Margo cerró los ojos, apretando los párpados, intentando dejar la mente en blanco ante la inminencia del dolor final. Pero pasó un instante, luego otro, y de pronto notó que la levantaban del suelo y la llevaban en volandas, zarandeándola, las correas del pesado bolso hincándosele en el hombro. Pese al profundo terror, la invadió una sensación de alivio: al menos estaba todavía viva.
A través de los párpados percibió que cruzaba una densa y pestilente oscuridad y llegaba a un espacio tenuemente iluminado. Se obligó a abrir los ojos e intentó orientarse. Vio un espejo hecho añicos, sin la mayor parte del cristal, cubierto por lo que parecían incontables capas de barro seco. Al lado, un tapiz podrido de arriba abajo que representaba un ciervo en cautividad. De pronto notó otra sacudida y en su nueva posición vio unas altas paredes de mármol, un techo brillante, y la ruinosa araña de cristal. Una pequeña lámina de metal resplandecía en el centro del techo: la trampilla a la que estaban asomados hacía apenas diez minutos. «Estoy en el Pabellón de Cristal», pensó.
El repugnante olor era allí más intenso que en ninguna otra parte, y Margo luchó contra el pánico y una creciente desesperación. La arrojaron bruscamente al suelo y se le cortó la respiración a causa del golpe. Jadeando, trató de alzarse sobre un codo. Vio que se hallaba rodeada de rugosos que se movían de un lado a otro cubiertos con sus remendadas capas y capuchas. A pesar del miedo, los observó con curiosidad. Así que éstas son las víctimas del esmalte, pensó. No pudo menos que sentir cierta lástima por lo que les había ocurrido. Se preguntó una vez más si era inevitable que tuviesen que morir, aunque en el fondo sabía que no había otra solución. El propio Kawakita había escrito que no existía antídoto, que los efectos del retrovirus eran irreversibles, como había sido irreversible el estado de Whittlesey.
De pronto otro pensamiento asaltó su mente, y miró alrededor desesperada. Las cargas estaban colocadas y pronto estallarían. Incluso si los rugosos le perdonaban la…
Una de las criaturas se inclinó ante ella y le lanzó una mirada lasciva. La capucha se deslizó hacia atrás por un momento, y una incontenible repugnancia barrió de su mente todo atisbo de lástima e incluso el miedo por el inminente peligro. Fugazmente vio la grotesca piel cubierta de arrugas y flácidos pliegues, los hundidos ojos de reptil, negros, de mirada mortecina, las pupilas reducidas a dos trémulos puntos. Margo desvió la vista.
Oyó un golpe, y vio caer a Pendergast en el suelo junto a ella. Lo siguieron Smithback y Mephisto, forcejeando ferozmente.
Pendergast la miró con expresión interrogativa. Ella asintió con la cabeza, confirmándole que no estaba herida. Se produjo otro alboroto, y el teniente D'Agosta rodó por el suelo. De inmediato le quitaron el arma y la lanzaron a un lado. Tenía una brecha sobre el ojo y sangraba copiosamente. Un rugoso arrebató el bolso a Margo, lo arrojó al suelo y se dirigió hacia D'Agosta.
—No te acerques a mí, mutante de mierda —exclamó el policía.
Uno de los rugosos se inclinó y lo abofeteó brutalmente.
—Mejor será que coopere, Vincent —dijo Pendergast con calma—. Estamos en ligera desventaja numérica.
D'Agosta se irguió sobre las rodillas y sacudió la cabeza.
—¿Por qué seguimos vivos?
—Esa es la gran duda del momento —contestó Pendergast—. Me temo que tiene algo que ver con la ceremonia que está a punto de empezar.
—¿Ha oído eso, plumífero? —Mephisto rió con amargura—. Quizá el Post compre su siguiente artículo: «¿Cómo me convertí en víctima de un sacrificio humano?».
