brazo, y le preguntó a Raistlin:
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a formular un encantamiento que nos permita comunicamos con ellos; percibiré sus pensamientos y ellos podrán hablar a través mío.
El mago echó la cabeza hacia atrás y la capucha le cayó sobre los hombros. Estirando los brazos, comenzó a hablar.
—¡Ast bilak parbilakar. Suh tangus moipar! —murmuró y luego repitió la frase tres veces. Mientras Raistlin hablaba, el grupo de guerreros se dividió y en medio de ellos apareció una figura aún más imponente y terrorífica que el resto. Era más alto que los demás, llevaba una reluciente corona y su vieja armadura estaba ricamente decorada con joyas. Caminaba hacia Raistlin.
Caramon, angustiado, apartó la vista y Tanis no se atrevió a hablar ni a gritar, temeroso de molestar al mago e interrumpir el hechizo. El espectro alzó una mano descarnada y la movió lentamente en dirección al mago para tocarlo. Tanis se estremeció —si el espectro lo tocaba significaba la muerte—, pero Raistlin estaba como extasiado y no se movió. En aquel instante, habló.
—Vosotros, que habéis muerto hace tiempo, utilizad mi voz viva para contarnos vuestros amargos pesares. Después, dejadnos en libertad para atravesar el bosque pues como veréis, leyendo nuestros corazones, nuestro propósito no tiene nada que ver con la maldad.
La mano del espectro se detuvo bruscamente y sus pálidos ojos escudriñaron el rostro de Raistlin. Reluciendo en medio de aquella oscuridad, el espectro bajó la cabeza ante el mago. Tanis contuvo la respiración; sabía que el mago tenía poder, pero… ¡hasta tal punto…!
Raistlin le devolvió el saludo y luego se situó a su lado. Su rostro era casi tan pálido como el de la fantasmagórica figura. El viviente muerto y el muerto viviente, pensó Tanis, temblando.
Cuando Raistlin habló, su voz ya no era su acostumbrado susurro sibilante sino una voz profunda y autoritaria que resonaba en todo el bosque, tan fría y cavernosa que parecía venir del centro de la tierra.
—¿Quiénes sois vosotros que osáis atravesar el Bosque Oscuro?
Tanis intentó contestar, pero su garganta estaba totalmente seca y Caramon, junto a él, no podía ni levantar la cabeza. El semielfo notó que algo se movía a su lado. ¡Era el kender! Maldiciéndose a sí mismo, intentó sujetarlo pero ya era tarde. El pequeño personaje se deslizó bajo la luz del bastón de Raistlin y se plantó ante el espectro.
Tasslehoff saludó respetuoso.
—Soy Tasslehoff Burrfoot, pero mis amigos —dijo señalando con su pequeña mano al resto del grupo— me llaman Tas. ¿Quiénes sois vosotros? .
—Eso poco importa —entonó la voz sepulcral—. Sabed tan sólo que somos guerreros de tiempos inmemoriales.
—¿Es verdad que rompisteis una promesa y que ese es el motivo por el que estáis aquí? —preguntó Tas con curiosidad.
—Así es. Habíamos hecho la promesa de custodiar esta tierra, pero descendió de los cielos la montaña ígnea y la tierra se resquebrajó. De las profundidades ascendieron seres demoníacos y nosotros arrojamos nuestras espadas y huimos despavoridos hasta que nos sobrevino una muerte mucho más amarga. Hemos sido llamados para cumplir nuestra promesa, ya que el Mal vuelve a acechar estas tierras. Aquí permaneceremos hasta que lo expulsemos y consigamos restablecer la paz.
De repente, Raistlin dio un grito y sacudió la cabeza, las órbitas de sus ojos comenzaron a girar hasta que se quedaron en blanco y su voz se transformó en miles de voces que gritaban a la vez. A través suyo, y por efecto del encantamiento realizado, los espectros se lamentaban recordando su pasado. Todos se asustaron, incluso el kender, quien dio un paso atrás y miró inquieto a su alrededor intentando localizar a Tanis.
El espectro levantó el brazo en un gesto autoritario y el tumulto cesó.
—Mis hombres quieren saber el motivo por el que habéis entrado en el Bosque Oscuro; si se trata de algo maligno, la maldad caerá sobre vosotros y no viviréis para ver el nuevo día.
