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El caballero de Solamnia

La fiesta del anciano

Raistlin se incorporó, intercambiando con Caramon una mirada de comprensión y sin cruzar una sola palabra. Fue un instante extraño en el que la estrecha relación que había entre los gemelos se hizo evidente. Kitiara era su hermanastra mayor.

—Kitiara no rompería el juramento a no ser que se hubiese comprometido con alguien más fuerte que nosotros —dijo Raistlin reflexionando en voz alta.

—¿Qué dice su mensaje? —preguntó Caramon.

Tanis dudó un momento. Se pasó la lengua por los secos labios.

—Sus obligaciones para con su nuevo señor la mantienen ocupada. Envía sus disculpas, sus mejores deseos para todos nosotros y todo su cariño. —Tanis tenía un nudo en la garganta. Carraspeó—. Su amor para sus hermanos y para… —Hizo una pausa y enrolló el pergamino—. Eso es todo.

—¿Su amor para quién? —preguntó Tasslehoff muy oportunamente—. ¡Ay! —Miró a Flint que le había dado un pisotón. El kender vio que Tanis enrojecía—. Va-vaya —tartamudeó sintiéndose muy estúpido.

—¿Sabéis a quién se refiere? —preguntó Tanis a los hermanos—. ¿Quién es este nuevo señor?

—Tratándose de Kitiara, ¿quién sabe? —Raistlin encogió sus estrechos hombros—. La última vez que la vimos fue aquí en la posada, hace cinco años. Se dirigía hacia el norte con Sturm. Desde entonces no sabemos nada de ella. En cuanto a su nuevo señor, te diría que ahora ya sabemos por qué rompió la promesa: ha jurado fidelidad a otro. No hay que olvidar que ella es un mercenario.

—Claro —admitió Tanis. Volvió a colocar el pergamino en la caja y miró hacia Tika—. Dijiste que esto lo había traído un extraño personaje; ¿qué quisiste decir?

—Lo trajo un hombre a última hora de la mañana. Creo que era un hombre. —Tika se estremeció— iba envuelto de la cabeza a los pies con todo tipo de ropas y trapos. No le pude ver ni la cara. Su voz era sibilante y hablaba con un extraño acento. «Entregadle esto a Tanis, el semielfo», dijo. Le expliqué que hacía años que no venías por aquí. «Vendrá», dijo él. Esto es todo lo que puedo decirte. El anciano también lo vio —dijo señalando al personaje que estaba sentado frente a la chimenea—. Si quieres, puedes preguntarle.

Tanis se giró y vio a un anciano contándole cuentos a un chiquillo que con ojos somnolientos observaba el fuego. De pronto Flint le tocó el brazo.

—Ahí viene alguien que podrá contarte algo más —dijo el enano.

—¡Sturm! —exclamó Tanis volviéndose hacia la puerta.

Todos se giraron excepto Raistlin. El mago, una vez más, volvió a hundirse entre las sombras.

En la puerta había un personaje de anchas espaldas, vestía cota de mallas y llevaba en el pecho el símbolo de la Orden de la Rosa. La mayoría de las personas que había en la posada, extrañados, se volvieron a mirarlo. Era un Caballero de Solamnia, miembro de una orden originaria del norte caída en desgracia debido a su corrupción. Las pocas personas que reconocieron a Sturm —había residido durante muchos años en Solace— se encogieron de hombros y siguieron bebiendo. Los que no le reconocieron continuaron mirando. En tiempos de paz era muy extraño ver entrar en la posada a un caballero ataviado con una cota de mallas, que como mínimo era de antes del Cataclismo.

Sturm interpretó las miradas como si fuesen debidas a su rango y se atusó los grandes y espesos bigotes que eran el símbolo más antiguo de los Caballeros, por lo que reforzaban el aspecto obsoleto que ya le daba la armadura. Vestía los atavíos de los Caballeros de Solamnia con un orgullo ostensible respaldado por su destreza con las armas. Al ver los ojos fríos y serenos del caballero, ninguno de los que lo observaban fijamente osó reírse o hacer un comentario despectivo.

El caballero sostuvo la puerta para que pasaran un hombre alto y una mujer envuelta en pesadas pieles. La mujer debió dirigirle a Sturm unas palabras de agradecimiento, pues él se inclinó cortésmente e hizo una reverencia totalmente anticuada y nada usual para las costumbres del momento.

—Mirad eso. —Caramon movió la cabeza con admiración—. El caballero galante ayuda a la hermosa dama. ¿De dónde los habrá sacado?

