El sol asomaba furtivamente sobre el Atlántico, y sus rayos lamían la costa arenosa de Long Island, se deslizaban sobre calas y puertos, pueblos y centros turísticos, evaporaban la humedad del asfalto. Más al oeste, el resplandeciente arco iluminaba las áreas cercanas de Nueva York, tiñendo brevemente de rosa pálido el gris amasijo de edificios. Siguiendo la eclíptica, los rayos herían las aguas del East River y luego bruñían las ventanas de diez mil edificios, convirtiéndolas en una efímera chispa, como si renovasen la ciudad con su luz y calor.
Bajo la tupida maraña de cables y vías de ferrocarril que cruzaban el estrecho canal conocido como río Humboldt, no penetraba la luz. Los bloques que se alzaban en las orillas, vacíos y grises como dientes cariados, eran demasiado numerosos y demasiado altos. A sus pies, la densa agua permanecía quieta, sin más movimiento que el temblor producido por los infrecuentes trenes que pasaban por el puente.
Mientras el sol seguía su inexorable curso hacia el oeste, un único rayo de luz atravesó oblicuamente el laberinto de madera y acero, rojo como la sangre al reflejarse en el hierro oxidado, tan repentino y penetrante como una herida de cuchillo. Se desvaneció tan deprisa como había aparecido, pero no sin antes iluminar una extraña visión: una figura enlodada y maltrecha, enroscada inmóvil sobre un estrecho saliente de ladrillo apenas a unos centímetros sobre el agua negra.
Volvieron la oscuridad y el silencio, y el fétido canal quedó de nuevo tan solitario como siempre. Al cabo de un momento su sueño se vio perturbado por segunda vez: un rumor grave sonó a lo lejos, se acercó en el gris amanecer, pasó por encima, siguió adelante y luego regresó. Y bajo ese rumor se oyó otro, aún más grave, más cercano. La superficie del canal se estremeció, como si volviese de mala gana a la vida.
En la proa del guardacostas se hallaba D'Agosta, rígido y alerta como un centinela.
—¡Allí está! —anunció a voz en grito, señalando a la oscura figura que yacía en el muro de contención. Se volvió hacia el piloto—. ¡Pida que retiren de ahí esos helicópteros! Agitan el agua y levantan los gases fétidos. Además, quizá tengamos que evacuarla en un helicóptero de los servicios médicos.
El piloto lanzó una ojeada a las altas y ruinosas fachadas y los puentes de acero, y una expresión de duda asomó a su rostro, pero no dijo nada.
Smithback corrió a la barandilla y miró hacia las sombras con los ojos entornados.
—¿Qué es este sitio? —preguntó, tirándose del cuello de la camisa para taparse la nariz.
—El río Humboldt —contestó D'Agosta lacónicamente. Se volvió hacia el piloto—. Acérquenos para que el médico le eche un vistazo.
Smithback se estiró y miró por encima de D'Agosta. Sabía que el teniente llevaba un traje marrón —siempre vestía trajes marrones—, pero en ese momento el color de la tela era irreconocible bajo la húmeda capa de barro, polvo, sangre y grasa. La brecha que tenía sobre el ojo era una irregular línea roja. Smithback vio al teniente enjugarse bruscamente la cara con la manga.
—Dios, que haya salido ilesa —susurró D'Agosta.
La lancha se aproximó al muro de contención, y el piloto dejó el motor en punto muerto. Al instante D'Agosta y el médico saltaron al saliente y se inclinaron sobre la figura tendida en el suelo. Pendergast se quedó en la popa, callado, con una intensa expresión en su cara pálida.
De pronto Margo se despertó con una sacudida y miró alrededor parpadeando. Intentó incorporarse, pero lanzó un gemido y se llevó la mano a la cabeza.
—¡Margo! —dijo D'Agosta—. Soy el teniente D'Agosta.
