1

Reunión de viejos amigos

Una brusca interrupción

Flint Fireforge se derrumbó sobre una roca cubierta de musgo. Sus viejos huesos de enano le habían sostenido ya demasiado tiempo y se negaban a continuar sin protestar.

—Nunca debería haberme ido —refunfuñó Flint mirando abajo, hacia el valle. Hablaba en voz alta aunque no hubiese ninguna señal de vida en los alrededores. En los largos años de vagabundeo solitario había adquirido la costumbre de hablar consigo mismo. Golpeándose las rodillas con las palmas de las manos, anunció con vehemencia—: ¡Y maldita sea si decido irme de nuevo!

Flint había estado caminando durante todo aquel frío día de otoño, por lo que encontró confortable aquella roca cubierta de musgo, caldeada por el sol de la tarde. Relajándose, dejó que el calor penetrase en sus huesos —el calor del sol y el calor de sus pensamientos, pues regresaba de nuevo al hogar.

Miró a su alrededor, entreteniendo la mirada en aquel paisaje familiar que tanto le enorgullecía. Allá abajo, la ladera de la montaña formaba un cuenco alfombrado de esplendor otoñal. Los vallenwoods del valle resplandecían con los colores de la estación, el rojo encendido y el dorado se mezclaban con el púrpura que, allá lejos, teñían los picos Kharolis. El celeste sin tacha del cielo se reproducía en las aguas del Lago Crystalmir. La única señal de la existencia de Solace eran las pequeñas columnas de humo que serpenteaban sobre los árboles. Una bruma suave y extensa inundaba el valle con el dulce aroma de las chimeneas de los hogares.

Flint, una vez se hubo sentado y descansado, sacó de su bolsa un pedazo de madera y una reluciente daga. Sus manos se movían de forma inconsciente. Desde tiempos inmemoriales, su gente siempre había sentido la necesidad de moldear lo amorfo a su antojo. El mismo, años atrás, antes de retirarse había sido un famoso artesano del metal. Comenzó a trabajar la madera, pero sus manos se detuvieron mientras observaba, abajo en el valle, el humo que asomaba por las ocultas chimeneas.

—El fuego de mi casa está apagado —dijo Flint en voz baja. Se estremeció y, enojándose consigo mismo por ponerse sentimental, comenzó a tallar la madera con furia. Refunfuñó en voz alta—: Mi casa está ahí, vacía. El techo probablemente lleno de goteras, los muebles destrozados. ¡Estúpida búsqueda! Es la cosa más tonta que he hecho en mi vida. ¡Después de ciento cuarenta y ocho años debería haber aprendido!

—Nunca aprenderás, enano —le contestó una voz distante—. ¡Ni que llegues a vivir doscientos cuarenta y ocho años!

Arrojando el pedazo de madera al suelo, el enano dejó la daga y posó sus manos sobre su hacha, mientras oteaba el camino de arriba a abajo. La voz le resultaba familiar; a pesar de ser la primera voz conocida que oía en mucho tiempo, no pudo identificarla.

Flint miró de soslayo hacia el sol poniente. Le pareció ver la figura de un hombre que caminaba a zancadas por el camino. Poniéndose en pie, Flint retrocedió hasta la sombra de un inmenso pino para poder ver mejor. El hombre tenía un andar airoso —el garbo propio de un elfo, pensó Flint—, pero su cuerpo tenía la fortaleza y los firmes músculos de un humano, y los cabellos que poblaban su cabeza eran indiscutiblemente humanos. Todo lo que el enano podía ver del rostro del hombre bajo aquella capucha verde era la piel morena y una barba de color castaño rojizo. De uno de sus hombros pendía un arco y en el lado izquierdo llevaba sujeta una espada. Iba vestido de cuero blando, trabajado cuidadosamente con los elaborados diseños que los elfos adoran. Pero ningún elfo en Krynn llevaría barba…, ningún elfo, a menos…

—¿Tanis? —preguntó dudoso Flint cuando el hombre se acercó.

—Él mismo.

El rostro barbudo del recién llegado se abrió en una amplia sonrisa. Extendió sus brazos y, antes de que el enano pudiese detenerlo, rodeó a Flint en un abrazo tal, que hasta lo levantó del suelo. El enano estrechó fuertemente a su viejo amigo durante un instante; luego, pensando en su dignidad, se sintió violento y se liberó del abrazo del semielfo.

—¡Cinco años y todavía no has aprendido modales! —refunfuñó el enano—. ¡Zarandeándome tan bruscamente, no demuestras ningún respeto a mi edad!

Flint miró hacia el camino.

—Espero que nadie conocido nos haya visto.

