9

La huida

El ciervo blanco

Aunque se sentían extenuados después de aquella terrible lucha, los compañeros atravesaron el frondoso bosque tan rápido como pudieron, y pronto alcanzaron la senda de caza. Caramon iba en cabeza, espada en mano, expectante ante cada sombra, seguido de Raistlin, que caminaba apoyándose sobre su hombro con los labios apretados y expresión severa. Los demás iban detrás de ellos con las armas desenvainadas.

No vieron más criaturas.

—¿Por qué no nos siguen? —preguntó Flint cuando ya llevaban más de una hora caminando.

Tanis se rascó la barba: había estado preguntándose lo mismo.

—No necesitan hacerlo. Estamos atrapados. Seguramente habrán bloqueado todas las salidas del bosque, a excepción de la del Bosque Oscuro…

—¡El Bosque Oscuro! —repitió Goldmoon en voz baja—. ¿Es realmente necesario que tomemos ese camino?

—Puede que no lo sea. Echaremos un vistazo desde el Pico del Orador.

De pronto oyeron gritar a Caramon. Tanis corrió hacia él y encontró a Raistlin desfallecido.

—Me pondré bien, pero debo descansar.

—A todos nos irá bien descansar un rato.

Nadie dijo nada y todos se dejaron caer agotados, intentando recuperar las fuerzas. Sturm cerró los ojos y se recostó contra una roca cubierta de musgo. Su rostro era una sombra espectral de color gris blanquecino y tanto sus largos bigotes como su cabello estaban manchados de sangre y apelmazados. La herida era un corte rasgado que poco a poco iba tomándose morado. Tanis sabía que el caballero prefería morir antes que formular una sola palabra de queja.

—No te preocupes —dijo Sturm secamente—. Concédeme simplemente unos momentos de paz. —Tanis le dio un leve apretón en el brazo y fue a sentarse junto a Riverwind.

Durante unos minutos ninguno de los dos habló, luego Tanis le comentó:

—Riverwind, sospecho que ya te habías enfrentado antes contra esas criaturas, ¿verdad?

—En efecto, Tanis, las encontré por primera vez en la ciudad destruida. —Riverwind se estremeció—. Lo recordé todo cuando miré dentro del carromato y vi aquella cosa que me miraba con expresión maligna. Por lo menos… —Hizo una pausa y movió la cabeza, dirigiéndole a Tanis una especie de sonrisa—. Por lo menos sé que no me estoy volviendo loco. Esas terribles criaturas existen… Había llegado a dudarlo. ¿Cómo lo adivinaste?

—Lo supuse cuando observé tu estupefacción al contemplar a esas repugnantes criaturas. Tengo la impresión de que están invadiendo todo Krynn. ¿Está cerca de aquí esa ciudad destruida?

—No. Llegué a Que-shu por el camino del este, estaba lejos de Solace, más allá de las Llanuras —miró a Tanis y sonrió; por un momento la máscara inexpresiva desapareció y el semielfo vio que sus ojos castaños eran cálidos y profundos—. Te doy las gracias, semielfo, a ti y a todos vosotros. Habéis salvado nuestras vidas en más de una ocasión y yo me he comportado como un desagradecido. Pero… —hizo una pausa— es todo tan extraño.

—Será todavía más extraño —dijo Raistlin en tono misterioso.

El grupo, tras un breve descanso, reanudó la marcha. Se estaban acercando al Pico del Orador; desde el camino ya lo habían visto elevándose sobre los bosques. El resquebrajado pico tenía la forma de dos manos unidas en actitud de oración, de ahí su nombre. En los bosques flotaba un silencio mortecino. Los compañeros empezaron a pensar que los pájaros y demás animales del bosque se habían evaporado dejando tras ellos un silencio vacío y misterioso. Todos se sentían inquietos —excepto Tasslehoff— y miraban continuamente a su alrededor, desenvainando la espada ante cualquier sombra.