—No, nada malo, por supuesto que no —se apresuró a responder Tasslehoff—. Es una historia un poco larga, ¿sabes?, pero naturalmente nosotros no tenemos ninguna prisa y supongo que vosotros tampoco, o sea, que os la contaré.
»Para empezar, estábamos en la posada El Último Hogar en Solace, probablemente no la conozcáis. No estoy seguro del tiempo que hace que está allí, pero no existía cuando sobrevino el Cataclismo y, por lo que parece, vosotros sí que existíais. Bien, allí estábamos escuchando a un anciano relatar historias sobre Huma, y él —el anciano, no Huma— le dijo a Goldmoon que cantara su canción, y ella dijo que qué canción y luego la cantó y el Buscador decidió convertirse en crítico musical y Riverwind —que es aquel hombre alto que hay allá— empujó al Buscador, quien cayó sobre el fuego. Fue un accidente, pues él no tenía ninguna intención de que se quemara, pero el Buscador ardió como una antorcha. De cualquier forma, el anciano me pasó la Vara y me dijo que le golpeara, y yo así lo hice y la Vara se volvió de cristal azul y las llamas cesaron y…
—¡Cristal Azul! —la voz del espectro resonó en la garganta de Raistlin, profunda y cavernosa. El espectro comenzó a caminar hacia ellos. Tanis y Sturm saltaron hacia delante agarrando a Tas y apartándolo a un lado, pero vieron que la única intención del espectro era examinar al grupo. Sus titilantes ojos miraron a Goldmoon y, alzando una mano, le hizo una señal para que se acercara.
—¡No! —Riverwind trató de evitarlo, pero ella lo apartó suavemente y caminó hacia el espectro con la Vara en la mano. El fantasmagórico ejército les rodeó.
El espectro extrajo su espada de su desvaída vaina y la mantuvo en alto sobre su cabeza. La hoja proyectó una pálida luz blanquecina teñida de una llama azulada.
—¡Mirad! —exclamó Goldmoon.
La Vara destellaba azulada, como si dialogase con la espada.
El fantasmagórico rey de los espectros se volvió hacia Raistlin y alargó un lívida mano hacia el aturdido mago. Caramon emitió un tosco bramido y, soltándose del brazo de Tanis, desenvainó su espada y arremetió contra el guerrero espectral. La hoja atravesó el fulgurante cuerpo, pero fue Caramon quien, chillando de dolor, cayó al suelo retorciéndose. Tanis y Sturm se arrodillaron junto a él, mientras Raistlin lo miraba con expresión impasible.
—Caramon, ¿dónde…? —Tanis, desesperado, intentaba averiguar dónde tenía la herida el guerrero.
—¡Mi mano! —Caramon sollozaba estremecido; tenía su mano izquierda, la mano con la que empuñaba la espada, apretada bajo el brazo derecho.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Tanis. Entonces vio que la espada del guerrero estaba cubierta de escarcha y lo comprendió; todo lo que entraba en contacto con aquellos seres se helaba.
Tanis alzó la mirada horrorizado y vio que la mano del espectro agarraba firmemente a Raistlin por la muñeca. El frágil cuerpo del mago se vio sacudido por un temblor y, aunque su rostro se retorció de dolor, no se desplomó. Sus ojos se cerraron, las líneas de cinismo y amargura, que surcaban su rostro, se suavizaron; la paz de la muerte se cernía sobre él. Tanis lo observó horrorizado, oyendo sólo parcialmente los roncos gruñidos de Caramon. Entonces vio cómo el rostro del mago se transformaba en una expresión de éxtasis y su halo de poder aumentaba, brillando con una intensidad casi palpable.
—Hemos sido llamados —dijo Raistlin con una voz que no era la suya ni tampoco ninguna de las que Tanis le había oído utilizar—. Debemos acudir.
El mago les volvió la espalda y, dejando el claro en el que los compañeros habían acampado, siguió internándose en el bosque, sujeto aún por la descarnada mano del rey espectral. El círculo formado por los espectros se abrió para dejarles pasar.
—Detenedlos —gimió Caramon poniéndose en pie.
