7

La historia de la Vara

Clérigos extraños

Una sensación tenebrosa

Los frondosos bosques del Valle de Solace eran una extensión verde y llena de vida. Bajo el denso techo de los vallenwoods crecían maleza de cardos y enredaderas, y el suelo estaba cubierto de plantas trepadoras con las que se tenía que tener gran cuidado, pues se enrollaban repentinamente en los tobillos, atrapando a la indefensa víctima y sujetándola hasta que era devorada por alguno de los muchos animales depredadores que acechaban el valle.

Después de más de una hora de andar chapoteando y tronchando ramas, llegaron al Camino de Haven. La imagen del largo trecho de tierra aplanada fue reconfortante, pues todos estaban llenos de rasguños, arañazos y agotados de cansancio. Cuando se detuvieron junto al camino, no se oía ni un solo ruido, el silencio había invadido aquella tierra y era como si todas las criaturas estuviesen conteniendo la respiración, esperando. Ahora que habían llegado al camino, a ninguno le resultaba fácil abandonar la protección de la maleza.

—¿Creéis que estaremos a salvo? —preguntó Caramon oteando por encima del follaje.

—A salvo o no, es el camino que hemos de tomar —respondió Tanis secamente—, a menos que seas capaz de volar o que prefieras volver a internarte en el bosque. Hemos empleado más de una hora en recorrer unas pocas leguas; a este paso llegaremos a la encrucijada la semana próxima.

El gigantesco guerrero se sonrojó, disgustado.

—No pretendía…

—Lo siento —suspiró Tanis mirando también hacia el camino, que parecía un inmenso corredor iluminado por aquella luz grisácea—. Tampoco a mí me apetece el paseo.

—¿Nos separamos o seguimos juntos? —Con práctica frialdad, Sturm interrumpió lo que consideraba una charla fútil.

—Nos mantendremos unidos —le contestó Tanis, y luego añadió—: No obstante, alguien tendría que explorar…

—Yo lo haré, Tanis —se ofreció Tasslehoff surgiendo repentinamente de la maleza—. Nadie sospechará de un kender que viaje solo.

Tanis frunció el ceño. Tasslehoff tenía razón, nadie sospecharía de él, pues todos los kenders anhelaban vagar y viajar por Krynn en busca de aventuras. Pero Tasslehoff tenía el desconcertante hábito de olvidar su cometido y despistarse si algo interesante llamaba su atención.

—Muy bien —dijo Tanis finalmente—. Pero recuerda, Tasslehoff Burrfoot, mantén los ojos bien abiertos y no pierdas la cabeza. Nada de rondar por otros caminos y, sobre todo. —Tanis le miró fijamente a los ojos—, mantén tus ágiles dedos lejos de las pertenencias de los demás.

—A menos que los demás sean panaderos —añadió Caramon.

El kender soltó una risita y, recorriendo los pocos pasos que le separaban del camino, comenzó a caminar enérgicamente, hundiendo su vara jupak en el barro y dando pequeños saltos; sus bolsas y bolsillos se bamboleaban rítmicamente. Los demás oyeron cómo entonaba una de las canciones de viaje de los kenders.

Tu único amor es un velero

Anclado en nuestro embarcadero.

Izamos sus velas, trabajamos en cubierta,

Abrimos las portillas para airearlo;

Ah si, nuestro faro lo ilumina.

Ah sí, nuestras costas son cálidas,

Cuando estalla la tormenta

Lo guiamos a puerto, a cualquier puerto.

Alineados,

Los marineros lo contemplan desde el muelle,

Sedientos como un enano ante un montón de oro

O como los centauros ante el vino.

Pues todos los marineros lo aman,

Y se congregan donde esté anclado

Cada uno confiando que se hunda,

Con toda la tripulación a bordo.

Tras escuchar la última estrofa de la canción, Tanis sonrió y dejó que pasaran unos minutos antes de iniciar la marcha. Salieron al camino tan atemorizados como una compañía de actores novatos ante una audiencia hostil. Tenían la sensación de que todos los ojos de Krynn los acechaban.