Sturm insistió en caminar en la retaguardia, pero comenzó a rezagarse a medida que su dolor de cabeza aumentaba. Comenzaba a sentir náuseas. Al poco rato perdió la noción de dónde estaba y de lo que estaba haciendo, sólo sabía que debía seguir caminando, colocando un pie detrás del otro y moviéndose hacia delante como uno de los autómatas de Tas.

¿Cómo era la historia que Tas le había contado? Sturm intentó recordarla a pesar de la ofuscación que le producía el dolor. Los autómatas servían a un hechicero que había invocado a un demonio para que hiciese desaparecer al kender. Como todas las historias de los kenders, era una auténtica tontería. Sturm puso un pie delante del otro. Tonterías. Como los cuentos del anciano de la posada. Cuentos sobre el Ciervo Blanco y los antiguos dioses. Historias sobre Huma. Sturm se llevó las manos a sus palpitantes sienes como si intentase mantener unida su cabeza. Huma…

De niño, Sturm había escuchado las historias de Huma. Su madre —hija de un Caballero de Solamnia y casada también con un Caballero— no conocía otras para contarle. Sturm comenzó a pensar en su madre, el dolor que sentía le hacía recordar los tiernos cuidados que esta le prodigaba cuando se encontraba enfermo o herido. El padre de Sturm había enviado al exilio a su mujer y a su hijo, pues el niño —su único heredero— era un blanco fabuloso para aquellos que deseaban que los Caballeros de Solamnia desapareciesen para siempre de las tierras de Krynn. Sturm y su madre se refugiaron en Solace, y el joven caballero enseguida había hecho amigos, sobre todo con otro chico, Caramon, quien compartía con él su interés por lo militar. Su madre, en cambio, era orgullosa y consideraba a todas las personas inferiores a ella. Por ello, cuando la fiebre la consumió, murió sola, con la única compañía de su hijo adolescente a quien encomendó a su ausente padre —si este aún vivía, algo que Sturm estaba empezando a dudar.

En Solace, Sturm había conocido también a Tanis y a Flint, quienes, al morir su madre, lo adoptaron como habían hecho con Caramon y Raistlin, convirtiéndolo en un diestro guerrero. Junto con Tasslehoff y, en algunas ocasiones Kitiara, la bella y salvaje hermanastra de los gemelos, Sturm y sus amigos habían viajado por las tierras de Abanasinia.

Cinco años antes, igual que el resto de los compañeros, él también había abandonado Solace para investigar los extraños rumores que corrían sobre la maldad que parecía proliferar en aquellas tierras.

En su viaje, Sturm se había dirigido a Solamnia para, además, averiguar el paradero de su padre y obtener su herencia. No consiguió su propósito. Logró escapar con vida de milagro, salvando únicamente la cota de mallas y la espada de doble puño de su padre. El viaje a su tierra fue una experiencia desgarradora, pues, aunque Sturm ya sabía que los Caballeros habían sido denigrados y vilipendiados, se sorprendió al percibir el gran resentimiento que había contra ellos. En la Era de los Sueños, Huma, Portador de Luz y Caballero de Solamnia, había acabado con la oscuridad y así empezó la Era del Poder. Después —de acuerdo con la tradición popular—, los dioses abandonaron al hombre y sobrevino el Cataclismo. La gente pidió ayuda a los Caballeros tal como estos, en el pasado, habían pedido ayuda a Huma. Pero Huma hacía tiempo que había muerto y los Caballeros sólo pudieron observar, impotentes, la lluvia de terror que caía del cielo, destrozando Krynn en pedazos. Los Caballeros no pudieron hacer nada, y esto nunca se les llegó a perdonar. De pie ante las ruinas del castillo de su familia, Sturm juró restaurar el honor de los Caballeros de Solamnia —aunque esto significara perder la vida en el intento.

