Retorno a la posada
El juramento roto
En esa época, en Solace, a última hora de la tarde casi todo el mundo se las arreglaba para dejarse caer por la posada. La gente se sentía más segura en grandes grupos.
Solace era un lugar de paso para los viajeros que llegaban a ella procedentes de Haven, capital de los Buscadores. Llegaban del sur de Qualinesti, reino de los elfos. En ocasiones llegaban del este, a través de las áridas Llanuras de Abanasinia. Todos consideraban el Último Hogar como un refugio, un lugar donde podían obtener información, y allí se dirigieron los tres amigos.
Aquel tronco inmenso y retorcido era el más alto de todos los vallenwoods del valle. Las cristaleras de colores de las ventanas de la posada resplandecían, contrastando con los ensombrecidos árboles del bosque. De las ramas colgaban farolillos que alumbraban la escalera que rodeaba al árbol. Aunque la noche de otoño era fría, los viajeros sabían que el calor del fuego y la compañía ayudarían a olvidar las penas del viaje.
Esa noche la posada estaba tan llena que los tres amigos tuvieron que apartarse de las escaleras en diversas ocasiones para dejar entrar a hombres y mujeres. Tanis notó que la gente los miraba con desconfianza en vez de mirarlos acogedoramente, como hubiese ocurrido cinco años atrás. El semielfo frunció el ceño. Este no era el regreso al hogar con el que había soñado. En los cincuenta años que había vivido en Solace, nunca había notado tanta tensión. Los rumores que había oído sobre la malévola corrupción de los Buscadores debían ser ciertos.
Cinco años atrás, unos hombres que se autodenominaban «buscadores» habían formado una organización de clérigos que profesaban una nueva religión en las ciudades de Haven, Solace y Gateway. Tanis consideraba que, aunque iban muy desencaminados, por lo menos eran honestos y sinceros. Durante los años siguientes, aquellos clérigos fueron ganando adeptos a medida que su religión se fue extendiendo. Pronto dejaron de preocuparse del alma y de la salvación y empezaron a preocuparse del poder. Con el consentimiento de los habitantes, comenzaron a gobernar las ciudades.
Alguien tiró del brazo de Tanis e interrumpió sus pensamientos. Se volvió y vio que Flint, en silencio, señalaba hacia abajo donde unos guardias formados en grupos de cuatro y armados hasta los dientes, caminaban pomposamente y dándose aires de importancia.
—Por lo menos son humanos y no goblins —dijo Tasslehoff.
—Uno de los goblins hizo un comentario despreciativo cuando le mencioné al Sumo Teócrata —reflexionó Tanis en voz alta—. Como si trabajasen para otra persona. Me gustaría saber qué es lo que está sucediendo.
—Quizás lo sepan nuestros amigos —dijo Flint.
—Si es que vienen —añadió Tasslehoff—. En cinco años pueden haber sucedido muchas cosas.
—Si están vivos, vendrán —añadió Flint en voz baja—. Hicimos un juramento sagrado: encontrarnos de nuevo después de cinco años e informar de lo que hubiésemos averiguado sobre la maldad que se está extendiendo por el mundo. ¡Y pensar que hemos regresado para encontrarla en nuestra propia casa!
—¡Silencio! ¡Shhhh!
Varias de las personas que pasaban se mostraron tan alarmadas ante las palabras del enano que Tanis sacudió la cabeza.
—Mejor que no hablemos de esto aquí —le advirtió el semielfo.
Cuando llegaron arriba, Tasslehoff abrió la puerta. Les llegó una ola de luz, ruido, calor, y el familiar olor de las patatas picantes que preparaba Otik. El olor los envolvió. Otik estaba detrás de la barra, tal como ellos le recordaban, y a pesar de estar más robusto, no había cambiado. La posada tampoco había cambiado, pero parecía más confortable.
Tasslehoff, con su rápida mirada de kender, examinó a la gente allí reunida y, soltando un chillido, señaló al fondo de la sala hacia alguien conocido, el fuego de la chimenea se reflejaba en un reluciente casco acabado en un dragón alado.