El suave canto subió nuevamente de volumen, y Margo notó que la ponían de pie de un tirón. Se abrió un camino entre la oscilante multitud, y vio ante ella, a unos seis o siete metros, la cabaña de cráneos. Contempló con mudo terror la macabra construcción, compuesta de un millar de muecas sonrientes, los restos de piel aún adheridos. En el interior se movían varias figuras, y grandes nubes de humo surgían del techo inacabado. La rodeaba una empalizada de huesos humanos, limpiados de carne sin gran esmero. Ante la entrada distinguió varias plataformas ceremoniales de piedra. Dentro, a través de las innumerables cuencas oculares vacías, vio la forma indistinta del palanquín en que había llegado el chamán. Se preguntó qué aspecto tendría la aterradora aparición. No se sentía con valor para soportar la visión de otro rostro como el que la había mirado ávidamente hacía unos minutos.
Una mano la empujó con brusquedad hacia adelante, y a trompicones avanzó hacia la cabaña. De reojo vio forcejear a D'Agosta con los rugosos que lo llevaban a rastras. Smithback se resistía también en silencio. Uno de ellos sacó un cuchillo de aspecto perverso de entre los pliegues de la capa y lo apoyó en la garganta del periodista.
—Cuchillos de pedernal —masculló Pendergast en español—. ¿No es eso lo que dijo la superviviente de la matanza del metro?
D'Agosta asintió con la cabeza.
A unos pasos de la empalizada, obligaron a Margo y los demás a detenerse y arrodillarse. Alrededor, el canto y el redoble de tambores había cobrado un tono fervoroso.
Observó las plataformas situadas ante la cabaña. En la más cercana, dispuestos con la meticulosidad propia de un ritual, había varios objetos metálicos.
De pronto Margo contuvo la respiración.
—¡Pendergast! —dijo con voz entrecortada.
Pendergast le dirigió una mirada interrogativa, y ella señaló hacia la plataforma con la cabeza.
—Ah, los objetos más grandes —susurró el agente del FBI—. Sólo pude llevarme los trozos menores.
—Sí —respondió Margo con tono apremiante—, pero reconozco uno de ellos. Es el freno de mano de una silla de ruedas.
Una expresión de sorpresa apareció en el rostro de Pendergast.
—Y esa otra pieza pertenece también a una silla de ruedas —continuó Margo—. Es una palanca para graduar la inclinación, rota por la base.
Pendergast intentó acercarse a la plataforma, pero una de las figuras lo obligó a retroceder.
—Esto es absurdo. ¿Con qué finalidad…? —Pendergast se interrumpió. Luego añadió con un susurro—. Una especie de Lourdes.
—No lo entiendo —contestó Margo.
Pendergast guardó silencio, manteniendo la mirada fija en una de las figuras que se hallaban dentro de la cabaña.
En el interior se oyó un murmullo de tela y al instante empezaron a salir figuras encapuchadas de dos en dos. Cada par acarreaba un gran caldero de líquido humeante. El canto subió de volumen hasta convertirse en una prolongada y monótona cacofonía. Los rugosos depositaron los calderos en los hoyos excavados en el suelo del pabellón. Después apareció el palanquín, conducido por cuatro portadores y tapado con una tupida tela negra. Los portadores bordearon la empalizada, desfilando acompasadamente. Al llegar a la plataforma de piedra mayor y más alejada, colocaron el palanquín sobre ella con sumo cuidado. Los lugartenientes retiraron los soportes y la tela y regresaron lentamente a la cabaña.
Margo escrutó la figura sentada en el palanquín entre las sombras. La oscuridad velaba sus facciones, y sólo era visible el movimiento de unos gruesos dedos ligeramente flexionados. El canto decayó por un instante y volvió a cobrar intensidad, percibiéndose en las voces un tono expectante. De pronto la figura alzó una mano y el canto cesó en el acto. Cuando se inclinó, el parpadeante resplandor iluminó su rostro.
Para Margo fue como si el tiempo se hubiese detenido por un instante. Olvidó el miedo, el dolor de las rodillas, los temporizadores de detonación que avanzaban inexorablemente hacia la hora fijada en los oscuros pasadizos. El hombre sentado en lo alto del palanquín construido de huesos humanos —vestido con sus habituales pantalones de gabardina y su corbata estampada de cachemir— era Whitney Frock.
Abrió la boca para hablar, pero ningún sonido salió de su garganta.
—¡Dios mío! —exclamó Smithback detrás de ella.