—Dudo que haya muchos que puedan recordarnos —dijo Tanis mientras examinaba orgullosamente a su amigo—. Ni para ti ni para mí el tiempo transcurre como para los humanos, viejo enano. Cinco años es mucho tiempo para ellos y sólo unos instantes para nosotros —dijo sonriendo—. No has cambiado.

—No puedo decir lo mismo de otros. —Flint volvió a sentarse sobre la roca y comenzó a tallar de nuevo. Frunció el ceño y le preguntó a Tanis—: ¿Por qué esa barba? Ya eras suficientemente feo.

Tanis se rascó la barbilla.

—He viajado por tierras que no eran hospitalarias con los que tienen sangre de elfo. Esta barba, regalo de mi padre humano —dijo con amarga ironía—, contribuyó a ocultar mi procedencia.

Flint gruñó. Sabía que esa no era toda la verdad. A pesar de que el semielfo aborreciese matar, Tanis no era de los que eluden una pelea ocultándose tras una barba. Las virutas de madera volaban.

—He estado en tierras hostiles a todas las razas. —Flint le dio la vuelta al pedazo de madera, examinándolo—. Pero ahora estamos en casa. Todo eso ya quedó atrás.

—No, no por lo que he oído —dijo Tanis volviendo a ponerse la capucha sobre la cabeza para que los últimos rayos de sol no le dieran en los ojos—, los Supremos Buscadores de Haven designaron a un hombre llamado Hederick para que gobernase Solace como Sumo Teócrata, y con su nueva religión ha convertido la ciudad en un semillero de fanáticos.

Tanis y el enano se volvieron hacia el tranquilo valle: Comenzaban a encenderse luces, por lo que en el bosque de vallenwoods ya se veían las casas de los árboles. El aire del crepúsculo era suave y sereno, impregnado del olor a madera del humo proveniente de las chimeneas. De tanto en tanto se podía oír el débil sonido de la voz de una madre llamando a sus hijos para la cena.

—No he oído nada malo sobre Solace —dijo Flint pausadamente.

—Persecución religiosa… inquisición…

La voz de Tanis surgía de las profundidades de su capucha y sonaba inquietante. Era más profunda y sombría de lo que Flint recordaba. El enano frunció el entrecejo. En cinco años su amigo había cambiado. ¡Y los elfos nunca cambian! Pero Tanis era sólo un semielfo, un hijo de la violencia; su madre había sido violada por un guerrero humano en una de las muchas guerras que habían dividido las diferentes razas de Krynn durante los caóticos años que siguieron al Cataclismo.

—¡Inquisición! Por lo que dicen, sólo para aquellos que se rebelan contra el Sumo Teócrata. No creo en los dioses Buscadores, nunca lo he hecho, pero no hago alarde de mis creencias en plena calle. Mantente callado y te dejarán en paz; ese es mi lema. Los Supremos Buscadores de Haven aún son hombres sabios y virtuosos. Lo que pasa es que en Solace una sola manzana podrida está estropeando todo el canasto. A propósito, ¿encontraste lo que buscabas?

—¿Te refieres a algún signo de la existencia de los antiguos dioses verdaderos o a la paz interior?

—Bueno, pensaba que lo uno iba con lo otro —musitó Flint dándole la vuelta al trozo de madera que tenía entre las manos, descontento aún con sus proporciones—. ¿Vamos a quedarnos aquí toda la noche olfateando el aroma de las cocinas o vamos a ir a la ciudad a conseguir algo para cenar?

—Vamos —indicó Tanis.

Comenzaron a caminar juntos por el sendero, las largas zancadas de Tanis forzaban al enano a dar dos pasos por cada uno de su amigo. Aunque habían transcurrido muchos años desde la última vez que viajaran juntos, inconscientemente, Tanis aminoró el paso mientras que Flint lo aceleró.

—¿O sea que no encontraste nada? —insistió Flint.

—Nada. Como descubrimos hace años, en este mundo los clérigos adoran a falsos dioses. Escuché historias que hablaban sobre la Curación, pero no eran más que magia y trucos. Afortunadamente, nuestro amigo Raistlin me enseñó a fijarme en lo esencial.

—¡Raistlin! Ese mago huesudo y de rostro descolorido, ¡es un auténtico charlatán! Siempre gimoteando y quejándose, metiendo la nariz donde no debe. Si no fuese porque su hermano gemelo lo protege, hace ya tiempo que alguien habría acabado con su magia.

La barba de Tanis ocultó su sonrisa, se sentía contento.