Pero ¿cómo podía conseguirlo luchando contra un puñado de clérigos?, se preguntó amargamente mientras el sendero se le aparecía cada vez más confuso. Dio un traspié, pero rápidamente se levantó de nuevo. Huma había luchado contra dragones. «Dadme dragones», soñaba Sturm. Levantó la mirada; las transparentes hojas de los árboles se diluyeron en una dorada neblina. Supo que iba a desmayarse. Parpadeó y volvió a verlo todo claro y con nitidez.

Ante él se erigía el Pico del Orador. Habían llegado al pie de la vieja montaña y podían ver los senderos que se retorcían y serpenteaban por la frondosa ladera, normalmente utilizados por los habitantes de Solace cuando deseaban acampar en la parte este del Pico. Cerca de uno de estos senderos Sturm vio un ciervo blanco. Se lo quedó mirando; era el animal más imponente que hubiera visto nunca. Era inmenso, medía varios palmos más que cualquier otro ciervo que Sturm hubiese cazado jamás. Levantaba la cabeza orgulloso, y su espléndida cornamenta relucía como una corona, sus ojos eran de un marrón profundo en contraste con su blanca piel, y miraban al caballero intensamente, como si lo conocieran. Después de un leve movimiento de cabeza, el ciervo comenzó a caminar hacia el sudeste.

—¡Detente! —le gritó el caballero con voz ronca. Los otros se giraron alarmados sacando sus armas; Tanis corrió hacia él.

—¿Qué sucede, Sturm?

El caballero, involuntariamente, se llevó una mano a la dolorida cabeza.

—Lo siento, Sturm —le dijo Tanis—. No me he dado cuenta de que estabas tan enfermo, podemos volver a descansar. Estamos al pie del Pico del Orador, escalaré la montaña y veremos…

—¡No! ¡Mira! —El caballero, agarrando a Tanis por el hombro, hizo que se volviera y señaló—. ¿Lo ves? ¡El ciervo blanco!

—¿El ciervo blanco? ¿Dónde? No lo…

—Allí —dijo Sturm bajando la voz. Caminó unos pasos hacia el animal que se había detenido y parecía esperarlo. El ciervo asintió con su gran cabeza y corrió de nuevo hacia delante unos cuantos pasos, luego se detuvo y se volvió a mirar al caballero una vez más.

—Quiere que lo sigamos —murmuró Sturm—. ¡Como Huma!

Los demás se habían reunido con ellos y miraban al caballero con expresiones que iban desde la más viva preocupación hasta el más obvio escepticismo.

—Yo no veo ningún ciervo —dijo Riverwind escudriñando el bosque con sus ojos oscuros.

—Una herida en la cabeza… —Caramon sonrió irónicamente—. Vamos, Sturm, será mejor que te eches y descanses un rato.

—¡Grandísimo ignorante! No me extraña que no veas al ciervo, teniendo como tienes el cerebro en el estómago. Probablemente le dispararías y te lo comerías. ¡Os digo que debemos seguirlo!

—La locura de la herida en la cabeza —le susurró Riverwind a Tanis—, la he visto a menudo.

—No estoy seguro. Aunque yo no haya visto al ciervo blanco, conozco a alguien que una vez lo siguió, tal como el anciano contó en su historia.

Mientras hablaba, sin darse cuenta, le iba dando vueltas al anillo de hojas de enredadera que llevaba en la mano izquierda, recordando a la elfa de cabellos dorados que había llorado cuando él abandonó Qualinesti.

—¿Sugieres acaso que sigamos a un animal que no vemos? —preguntó Caramon.

—Después de todo, hemos hecho cosas aún más extrañas —comentó sarcásticamente Raistlin con su voz sibilante—, pero tened en cuenta que fue aquel anciano, el que contó la historia del Ciervo Blanco, el que nos metió en esto…

—Fuimos nosotros los que nos metimos en esto —respondió Tanis bruscamente—. Podríamos haberle devuelto la Vara al Sumo Teócrata y habernos evitado el problema. Yo seguiría a Sturm. Evidentemente ha sido elegido, como Riverwind cuando recibió la Vara.