Frock contempló a la multitud con rostro impasible, inexpresivo. En la enorme sala reinaba un silencio sepulcral.
Lentamente la mirada de Frock fue a posarse en los prisioneros arrodillados frente a él. Miró primero a D'Agosta, luego a Smithback y después a Pendergast. Al llegar a Margo, se sobresaltó. Algo se encendió en sus ojos.
—Querida, cuánto lo lamento —dijo—. Sinceramente, no esperaba que formase parte de esta pequeña expedición como asesora científica. Lo siento mucho. No, no me mire de esa forma. Recuerde que, llegado el momento de deshacernos de aquel irlandés entrometido, le perdoné a usted la vida. Aun sabiendo que era un error, debo añadir.
Margo, conmocionada e incrédula, fue incapaz de hablar.
—Sin embargo aún tiene remedio. —La luz que Margo había visto brillar en los ojos de Frock unos segundos antes se extinguió por completo—. En cuanto al resto de ustedes, bienvenidos sean. Creo que deben hacerse algunas presentaciones. Por ejemplo, ¿quién es ese desaliñado caballero vestido con harapos? —Se volvió hacia Mephisto—. Tiene el rostro de un animal salvaje acorralado, y supongo que eso es exactamente. Un nativo, imagino, incorporado a la expedición como guía. Repetiré la pregunta: ¿Cómo se llama?
Mephisto guardó silencio.
—Córtale la garganta si no contesta —ordenó Frock a uno de sus lugartenientes—. No podemos tolerar la descortesía.
—Mephisto —lo oyó responder Margo con voz hosca.
—¡Mephisto! ¡Vaya, vaya! Sin duda el conocimiento es algo peligroso; sobre todo en un marginado. Pero «Mephisto». ¡Qué trivial! Seguramente con ese nombre pretendía infundir temor en sus roñosos seguidores. A mí no me parece un diablo, la verdad, sino sólo un pobre vagabundo embotado por la droga. Sin embargo no debería quejarme; justo es admitir que los individuos como usted nos han sido muy útiles. Quizá encuentre algún viejo amigo entre mis criaturas. —Señaló con un amplio gesto las filas de rugosos.
Mephisto se irguió sin decir nada.
Margo contemplaba atónita a su antiguo profesor. Nunca había visto a Frock comportarse de aquel modo. Siempre había sido diplomático y cuidadoso al hablar. En ese momento, en cambio, mostraba una arrogancia, una ausencia de emoción, que a Margo le resultaba más escalofriante que el miedo y la confusión que sentía.
—¡Y Smithback, el periodista! —exclamó Frock con desprecio—. ¿Acaso lo han traído para documentar la pretendida victoria sobre mis criaturas? Es una pena que no vaya a tener ocasión de contar el verdadero final en ese periodicucho sensacionalista para el que escribe.
—Eso está por verse —replicó Smithback con tono desafiante.
Frock rió con sorna.
—¿Qué carajo es todo esto? —intervino D'Agosta sin dejar de forcejear—. Mejor será que se explique o…
—¿O qué? —Frock se volvió hacia el policía—. Siempre lo he considerado un sujeto vulgar y maleducado. Pero me sorprende que sea necesario aclararle que no está en situación de exigirme nada. —Dirigiéndose a uno de los encapuchados más cercanos a él, preguntó—: ¿Están desarmados?
En respuesta, la figura asintió lentamente con la cabeza.
—Registrad otra vez a ése —dijo Frock, señalando a Pendergast—. Es muy astuto.
Levantaron bruscamente a Pendergast, lo cachearon y lo obligaron a arrodillarse de nuevo. Con una fría sonrisa en los labios, Frock los escrutó uno por uno.
—Eso era su silla de ruedas, ¿no? —preguntó Pendergast con voz serena, mirando hacia la plataforma.
Frock asintió con la cabeza.
—Mi mejor silla de ruedas.
Pendergast se quedó en silencio. Reuniendo por fin fuerzas para hablar, Margo se volvió hacia Frock.
—¿Por qué? —se limitó a preguntar.