—Son bárbaros de las Llanuras —dijo Tasslehoff poniéndose en pie sobre la silla y agitando los brazos para saludar a su amigo—. Van vestidos como los de la tribu de Que-shu.

Evidentemente, el hombre y la mujer de las Llanuras declinaron cualquier oferta que Sturm pudiera haberles hecho, pues el caballero saludó de nuevo y los dejó. Atravesó la posada con el porte noble y orgulloso que hubiese utilizado al atravesar una sala para ser ordenado caballero.

Tanis se puso en pie. Sturm se dirigió hacia él y le estrechó fuertemente en sus brazos. Fue un abrazo cálido y afectuoso. Se separaron y retrocedieron unos pasos para observarse mutuamente durante unos segundos.

Sturm no ha cambiado, pensó Tanis, aunque alrededor de sus ojos tristes haya arrugas y su cabello castaño tenga algunas canas. Su capa está más raída y la vieja armadura un poco más abollada. Pero los gruesos bigotes del caballero —de los cuales se sentía satisfecho y orgulloso— eran tan largos y gallardos como siempre, su escudo tenía el mismo brillo y sus ojos marrones conservaban su calidez.

—Te has dejado barba —le dijo alegremente Sturm.

El caballero se volvió para saludar a Caramon y a Flint. Tasslehoff corrió en busca de más cerveza, pues Tika les había dejado para atender a los nuevos clientes que seguían llegando a la posada.

—Saludos, Caballero —le susurró Raistlin desde su rincón.

Sturm lo saludó sin entusiasmo.

—Hola, Raistlin.

El mago se sacó la capucha dejando que la luz iluminara su rostro. Sturm era demasiado bien educado para permitirse cualquier exclamación o expresión de sorpresa, pero sus ojos se abrieron de par en par. Tanis notó que el joven mago observaba con cínico placer el desconcierto de su amigo.

—¿Quieres que te traiga algo, Raistlin? —preguntó Tanis.

—No, gracias.

—Casi no come nada —dijo Caramon con preocupación—. Parece que viva del aire.

—Algunas plantas viven del aire —declaró Tasslehoff regresando con la cerveza de Sturm—. Las he visto, viven suspendidas en el aire y sus raíces chupan agua y comida de la atmósfera.

—¿De verdad?

—No sé quién de los dos es más idiota —dijo Flint hastiado—. Bueno, ya estamos todos aquí. ¿Qué noticias hay?

—¿Todos? —Sturm miró a Tanis interrogativamente—. ¿Y Kitiara?

—No vendrá —respondió Tanis escuetamente—. Creíamos que quizás tú podrías decirnos algo.

—No. —El caballero frunció el entrecejo—. Viajamos juntos hacia el norte y nos separamos poco después de cruzar el mar de los Estrechos, en la Antigua Solamnia. Dijo que iba a buscar a unos parientes de su padre. Esa fue la última vez que la vi…

—Bien, supongo que eso es todo —suspiró Tanis—. ¿Qué pasó con tu familia, Sturm? ¿Encontraste a tu padre?

Sturm comenzó el relato de sus viajes por la ancestral tierra de Solamnia, pero Tanis no le prestó mucha atención. Pensaba en Kitiara. Había deseado tanto volverla a ver, mucho más que al resto de sus amigos. Después de pasarse cinco años intentando borrar de su mente aquellos ojos oscuros y aquella sonrisa sinuosa, había descubierto que su amor por ella era cada día más intenso. Salvaje, impetuosa, apasionada, Kitiara era todo lo que Tanis no era. Además, ella era humana y el amor entre humanos y elfos siempre acababa en tragedia. No obstante, Tanis no podía eliminar a Kitiara de su corazón ni renegar de la sangre humana que él mismo llevaba en su ser. Apartando esos recuerdos de su mente comenzó a prestarle atención a Sturm.

—Todo son rumores; algunos dicen que mi padre ha muerto, otros que aún está vivo —su rostro se ensombreció—. Pero nadie sabe dónde está.

—¿Y la herencia? —preguntó Caramon.

Sturm esbozó una melancólica sonrisa que suavizó los rasgos de su orgulloso rostro.

—La llevo puesta. Mi espada y mi cota de mallas.

Tanis bajó la mirada y vio que el caballero llevaba una espléndida espada de doble puño, algo pasada de moda.

Caramon se puso en pie y apoyándose encima de la mesa dijo:

—Es una belleza. Mi espada se rompió en una pelea con un ogro y Theros Ironfeld forjó una hoja nueva. ¿O sea que ahora eres un caballero?