—No se mueva —aconsejó el médico, palpándole con suavidad el cuello.
Desoyendo su recomendación, Margo consiguió sentarse con considerable esfuerzo.
—¿Por qué han tardado tanto? —preguntó, y de repente la sacudió una tos ronca.
—¿Tiene algo roto? —preguntó el médico.
—Todo —respondió Margo con una mueca de dolor—. En realidad, la pierna izquierda, creo.
El médico se concentró en su pierna, cortando la pata de los vaqueros embarrados con mano diestra. Luego examinó por encima el resto de su cuerpo y dijo algo a D'Agosta.
—¡Está bien! —gritó D'Agosta—. Pida al helicóptero de los servicios médicos que se reúna con nosotros en el muelle.
—¿Y bien? —preguntó Margo—. ¿Dónde estaban?
—Nos ha desorientado una pista falsa —contestó Pendergast, ya a su lado—. Una de sus aletas ha aparecido en un depósito de sedimentación de la depuradora, en bastante mal estado. Nos temíamos… —Hizo una pausa—. En fin, hemos tardado un rato en decidirnos a comprobar todas las salidas secundarias del colector lateral del West Side.
—¿Tiene algo roto? —preguntó Smithback.
—Quizá algún hueso pequeño del tobillo —respondió el médico—. Bajemos la camilla.
Margo irguió el tronco.
—Creo que puedo prescindir…
—Obedezca al médico —dijo D'Agosta, frunciendo el ceño paternalmente.
Cuando la lancha, por su propio impulso, se arrimó al húmedo muro de ladrillo, Smithback y el piloto bajaron la camilla. A continuación Smithback saltó al saliente y ayudó a Margo a colocarse en la estrecha lona. Tuvieron que subirla a bordo entre tres. D'Agosta brincó a la cubierta detrás de Smithback y el médico e hizo una seña al piloto.
—Sáquenos de aquí cuanto antes.
Los motores diesel retumbaron, y el guardacostas se apartó del muro y surcó las aguas del canal. Margo se tendió con cuidado, apoyando la cabeza en un flotador. Smithback le limpió la cara y las manos con una toalla húmeda.
—¡Qué gusto! —susurró ella.
—En diez minutos estaremos en tierra firme —anunció Pendergast, sentándose junto a Margo—. Y en otros diez la tendremos en una cama de hospital.
Margo abrió la boca para protestar, pero Pendergast la obligó a callar con la mirada.
—Nuestro amigo el agente Snow nos ha puesto al corriente sobre algunos de los organismos que se desarrollan en el río Humboldt —dijo Pendergast—. Y créame, no le vendrá mal un reconocimiento a fondo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Margo. Cerró los ojos y se dejó arrullar por la vibración de los motores.
—Eso depende —contestó Pendergast—. ¿Usted qué recuerda?
—Recuerdo que nos hemos separado —dijo Margo—. La explosión…
—La explosión la ha arrastrado a un túnel de desagüe —explicó Pendergast—. Con la ayuda de Snow, nosotros hemos subido por el purgador y salido finalmente al Hudson. Supongo que usted ha ido a parar al colector que desagua en el río Humboldt.
—Por lo visto, ha seguido el mismo camino por el que las lluvias arrastraron a aquellos dos cadáveres —añadió D'Agosta.
Margo pareció adormilarse. Al cabo de un momento volvió a mover los labios.
—Frock…
Pendergast se apresuró a tocarle los labios con las yemas de los dedos.
—Más tarde —dijo—. Tendremos tiempo de sobra.
Margo negó con la cabeza.
—¿Cómo pudo hacer una cosa así? —murmuró—. ¿Cómo pudo tomar esa droga, construir esa espeluznante cabaña?