Frock observó a Margo por un momento y luego hizo una seña a sus lugartenientes. Los encapuchados se situaron tras los enormes calderos. Frock se puso en pie, saltó del palanquín y se acercó sin ayuda al agente del FBI.
—Por esto —contestó. A continuación, con actitud orgullosa, alzó los brazos y recitó con voz clara y resonante—: ¡Como yo me he curado, os curaréis vosotros! ¡Como yo he recobrado la salud, la recobraréis vosotros!
La muchedumbre respondió con un sonoro y continuado clamor, y Margo notó que no eran voces inarticuladas sino una gutural respuesta programada. «Las criaturas hablan —pensó—. O lo intentan».
El clamor se desvaneció lentamente, dando paso otra vez al canto. El redoble monótono y grave de los tambores se reanudó, y las filas de rugosos comenzaron a aproximarse al semicírculo de calderos. Los lugartenientes sacaron delicadas copas de arcilla de la cabaña. Margo miraba con atención, incapaz de establecer una conexión entre aquellos receptáculos bellamente modelados y la siniestra ceremonia. Las criaturas se adelantaron una por una, cogiendo entre sus manos de uñas largas y duras las copas humeantes y llevándoselas a la boca. Margo apartó la vista, asaltada por un profundo asco al oír sus sorbetones.
—Por esto —repitió Frock, volviéndose hacia Margo—. ¿No se da cuenta? ¿No comprende que nada en el mundo puede igualarse a esto? —En su voz se advertía un tono casi implorante.
Por un momento Margo no entendió a qué se refería. Luego lo vio con claridad: la ceremonia, la droga, las piezas de la silla de ruedas, la alusión de Pendergast al santuario de Lourdes y sus facultades milagrosas.
—Para poder andar —susurró Margo—. Todo esto sólo para poder andar.
La expresión de Frock se endureció al instante.
—¡Qué fácil es para usted juzgarlo! —reprochó—. Usted, que ha caminado toda su vida sin pararse ni un solo momento a pensar en ello. ¿Cómo puede imaginar siquiera qué es verse privado de la libertad de movimiento? Ser un inválido de nacimiento es ya bastante malo, pero conocer ese don y perderlo cuando uno tiene aún por delante los mayores logros de su vida… —La miró—. Para usted, claro está, fui siempre el viejo doctor Frock. Pobre doctor Frock, qué mal debió de pasarlo al contraer la polio en aquel poblado africano de la selva de Ituri; qué desgracia que tuviese que abandonar sus investigaciones de campo… —Acercó su cara a la de ella y añadió entre dientes—: El trabajo de campo era mi vida.
—Así pues, continuó la obra del doctor Kawakita —dijo Pendergast—. Terminó lo que él había empezado.
Frock dejó escapar un bufido de desprecio.
—Pobre Gregory. Acudió a mí desesperado. Como seguramente saben, comenzó a tomar la droga prematuramente. —Frock movió el dedo índice en un cínico gesto de reprobación impropio de él—. ¡Muy mal hecho! Y pensar que siempre le insistí en que aplicase procedimientos rigurosos en el laboratorio. Pero el muchacho carecía de la paciencia necesaria. Era arrogante y tenía delirios de inmortalidad. Consumió la droga antes de aislar todos los efectos negativos del retrovirus. Debido a los… extremos cambios físicos resultantes, necesitó ayuda. Tenía una placa metálica implantada quirúrgicamente en la espalda. Sufría fuertes dolores y estaba solo y asustado. ¿A quién podía recurrir sino a mí, en mi opresivo y enervante retiro? Y, como es natural, yo pude ayudarlo. No sólo quitándole la placa, sino también purificando más la droga. Pero su cruel experimentación —añadió Frock, extendiendo las manos hacia la multitud—, la venta de la droga, lo llevó a la perdición, como no podía ser de otro modo. Cuando los sujetos de sus experimentos se dieron cuenta de lo que había hecho con ellos, lo mataron.
—Así que usted purificó la droga —dijo Pendergast, y empezó a ingerirla.