—¡Pero si nos está guiando hacia una dirección equivocada! —discutió Caramon—. Sabes tan bien como yo que no existen sendas en la parte oeste del bosque. Nadie va nunca en esa dirección.

—Mejor —dijo de pronto Goldmoon—. Tanis dijo que los clérigos debían haber bloqueado los senderos. Quizás por aquí podamos avanzar. Yo propongo seguir al caballero.

Se giró y comenzó a caminar tras Sturm sin siquiera volver la vista atrás, evidentemente acostumbrada a ser obedecida. Riverwind se encogió de hombros y movió la cabeza, arrugando la frente, pero siguió a Goldmoon. Los demás los siguieron también.

El caballero dejó atrás los caminos del Pico del Orador y avanzó hacia la ladera suroeste de la montaña. Al principio parecía que Caramon tenía razón: no había ningún sendero y Sturm, fuera de sí, caminaba abriéndose paso por la maleza; pero, de pronto, ante ellos apareció un sendero amplio y despejado. Tanis lo miró sorprendido.

—¿Quién habrá despejado este camino? —le preguntó a Riverwind, que estaba tan asombrado como él.

—No lo sé. Por lo que se ve, hace tiempo que está así. Este árbol caído lleva así el tiempo suficiente como para que la mitad se haya hundido en el barro y esté cubierto de musgo y enredaderas. Pero las únicas huellas que hay son las de Sturm, no hay ninguna señal de que nadie más, ni siquiera algún animal, haya pasado por aquí. De todas formas, ¿cómo es que no está cubierto de plantas y hierbajos?

Tanis no pudo responder ni tomarse tiempo para pensárselo, ya que Sturm: avanzaba rápidamente y lo único que podían hacer era intentar no perderlo de vista.

—Goblins, el bote, hombres-lagarto, ciervos invisibles; ¿qué vendrá después? —se quejó Flint al kender.

—Ojalá pudiera ver al ciervo.

—Haz que te golpeen la cabeza, aunque, tratándose de ti, lo más seguro es que no apreciáramos la diferencia.

Los compañeros siguieron a Sturm, que avanzaba con un extraño alborozo, olvidando el dolor de su herida. A Tanis le resultaba difícil alcanzarlo y, cuando lo consiguió, el brillo febril de sus ojos le sobresaltó. Pero era evidente que algo estaba guiando al caballero; el sendero subía por la ladera del Pico del Orador en dirección al hueco que había entre las «manos» de piedra, hueco que, por lo que él sabía, nunca había sido explorado por nadie.

—Aguarda un momento —dijo, jadeando y acelerando el paso para alcanzar a Sturm. Aunque el sol estaba escondido detrás de unas nubes grises y puntiagudas, calculó que ya debía ser casi mediodía—. Descansemos. Voy a echar un vistazo desde allí —dijo señalando un saliente de roca que sobresalía en la ladera del pico.

—Descansar —repitió Sturm vagamente, deteniéndose y recuperando la respiración. Miró hacia delante y se volvió hacia Tanis—. Sí. Descansemos —sus ojos brillaban.

—¿Estás bien?

—Muy bien. —Tanis le miró dubitativo y luego se dirigió hacia los demás, que en aquel momento llegaban al final de la pequeña subida que había antes de llegar al prado.

—Descansaremos aquí.

Raistlin suspiró aliviado, dejándose caer sobre la húmeda hierba.

—Voy a echar un vistazo para ver qué está ocurriendo en el camino de Haven.

—Iré contigo —se ofreció Riverwind.

Tanis asintió y ambos dejaron el camino, dirigiéndose hacia el saliente rocoso. Los demás aprovecharon la parada para tomar algún alimento, aunque sus provisiones estaban prácticamente agotadas. Mientras caminaban juntos, Tanis observó al alto guerrero; empezaba a sentirse cómodo con aquel bárbaro serio y rudo. Siendo profundamente reservado, Riverwind respetaba la intimidad de los demás y nunca osaría cruzar las fronteras que Tanis tejía alrededor de su alma. El semielfo sabía que sus amigos —porque eran amigos suyos y lo conocían hacía muchos años— especulaban sobre sus relaciones con Kitiara y se preguntaban por qué había decidido cortarlas tan bruscamente cinco años atrás y por qué su aparente disgusto cuando ella no acudió a la reunión. Riverwind no sabía nada de Kitiara, pero Tanis creía que, si el bárbaro lo hubiera sabido, no le hubiese afectado.

