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Margo descendió por el sumidero y, al final de la escalerilla, saltó a un túnel largo de techo bajo, iluminado sólo por el chisporroteo de una bengala casi extinguida. Varios montones de escombros sobresalían del agua estancada en el suelo del túnel. Sobre ella, los pasadizos seguían retumbando y sacudiéndose como consecuencia de la explosión. Polvo y cascotes le caían en los hombros desde el sumidero.

Smithback cayó en el agua a su lado. Lo siguieron Pendergast, D'Agosta y el submarinista.

—¿Quién demonios es usted? —preguntó D'Agosta—. ¿Y qué ha sido del resto del equipo de la Compañía de Operaciones Especiales?

—Yo no pertenezco a esa compañía, señor —contestó el hombre—. Soy un submarinista de la policía. Agente Snow, señor.

—¡Vaya, vaya! —exclamó D'Agosta—. El causante de todo esto. ¿Tiene una linterna, Snow?

El submarinista encendió otra bengala y un vivo resplandor rojizo iluminó el túnel.

—¡Dios mío! —oyó susurrar Margo a Smithback junto a ella.

De pronto Margo advirtió que lo que en un primer momento le habían parecido montones de escombros eran en realidad cuerpos con trajes de goma, maltrechos y decapitados. Boquetes ennegrecidos e innumerables orificios de bala salpicaban las paredes.

—El equipo Gamma —murmuró Snow—. Al caer mi compañero, he retrocedido para oponer resistencia. Esas criaturas me han seguido tubería arriba, pero han abandonado la persecución en las vías.

—Probablemente llegaban tarde al baile —comentó D'Agosta, contemplando la carnicería con expresión severa.

—¿No ha visto arriba a ningún hombre de la Compañía de Operaciones Especiales, señor? —preguntó Snow—. Me he guiado hasta allí por las huellas. Confiaba en que alguno de ellos hubiese sobrevivido… —Su voz se desvaneció al ver el semblante de D'Agosta.

Se produjo un incómodo silencio.

—Vamos —apremió Snow, recobrando el ánimo—. Hay aquí veinte kilos de C-4 a punto de estallar.

Margo, aturdida, avanzó tambaleándose en la oscuridad. Notaba sólido el suelo del túnel, e intentó que esa solidez se contagiase a sus pies, sus manos y sus brazos. Sabía que no podía permitirse pensar en lo que había visto y averiguado en el Pabellón de Cristal; si lo hacía, sería incapaz de seguir adelante.

Dobló un largo recodo del túnel. Más adelante veía a Snow y D'Agosta, que salían ya al amplio espacio abovedado en el que desembocaba el túnel. A su lado oía la respiración de Smithback, que de pronto se tornó entrecortada. Margo bajó la vista. Alrededor, esparcidos por el suelo del túnel, yacían los cuerpos destrozados y ensangrentados de al menos una docena de rugosos. La capucha quemada de uno de ellos dejaba a la vista una piel fruncida y veteada de extraordinario grosor.

—Es sorprendente —murmuró Pendergast junto a ella—. Los rasgos de reptil son inconfundibles, y sin embargo predominan los atributos humanos. Un primer paso, por así decirlo, en el camino hacia el estado de Mbwun plenamente desarrollado. Curiosamente, la metamorfosis es mucho mayor en unos especímenes que en otros. Se debe sin duda a los continuos refinamientos y experimentaciones de Kawakita. Es una lástima que no haya tiempo para un estudio más detenido.

El eco de sus pisadas se alejó cuando salieron al amplio espacio donde terminaba el túnel. Había varias figuras más caídas en el agua poco profunda.

—Esto era nuestro punto de encuentro —dijo Snow mientras revisaba rápidamente los equipos colocados junto a una pared de la cámara abovedada. Margo percibía nerviosismo en su voz—. Hay equipos de buceo suficientes para todos, pero no trajes. Tenemos que darnos prisa. Si seguimos aquí cuando estallen las cargas, todo esto se nos vendrá encima.

Pendergast entregó a Margo un juego de botellas de oxígeno.

—Doctora Green —dijo—, hemos escapado gracias a usted. Tenía razón respecto a la vitamina D. Y ha conseguido mantener a las criaturas en el pabellón hasta que las explosiones les han impedido salir. Le prometo que será bienvenida en cualquier otra excursión que organicemos en el futuro.