—Realizamos las últimas pruebas en un laboratorio pequeño y bastante descuidado que Greg tenía junto al río. El pobre había perdido la convicción necesaria para seguir adelante. O quizá nunca poseyó esa clase de valor, las agallas imprescindibles para que un verdadero científico visionario lleve un experimento hasta su conclusión. Así que terminé lo que él había comenzado. O para ser más exactos, lo perfeccioné. La droga todavía causa cambios morfológicos, por supuesto; sin embargo ahora esos cambios, en lugar de deformar, sanan lo que la naturaleza ha corrompido. Es el auténtico destino, la auténtica iteración, del retrovirus. Yo soy la prueba viva de su capacidad regeneradora. He sido el primero en efectuar la transición. De hecho, ahora comprendo con toda claridad que sólo yo podía conseguirlo. Mi silla de ruedas era mi cruz, ¿entienden? Ahora es venerada como símbolo del nuevo mundo que crearemos.
—El nuevo mundo —repitió Pendergast—. Las plantas de Mbwun, cultivadas en el Reservoir.
—Idea de Kawakita —dijo Frock—. Los acuarios son caros y ocupan mucho espacio, ¿comprende? Pero eso fue antes… —Su voz se desvaneció.
—Empiezo a entenderlo —prosiguió Pendergast, tan sereno como si conversase con un viejo amigo en la mesa de una acogedora cafetería—. Desde el principio su plan era desaguar el Reservoir.
—Naturalmente. Gregory había modificado la planta para cultivarla en un clima templado. Nos proponíamos desaguar el Reservoir nosotros mismos y liberar la planta en estos túneles. Mis criaturas rehúyen la luz, y ésta es la madriguera perfecta. Pero, gracias al amigo Waxie, nos ahorraremos el trabajo. Waxie siempre está o, mejor dicho, estaba dispuesto a atribuirse el mérito de ideas ajenas. No sé si lo recordarán, pero fui yo quien sugirió la posibilidad de desaguar el Reservoir.
—Doctor Frock —dijo Margo, procurando mantener su voz bajo control—, parte de esas semillas llegará al Hudson a través del alcantarillado, y de ahí a mar abierto. Cuando entren en contacto con el agua salada, se activará el virus, contaminando el ecosistema de todo el planeta. ¿Es consciente de las consecuencias que eso tendría en la cadena alimentaria?
—Querida Margo, ésa es precisamente la idea. Hay que admitir que es un paso en la evolución, un paso hacia lo desconocido. Pero como bióloga, Margo, se habrá dado cuenta seguramente de que la especie humana ha degenerado. Ha perdido su vigor evolutivo, su capacidad de adaptación. Yo soy el instrumento de la revigorización de la especie.
—¿Y dónde pensaba esconder el culo durante la inundación? —preguntó D'Agosta.
Frock soltó una carcajada.
—Por lo visto, es usted tan estúpido como para suponer que, en virtud de esta corta excursión, lo conoce ya todo acerca de este mundo subterráneo. Créame, bajo Manhattan existe un mundo mucho más grande, terrible y prodigioso de lo que imagina. Deleitándome en el uso de mis piernas, he deambulado sin cesar. Aquí puedo liberarme de la farsa que debo mantener en la superficie. He encontrado cuevas naturales de increíble belleza; viejos túneles usados por los contrabandistas holandeses en los tiempos de Nueva Amsterdam; agradables rincones adonde podemos retirarnos mientras el agua recorre su camino hacia el mar. No encontrarán esos lugares en ningún plano. Cuando, en breve, medio millón de metros cúbicos de agua descienda por aquí y arrastre hasta el mar las semillas maduras de Liliceae mbwunensis, mis criaturas y yo estaremos a salvo en un túnel situado por encima de la zona inundada. Y cuando pase la inundación, regresaremos a nuestros hogares recién fregados a disfrutar de los frutos que el agua deje tras de sí. Y naturalmente a esperar la llegada de lo que yo llamo la Discontinuidad Holocena.
Margo miró a Frock con incredulidad. Él le sonrió; era una sonrisa lejana y arrogante que nunca antes había visto. Parecía muy seguro de sí mismo. Margo pensó que quizá Frock no estaba enterado de que habían colocado explosivos.