Las oscuras sombras que se formaban bajo las brillantes hojas de los árboles que se sucedían a lo largo del camino, hacían imposible que pudiera verse algo, incluso a pocos pasos de distancia. Sturm iba delante, solo, en amargo silencio. Tanis sabía que, aunque el caballero caminaba orgullosamente con la cabeza bien alta, estaba librando una batalla interna contra sus conflictos. Caramon y Raistlin le seguían.

El mago caminaba con dificultad a través de la maleza, pero una vez en el sendero su paso se hizo más ligero. Con una mano se apoyaba en su bastón y con la otra sostenía un libro abierto. A Tanis le extrañó que Raistlin caminase leyendo, pero luego vio que se trataba de su libro de encantamientos; los magos deben estudiar cada día y aprender de memoria los sortilegios: es su obligación. Las palabras mágicas llamean en su mente, después titilan y mueren al formularse el encantamiento. Con cada hechizo expira parte de la energía física y mental del mago; entonces, totalmente exhausto, debe descansar antes de poder utilizar su magia de nuevo.

Flint caminaba renqueando al otro lado de Caramon. Tanis y los bárbaros caminaban en último lugar. El semielfo observó a Goldmoon iluminada por la moteada luz grisácea que se filtraba bajo las copas de los árboles, se fijó en las líneas que se dibujaban alrededor de sus ojos y que la hacían parecer mayor de los veintinueve años que tenía.

—Nuestras vidas no han sido fáciles —le confió Goldmoon mientras caminaban—. Riverwind y yo nos hemos amado durante años, pero en nuestra raza existe una ley según la cual, si un guerrero quiere esposar a la princesa de la tribu, debe realizar una proeza extraordinaria para demostrar que la merece. En nuestro caso fue peor, pues la familia de Riverwind fue expulsada de la tribu hace años por negarse a adorar a nuestros antepasados. Su abuelo creía en los antiguos dioses de antes del Cataclismo a pesar de que no pudo encontrar en Krynn ni el más mínimo indicio de ellos.

»Mi padre, que estaba decidido a que no me casara con alguien inferior a mi rango, envió a Riverwind a una misión imposible en busca de algún objeto perteneciente a las divinidades, que probara la existencia de los antiguos dioses. Por descontado, él no creía que existiera ningún objeto de esas características y pensó que Riverwind encontraría la muerte o que, entretanto, yo me enamoraría de otro. —Miró hacia el alto guerrero que caminaba junto a ella y le sonrió, pero su expresión era firme, sus ojos estaban perdidos en la distancia y la sonrisa de Goldmoon se diluyó. Suspirando, continuó con su historia, hablando en voz baja, más para sí misma que para Tanis—. Riverwind estuvo ausente muchos años y mi vida carecía de sentido. En algunos momentos creí que mi corazón dejaría de latir, pero hace tan sólo una semana él regresó. Estaba medio muerto, fuera de sí, con una fiebre altísima y su piel quemaba al tacto. Se arrastró hasta el campamento y cayó ante mis pies con esta vara asida en su mano. Tuvimos que forzarlo para que la soltara, pues incluso estando inconsciente se negaba a que se la quitaran.

»Mientras duró la fiebre deliraba, hablando sobre un lugar oscuro, una ciudad destruida en la que la muerte tenía negras alas. Los sirvientes tuvieron que atarle los brazos a la cama, ya que casi enloquece de pánico. Entonces fue cuando recordó a la mujer, una mujer vestida de luz azulada que se acercó a él, lo curó y le entregó la Vara. Al recordarla se tranquilizó y su fiebre desapareció de repente.