Avanzaron lentamente hasta que llegaron al borde de la húmeda roca del saliente. Desde allí divisaron el camino de Haven y los viejos senderos que conducían a los prados y desaparecían por una de las laderas de la montaña. Riverwind señaló a Tanis varios de los hombreslagarto subiendo por los senderos. El semielfo apretó los labios; eso explicaba el misterioso silencio que reinaba en el bosque. Las malditas criaturas debían estar esperando para tenderles una emboscada. Probablemente, Sturm y su ciervo blanco les habían salvado la vida. De todas formas, aquellos seres no tardarían mucho en encontrar ese nuevo sendero, pensó Tanis mirando hacia abajo. Pero… ¡si no había ningún sendero! Tan sólo el bosque, frondoso e impenetrable. ¡El sendero se había cerrado tras ellos! «Debo estar imaginándome cosas», pensó mirando hacia el Camino de Haven y a las criaturas que avanzaban. Después miró hacia el norte, y luego su mirada vagó por el horizonte.

Frunció el entrecejo; algo iba mal. No pudo localizarlo de inmediato, por lo que no le dijo nada a Riverwind, pero se quedó mirando la línea del cielo. Al norte había un grupo de nubes tormentosas, más espesas que nunca, cuya sombra proyectaba largos dedos grises rastrillando la tierra y moviéndose hacia ellos. Apretando el brazo de Riverwind, Tanis señaló con el dedo. Riverwind aguzó la vista, pues al principio no distinguía nada, pero, de pronto, lo vio: un humo negro ascendía hacia el cielo. Sus cejas espesas y pobladas se contrajeron.

—Hogueras de campamento —dijo Tanis.

—Cientos de hogueras —añadió Riverwind en voz baja—. El fuego de la guerra. Es el campamento de un ejército.

—O sea, que los rumores se confirman, hay un ejército en el norte —dijo Sturm cuando regresaron.

—Pero ¿qué ejército?, ¿de quién?, ¿y por qué?, ¿qué es lo que van a atacar? —Caramon, incrédulo, reía—. Nadie organizaría un ejército sólo para buscar una vara —el guerrero hizo una pausa—. ¿Creéis que son capaces de hacer una cosa así?

—La Vara es sólo parte de todo esto —siseó Raistlin—. Recordad las estrellas caídas.

—¡Bah, cuentos de niños! —farfulló Flint abriendo el odre, agitándolo y suspirando al ver que estaba vacío.

—Mis historias no son para niños. ¡Y harías bien en prestarle más atención a mis palabras, enano!

—¡Ahí está! ¡Ahí está el ciervo! —dijo de pronto Sturm mirando fijamente un gran pedrusco, por lo menos eso les pareció a sus compañeros—. Ya es hora de continuar la marcha.

El caballero comenzó a caminar y los demás, reuniendo rápidamente sus fardos, se apresuraron tras él. El sendero parecía materializarse justo antes de que ellos pasaran. Comenzó a soplar un viento proveniente del sur, una cálida brisa que transportaba la fragancia de los últimos capullos de las otoñales flores silvestres y que, no obstante, consiguió alejar a las nubes tormentosas. En el momento en que llegaron a la hendidura existente entre las dos mitades del pico, el sol brillaba en medio de un cielo totalmente despejado.

Era más de mediodía cuando se detuvieron a descansar una vez más antes de ascender por la estrecha hendidura. El ciervo les había indicado el camino a seguir, insistió Sturm.

—Pronto será la hora de la cena —dijo Caramon lanzando un impetuoso suspiro y mirándose los pies—. ¡Sería capaz de comerme hasta las botas!