La sonrisa de Sturm se desvaneció. Ignorando la pregunta, acarició amorosamente la empuñadura de su espada.

—De acuerdo con la leyenda, esta espada sólo se romperá si a mí me ocurre algo. Es todo lo que quedó de mi padre.

De pronto, Tasslehoff, que no había estado escuchando, interrumpió.

—¿Quiénes son esos?

Tanis levantó la mirada justo en el momento en que los dos bárbaros pasaban ante su mesa en busca de unas sillas vacías que había en un oscuro rincón, cerca de la chimenea. El hombre era el más alto que Tanis hubiese visto nunca. Caramon —de seis pies— le debía llegar sólo hasta el hombro, aunque el pecho de Caramon era probablemente el doble de ancho, y sus brazos el triple de grandes. El hombre de las Llanuras iba cubierto con las pieles que utilizan las tribus bárbaras, pero, no obstante, se veía que era muy delgado en proporción a su altura. La piel de su rostro, aunque oscura, tenía el pálido reflejo de los que han estado enfermos o han sufrido mucho.

Su compañera, la mujer a la que Sturm había saludado, iba tan enfundada en una elegante capa de pieles con capucha, que era imposible distinguirla claramente: Ni ella ni su alto acompañante miraron a Sturm cuando pasaron por su lado. La mujer llevaba una vara adornada con plumas según la costumbre de los bárbaros. El hombre llevaba una vieja bolsa. Se sentaron y comenzaron a hablar entre ellos en voz baja.

—Los encontré en un camino a las afueras de la ciudad —dijo Sturm—. Ambos parecían rendidos de cansancio. Los acompañé hasta aquí y les dije dónde podían conseguir comida y cobijo para pasar la noche. Son de una raza orgullosa y creo que en otras circunstancias no hubiesen aceptado mi ayuda, pero se habían perdido y estaban cansados, y. —Sturm bajó la voz— hoy en día hay ciertas cosas por los caminos, con las que es mejor no toparse a oscuras.

—Encontramos algunas de esas cosas buscando una vara —dijo Tanis con ironía y le describió su encuentro con Fewmaster Toede, el goblin.

Sturm no pudo evitar sonreír cuando Tanis le describió la pelea, pero movió la cabeza con aire de preocupación.

—Aquí afuera uno de los guardias Buscadores también me ha interrogado sobre una vara. De cristal azul, ¿no?

Caramon asintió, posando su mano sobre el delgado brazo de su hermano.

—Uno de esos asquerosos guardias nos detuvo. Querían confiscar el bastón de Raistlin, ¿podéis creerlo? Dijo que pensaban hacer una investigación exhaustiva. Desenvainé mi espada y no insistieron más sobre el tema.

Raistlin, con una desdeñosa sonrisa en los labios, retiró el brazo sobre el que su hermano había posado la mano.

—¿Qué hubiese sucedido si se hubieran llevado tu bastón? —le preguntó Tanis.

El mago lo miró desde las sombras con sus centelleantes ojos dorados.

—Hubiesen muerto de una forma terrible… Y no precisamente bajo la espada de Caramon.

El semielfo sintió un escalofrío. El tono suave de las palabras del mago le inquietó más que la bravuconería de su hermano.

—Me gustaría saber qué poderes tiene esa Vara de Cristal Azul para que los goblins estén tan ansiosos de encontrarla.

—Se rumorea que aún ha de venir lo peor —dijo Sturm en voz baja. Sus amigos se le acercaron para oírle mejor—. Hay ejércitos reunidos en el norte. Ejércitos de extrañas criaturas, no son humanos. Se habla de guerra.

—Pero ¿quiénes son? —preguntó Tanis—. Yo he oído lo mismo.

—Yo también —añadió Caramon—. Por cierto, me contaron…

Mientras seguían conversando, Tasslehoff bostezó, giró la cabeza y dejó de participar en la reunión. Aburrido, el kender observó la sala en busca de diversión. Sus ojos se posaron sobre el anciano que estaba sentado junto a la chimenea, quien seguía contándole cuentos al niño, aunque ahora ante una audiencia mayor. Tasslehoff vio que los dos bárbaros también lo escuchaban. En aquel momento se calló.

La mujer se había quitado la capucha y la luz del fuego iluminaba su rostro y sus cabellos. El kender la miró con admiración. El rostro de la mujer parecía el de una estatua de mármol.