»Esto ocurrió hace dos días —hizo una pausa—. ¿Había sido realmente hace dos días? Parecía toda una vida. —Suspirando profundamente, prosiguió—. Le mostró la Vara a mi padre, diciéndole que le había sido entregada por una diosa cuyo nombre desconocía. Mi padre la contempló. —Goldmoon la sostuvo en alto—, y le ordenó a Riverwind que hiciera con ella cualquier cosa. Riverwind no realizó ningún milagro y mi padre se la arrojó a los pies, proclamando que era falsa y ordenando a la gente que lo apedrearan hasta la muerte como castigo por su blasfemia.

Mientras hablaba, el rostro de Goldmoon palideció y el de Riverwind se ensombreció.

—Ataron a Riverwind y lo arrastraron al Muro de los Lamentos —explicó con un hilo de voz—, y empezaron a arrojarle piedras. El me miraba con amor y gritaba que ni la muerte conseguiría separarnos. Yo no pude soportar la idea de perderlo y recogiendo la Vara del suelo corrí hacia él. Las piedras nos golpeaban… —Goldmoon se llevó la mano a la frente, estremeciéndose al recordar el dolor, y Tanis vio que tenía una herida reciente en su piel morena—. De pronto estalló un rayo de luz cegadora. Cuando Riverwind y yo pudimos ver de nuevo, nos hallábamos a las afueras de Solace. La Vara proyectaba una luz azulada que poco a poco fue palideciendo y se extinguió. Fue entonces cuando tomamos la decisión de ir a Haven y descubrir qué sabían los sabios del templo sobre ella.

—Riverwind, ¿qué recuerdas de esa ciudad destruida? ¿Dónde estaba? —preguntó Tanis preocupado.

Riverwind no le contestó, pero le miró de reojo con sus ojos castaños; evidentemente sus pensamientos estaban en otra parte. Luego miró fijamente hacia los árboles.

—Tanis semielfo —dijo al final—. ¿Es ese tu nombre?

—Así es como me llaman los humanos —contestó Tanis—, para ellos mi nombre de elfo es largo y difícil de pronunciar.

Riverwind arrugó la frente y preguntó:

—¿Por qué te llaman semielfo y no semihombre?

La pregunta sacudió a Tanis como una bofetada en pleno rostro; tuvo que hacer un esfuerzo para tragarse una respuesta ofensiva. Supuso que Riverwind debía tener algún motivo para hacérsela y que su intención no había sido insultarle; la respuesta era delicada, por lo que Tanis escogió sus palabras con atención.

—Para los humanos, medio elfo es una parte de un ser completo mientras que medio hombre es un tullido.

Riverwind consideró la respuesta durante unos segundos y finalmente asintió bruscamente con la cabeza y respondió a la pregunta que Tanis le había hecho sobre la ciudad destruida.

—Era un lugar de níveos edificios sostenidos por esbeltas columnas de mármol. Debió haber sido muy bella, pero ahora está como si una gigantesca mano la hubiese lanzado desde la cima de una montaña. La ciudad es ahora oscura y maléfica. —Riverwind parecía hablar desde un lugar remoto.

—La muerte de negras alas —dijo Tanis en voz baja.

—Se erigía en la oscuridad como un dios, sus criaturas la veneraban con aullidos y chillidos —el rostro del bárbaro palideció; a pesar del frío aire matutino, estaba sudando—. ¡No puedo hablar más de ello! —Goldmoon posó una mano sobre su brazo y la tensión de su rostro cedió.

—¿Y en medio de ese infierno surgió una mujer y te dio la Vara? —insistió Tanis.

—Me estaba muriendo y me curó.

Tanis observó atentamente la Vara que Goldmoon llevaba. Le había parecido una vara lisa y vulgar hasta aquel momento en la posada en que había relampagueado azul, llamándole poderosamente la atención. En el extremo superior tenía tallado un pequeño motivo rodeado de plumas —de las que tanto admiran los bárbaros. Sin embargo, él había visto aquella luz azulada y había probado sus poderes curativos. ¿Era la Vara un don de los antiguos dioses para que les ayudara en estos tiempos de necesidad, o era algo diabólico? De todas formas, ¿qué sabía él de estos dos bárbaros? Tanis recordó la declaración de Raistlin de que sólo los puros de corazón podían tocar la Vara. Quería creer que así era…

Tanis, perdido en sus pensamientos, sintió que Goldmoon le tocaba el brazo. Alzó la mirada y se dio cuenta de que él y los bárbaros se habían quedado rezagados. Delante, Sturm y Caramon señalaban algo. Echó a correr hacia ellos.