—¿Quién es? —preguntó Flint poniéndose de puntillas para poder ver algo.
—Caramon.
—Entonces Raistlin estará aquí también —dijo Flint sin mucho entusiasmo.
Tasslehoff comenzó a deslizarse entre los ruidosos grupos de personas que apenas se daban cuenta de su presencia debido a su pequeña estatura. Tanis esperaba que el kender no estuviese «obteniendo» objetos de algunos de los clientes de la posada. No es que robara cosas. —Tasslehoff se hubiese sentido profundamente dolido si alguien le hubiera acusado de robo—, pero el kender poseía una curiosidad insaciable, y varios objetos interesantes pertenecientes a otras personas habían acabado en sus manos. Lo último que Tanis quería esa noche eran problemas. Decidió que más tarde mantendría una conversación a solas con el kender.
Al semielfo y al enano les fue más difícil que a su pequeño amigo pasar entre tanta gente. Casi todas las sillas estaban ocupadas y todas las mesas estaban llenas. Los que no habían encontrado sitio para sentarse se hallaban de pie, hablando en voz baja. La gente miraba a Tanis y a Flint con desconfianza y con curiosidad. Aunque había varios antiguos clientes de la herrería de Flint, ninguno de ellos lo saludó. La gente de Solace tenía sus problemas y era obvio que ahora consideraban extranjeros a Tanis y a Flint.
Se oyó un gruñido en el otro extremo de la habitación, cerca de la mesa sobre la que estaba el casco en forma de dragón. La expresión dura de Tanis se convirtió en una amplia sonrisa cuando vio al gigantesco Caramon izando al pequeño kender y estrechándolo en un fuerte abrazo.
Flint, que por su estatura se hallaba sumergido en un mar de hebillas de cinturones, al oír la atronadora voz de Caramon respondiendo al agudo saludo de Tasslehoff, tuvo que imaginarse la escena.
—Caramon haría bien en vigilar su dinero —gruñó el enano—. O en contar sus dientes.
El enano y el semielfo consiguieron al fin atravesar el enjambre de personas concentradas junto a la barra. La mesa de Caramon se hallaba apoyada contra el tronco del árbol, colocada de forma extraña. Tanis se preguntó por qué la habría cambiado Otik cuando todo lo demás seguía exactamente igual que antes. Pero ese pensamiento voló de su mente ya que ahora le tocaba a él recibir el afectuoso saludo de Caramon, por lo que se sacó el arco y la aljaba que llevaba a la espalda antes de que el guerrero lo abrazase y se los hiciese trizas.
—¡Amigo mío! —le dijo Caramon con lágrimas en los ojos. Embargado por la emoción. No pudo continuar. Tanis por unos instantes también se vio incapaz de decir nada ya que el musculoso abrazo de Caramon lo había dejado sin respiración.
—¿Dónde está Raistlin? —preguntó cuando hubo recuperado el habla. Los gemelos nunca estaban muy lejos el uno del otro.
—Ahí. —Caramon señaló el otro extremo de la mesa. Después frunció el ceño—. Lo encontrarás cambiado —advirtió el guerrero a Tanis.
El semielfo miró hacia aquel rincón formado por una irregularidad del vallenwood.
Estaba totalmente envuelto en sombras y durante unos instantes, deslumbrado por el brillo de la chimenea, no pudo ver nada. Luego vio a un personaje menudo envuelto en ropajes de color rojo y acurrucado a pesar del calor del fuego. Llevaba una capucha sobre la cabeza.
Tanis no quería hablar con el joven mago a solas, pero Tasslehoff había desaparecido en busca del dueño de la posada y Flint y Caramon se estaban saludando. Tanis se dirigió hacia el extremo de la mesa.
—¿Raistlin? —preguntó teniendo un extraño presentimiento.
El personaje levantó la cabeza.