Pero fue su cabello lo que más le llamó la atención. Tasslehoff nunca había visto una cabellera igual, especialmente entre la raza de las Llanuras que normalmente tenían la tez y los cabellos oscuros. El pelo le caía sobre los hombros en finas hebras de oro y plata que relucían a la luz del fuego.

Había otra persona escuchando al anciano. Era un hombre vestido con el lujoso uniforme dorado y marrón de los Buscadores. Estaba sentado frente a una pequeña mesa redonda y bebía vino caliente. Sobre la mesa había ya varias jarras vacías y mientras el kender lo observaba, el hombre pidió agriamente que le sirvieran otra.

—Es Hederick —les susurró Tika al pasar junto a la mesa donde los amigos estaban reunidos—. El Sumo Teócrata, gobernador de Solace.

El hombre gritó de nuevo pidiendo su cerveza y mirando fijamente a Tika. Esta corrió hacia su mesa y él comenzó a gruñir y a protestar por el mal servicio. Por un momento creyeron que Tika iba a responderle de forma seca y cortante, pero la muchacha se mordió los labios y guardó silencio.

Mientras tanto el anciano finalizó su relato. El niño suspiró y le preguntó con curiosidad:

—¿Son verdad estas historias que explicas sobre los auténticos dioses?

Tasslehoff vio que Hederick fruncía el ceño y esperó que no se le ocurriera molestar al anciano. El kender tocó el brazo de Tanis para llamar su atención, señalando con la cabeza al Buscador, como si quisiera dar a entender que podría haber problemas.

Los amigos se giraron. Sus miradas tropezaron con la imagen de la mujer de las Llanuras y todos quedaron impresionados por su belleza. Observaron la escena en silencio.

—Por supuesto que mis historias son verdaderas, pequeño. —El anciano miró a la mujer y a su alto acompañante—. Pregúntales a ellos dos. Ellos conocen historias parecidas.

—¿De verdad? —El niño se volvió impaciente hacia la mujer—. ¿Quieres contarme una?

La mujer pareció alarmarse al ver que Tanis y sus amigos la estaban mirando y se retiró de nuevo hacia las sombras. Su acompañante, con un gesto protector, se acercó más a ella y se llevó la mano a la espada, lanzando una furiosa mirada al grupo, especialmente al armado Caramon.

—Menudos nervios —comentó Caramon desviando su mano hacia la empuñadura de la espada.

—Es comprensible —dijo Sturm—, viajando con una mujer como ella. Creo que él es su guardia protector; por lo que pude oír de su conversación ella es algo así como un miembro de la realeza de su tribu, aunque me imagino que tal como se miraban su relación es algo más profunda.

La mujer levantó la mano en un gesto de disculpa.

—Lo siento. —Los amigos tuvieron que hacer un esfuerzo para oírla, pues hablaba en voz muy baja—. No soy una narradora de cuentos, no poseo ese don. —Hablaba el idioma común con marcado acento.

La expresión de avidez del niño se transformó en desilusión. El anciano le dio una palmada en la espalda y miró a la mujer directamente a los ojos.

—Puede que no seas una narradora de cuentos —dijo satisfecho—, pero sabes cantar canciones, Princesa de los Que-shu, hija de Chieftain. Cántale tu canción al chico, Goldmoon, ya sabes cuál.

De pronto, surgido de no se sabe dónde, apareció un laúd en las manos del anciano.

Este se lo entregó a la mujer, que le miró con una mezcla de sorpresa y temor.

—Señor…, ¿cómo sabéis quién soy?

—Eso no tiene importancia. Canta para nosotros, princesa.

La mujer tomó el laúd con manos temblorosas. Su acompañante pareció musitar una protesta, pero ella no lo escuchó, pues se hallaba bajo el influjo de los brillantes ojos negros del anciano. Lentamente, como si estuviese en trance, comenzó a tocar el laúd. A medida que los melancólicos acordes se fueron filtrando por la sala, las conversaciones fueron cesando y la gente se detuvo a escucharla, pero ella no se daba cuenta. Goldmoon cantaba sólo para el anciano.

Las llanuras son infinitas,

El verano sigue cantando,

Y la princesa Goldmoon,

Ama al hijo de un pobre hombre.

Su padre, Chieftain,

Abre abismos entre ellos:

Las llanuras son infinitas y el verano sigue cantando.

Las llanuras ondean,

El cielo está gris,

Chieftain envía a Riverwind

Lejos, hacia el este.

En busca de una magia poderosa

Allá donde amanece,

Las llanuras ondean y el cielo está gris.