—Creo que ese joven era mejor mago de lo que tú te piensas. Y debes admitir que, como yo, trabajó incansablemente para ayudar a los que habían sido engañados por los falsos clérigos.

—Sin duda fueron pocos los que te lo agradecieron.

—Muy pocos. La gente necesita creer en algo, aunque en el fondo sepan que es falso. Pero ¿qué me cuentas de ti? ¿Cómo te fue el viaje a las tierras de tus antepasados?

Flint pateó el suelo con expresión ceñuda, sin contestar. Finalmente murmuró:

—No debería haber ido —y miró a Tanis. Sus ojos, casi ocultos por las blancas, gruesas y sobresalientes cejas, informaron al semielfo que no deseaba que llegara su turno en la conversación. Tanis notó su mirada, pero a pesar de ello siguió preguntando.

—¿Encontraste a los Antiguos Enanos? ¿Averiguaste algo acerca de las historias que nos habían contado?

—No eran verdad. Los Antiguos desaparecieron hace trescientos años, durante el Cataclismo. Eso es lo que dicen los ancianos.

—Los elfos dicen lo mismo.

—Vi…

—¡Shst! —dijo Tanis y levantó el brazo previniéndolo.

Flint se detuvo en seco.

—¿Qué pasa? —susurró. Tanis señaló.

—Ahí, en la arboleda.

Flint miró hacia los árboles al tiempo que cogía su hacha de guerra.

Durante un instante, los rojos rayos del sol poniente centellearon sobre un pedazo de metal que apareció entre los árboles. Tanis lo vio un segundo, dejó de verlo y luego lo vio de nuevo. En ese momento el sol desapareció y en el cielo brilló un luminoso violeta que hizo que las sombras de la noche se deslizaran sigilosamente entre los árboles del bosque.

Flint miró atentamente hacia la penumbra.

—No veo nada.

—Yo sí lo he visto —dijo Tanis. Seguía mirando hacia el lugar donde había brillado el metal y, poco a poco, su vista de elfo comenzó a detectar la cálida aureola rojiza que todos los seres vivientes proyectan pero que sólo los elfos pueden percibir.

—¿Quién está ahí? —gritó Tanis.

Durante un largo rato, la única respuesta fue un horripilante sonido que hizo que al semielfo se le erizase el cabello. Era un sonido zumbante y hueco, grave al comienzo, y que poco a poco fue subiendo y subiendo hasta alcanzar un tono agudo, como un alarido quejumbroso. A medida que iba elevándose se escuchó una voz.

—Elfo errante, desvíate de tu camino y olvídate del enano. Somos los espíritus de las pobres almas que Flint Fireforge abandonó sobre el suelo de la cantina. ¿Creíste que fallecimos en el combate?

La voz del espíritu se elevó a alturas vertiginosas acompañada por el quejoso alarido.

—¡No! Morimos de vergüenza, maldecidos por el fantasma de la ira, por no ser capaces de tragarnos a ese enano de las colinas.

La barba de Flint temblaba de furia y Tanis, estallando en carcajadas, se vio obligado a agarrar al enano del hombro para evitar que se lanzara impetuosamente contra la maleza.

—¡Malditos sean los ojos de los elfos! —la voz del espíritu se tomó alegre—. ¡Y malditas sean las barbas de los enanos!

—¿No lo habías adivinado? —gruñó Flint—. Es Tasslehoff Burrfoot.

Se escuchó un leve crujido en la maleza y entonces una pequeña figura se plantó en medio del camino. Era un kender, miembro de una raza que muchos de los habitantes de Krynn consideraban aún más molesta que los mosquitos. De huesos pequeños, un kender casi nunca crecía más de cuatro pies. Este kender era más o menos de la estatura de Flint, pero su cara, delgada y siempre infantil, hacía que pareciese más pequeño. Vestía unas medias de lana de color azul brillante que contrastaban con su liso y velludo chaleco y con su túnica de hilo. Sus ojos castaños centelleaban traviesos y divertidos; su sonrisa parecía extenderse hasta sus puntiagudas orejas. Bajó la cabeza, saludando burlonamente y dejando que un largo mechón de su cabello castaño del cual se sentía satisfecho y orgulloso cayera sobre su nariz. Después se incorporó riendo. El reflejó metálico que los ágiles ojos de Tanis habían detectado que provenía de las hebillas de uno de los numerosos fardos que llevaba sujetos con correas a la espalda y a la cintura.

Tas les sonrió burlón, apoyado en su vara jupak, que era la que había producido aquel horripilante sonido que Tanis debería haber reconocido al momento, pues había presenciado en anteriores ocasiones cómo el kender ahuyentaba a posibles atacantes blandiéndola en el aire y produciendo así ese alarido quejumbroso. Esa vara era un invento de los kenders: la parte inferior estaba revestida de madera de barril y acababa en una punta afilada y el extremo superior se bifurcaba en dos y sostenía una honda de cuero.