—A mí también están empezando a apetecerme —declaró Flint malhumorado—. Desearía que el ciervo fuera de carne y hueso. ¡Quizás así nos serviría para algo más que para conseguir que nos perdamos!

—¡Cállate!

Sturm se volvió hacia el enano con los puños apretados, repentinamente furioso. Tanis se levantó rápidamente y agarró al caballero por el hombro, sujetándolo.

Sturm contempló al enano con los bigotes temblorosos y luego se apartó de Tanis murmurando:

—Vayámonos.

Al entrar en el estrecho desfiladero los compañeros vieron que, al otro lado, el cielo estaba despejado, y que el viento del sur seguía silbando en las blancas paredes del escarpado pico que se elevaba sobre ellos. A pesar de que caminaron con cuidado, resbalaron varias veces a causa de pequeños guijarros. Como el paso era tan estrecho, podían recuperar el equilibrio fácilmente agarrándose a las paredes.

Después de caminar durante un largo trecho, llegaron al otro lado del Pico del Orador y se detuvieron para contemplar el valle. Una exuberante extensión de praderas de ondulantes olas verdes besaban la orilla de un bosque de álamos. La tormenta había quedado atrás y el sol centelleaba brillante en un cielo limpio y azul.

Por primera vez, encontraron que sus capas eran demasiado pesadas y todos se las sacaron excepto Raistlin, quien permaneció cubierto con su encapuchada capa roja. Flint, que se había pasado toda la mañana quejándose de la lluvia, ahora comenzó a refunfuñar por el sol: era demasiado brillante y lo deslumbraba.

—Propongo que tiremos al enano montaña abajo —gruñó Caramon.

Tanis sonrió socarronamente.

—Haría tanto ruido al bajar que nos delataría.

—Pero si no hay nadie allá abajo que pueda oírle. Aseguraría que somos los primeros seres vivos que contemplan este valle.

—Los primeros seres vivos —suspiró Raistlin—. Hermano mío, has acertado, pues lo que estás viendo es el Bosque Oscuro.

Nadie habló. Riverwind se agitó inquieto, Goldmoon trepó hasta donde él estaba y miró con los ojos abiertos de par en par hacia los verdes árboles. Flint se aclaró la garganta, pero se quedó callado mesándose su larga barba, y Sturm miró con calma hacia el bosque, al igual que Tasslehoff.

—No tiene mal aspecto —dijo el kender alegremente, sentado en el suelo con las piernas cruzadas y con un pliego de pergamino sobre las rodillas. Estaba dibujando un mapa con un trozo de carboncillo, intentando trazar el camino que habían seguido hasta el Pico del Orador.

—Las imágenes son tan engañosas como los kenders de dedos largos —susurró irónicamente Raistlin.

Tasslehoff frunció el ceño dispuesto a replicar pero vio que Tanis lo miraba fijamente y continuó dibujando. El semielfo se dirigió hacia Sturm que estaba en pie en un saliente, con el pelo desordenado y la capa ondeante debido al viento que soplaba.

—Sturm, ¿dónde está el ciervo, lo estás viendo ahora?

—Sí —contestó Sturm señalando hacia abajo—, se ha ido caminando por las praderas, puedo ver las huellas que ha dejado en la hierba, se ha metido entre los álamos, allá abajo.

—Se ha metido en el Bosque Oscuro —susurró Raistlin.

—¿Quién dice que eso sea el Bosque Oscuro? —Sturm se giró hacia Tanis.

—Raistlin.

—¡Bah!

—El es mago.

—Está loco. Pero si lo preferís, quedaos aquí, arraigados a este lado del pico. Yo seguiré al ciervo, como hizo Huma, incluso si me lleva al Bosque Oscuro.

Envolviéndose en su capa, Sturm descendió por la pendiente y comenzó a caminar por un sinuoso sendero que llegaba hasta las llanuras.

Tanis regresó con los otros.