Oh, Riverwind, ¿adónde has ido?

Oh, Riverwind, el otoño se acerca.

Me siento junto al río

Y contemplo el amanecer,

Pero el sol asciende solitario sobre las montañas.

Las llanuras palidecen,

El viento de verano desaparece,

Él regresa, con la oscuridad de la piedra

Reflejada en sus ojos.

Lleva una vara azul

Tan brillante como un glaciar:

Las llanuras palidecen, el viento de verano desaparece.

Las llanuras son frágiles,

Tan doradas como la llama,

De la pretensión de Riverwind.

Ordena a la gente

Apedrear al joven guerrero:

Las llanuras son frágiles, tan doradas como la llama.

Las llanuras han palidecido,

Ha llegado el otoño.

La muchacha se reúne con su amante,

Y las piedras pasan silbando junto a ellos.

La vara refulge con luz azulada

Y ambos desaparecen:

Las llanuras han palidecido, ha llegado el otoño.

Después del último acorde, sobrevino un denso silencio. Respirando profundamente, Goldmoon, le devolvió el laúd al anciano y se retiró entre las sombras una vez más.

—Gracias, querida.

—Y ahora, ¿me podéis contar una historia? —preguntó el niño insatisfecho.

—Por supuesto —contestó el anciano acomodándose de nuevo en su silla—. Una vez, el gran dios Paladine…

—¿Paladine? —interrumpió el niño—. Nunca he oído hablar de ningún dios que se llamara Paladine.

Se oyó un bufido en la mesa de al lado, en la que estaba sentado el Sumo Teócrata. Tanis observó a Hederick, cuyo rostro estaba ceñudo y rojo de furia. El anciano no le prestó atención.

—Paladine es uno de los antiguos dioses, muchacho. Hace ya mucho tiempo que nadie lo venera.

—¿Por qué nos dejó? —preguntó el pequeño.

—No nos dejó —le contestó, y su sonrisa se tornó triste—. Los hombres lo abandonaron a él tras los oscuros días del Cataclismo. Echaron la culpa de la destrucción del mundo a los dioses, en lugar de a sí mismos como deberían haber hecho. ¿Conoces el «Cántico del Dragón»?

—Oh, sí —dijo el niño con entusiasmo—. Me encantan los cuentos de dragones, aunque padre dice que esos monstruos no han existido nunca. Pero yo creo en ellos, ¡espero ver uno algún día!

La expresión del anciano era cada vez más triste, parecía más viejo. Acarició el cabello del niño.

—Ten cuidado con lo que deseas, pequeño mío.

—La historia… —insistió el niño.

—¡Ah, sí! Bueno, una vez Paladine oyó la oración de un gran caballero, Huma…

—Huma, ¿el del Cántico?

—Sí, el mismo. Bien, una vez, Huma se perdió en el bosque. Desesperado, dio vueltas y más vueltas y pensó que nunca más podría regresar a su tierra. Rezó a Paladine para pedirle ayuda y, de repente, ante él apareció un ciervo blanco.

—¿Le disparó Huma? —preguntó el niño.

—Iba a hacerlo, pero no fue capaz. No podía disparar a un animal tan magnífico. El ciervo comenzó a alejarse, luego se detuvo y se volvió para mirarlo, como si le estuviese esperando. Huma lo siguió. Siguió al ciervo día y noche hasta que este lo condujo hasta su tierra. Huma oró a Paladine, agradeciéndoselo…

—¡Blasfemia! —chilló una voz. Se oyó el chirrido de una silla.

Tanis dejó sobre la mesa la jarra de cerveza y alzó la mirada. Todos dejaron de beber y observaron al ebrio Teócrata.

—¡Blasfemia! —Hederick, vacilante y tambaleándose, señaló al anciano—. ¡Hereje! ¡Corrompiendo a nuestra juventud! Os llevaré ante el Consejo. —El Buscador retrocedió unos pasos y luego se tambaleó de nuevo hacia delante. Con aire pomposo miró a su alrededor. ¡Llamen a los guardias! ¡Que arresten a este hombre y a esta mujer por cantar canciones inmorales! ¡Evidentemente es una bruja! ¡Confiscaré esa vara!

El Buscador, dando bandazos, se acercó a la mujer, que lo miraba con repugnancia. Alargando torpemente el brazo, intentó asir la Vara.

—No —le dijo fríamente la mujer llamada Goldmoon—. Esto es mío. No puedes llevártelo.