—¿Tanis? —susurró el hombre mientras, lentamente, se sacaba la capucha.
El semielfo contuvo la respiración, dio un paso atrás y lo contempló horrorizado.
El rostro que se volvió hacia él era un rostro fantasmagórico. ¿Cambiado? Tanis sintió un escalofrío. ¡La palabra adecuada no era «cambio»! La piel pálida del mago se había vuelto de color dorado. El reflejo del fuego de la chimenea hacía que brillase con un leve matiz metálico, como una espantosa máscara. La carne se había desvanecido de su cara, dejando los pómulos perfilados por unas terribles sombras. La piel de las mejillas estaba tirante y la boca era una oscura línea recta. Pero lo que paralizó a Tanis fueron los ojos del personaje, que le clavaron una terrible mirada. Tanis nunca había visto un ser viviente con unos ojos similares. Las negras pupilas ahora tenían forma de relojes de arena. El iris azul pálido que Tanis recordaba, ahora centelleaba dorado.
—Veo que te asustas de mi apariencia —le susurró Raistlin. En sus finos labios se dibujó una leve sonrisa.
Sentándose frente al joven, Tanis tragó saliva.
—¡Por todos los dioses! Raistlin…
Flint se sentó al lado de Tanis.
—Hoy me han levantado por el aire más veces que en… —Flint abrió los ojos de par en par—. ¿Qué diablos te ha sucedido? —El enano dio un respingo cuando vio a Raistlin. Caramon se sentó al lado de su hermano. Tomando la jarra de cerveza, miró a Raistlin.
—¿Vas a contárselo? —le dijo en voz baja.
—Sí —el mago siseaba de una forma que hizo temblar a Tanis. El joven hablaba en voz baja y con la respiración entrecortada, casi susurrando, como si esto fuese necesario para que las palabras salieran de su boca. Sus manos, largas y nerviosas, eran del mismo tono dorado que su cara, y ahora jugueteaban distraídamente con la comida que había en un plato frente a él.
—¿Recordáis cuando partimos hace cinco años? —comenzó a relatar Raistlin—. Mi hermano y yo planeamos el viaje tan secretamente que ni a vosotros, queridos amigos, podíamos contaros adónde íbamos.
En aquel tono amable había una nota de sarcasmo. Tanis se mordió el labio. Raistlin no había tenido —en toda su vida— ni un solo «querido amigo».
—Había sido elegido por Par-Salian, el superior de mi orden, para pasar la Prueba —continuó Raistlin.
—¡La Prueba! —repitió Tanis muy sorprendido—. Pero si eras muy joven. ¿Cuántos años tenías? ¿Veinte? Sólo pueden hacer la Prueba los magos que llevan años y años estudiando…
—Puedes suponer lo orgulloso que estaba —dijo Raistlin fríamente, irritado por la interrupción—. Mi hermano y yo viajamos al lugar secreto (las arcaicas Torres de la Hechicería), y allí me hicieron la Prueba —la voz del mago bajó aún más—. ¡Y estoy vivo de milagro!
Caramon se atragantó, se le veía profundamente consternado.
—Fue terrible —comenzó a decir con voz temblorosa el gigantesco hombre—. Lo encontré en aquel terrible lugar; por la boca le salía sangre, ¡estaba muriéndose! Lo recogí y…
—¡Cállate, hermano! —la advertencia de Raistlin sonó como el chasquido de un látigo. Caramon se asustó. Tanis observó que el mago apretaba los puños mientras sus dorados ojos empequeñecían. Caramon se calló y bebió un trago de cerveza mirando inquietamente a su hermano. Las cosas habían cambiado entre los dos gemelos, pensó Tanis. Nunca había notado aquella tensión entre ellos.
Raistlin respiró hondamente y continuó.
—Cuando desperté mi piel se había vuelto de este color: un símbolo de mi sufrimiento. Mi salud y mi cuerpo están destrozados irreparablemente. ¡Y mis ojos! Mis pupilas son como relojes de arena, por lo tanto veo el tiempo y la medida en que este afecta las cosas. Cuando te veo a ti, Tanis, te veo morir, lentamente, palmo a palmo. Y así veo a todos los seres vivos.