—¿Qué sucede? —preguntó.

Sturm contestó secamente: —Regresa el explorador.

Tasslehoff corría hacia ellos haciéndoles una señal con los brazos.

—¡A la maleza! —ordenó Tanis. A excepción de Sturm, abandonaron rápidamente el camino y se zambulleron entre los arbustos y matorrales.

—¡Vamos! —Tanis agarró a Sturm por el brazo, pero este se soltó.

—No me esconderé en una trinchera —declaró firmemente el caballero.

—Sturm… —comenzó a decir Tanis luchando por controlar su furia, reprimiendo las duras palabras que asomaban a sus labios y que no hubiesen solucionado nada, pudiendo causar un daño irreparable. Apretó los labios y se volvió de espaldas, esperando al kender en silencio y con expresión severa.

Tasslehoff llegó corriendo hasta donde ellos estaban. Con voz entrecortada dijo:

—¡Clérigos! Un grupo de clérigos. Son ocho.

Sturm resopló.

—Creí que se trataba de un batallón de guardias goblins; supongo que sabremos cómo manejar a un grupo de clérigos.

—No lo sé —dijo Tasslehoff dubitativo—. He visto clérigos de todas las regiones de Krynn y nunca había visto ninguno como estos. —Miró aprensivamente hacia el camino y después levantó la mirada hacia Tanis con una expresión de seriedad insólita en él—. ¿Recuerdas lo que dijo Tika sobre unos extraños personajes que acompañaban al Teócrata? ¿Unos seres encapuchados y vestidos con pesados ropajes? Pues bien, ¡eso describe exactamente a estos clérigos! Y la verdad, Tanis, es que me han producido una sensación tenebrosa —el kender se estremeció—. Los veréis dentro de un momento.

Tanis miró a Sturm y este arqueó las cejas. Ambos sabían que los kenders eran inmunes a la emoción del miedo y que, no obstante, eran extremadamente sensibles para captar la naturaleza de otras criaturas. Tanis no recordaba ninguna otra ocasión en que la visión de cualquier criatura de Krynn le hubiese provocado a Tasslehoff una «sensación tenebrosa» —y había compartido con el kender muchas situaciones difíciles.

—Aquí vienen —dijo Tanis de pronto. Él, Sturm y Tas dieron un paso atrás hacia las sombras de los árboles y observaron a los clérigos que, lentamente, aparecían por una curva del camino. Se hallaban demasiado lejos para que el semielfo pudiese deducir algo, excepto que se movían muy despacio, arrastrando tras ellos una gran carreta.

—Quizás deberías hablar con ellos, Sturm —dijo Tanis en voz baja—. Procura que te informen sobre el estado del camino, pero ten mucho cuidado, amigo mío.

—Lo tendré —contestó Sturm sonriendo—, no tengo ninguna intención de echar a perder mi vida sin motivo alguno.

El caballero apretó el brazo de Tanis durante un instante; luego aflojó su espada para poder desenvainarla con rapidez en caso de necesidad. Cruzó al otro lado del camino y se apoyó en un viejo tronco caído con la cabeza gacha, como si estuviese descansando.

Tanis, dudoso, permaneció inmóvil unos segundos y después, volviéndose, se dirigió hacia la maleza seguido de Tas.

—¿Qué sucede? —gruñó Caramon cuando Tanis y Tasslehoff aparecieron. El inmenso guerrero se estaba ciñendo la faja, lo que hacía que sus numerosas armas resonaran estrepitosamente. Los demás se hallaban escondidos tras gruesos matorrales, a pesar de los cuales podían ver claramente el camino.