—El ciervo lo está guiando hacia un camino que va directo al bosque. Raistlin, ¿estás seguro de que aquello es el Bosque Oscuro?

—¿Se puede estar seguro de algo, semielfo? Ni siquiera estoy seguro de estar vivo dentro de un segundo, pero seguid adelante. Penetrad en el bosque del que ningún ser con malignas intenciones ha salido jamás. La muerte es la única gran certeza que tenemos en la vida, Tanis.

—El semielfo sintió un súbito impulso de tirar a Raistlin montaña abajo. Miró hacia Sturm, que ya casi había recorrido la mitad de la distancia que había hasta el valle.

—Me voy con Sturm —dijo de pronto—, pero esta vez no me hago responsable de la decisión que toméis los demás.

—¡Yo voy con vosotros! —Tas enrolló su mapa, metiéndolo dentro de una pequeña caja y, poniéndose en pie de un salto, se deslizó por las rocas en dirección al valle.

—¡Fantasmas!

Frunciendo el ceño, Flint miró a Raistlin chasqueando burlonamente los dedos y acercándose al semielfo. Goldmoon los siguió decidida, aunque con expresión asustada, y Riverwind, tras unos segundos de dudas, se unió al grupo lentamente. Tanis se sintió aliviado —sabía que en las tribus bárbaras había muchas leyendas terroríficas sobre el Bosque Oscuro. Al final, Raistlin corrió hacia ellos y Caramon se apresuró a seguirlo.

Tanis, esbozando una sonrisa, se quedó mirando al mago.

—¿Por qué vienes?

—Porque me necesitaréis, semielfo. Además, ¿adónde quieres que vayamos? Has permitido que llegáramos hasta aquí, ahora no podemos volvernos atrás. Es la elección del Troll la que ofreces, Tanis: «Muere rápido o muere lentamente». ¿Vienes, hermano?

Cuando los hermanos los adelantaron, los demás miraron a Tanis inquietos. El semielfo se sintió como un necio. Raistlin, por supuesto, tenía razón. Había dejado que la situación se le fuera de las manos, para luego pretender que aquella fuera una decisión de ellos y no suya, intentando así poder seguir adelante con la conciencia tranquila. En primer lugar, ¿por qué era responsabilidad suya? ¿Por qué se había mezclado en esto cuando todo lo que quería era encontrar a Kitiara y decirle que había tomado una decisión? La amaba y quería estar con ella. Estaba dispuesto a aceptar las debilidades humanas de ella, tal como había aprendido a aceptar las propias.

Pero Kitiara no había regresado con él. Tenía un «nuevo señor». Quizás era esto lo que le…

—¡Eh! ¡Tanis! —de lejos le llegó la voz del kender.

—Ya voy —balbuceó.

Cuando los compañeros llegaron al linde del bosque, el sol comenzaba a desaparecer por el oeste. Tanis calculó que aún les quedaban unas tres o cuatro horas de luz antes de que oscureciese. Si el ciervo seguía guiándolos por senderos limpios y despejados, cabía la posibilidad de atravesar el bosque antes de que cayera la noche.

Sturm los esperaba bajo los álamos, tendido en la hierba, descansando cómodamente bajo la sombra. Los compañeros avanzaron lentamente los pocos pasos que los separaban del bosque, ninguno de ellos tenía prisa por llegar.

—El ciervo ha entrado por aquí —dijo Sturm poniéndose en pie y señalando un lugar donde la hierba estaba muy crecida.

Tanis no vio huellas, bebió un sorbo de agua de su cantimplora, que estaba casi vacía, y se quedó mirando el bosque. Como había dicho Tasslehoff, el bosque no tenía aspecto siniestro sino todo lo contrario, parecía fresco y acogedor tras la exagerada brillantez del sol de otoño.

—Quizás encontremos algún gamo —dijo Caramon balanceándose sobre los pies—. Nada de ciervos, por supuesto, tal vez algún conejo.

—No dispares a nada, no comas nada, no bebas nada en el Bosque Oscuro —susurró Raistlin.