—¡No podemos! —Tanis intentó contenerlo y, al final, el guerrero se desplomó en sus brazos sollozando como un niño—. Lo seguiremos. No creo que le ocurra nada, es un mago, Caramon, y nosotros no podemos comprenderlo. Lo seguiremos…
Los ojos de los espectros centelleaban mientras observaban cómo los compañeros pasaban ante ellos para seguir penetrando en el Bosque. El ejército cerró filas tras ellos.
El rey espectral, abandonando la mano de Raistlin, retrocedió hasta reunirse con sus guerreros. Poco a poco sus descarnadas y fantasmagóricas figuras fueron diseminándose por los senderos, desapareciendo entre la maleza para continuar su vida errante a la espera de poder combatir el Mal y, de ese modo, alcanzar el descanso eterno.
Después de un corto trayecto los compañeros se detuvieron. El mago, que tenía los ojos cerrados, suspiró ligeramente y cayó al suelo desmayado. Cuando Sturm corría hacia él, apareció Caramon, ansioso por conocer la suerte que había corrido su hermano. Al volver en sí, Raistlin comenzó a murmurar extrañas palabras que nunca antes había pronunciado.
—¡Raistlin! —exclamó Caramon sollozando entrecortadamente.
Por fin los párpados del mago se abrieron.
—El encantamiento… me ha agotado… —susurró débilmente—. Debo descansar.
—¡Ya lo creo que descansaréis! —resonó una voz, la voz de un ser vivo.
Tanis se llevó la mano a la espada. Él y los otros se colocaron rápidamente delante de Raistlin en actitud protectora, dándole la espalda y mirando hacia la oscuridad. En aquel preciso momento apareció Solinari, tan repentinamente como si una mano la hubiese sacado de debajo de un pañuelo de seda negra. Su luz les permitió ver la cabeza y los hombros de un hombre que se hallaba en pie entre los árboles. Sus hombros desnudos eran tan anchos y fuertes como los de Caramon y una melena de largo cabello se le ensortijaba alrededor del cuello. Tenía unos ojos brillantes que relucían con frialdad. Los compañeros oyeron un crujido en la maleza y vieron el reflejo de una punta de lanza levantada que señalaba hacia Tanis.
—Arrojad vuestras insignificantes armas. Estáis rodeados, no tenéis escapatoria.
—Es una trampa —gruñó Sturm, pero mientras hablaba se oyó un estruendoso resquebrajamiento de ramas y se dieron cuenta de que había más hombres rodeándoles, todos ellos armados con espadas que relucían bajo la luz de las lunas, Solinari y Lunitari.
El primer hombre que habían visto dio un paso hacia adelante y los compañeros lo observaron atónitos, casi soltando las armas de la impresión.
No era un hombre. ¡Era un centauro! Humano de cintura para arriba y con cuerpo de caballo de cintura para abajo. Galopó graciosamente hacia ellos, y al hacerlo resaltaron sus poderosos músculos. Hizo un gesto imperativo y varios centauros más se acercaron al camino. Tanis desenvainó la espada. Flint estornudó.
—Debéis venir con nosotros —ordenó el centauro.
—Mi hermano está enfermo —protestó Caramon—, no puede ir a ninguna parte.
—Subidlo a mi espalda —ordenó con frialdad—. Si alguno de vosotros se siente cansado le podemos llevar.
—¿A dónde nos lleváis? —preguntó Tanis.
—No estáis en situación de hacer preguntas. —El centauro pinchó a Tanis en la espalda con su espada—. Viajaremos lejos y rápido, por lo que os sugiero que montéis. Pero no temáis. —Cuando pasó ante Goldmoon la saludó, levantando una de sus patas delanteras—. Esta noche no os sucederá nada malo.
—Tanis, ¿puedo montar? —rogó Tasslehoff.
—¡No confiéis en ellos! —dijo Flint, estornudando violentamente.
—No confío en ellos —murmuró Tanis—, pero, por lo que parece, no tenemos elección; Raistlin no puede caminar. Vamos, Tas, los demás también.
Caramon miró al centauro con expresión escéptica y ceñuda y, levantando a su hermano en brazos, lo situó encima del animal. Raistlin, aún débil, se acomodó sobre él.
—Subid. Puedo soportar el peso de ambos. Vuestro hermano necesitará ayuda, pues esta noche galoparemos veloces.