—Shhhh. —Tanis se arrodilló entre Caramon y Riverwind, que se hallaban agazapados a pocos metros de distancia—. Se acerca un grupo de clérigos por el camino. Sturm va a interrogarlos.

—¡Clérigos! —resopló Caramon despreciativo poniéndose en pie de nuevo, pero Tanis se agitó intranquilo.

—Clérigos —murmuró Raistlin pensativo—, esto no me gusta nada.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Tanis.

El mago miró al semielfo desde el fondo de su capucha. Tanis sólo podía ver sus dorados ojos en forma de relojes de arena, que eran como estrechas rendijas en las que se reflejaba la astucia y la inteligencia.

—Qué extraño, clérigos… —Raistlin habló con la elaborada paciencia con la que se le habla a un niño—. La vara tiene poderes curativos y, en Krynn, tales poderes no habían sido vistos desde el Cataclismo. Caramon y yo vimos en Solace a uno de estos hombres ataviados con capa y capucha. ¿No encuentras extraño, amigo mío, que estos clérigos y la Vara hayan aparecido al mismo tiempo y en el mismo lugar, cuando ni los unos ni los otros habían sido vistos anteriormente? Tal vez esa vara les pertenezca por derecho.

Tanis miró a Goldmoon, cuyo rostro estaba ensombrecido por la preocupación; seguramente debía estar preguntándose lo mismo. Volvió a mirar hacia el camino y vio que las figuras encapuchadas seguían avanzando lentamente, tirando de la carreta. Sturm seguía sentado en el tronco, atusándose los bigotes.

Mientras los compañeros aguardaban en silencio, el cielo se oscureció, invadido de nubes grises. A los pocos segundos el agua de la lluvia comenzó a filtrarse a través de las ramas de los árboles.

—¡Maldición, está lloviendo! —refunfuñó Flint—. No es suficiente con tener que agacharme tras un matorral como un sapo, sino que además me quedaré calado hasta los huesos…

Tanis miró fijamente al enano, quien farfulló algo más y luego guardó silencio. Pronto los compañeros sólo pudieron oír el repiqueteo de las gotas sobre las mojadas hojas y sobre los cascos y escudos. Era una lluvia fina y constante, de esas que empapan hasta las ropas más gruesas. Raistlin comenzó a temblar y a toser, cubriéndose la boca con la mano para amortiguar el sonido, ya que todos lo contemplaron alarmados.

Tanis miró hacia el camino. Al igual que Tas, en sus cien años de vida en Krynn, nunca había visto nada comparable a esos clérigos. Eran altos, debían medir unos seis pies e iban ataviados con largas túnicas y amplias capas con capucha. Sus manos y sus pies también estaban cubiertos de tela, como los vendajes que ocultan las heridas de los leprosos. A medida que se acercaban a Sturm, comenzaron a observar con cautela a su alrededor. Uno de ellos miró fijamente hacia los arbustos donde se hallaban escondidos los compañeros, quienes lo único que podían ver de los recién llegados, a través de una nesga de ropa, eran unos brillantes ojos oscuros.

—Salve, caballero de Solamnia —dijo en el idioma común el clérigo que iba en cabeza. Su voz era hueca y sibilante: una voz inhumana. Tanis se estremeció.

—Saludos, hermano —contestó Sturm, también en común—. Hoy he viajado muchas millas y vosotros sois los primeros viajeros con los que me encuentro, he oído extraños rumores y busco información sobre el camino que he de recorrer. ¿De dónde venís?

—Originariamente, venimos del este —contestó el clérigo—. Pero hoy venimos de Haven. Hace un día frío y húmedo para viajar, Caballero, y quizás sea este el motivo por el que no hayas encontrado a nadie. Nosotros mismos no realizaríamos este viaje si no fuese por necesidad. ¿Vienes de Solace, Caballero?

Sturm asintió y varios de los clérigos situados tras la carreta se miraron los unos a los otros murmurando entre sí. El que parecía ser el clérigo jefe se dirigió a ellos en un extraño lenguaje gutural. Tanis miró a sus compañeros. Tasslehoff negó con la cabeza y los demás hicieron lo mismo; ninguno de ellos lo había oído antes.