Tanis miró al mago; sus ojos de reloj de arena estaban dilatados, su piel metálica relucía fantasmagórica. Raistlin se apoyó en su bastón, tiritando, como si tuviese frío.

—Cuentos de niños —farfulló Flint sin ningún convencimiento. A pesar de que Tanis conocía la habilidad de Raistlin para olfatear el peligro, nunca había visto al mago tan preocupado como ahora.

—¿Qué es lo que percibes, Raistlin? —le preguntó en voz baja.

—En este bosque se respira una magia poderosa —susurró el mago—. Debéis saber que el Bosque Oscuro es dual, diverso y mágico porque alberga el Bien y el Mal. Para aquellos que penetran en él con rectas intenciones, sin ánimo de dañar a nadie ni a nada, puede ser bondadoso, estar lleno de benévolas sorpresas y de seres salvadores. Pero puede ser también malévolo, implacable y destructor para aquellos que desean el Mal, para los que tienen sus entrañas carcomidas por el odio o por deseos de venganza.

—Entonces tú eres el único que debe temer al bosque —le respondió fríamente Sturm.

El rostro de Caramon se encendió y se dispuso a desenvainar la espada. Sturm hizo lo mismo. Tanis apretó el brazo de Sturm mientras Raistlin sujetaba a Caramon. El mago se quedó mirando al caballero con sus relucientes ojos dorados.

—Ya veremos —sus palabras fueron como sonidos sibilantes que se escurrieron entre sus dientes—. Ya veremos. —Y apoyándose pesadamente sobre el bastón, se volvió hacia su hermano—. ¿Vienes?

Caramon, enojado, miró fijamente a Sturm y luego penetró en el bosque caminando junto a su hermano. Los demás fueron tras ellos, menos Tanis y Flint, que se quedaron solos.

—Me estoy haciendo demasiado viejo para estas cosas, Tanis.

—Tonterías, peleaste como un…

—No, no me refiero a los huesos o a los músculos —el enano se miró las nudosas manos—, a pesar de que están bastante viejos. Me refiero al espíritu. Hace muchos años, antes de que los otros hubiesen nacido, tú y yo hubiéramos entrado en un bosque encantado sin pensárnoslo dos veces. En cambio ahora…

—¡Vamos, anímate! —le dijo Tanis intentando quitarle importancia, aunque estaba profundamente preocupado por la súbita melancolía del enano. Por vez primera desde que se habían encontrado en las afueras de Solace, examinó a Flint detenidamente. Parecía un viejo, pero el enano siempre había tenido este aspecto. Su rostro, o lo que podía verse de su rostro a través de la barba y bigotes grisáceos y de sus sobresalientes cejas blancas, estaba oscurecido y arrugado, agrietado como si fuese cuero viejo. Se quejaba y refunfuñaba, pero Flint siempre se había quejado y refunfuñado. La diferencia estaba en los ojos; el brillo fogoso que antes tenían había desaparecido.

—No dejes que te afecte lo que diga Raistlin; esta noche nos sentaremos alrededor del fuego y nos reiremos de sus cuentos de fantasmas.

—Me imagino que sí. —Permaneció callado durante unos segundos y luego dijo—: Algún día perderéis el ritmo por mi culpa, Tanis, y no quiero que tú llegues a pensar: ¿Por qué soporto a este viejo enano gruñón?

—Porque te necesito, viejo enano gruñón. —Posó el brazo sobre el hombro del enano y se dirigieron hacia el bosque tras los otros—. Te necesito, Flint. Son todos tan… tan jóvenes. Tú eres una roca sólida sobre la que puedo apoyarme mientras manejo la espada.

El rostro de Flint enrojeció de placer. Se mesó la barba y carraspeó bruscamente.

—Sí, bueno, tú siempre has sido un sentimental. Vamos. Estamos perdiendo el tiempo, quiero cruzar este maldito bosque tan rápido como nos sea posible. Suerte que aún es de día.