—¡Bruja! —le dijo con desprecio el Buscador—. ¡Soy el Sumo Teócrata! ¡Tomo lo que quiero!

Alargó de nuevo el brazo para tomar la Vara. El acompañante de la mujer se puso en pie.

—La princesa dice que no la tomes —dijo secamente el hombre empujando al Buscador hacia atrás.

El empujón no fue fuerte, pero el ebrio Teócrata perdió totalmente el equilibrio.

Agitando enérgicamente los brazos, intentó recuperarlo. Se balanceó hacia delante, pero, tropezando con sus ropajes, cayó de cabeza en el trepidante fuego.

Se oyó un chisporroteo, hubo una llamarada y enseguida un terrible olor a carne chamuscada. El alarido del Teócrata rasgó la atmósfera general de aturdimiento; enloquecido, el hombre se puso en pie y comenzó a girar sobre sí mismo. ¡Se había convertido en una antorcha viviente!

Tanis y los demás, paralizados por el incidente, seguían sentados incapaces de moverse. Sólo Tasslehoff tuvo la agilidad suficiente para apresurarse a ayudar al Teócrata, que gritaba y agitaba los brazos venteando las llamas que consumían sus ropajes y su cuerpo. Se movía tanto que no había forma de ayudarlo.

—¡Ten! —El anciano agarró la vara adornada con plumas de los bárbaros y se la pasó al kender—. Golpéale, tírale al suelo para que no se mueva; quizás entonces podamos sofocar el fuego.

Tasslehoff tomó la vara, la balanceó con todas sus fuerzas y le asestó al Teócrata un fuerte golpe en el pecho. El hombre cayó al suelo. La gente contuvo la respiración durante unos instantes. El propio Tasslehoff, boquiabierto y con la vara en la mano, se quedó mirando la increíble escena que tenía ante sí.

Las llamas se habían apagado al instante. Su vestimenta estaba intacta. Su piel volvía a ser rosada y saludable. El hombre se incorporó y, con una expresión de asombro y de temor, se quedó mirando sus manos y sus ropajes. Sobre su piel no quedaba ni una sola marca y sobre las telas ni la más mínima carbonilla.

—¡Lo ha curado! —proclamó el anciano en voz alta—. ¡La vara! ¡Mirad la vara!

Tasslehoff miró la vara que tenía en sus manos. Era de cristal azul y relucía con una brillante luz azulada.

El anciano comenzó a gritar.

—¡Llamad a los guardias! ¡Arrestad al kender! ¡Arrestad a los bárbaros! ¡Arrestad a sus amigos! ¡Los vi entrar con ese caballero! —dijo señalando a Sturm.

—¿Cómo? —Tanis saltó de la silla—. ¿Estás loco, anciano?

—¡Llamad a los guardias! —las palabras se difundieron—. ¿Habéis visto? ¡La Vara de Cristal Azul! ¡La encontramos! Ahora nos dejarán tranquilos. ¡Llamad a los guardias!

El Teócrata se puso en pie titubeante. Alarmados y atemorizados, la mujer bárbara y su acompañante también se pusieron en pie.

—¡Maldita bruja! —profirió Hederick con rabia—. ¡Me has curado con la maldad! ¡Serás quemada para purificar tu alma tal como yo voy a quemarme para purificar mi carne!

Diciendo esto, el Buscador, antes de que nadie pudiera detenerlo, se acercó al fuego y metió su mano entre las llamas. La sacó chamuscada y ennegrecida y se dio la vuelta alejándose con una expresión de salvaje satisfacción en su rostro retorcido por el dolor. Atravesó la concurrida habitación entre murmullos y comentarios.

—¡Tenéis que salir de aquí! —Tika se acercó a Tanis corriendo, con la respiración entrecortada—. El Sumo Teócrata ha estado buscando esa Vara. Unos hombres encapuchados le dijeron que destruirían Solace si encontraban a alguien ocultándola. ¡La gente os entregará a los guardias!

—¡Pero esa vara no nos pertenece! —protestó Tanis. Miró hacia el anciano y vio que este volvía a instalarse en su silla con una mueca de satisfacción en el rostro. El anciano le sonrió burlonamente y le guiñó el ojo.

—¿Esperas que te crean? —Tika se retorció las manos—. ¡Mira!

Tanis miró a su alrededor. La gente los observaba siniestramente. Algunos agarraron sus jarras con firmeza, otros se llevaron la mano a la empuñadura de la espada. Se oyeron unos gritos provenientes de abajo y Tanis se volvió hacia sus amigos.