Había sido tallada de una sola pieza en flexible madera de sauce. Aunque el resto de las razas de Krynn odiaban ese tipo de vara, para un kender era algo más que un arma o herramienta: era su símbolo. «Las nuevas sendas requieren un jupak», era un dicho popular entre los kenders. A continuación siempre agregaban: «Una senda nunca es vieja».

De pronto Tasslehoff corrió hacia delante con los brazos abiertos.

—¡Flint!

El kender tomó al enano en sus brazos. Flint, avergonzado, le devolvió el abrazo sin entusiasmo alguno y, rápidamente, retrocedió unos pasos. Tas sonrió socarronamente y miró al semielfo.

—¿Quién es ese? —preguntó bruscamente—. ¡Tanis! ¡No te había reconocido con esa barba! —Extendió hacia él sus cortos brazos.

—No, gracias —le dijo Tanis sarcásticamente mientras se apartaba de él—. Quiero conservar mi dinero.

Flint, alarmado, rebuscó en su túnica.

—¡Eres un bribón!— gruñó y se lanzó contra el kender que se hallaba agachado, doblado por la risa. Ambos rodaron por el suelo.

Riendo. Tanis intentó separar a Flint del kender. De pronto se detuvo y se giró sobresaltado. Demasiado tarde. Escuchó el metálico tintineo de bridas y arreos y el relincho de un caballo. El semielfo se llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero ya era tarde, había perdido toda posible ventaja.

Maldiciendo interiormente. Tanis contempló aquella figura que emergía de las sombras, montando un poney de peludas patas que caminaba con la cabeza baja. Como si se sintiese avergonzado de su jinete. La piel gris y manchada del rostro del jinete caía en numerosos pliegues. Dos ojos porcinos de color rosado les miraban bajo un casco de aspecto militar. Entre las brillantes y llamativas piezas de la armadura se adivinaba un cuerpo gordo y flácido.

Tanis sintió un extraño olor y arrugó la nariz asqueado.

—¡Un goblin!

Soltando la espada le pegó una patada a Flint, pero en ese momento el enano estornudó estruendosamente y se quedó sentado sobre el kender.

—¡Un caballo! —exclamó Flint estornudando de nuevo.

—Detrás tuyo —le susurró Tanis.

Flint percibió un tono de alarma en las palabras de su amigo y se puso en pie. Tasslehoff hizo rápidamente lo mismo.

El goblin, sentado a horcajadas sobre el poney, los miraba de forma arrogante y despreciativa. En sus ojos rosados se reflejaban los últimos y rezagados rayos de sol.

—Mirad, soldados, con qué locos hemos de tratar aquí, en Solace —declaró el goblin hablando el idioma común de Solace con pesado acento.

Se oyó una risa animada que venía de los árboles detrás del goblin. De ahí salieron caminando cinco guardias goblins vestidos de uniforme raso que tomaron posiciones a ambos lados del caballo que montaba su jefe.

—Ahora… —El goblin se inclinó sobre la silla de montar. Tanis observó fascinado cómo la inmensa barriga de aquel ser sepultaba por completo el pomo de la silla—. Soy Fewmaster Toede, jefe de los ejércitos que protegen Solace de elementos indeseables. No tenéis derecho a caminar en los límites de la ciudad después de que oscurezca. Estáis arrestados. —Fewmaster Toede se agachó para hablarle a un goblin que estaba a su lado—. Mira si tienen la Vara de Cristal Azul y me la traes —le dijo en el lenguaje graznante de los goblins.

Tanis, Flint y Tasslehoff se miraron interrogativamente. Los tres conocían un poco el idioma de los goblins. —Tas mejor que los otros dos. ¿Habían oído bien? ¿Una vara de cristal azul?

—Si se resisten matadlos —añadió Fewmaster Toede volviendo a hablar el idioma común para darle más fuerza a sus palabras.

Tras decir esto, tiró de las riendas, golpeó su cabalgadura con la fusta y salió galopando hacia la ciudad.

—¡Goblins! ¡En Solace! ¡Este nuevo Teócrata tendrá que rendirnos cuentas! —profirió Flint. Sacó el hacha de guerra de la funda y, con los pies bien firmes sobre la tierra, se balanceó hacia delante y hacia atrás hasta que consiguió mantener el equilibrio—. Muy bien, ya podéis venir.