El clérigo habló de nuevo en el idioma común.

—Tengo gran curiosidad por conocer los rumores de los que hablas, Caballero.

—He oído que hay ejércitos agrupados en el norte —contestó Sturm—. Viajo hacia allá, hacia mi hogar en Solamnia, y no quisiera meterme en una guerra a la que no he sido invitado.

—No hemos oído estos rumores —le respondió el clérigo—. Por lo que sabemos, el camino hacia el norte está despejado.

—Ah, eso me sucede por escuchar a compañeros borrachos. —Sturm se encogió de hombros—. Pero decidme, ¿cuál es esa necesidad de la que habláis, y qué os saca de casa en un día tan crudo como este?

—Buscamos una vara —contestó rápidamente el clérigo—. La Vara de Cristal Azul. Hemos oído que ha sido vista en Solace. ¿Has oído hablar de ella?

—Oí hablar de una vara en Solace, pero me hablaron de ella los mismos compañeros que me dijeron lo de los ejércitos del norte. ¿Debo creer esas historias o no?

La pregunta de Sturm pareció confundir al clérigo, quien miró a su alrededor como si no supiese qué contestar.

—Decidme —dijo Sturm volviendo a apoyarse en la verja—, ¿por qué buscáis una vara de cristal azul? Seguramente una de madera lisa y resistente os convendría más para andar por estos caminos.

—Es una vara sagrada de curación —contestó el clérigo con gravedad—. Uno de nuestros hermanos está sumamente enfermo y morirá si no recibe el bendito efecto de esa sagrada reliquia.

—¿Curación? —Sturm arqueó las cejas—. Una vara sagrada de curación debe tener un extraordinario valor. ¿Cómo es que habéis perdido un objeto tan raro y valioso?

—¡No lo hemos perdido! —contestó el clérigo, furioso. Tanis observó que el hombre apretaba sus enfundados puños con rabia—. Le fue robada a nuestra sagrada orden. Seguimos al inmundo ladrón hasta un poblado bárbaro en las Llanuras y allí le perdimos la pista. De todas formas, corren rumores sobre extraños sucesos acaecidos en Solace y hacia allí nos dirigimos —señaló la parte trasera de la carreta—. Para nosotros este viaje sombrío, comparado con el dolor y la agonía que sufre nuestro hermano, no es sino un pequeño sacrificio.

—Me temo que no puedo ayud… —comenzó a decir Sturm.

—¡Yo puedo ayudaros! —gritó Goldmoon. Tanis intentó sujetarla, pero era demasiado tarde; se había levantado y se dirigía decidida hacia el camino, apartando a un lado las ramas de los árboles y las zarzas. Riverwind se puso en pie y la siguió a través de los arbustos.

—¡Goldmoon! —Tanis arriesgó un agudo susurro.

—¡Debo saber! —fue todo lo que ella contestó.

Al oír la voz de Goldmoon, los clérigos se miraron unos a otros como a sabiendas, asintiendo con sus cabezas encapuchadas. Tanis presintió el peligro, pero antes de que pudiese decir nada Caramon se puso en pie.

—¡Esos bárbaros no me van a dejar atrás mientras ellos se divierten! —declaró el guerrero surgiendo del seto tras Riverwind.

—¿Os habéis vuelto todos locos? —gruñó Tanis y, agarrando al kender por el cuello de la camisa, lo arrastró de vuelta cuando ya estaba dispuesto a correr alegremente tras Caramon—. Flint, vigila al kender. Raistlin…

—No hay necesidad de que te preocupes por mí, Tanis —susurró el mago—. No tengo ninguna intención de moverme de aquí.

—Bien, es mejor que no te muevas. —Tanis se puso en pie y lentamente se dirigió hacia el camino, sintiendo que le invadía de nuevo aquella «sensación tenebrosa».