—¡Llegan los guardias! —exclamó Tika. Tanis se puso en pie.

—Tendremos que salir por la cocina.

—Sí —asintió ella—. Al principio no os buscarán ahí, pero daos prisa, no tardarán mucho en rodear el lugar.

Los cinco años de separación no habían afectado la capacidad del grupo para reaccionar como un equipo en los momentos de peligro. Caramon, con el casco puesto, había desenvainado la espada y estaba ayudando a su hermano a levantarse. Raistlin, bastón en mano, salió de detrás de la mesa. Flint había recogido su hacha de batalla y con mirada ceñuda observaba a los mirones que parecían dudar en atacarles. Sólo Sturm permanecía sentado bebiendo tranquilamente su cerveza.

—¡Sturm! —dijo Tanis apresurándole—. ¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí!

—¿Salir corriendo? —El caballero parecía sorprendido—. ¿Huir de esta gentuza?

—Sí. —Tanis se detuvo; el código de honor del Caballero le prohibía huir del peligro. Necesitaba convencerlo—. Sturm, ese hombre es un fanático de la religión. Probablemente nos quemará en la hoguera. Y… —de pronto se le ocurrió una idea—: Hay una dama a la que debemos proteger.

—Ah, por supuesto, la dama. —Sturm se levantó al momento y se acercó a la mujer—. Señora, aquí estoy para serviros —hizo una reverencia; nada en el mundo conseguía turbar su cortesía—. Todos estamos complicados en esta situación. Vuestra vara nos ha puesto en peligro, a vos más que a nadie. Nosotros conocemos la región, crecimos aquí. Sé que sois extranjeros. Sería un gran honor para nosotros acompañaros a vos y a vuestro amigo y proteger vuestras vidas.

—¡Daos prisa! —les urgió Tika tirando del brazo de Tanis. Caramon y Raistlin ya estaban en la puerta de la cocina.

—Ve a buscar al kender —le dijo Tanis.

Tasslehoff observaba atónito cómo la Vara retornaba rápidamente su vulgar color marrón. Agarrándolo de la coleta, Tika lo empujó hasta la cocina. El kender pegó un grito y tiró la vara.

Goldmoon la recogió y la apretó contra sí. A pesar de estar asustada, miró a Tanis y a Sturm con ojos firmes y serenos; parecía estar pensando con rapidez. Su compañero le dirigió unas secas palabras en su idioma. Ella movió la cabeza. El frunció el ceño e hizo un gesto brusco con la mano. La mujer le contestó ásperamente y él, con expresión sombría, guardó silencio.

—Iremos con vosotros —dijo Goldmoon en el idioma común—. Gracias por el ofrecimiento.

—Por aquí. —Tanis los condujo a través de las puertas batientes de la cocina. Volviendo la vista atrás, vio que algunos de los clientes de la posada los seguían, pero sin grandes prisas.

Cuando cruzaron la cocina, el cocinero los miró asombrado. Caramon y Raistlin estaban ya ante la salida, que no era más que un agujero hecho en el suelo. De una sólida rama colgaba una soga que llegaba hasta el suelo.

—¡Oh! —exclamó Tasslehoff riendo—. Ahora es cuando la cerveza sube y el potaje baja. —Agarrándose de la cuerda, se deslizó hacia abajo con facilidad.

—Siento que tenga que ser así —le dijo Tika a Goldmoon disculpándose—, pero es la única forma de salir de aquí.

—Puedo descender por una cuerda —la mujer sonrió y luego añadió—: Aunque he de reconocer que hace muchos años que no lo hago.

Le tendió la Vara a su compañero y se colgó de la resistente soga. Comenzó a descender, moviéndose habilidosamente, colocando una mano después de la otra. Cuando llegó al suelo su compañero le lanzó la Vara, se colgó de la soga y saltó por el agujero.

—¿Cómo vas a bajar, Raistlin? —preguntó Caramon con cara de preocupación—. Te podría llevar sobre mi espalda.

Los ojos de Raistlin centellearon con una furia que asombró a Tanis.

—¡Puedo bajar yo solo!

Antes de que nadie pudiera detenerlo, se situó al borde del agujero y saltó al vacío. Conteniendo la respiración, todos se asomaron creyendo que lo encontrarían aplastado contra el suelo. En vez de ello, vieron cómo el joven mago descendía flotando suavemente, con la túnica ondeante. El cristal de su bastón destellaba.

—¡Me pone la piel de gallina! —musitó Flint.

—¡Date prisa! —dijo Tanis empujando al enano hacia adelante.