—Sí, querida; es mi teoría de la evolución fractal llevada a su extremo lógico. El retrovirus, o «esmalte» si prefiere, introducido en el principio mismo de la cadena alimentaria. ¡Qué apropiado que sea yo su vector, su agente activador! ¿No le parece, querida? La extinción en masa en el límite K-T resultará insignificante en comparación. Aquello permitió sólo la proliferación de los mamíferos gracias a la eliminación de los dinosaurios. ¿Quién sabe a qué dará paso esta transformación? Las perspectivas son apasionantes.
—Es usted un hombre muy enfermo —dijo Margo, sintiendo que una escalofriante desesperación se adueñaba de ella.
Nunca había imaginado que Frock echase en falta el uso de sus piernas hasta aquel punto. Era su secreta obsesión. Debía de haber previsto las facultades regeneradoras de la droga incluso mientras Kawakita padecía sus consecuencias. Pero obviamente pasaba por alto su capacidad de envenenar la mente. Nunca comprendería —nunca creería— que al perfeccionar la acción de la droga había incrementado exponencialmente su capacidad de estimular los delirios y la violencia, de exacerbar las obsesiones ocultas. Y Margo tenía la impresión de que nada que dijese lo persuadiría.
Los rugosos seguían desfilando ante los calderos. Cuando se llevaban las copas a los labios, Margo veía estremecerse sus cuerpos bajo las capas, incapaz de adivinar si era por placer o por dolor.
—Y conocía nuestros movimientos desde el principio —oyó decir a Pendergast—. Como si los dirigiese usted mismo.
—En cierto sentido, era yo quien los dirigía. Podía confiar en que Margo, como discípula mía, llegaría por sí sola a las conclusiones correctas. Y sabía que su mente inquieta, agente Pendergast, no dejaría de maquinar. Así pues, me aseguré de que la operación de desagüe del Reservoir no pudiese detenerse. Al encontrar aquí una de mis criaturas herida, me reafirmé en mi convicción. ¡Pero qué astuto por su parte enviar a los hombres rana a modo de precaución! Por suerte, todas mis criaturas venían camino de la ceremonia, y les han impedido estropearnos la fiesta. —Parpadeó—. Para ser tan inteligente, me sorprende que haya pensado que podía bajar hasta aquí y derrotarnos con sus ridículas armas. Sin duda no esperaba encontrar tal número de criaturas. Uno más de sus muchos errores.
—Sospecho que hay una parte de la historia que ha omitido, doctor —dijo de pronto Margo con el tono más ecuánime posible.
Frock se acercó a ella con expresión interrogativa. A Margo le resultaba difícil pensar con claridad viéndolo caminar tan ágilmente. Inhaló una bocanada de aquel aire nocivo.
—Creo que fue usted quien mató a Kawakita —afirmó—. Lo mató y dejó su cuerpo aquí para que pareciese una víctima más.
—¡No me diga! —replicó Frock—. ¿Y eso por qué, si puede saberse?
—Por dos razones —continuó Margo, levantando la voz—. Encontré el diario de Kawakita entre los escombros del laboratorio. Es obvio que empezaba a albergar serias dudas sobre su proyecto. Mencionaba el thyoxin. Imagino que había descubierto el efecto que ejercería la salinidad en el retrovirus, y que planeaba destruir las plantas antes de que usted las vertiese en el Hudson. Puede que la droga hubiese deformado su mente y su cuerpo, pero debía de conservar aún un poco de conciencia.
—Querida, no lo entiende —repuso Frock—. Es incapaz de entenderlo.
—Y lo mató porque sabía que los efectos de la droga eran irreversibles. ¿No es así? Yo misma lo comprobé con mis experimentos. No puede usted curar a esta gente, y lo sabe. Pero ¿lo saben ellos?
El canto pareció decaer ligeramente entre los rugosos que se hallaban más cerca, y Frock lanzó una rápida mirada a ambos lados.
—Eso son acusaciones de una mujer desesperada. Me parece impropio de usted, querida.
«Están escuchando —pensó Margo—. Quizá aún sea posible convencerlos».
De pronto la voz de Pendergast irrumpió en sus pensamientos.