La huesuda mano de Raistlin se aferró al brazo de Tanis. El semielfo tembló al sentir aquel contacto helado e intentó liberarse, pero los dorados ojos y la gélida mano lo sujetaban.
El mago se inclinó hacia delante con un brillo febril en la mirada.
—¡Pero ahora tengo poder! Par-Salian me dijo que llegaría el día en que mi fuerza transformaría el mundo. Tengo poder y tengo el Bastón de Mago.
Tanis se volvió y vio un bastón apoyado contra el tronco del vallenwood, junto a Raistlin. Era un sencillo bastón de madera; en el extremo superior tenía una bola de cristal sostenida por una garra dorada, tallada de forma que pareciese la garra de un dragón.
—¿Valió la pena? —preguntó Tanis en voz baja.
Raistlin lo miró fijamente, y sus labios se abrieron en una sonrisa caricaturesca. Retiró la mano del brazo de Tanis y cruzó los brazos dentro de las mangas de su túnica.
—Por supuesto. Poder es lo que he estado buscando durante mucho tiempo, y lo que aún sigo buscando.
Volvió a tirarse hacia atrás y su delgada figura se fundió en las sombras, por lo que todo lo que Tanis pudo ver de él fueron sus ojos dorados centelleando a la luz de la chimenea.
—Cerveza —dijo Flint carraspeando y pasándose la lengua por los labios como si quisiera sacarse el mal gusto de la boca—. ¿Dónde está ese kender? Seguro que ha robado al cantinero…
—Aquí estamos —gritó la voz alegre de Tasslehoff. Tras él apareció una joven alta y pelirroja con una bandeja llena de jarras.
Caramon sonrió.
—Veamos, Tanis —tronó su voz—, adivina quién es ella. Tú también Flint. Si lo acertáis, yo pago la ronda.
Tanis, feliz de poder apartar de su mente la historia de Raistlin, observó a la sonriente muchacha. Su rostro estaba enmarcado por rizos pelirrojos y sus ojos miraban divertidos. Su nariz y sus mejillas estaban salpicadas de pecas. Tanis creía recordar esos ojos, pero no tenía ni idea de quién se trataba.
—Me rindo. Para los elfos, los humanos cambian tan rápidamente que perdemos la pista. Yo tengo ciento dos años aunque no parezca mayor de treinta. Cuando nos fuimos, esa jovencita debía ser una niña.
—Tenía catorce años —la muchacha sonrió dejando la bandeja sobre la mesa—, Y Caramon decía que era tan fea, que mi padre se vería obligado a pagar a alguien para que se casara conmigo.
—¡Tika! —Flint golpeó la mesa con el puño—. ¡Tú pagas la próxima ronda, fanfarrón!
—No es justo —rio el gigante—. Os ha dado una pista.
—Bueno, con los años se ha demostrado que estabas equivocado —dijo Tanis sonriendo—. He viajado mucho, y eres una de las muchachas más guapas que he visto en todo Krynn.
Tika se sonrojó halagada. Enseguida su cara palideció.
—Por cierto, Tanis —rebuscó en los bolsillos y sacó un objeto—, hoy, un personaje muy extraño ha traído esto para ti.
Tanis frunció el ceño y tomó el objeto. Era una pequeña caja de madera negra de forma cilíndrica. Lentamente, sacó de ella un pequeño pergamino y lo desenrolló. Al reconocer la enérgica escritura, su corazón dio un vuelco.
—Es de Kitiara —dijo al fin sabiendo que su voz sonaba tensa y poco natural—. No vendrá.
Hubo un momento de silencio.
—¡Ya está! El círculo se ha roto —dijo Flint—. No se ha cumplido el juramento. Esto nos traerá mala suerte. —Movió la cabeza de un lado a otro y repitió—: Mala suerte.