—Resulta inquietante descubrir lo poco que uno conoce incluso a los amigos más íntimos —respondió Pendergast—. ¿Quién sabe qué deseos ocultos alimentan el fuego interior que los mantiene vivos? Era imposible imaginar hasta qué punto echaba en falta Frock la posibilidad de andar. Su arrogancia fue siempre obvia. Todos los grandes científicos son en extremo arrogantes. Debió de advertir que Kawakita había perfeccionado notablemente la droga a través de sucesivas etapas. Al fin y al cabo, la droga que consumió Kawakita era un versión posterior a la que había dado origen a los rugosos. Frock debía de sentirse muy seguro de su capacidad de corregir lo que Kawakita había pasado por alto. Intuyó las facultades curativas de la droga y explotó al límite esas facultades. Pero la versión final de la droga deformaba la mente mucho más de lo que sanaba el cuerpo. Y sus deseos más profundos, sus ansias más secretas, afloraron a la superficie, agrandados y distorsionados, y empezaron a regir sus actos. La cabaña es en sí la prueba última de esa degeneración. Quería ser dios… su dios, el dios de la evolución.
Margo hizo una mueca de consternación. Luego tomó aire, extendió los brazos a los costados y dejó que el balanceo de la lancha alejase aquellos pensamientos. Salieron de la Cloaca, atravesaron el Spuyten Dyvil, y los envolvió al aire limpio del Hudson. La débil luz del amanecer daba paso ya a un caluroso día de finales del verano. D'Agosta contempló en silencio la estela blanca del guardacostas.
Casualmente, Margo notó un bulto en su bolsillo. Metió la mano y sacó el sobre empapado que Mephisto le había entregado en el negro túnel no hacía muchas horas. Movida por la curiosidad, lo abrió. Contenía una breve nota, pero el mensaje había quedado reducido a borrones de tinta. La nota envolvía una fotografía en blanco y negro, deslavazada y arrugada. Mostraba a un niño en un patio polvoriento con una pequeña gorra de maquinista de tren, montado en un caballo de madera con ruedas. La cara regordeta sonreía a la cámara. Al fondo se veía una vieja caravana rodeada de cactus. Detrás de la caravana, a lo lejos, se alzaban unas montañas. Margo contempló por un momento la fotografía, viendo en aquella cara pequeña y feliz el espectro del hombre en que se convertiría. Volvió a guardarse con cuidado la fotografía y el sobre en el bolsillo.
—¿Qué ha pasado con el Reservoir? —preguntó a Pendergast en voz baja.
—El nivel no ha variado en las últimas seis horas —contestó Pendergast—. Por lo visto, el agua ha quedado embalsada.
—Así que lo hemos conseguido.
Pendergast no respondió.
—¿No? —insistió Margo, alarmada.
Pendergast desvió la vista.
—Eso parece —dijo por fin.
—Entonces ¿cuál es el problema? No está seguro, ¿no?
Pendergast se volvió hacia ella, mirándola a la cara con sus ojos claros.
—Con un poco de suerte, los túneles desplomados habrán resistido y no se habrán producido filtraciones. En unas veinticuatro horas, el thyoxin habrá destruido las plantas. Pero no existe una total seguridad, al menos todavía.
—¿Y cómo llegaremos a saberlo? —preguntó Margo.
D'Agosta sonrió.
—Les propongo una cosa. Dentro de un año iré al Mercer's de South Street y pediré un buen filete de pez espada. Y si no me vuelvo loco, quizá entonces podamos respirar tranquilos.
En ese momento el sol asomó sobre Washington Heights, tiñendo el agua oscura del color del oro batido. Smithback, que secaba la cara a Margo, desvió la mirada y contempló la escena: los altos edificios del centro envueltos en destellos rojos y dorados, el puente George Washington bañado de luz plateada.
—Yo personalmente —dijo Pendergast despacio— pienso también evitar los frutti del mare en el futuro inmediato.
Margo lo miró, intentando detectar un ánimo de broma en su expresión. Pero Pendergast permanecía imperturbable.
Finalmente Margo se limitó a asentir con la cabeza.