Flint se agarró de la cuerda. Tras él descendió Caramon. Su peso hizo que la rama a la que estaba atada la soga estuviese a punto de quebrarse.

—Yo bajaré el último —dijo Sturm con la espada en la mano.

—De acuerdo. —Tanis sabía que era inútil discutir.

Se colgó el arco y la aljaba sobre el hombro y sujetándose a la cuerda comenzó a descender. De pronto sus manos resbalaron. Siguió deslizándose por la soga, incapaz de evitar que las palmas de sus manos se desgarraran. Llegó al suelo y se las miró con una mueca de dolor. Estaban en carne viva y le sangraban, pero no había tiempo que perder. Levantó la cabeza para ver cómo descendía Sturm.

Por el agujero apareció el rostro de Tika.

—¡Id a mi casa! —les gritó señalándoles la dirección que debían tomar. Después desapareció.

—Yo conozco el camino —dijo Tasslehoff; sus ojos brillaban de excitación.

Se dispusieron a seguir al kender mientras escuchaban las pisadas de los guardias subiendo por las escaleras de la posada. Tanis no estaba acostumbrado a caminar por el suelo en Solace, por lo que pronto se sintió desorientado. Podía ver encima suyo, entre las hojas, los puentes colgantes y los farolillos que los alumbraban. Se sentía completamente perdido, pero Tas avanzaba con seguridad, caminando entre los troncos del bosque de vallenwoods. Los sonidos de la posada fueron quedando atrás.

—Nos esconderemos en casa de Tika para pasar la noche —le susurró Tanis a Sturm—, por si alguien nos ha reconocido y deciden buscarnos en nuestras casas. Mañana por la mañana, todos habrán olvidado lo ocurrido. Llevaremos a los bárbaros a mi casa y dejaremos que descansen ahí durante unos días. Después podemos enviarlos a Haven para que hablen con el Consejo de Sumos Buscadores. Puede que los acompañe, siento curiosidad por esa vara.

Sturm asintió. Miró a Tanis y sonrió con su extraña y melancólica sonrisa.

—Bienvenido a casa —le dijo el caballero.

—Igualmente. —El semielfo hizo una mueca burlona.

De pronto tropezaron con Caramon en la oscuridad.

—Creo que hemos llegado —les dijo Caramon.

Bajo la luz de las farolas que pendían de las ramas pudieron ver a Tasslehoff trepando por un árbol con la habilidad de un enano gully, la más ínfima casta de la raza de los enanos. Lo siguieron. Caramon ayudó a su hermano. Tanis trepó por las delgadas ramas lentamente, apretando los dientes de dolor debido a las heridas que tenía en las manos. Tasslehoff se encaramó por la balaustrada del porche con la destreza de un ladrón. Se dirigió hacia la puerta y oteó el puente colgante. Viendo que no había nadie en él, les hizo una seña a los demás. Luego examinó la cerradura y sonrió satisfecho, sacando algo de uno de sus bolsillos. En pocos segundos la puerta de la casa de Tika estaba abierta de par en par.

—Pasad —dijo jugando a ser el anfitrión.

Cuando entraron en la pequeña casa, el bárbaro tuvo que agachar la cabeza para evitar golpearse con el techo. Tasslehoff corrió las cortinas. Sturm le ofreció una silla a la dama y el hombre de las Llanuras se situó de pie detrás de ella. Raistlin atizó el fuego.

—Montad una guardia —dijo Tanis.

Caramon ya se había situado junto a una de las ventanas y observaba atentamente el exterior. La luz de un farol de la calle se filtró en la habitación a través de las cortinas, proyectando oscuras sombras en las paredes. Durante un rato permanecieron callados mirándose unos a otros.

Tanis se sentó y miró a la mujer.

—La Vara de Cristal Azul curó al Teócrata; ¿cómo lo hizo? —le preguntó en voz baja.

—No lo sé —balbuceó la mujer—. Hace poco tiempo que la tengo.

Tanis se miró las manos. Sangraban en los lugares donde la soga había desgarrado su piel. Se las tendió a la mujer, quien, lentamente y con pálida expresión, las tocó con la Vara. Esta comenzó a volverse azul y Tanis sintió que un ligero escalofrío le recorría el cuerpo. Poco a poco, la sangre fue desapareciendo, la piel se volvió suave, no quedó rastro de los arañazos y el dolor disminuyó hasta abandonarlo por completo.

—¡Es cierto, me ha curado! —exclamó asombrado.