—¡Claro! Kawakita recurrió a esta ceremonia, la administración de la droga, porque se le antojó la manera más fácil de apaciguar a sus pobres víctimas. Pero a él no le seducían especialmente los adornos ni el ritual. No se los tomaba en serio. Ésa fue su aportación, doctor Frock. Como antropólogo, la oportunidad de crear su propio culto debe de haberle proporcionado un gran placer. Esbirros, o quizá acólitos, empuñando cuchillos primitivos. Una cabaña de cráneos. Un relicario para su silla de ruedas, símbolo de su transformación.
Frock permaneció inmóvil, sin hablar.
—Ésa es la verdadera razón del reciente incremento de asesinatos —prosiguió Pendergast—. Ya no es por falta de droga, ¿verdad? Ahora tiene el Reservoir lleno. No; ahora el plan es otro. Un plan obsesivo. Un plan arquitectónico. —Señaló la cabaña con el mentón—. Necesitaba un templo para su nueva religión, para su deificación personal.
Frock miró a Pendergast. Le temblaban los labios.
—¿Y por qué no? Cada nueva era necesita una nueva religión.
—Pero sigue siendo en esencia una ceremonia, ¿no? Y todo depende del control. Si estas criaturas averiguasen que los efectos de la droga son irreversibles, ¿qué poder tendría usted sobre ellas?
Se oyó un murmullo entre los rugosos más cercanos.
—¡Basta! —gritó Frock, y dio una palmada—. No nos queda mucho tiempo. ¡Preparadlos! —Margo notó que la agarraban por los brazos, la ponían de pie y le apoyaban la punta de un cuchillo en la garganta—. Desearía que estuviese aquí para ver el cambio con sus propios ojos, Margo. Pero muchos habrán de caer en la transición. Lo siento.
Smithback se abalanzó hacia Frock, pero lo contuvieron.
—¡Doctor Frock! —dijo Pendergast—. Margo fue alumna suya. Recuerde cómo luchamos los tres contra la Bestia del Museo. Aun ahora, no es usted totalmente responsable de lo que ha ocurrido. Quizá le sea aún posible volver a la normalidad. Curaremos su mente.
—¿Y arruinarán mi vida? —Frock se inclinó hacia el agente del FBI y bajó la voz—. ¿Volver a qué normalidad, si puede saberse? ¿La de un conservador emérito inútil, caduco y un tanto ridículo? ¿La de un anciano con apenas unos años de vida por delante? Seguramente las investigaciones de Margo han revelado que la droga tiene otro efecto secundario: elimina la concentración de moléculas radicales libres en los tejidos vivos. Dicho de otro modo, ¡alarga la vida! —Consultó su reloj—. Faltan veinte minutos para las doce. Se nos ha acabado el tiempo.
De repente sopló una ráfaga de viento y pequeñas nubes de polvo se elevaron de la última hilera de cráneos de la cabaña. Casi de inmediato se oyó un penetrante tableteo, y Margo se dio cuenta de que eran disparos de armas automáticas.
A continuación se produjo un extraño chasquido y luego otro, y de pronto un intenso resplandor inundó el pabellón. Alrededor se oían alaridos de dolor. Hubo otro estallido de luz, y la punta del cuchillo desapareció de su garganta. Aturdida y momentáneamente cegada, sacudió la cabeza. El canto había dado paso a un confuso griterío, y Margo oyó surgir furiosos aullidos entre la muchedumbre. Cuando tenía los ojos cerrados, se produjo una nueva erupción de luz, acompañada de más chillidos de dolor. Margo advirtió que uno de los rugosos la soltaba. Con la instintiva rapidez de la desesperación, se revolvió y consiguió zafarse del otro rugoso. Se lanzó al suelo y se alejó a gatas, parpadeando frenéticamente en un esfuerzo por recuperar la visión. Cuando empezaron a disiparse los puntos blancos y negros, vio en el pabellón varias columnas de humo que despedían un brillo inconcebible. Muchos rugosos se retorcían en el suelo, tapándose los rostros con las manos, ocultando las cabezas bajo las capas. Cerca de ella, Pendergast y D'Agosta se habían liberado también y corrían en auxilio de Smithback.
Súbitamente se produjo una violenta explosión, y un lado de la cabaña se desplomó envuelto en llamas. Astillas de hueso salieron despedidas como metralla hacia las primeras filas de rugosos.