Margo asintió con la cabeza mientras se calzaba las aletas.

—Gracias, pero con una vez me basta.

El agente del FBI se volvió hacia Snow.

—¿Cuál es la estrategia de salida?

—Hemos entrado por la planta depuradora del Hudson —contestó Snow mientras se colocaba las botellas y una lámpara de visera—. Pero es imposible regresar a través de la depuradora. El plan era salir por el ramal norte del colector lateral del West Side, hasta el canal de la calle Ciento veinticinco.

—¿Puede guiarnos hasta allí? —preguntó Pendergast, entregándole unas botellas de oxígeno a Smithback y ayudándolo a ajustárselas.

—Eso creo —susurró Snow a la par que reunía gafas de buceo—. He echado un buen vistazo a los planos del comandante. Volveremos por la misma ruta hasta el primer purgador. Si ascendemos por el purgador en lugar de bajar, deberíamos llegar al conducto de acceso al colector. Pero el camino es largo, y tendremos que ir con mucho cuidado. Hay compuertas y tuberías de derivación. Si uno se pierde… —Su voz se desvaneció.

—Comprendido —dijo Pendergast, colgándose a los hombros un juego de botellas de oxígeno—. Señor Smithback, doctora Green, ¿han usado antes equipos de buceo?

—Yo hice un cursillo en la universidad —respondió Smithback, aceptando las gafas que le ofrecían.

—Yo he buceado con tubo respirador en las Bahamas —dijo Margo.

—El principio es el mismo —aseguró Pendergast—. Le ajustaremos el regulador. Respire con normalidad, conserve la calma, y no tendrá el menor problema.

—¡Dense prisa! —dijo Snow, esta vez con tono perentorio, y trotó hacia el otro extremo del espacio abovedado, seguido de cerca por Smithback y Pendergast.

Margo se obligó a correr tras ellos, apretándose a la vez la correa de las botellas. De pronto tropezó con Pendergast, que se había detenido y miraba por encima del hombro.

—¿Vincent? —preguntó.

Margo volvió la cabeza. D'Agosta permanecía inmóvil bajo la bóveda, las gafas de buceo y las botellas de oxígeno todavía en el suelo a sus pies.

—Sigan adelante —dijo.

Pendergast lo miró con expresión interrogativa.

—No sé nadar —explicó D'Agosta.

Margo oyó maldecir a Snow entre dientes. Por un momento nadie se movió. Finalmente Smithback retrocedió hasta el teniente.

—Yo lo ayudaré a salir —dijo—. Sígame.

—Ya se lo he dicho: no sé nadar. Me crié en Queens —replicó D'Agosta con aspereza—. Me hundiré como una piedra.

—No; con esa capa de grasa, imposible —contestó Smithback, y cogió las botellas de oxígeno del suelo y se las colocó a D'Agosta a la espalda—. Sólo tiene que agarrarse a mí. Yo nadaré por los dos si hace falta. En el subsótano mantuvo la cabeza sobre el agua, ¿recuerda? Haga lo mismo que yo, y saldremos de ésta. —Entregó las gafas a D'Agosta y lo empujó hacia el grupo.

Al fondo de la cámara, un río subterráneo desaparecía en la oscuridad. Margo observó primero a Snow y luego a Pendergast ajustarse las gafas y sumergirse en el oscuro líquido. Bajándose las gafas y colocándose la boquilla, se zambulló tras ellos. Tras haber estado respirando la fétida atmósfera del túnel, recibió con alivio el aire de las botellas. Detrás oía el ruidoso chapoteo de D'Agosta, medio nadando, medio flotando en aquel líquido caliente y viscoso, apremiado por Smithback.

Margo nadó tan deprisa como pudo por el túnel, siguiendo el parpadeo de la lámpara de Snow, y esperando oír en cualquier momento el estruendoso estallido de las cargas colocadas por el equipo de la Compañía de Operaciones Especiales, que provocaría la caída del viejo techo de piedra tras ellos. Delante, Snow y Pendergast se habían detenido, y ella se acercó.