—Os aconsejo que retrocedáis —les dijo Tanis apartándose la capa de los hombros y desenvainando la espada—. Llegamos de un largo viaje y el día de hoy ha sido agotador. Estamos hambrientos, cansados y llegamos tarde a una cita con amigos a los que hace mucho tiempo que no vemos. No estamos dispuestos a ser arrestados.

—Ni a que nos maten —añadió Tasslehoff. El no había desenfundado arma alguna, pero observaba a los goblins con gran interés.

Un tanto amedrentados, estos se miraban nerviosos unos a otros. Uno de ellos lanzó una siniestra mirada hacia el camino por el que había desaparecido su jefe. Los goblins estaban acostumbrados a encontrarse con comerciantes fanfarrones o con granjeros que viajaban a la pequeña ciudad —no con diestros luchadores fenomenalmente armados. Pero como hacía ya mucho tiempo que odiaban a todas las razas que habitaban Krynn, desenvainaron sus largas y curvas espadas.

Flint, agarrando con firmeza la empuñadura de su hacha, dio un salto hacia delante.

—Sólo existe una criatura en este mundo a la que odie más que a un enano gully —refunfuñó—, ¡un goblin!

El goblin saltó sobre Flint confiando en derribarlo. Flint balanceó su hacha con absoluta precisión y exactitud. La cabeza del goblin rodó por el camino, mientras su cuerpo se desplomaba sobre el suelo.

—¿Qué hace una chusma como vosotros en Solace? —preguntó Tanis a la vez que detenía habilidosamente el torpe ataque de otro goblin. Sus espadas se cruzaron, trabándose en el aire unos segundos. Tanis empujó al goblin hacia atrás—. ¿Trabajáis para el Sumo Teócrata?

—¿Teócrata? —el goblin gorjeó de risa. Blandiendo salvajemente su espada le respondió—: ¿Para ese loco? Nuestro jefe, Fewmaster, trabaja para… iug! —El pequeño ser se precipitó él mismo hacia la espada de Tanis. Rugiendo, cayó al suelo.

—¡Maldición! —exclamó Tanis mirando con frustración al goblin muerto— ¡El muy idiota! No quería matarlo, tan sólo averiguar quién le pagaba.

—¡Te enterarás de quién nos paga antes de lo que quisieras! —gritó otro goblin precipitándose hacia el distraído semielfo. Tanis se giró rápidamente y lo desarmó. Le propinó una patada en el estómago y la criatura se dobló hacia delante.

Otro de los goblins se abalanzó sobre Flint antes de que este tuviese tiempo de recuperarse del anterior ataque. El enano retrocedió intentando mantener el equilibrio.

Entonces se oyó la estridente voz de Tasslehoff.

—Tanis, esta escoria se vendería a cualquiera. Échales de tanto en tanto un poco de carne de perro y serán tuyos para siempre…

—¡Carne de perro! —rugió el goblin dejando a Flint y volviéndose rabioso—. ¿Y qué tal un poco de carne de kender, pequeño asqueroso?

El goblin se lanzó contra el kender, intentando agarrarlo por el cuello con sus garras de color morado. Tas, aparentemente desarmado y sin perder en ningún momento su expresión inocente e infantil, rebuscó en su chaleco de piel, sacó una daga y se la lanzó, todo ello en décimas de segundo. El goblin se llevó las manos al pecho y lanzando un rugido se desplomó. Se oyó un ruido de pasos nerviosos; era la huida del último goblin que quedaba. La pelea había terminado.

Tanis enfundó su espada, haciendo una mueca de asco ante la peste que despedían aquellos cuerpos; el olor le recordaba al del pescado podrido. Flint limpió las huellas de sangre negra de los goblins de la cuchilla de su hacha. Tas observó orgulloso el cuerpo del goblin que había matado. Había caído cara al suelo, por lo que la daga quedaba oculta por el cuerpo.

—Ahora se la saco —se ofreció Tanis disponiéndose a darle la vuelta al cadáver.

—No. —Tas hizo una mueca—. No la quiero. Ese olor no desaparece nunca, ¿sabes?

Tanis asintió. Flint enfundó de nuevo su hacha y los tres se pusieron en camino hacia la ciudad.

Las luces de Solace se hacían más brillantes a medida que la noche avanzaba. El olor a madera quemada que flotaba en el aire fresco de la noche hacía pensar en comida, calor y seguridad. Los compañeros apresuraron el paso. Durante un rato ninguno habló, pues los tres escuchaban en su mente el eco de las palabras de Flint: «¡Goblins! ¡En Solace!».

No obstante, al final, el incorregible kender rio entre dientes.

—Además, ¡esa daga era de Flint!