El guerrero se encaramó sobre la amplia espalda del caballo, sus largas piernas casi le llegaban al suelo. Cuando el centauro comenzó a galopar por el camino, rodeó a Raistlin con el brazo. Tasslehoff, riendo de excitación, saltó sobre otro de los cuadrúpedos con tal impulso, que se escurrió por el lado opuesto cayendo sobre el barro. Sturm suspiró y, recogiendo al kender del suelo, lo volvió a colocar sobre el lomo del animal. Antes de que Flint pudiese protestar, el caballero lo agarró y lo situó detrás de Tas. El enano intentó hablar, pero lo único que le salió fue otro terrible estornudo. Tanis montó sobre el que les había hablado.
—¿Dónde nos llevas? —volvió a preguntar Tanis.
—Ante el Señor del Bosque.
—¿El Señor del Bosque? ¿Quién es, acaso es uno de vosotros?
—Es el Señor del Bosque —respondió el animal comenzando a galopar sendero abajo.
Tanis iba a hacer otra pregunta, pero el paso cada vez más rápido del animal hizo que casi se mordiese la lengua y que se deslizase hacia abajo por la espalda del centauro. Al iniciar el galope, Tanis creyó que iba a caerse y rodeó el amplio tronco del animal con sus brazos.
—¡Eh! ¡No necesitas partirme en dos! —el centauro miró hacia atrás, sus ojos relucían en la oscuridad—. Parte de mi tarea es asegurarme de no perderos por el camino. Relajaos. Situad vuestras manos sobre mis ancas para balancearos. Así está bien. Ahora apretad las piernas.
Los centauros salieron del camino y se internaron en el bosque. En pocos segundos, los frondosos árboles devoraron a la luna. Tanis sentía el azote de las ramas al pasar. Su caballo no se desviaba ni aminoraba el paso, por lo que Tanis dedujo que conocía bien el camino, un camino que el semielfo no podía ver.
Al poco rato el paso se hizo más lento y al final el centauro se detuvo. A Tanis aquella sofocante oscuridad no le permitía ver nada. Sabía que sus compañeros se hallaban cerca sólo porque podía oír la pesada respiración de Raistlin y los incesantes estornudos de Flint. Incluso la luz del bastón de Raistlin se había apagado.
—¿Por qué nos detenemos? —preguntó.
—Porque hemos llegado al final de nuestro viaje. Desmontad —ordenó parcamente el centauro.
—¿En dónde estamos?
Tanis desmontó, deslizándose por el lomo del animal, y miró a su alrededor sin poder ver nada, pues los árboles evitaban que el más mínimo rayo de luz, ya fuera de las lunas o de las estrellas, iluminara el camino.
—Estáis en el centro del Bosque Oscuro —contestó el centauro—. Os deseo buena suerte. Ahora todo depende de cómo os juzgue el Señor del Bosque.
—¡Espera un minuto! —le gritó enojado Caramon—. No puedes dejamos aquí, en medio de este bosque, tan ciegos como si fuésemos criaturas recién nacidas.
—¡Detenedlos! —ordenó Tanis llevándose la mano a la espada. Pero su arma no estaba y, al oír una explosiva maldición de Sturm, comprendió que el caballero también estaba desarmado.
El centauro rio. Tanis escuchó un sonido de cascos y crujidos de ramas. Los centauros se habían ido.
—¡Vaya! ¡De buena nos hemos librado! —exclamó Flint, entre estornudo y estornudo.
—¿Estamos todos? —preguntó Tanis estirando el brazo y notando el tranquilizador apretón de Sturm.
—Yo estoy aquí —pio Tasslehoff—. Oh Tanis, ¿verdad que fue maravilloso? Yo…
—Shhhh, ¡tas! ¿Y los bárbaros?
—Estamos aquí —le respondió secamente Riverwind—. Desarmados.
—Todos estamos desarmados —afirmó Tanis—. Aunque no creo que un arma nos fuera de mucha ayuda en esta maldita oscuridad.
—No, no todos estamos desarmados… —susurró Goldmoon en voz baja—. Me han permitido conservar la Vara.
—Y esa sí que es un arma formidable, hija de Que-shu —dijo una voz profunda—. Un arma para hacer el bien, para combatir la enfermedad y el mal —el tono de la voz era triste—, y que ahora deberá ser utilizada para combatir a las demoníacas criaturas que desean encontrarla y hacerla desaparecer de esta tierra.