Snow se quitó la boquilla y, señalando hacia abajo, anunció:

—Descenderemos por aquí. Vaya con cuidado para no arañarse y, sobre todo, no trague nada. En la base de este túnel hay una tubería que lleva…

En ese momento sintieron —más que oírla— una vibración sobre sus cabezas, un retumbo grave y rítmico que alcanzó atronadora intensidad.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Smithback con voz entrecortada, aproximándose con D'Agosta—. ¿Las cargas?

—No —susurró Pendergast—. Escuchen: es un sonido continuo. Debe de haber empezado a desaguarse el Reservoir. Antes de tiempo.

Permanecieron inmóviles en el nauseabundo líquido, fascinados pese al peligro por el rugido de millones de litros de agua que descendían en dirección a ellos por el viejo laberinto de tuberías.

—Faltan treinta segundos para la detonación de las otras cargas —dijo Pendergast con calma, consultando su reloj.

Margo aguardó, intentando respirar acompasadamente. Sabía que si las cargas fallaban, morirían en cuestión de minutos.

El túnel comenzó a vibrar violentamente, agitándose la superficie del agua. Alrededor empezaron a llover fragmentos de mampostería y cemento. Snow se ajustó las gafas y echó un último vistazo al túnel. Después se hundió en el agua. Lo siguió Smithback, tirando de D'Agosta pese a sus protestas. Pendergast indicó a Margo que era su turno. Ella se sumergió en la oscuridad, tratando de guiarse por la tenue luz de la lámpara de Snow, que se adentraba en una tubería estrecha y oxidada. Vio que el torpe manoteo de D'Agosta se transformaba en movimientos más regulares a medida que se acostumbraba a respirar el aire de las botellas.

Avanzaron por un tramo recto y después doblaron dos recodos. Margo lanzó una fugaz mirada atrás para asegurarse de que Pendergast los seguía. A través del remolino anaranjado de aguas residuales, vio que el agente del FBI le señalaba que continuase.

El grupo se detuvo en una confluencia. La vieja tubería de hierro dio paso a otra de reluciente acero. Bajo sus pies, en el punto donde se cruzaban los túneles, distinguió un estrecho conducto descendente. Snow señaló al frente y después apuntó arriba con un dedo, indicando que el purgador que comunicaba con el colector lateral del West Side se hallaba justo enfrente.

De pronto se oyó un gran estruendo tras ellos, un sonido profundo y amenazador, extraordinariamente amplificado en aquel espacio reducido y lleno de agua. Siguieron varias detonaciones en rápida sucesión. Bajo el trémulo haz de luz de la lámpara, Margo vio los ojos desorbitados de Snow. Las últimas cargas habían estallado justo a tiempo, obstruyendo los desagües de la Buhardilla del Diablo, cerrándolos para siempre.

Mientras Snow señalaba desesperadamente hacia el purgador, Margo notó un repentino tirón en las piernas, como si un reflujo de marea la arrastrase de regreso al punto de encuentro. La sensación desapareció tan súbitamente como había empezado, y alrededor el agua pareció adquirir una inusitada densidad. Por una décima de segundo tuvo la impresión de hallarse suspendida en el ojo de un huracán.

Instantes después los sacudió una violenta ráfaga de sobrepresión procedente del túnel de hierro situado detrás de ellos, un ciclón de agua lodosa que hizo temblar espasmódicamente el túnel. Margo se sintió zarandeada de pared a pared. Se le desprendió la boquilla y luchó por recuperarla en medio de la avalancha de sedimentos y burbujas que la envolvía. Se produjo otra ráfaga de sobrepresión, y esta vez Margo fue succionada por la tubería que se encontraba bajo sus pies. Luchó por volver a la confluencia, pero una horrible fuerza siguió atrayéndola hacia insondables profundidades. Se golpeó contra las paredes de la tubería, como un corcho arrastrado por la corriente. A lo lejos, en el débil resplandor de la lámpara de Snow, vio a Pendergast, que le tendía la mano, pequeña como la de una muñeca a aquella distancia. Notó otra ráfaga, y el estrecho túnel se desmoronó sobre su cabeza con un chirrido metálico. Sin dejar de oír el estruendo, se sintió caer y caer en una acuosa oscuridad.