—Debe de haber sobrevivido algún hombre de la Compañía de Operaciones Especiales —gritó Pendergast, tirando de Smithback hacia ellos—. Los disparos provienen del andén contiguo al pabellón. Vamos hacia allí ahora que todavía podemos. ¿Dónde está Mephisto?
En ese preciso instante cayó otro proyectil frente a la cabaña, reduciendo a añicos la empalizada y destrozando dos de los calderos. Un gran charco de líquido humeante se formó en el suelo, resplandeciente bajo la luz. Los rugosos profirieron voces de consternación, y algunos de los que se revolcaban por el suelo en las inmediaciones comenzaron a lamer la preciada sustancia. Frock gritaba y señalaba en la dirección de donde procedían los proyectiles.
D'Agosta y los otros fueron a refugiarse tras la cabaña. Margo vaciló y miró alrededor buscando su bolso. La luz empezaba a perder intensidad, y varias criaturas se encaminaban ya hacia ellos, protegiéndose los ojos contra el resplandor; los cuchillos de pedernal brillaban perversamente en sus manos.
—¡Doctora Green, venga de inmediato! —gritó Pendergast.
De pronto vio el bolso, rasgado y abierto en el suelo polvoriento. Lo cogió y corrió tras Smithback. El grupo se había detenido cerca del arco que conducía al andén, encontrando el paso obstruido por una irregular fila de rugosos.
—¡Mierda! —exclamó D'Agosta con ira.
—¡Eh, Napoleón! —oyó gritar Margo por encima del alboroto. Era la inconfundible voz de Mephisto.
Al volverse, vio trepar a Mephisto a una de las plataformas vacías, el collar de turquesas saltando en torno a su cuello. Sonó otra explosión, ésta más lejana, y una columna de fuego brotó en medio de uno de los grupos dispersos.
Frock se volvió hacia Mephisto y lo miró con los ojos entornados.
—Conque vagabundo embotado por la droga, ¿eh? ¡Pues mire esto! —Mephisto se metió la mano en la entrepierna del mugriento pantalón y extrajo lo que a Margo le pareció un disco de plástico verde en forma de riñón—. ¿Sabe qué es? Una mina antipersonal. Llena a rebosar de astillas de metal recubiertas de teflón, impulsadas por una carga equivalente a la de veinte granadas. Muy peligrosa. —Mephisto la sacudió en dirección a Frock—. Está activada, así que ordene a sus correosos esbirros que retrocedan.
Los rugosos se detuvieron.
—Eso es un farol —repuso Frock con calma—. Es un individuo despreciable, pero no un suicida.
—¿Está seguro? —Mephisto sonrió—. ¿Sabe qué le digo? Preferiría volar en pedazos a acabar formando parte de la decoración de su barraca. —Miró a Pendergast—. ¡Eh, Tumba de Grant! Espero que me perdone por llevarme este artefacto de su arsenal. Las promesas están muy bien, pero mi idea era asegurarme de que nadie volvía a acosar a la Ruta 666. Ahora mejor será que vengan aquí si quieren llegar a la superficie.
Pendergast negó con la cabeza y se tocó la muñeca, dándole a entender que se había acabado el tiempo.
—¡Cortadle el cuello! —gritó Frock, haciendo furiosas señas a los rugosos que rodeaban las plataformas.
Los rugosos se precipitaron hacia Mephisto, y él se situó en el centro de la plataforma.
—¡Adiós, alcalde Whitey! —dijo—. ¡Recuerde su promesa!
Margo, horrorizada, volvió la cabeza cuando Mephisto lanzó la mina sobre la muchedumbre que se arremolinaba en torno a sus pies. Se produjo un destello anaranjado y un intenso calor se propagó por el espacio sucio y húmedo. Después notó la onda expansiva, una brutal embestida que la tiró al suelo. Irguiéndose sobre las rodillas, miró atrás y vio ascender una cortina de llamas al otro lado de la cabaña, roja sobre el resplandor blanco de las bengalas. Por un momento distinguió la silueta de Frock, de pie en pose triunfal, los brazos extendidos, el cabello blanco teñido de color naranja por un millar de lenguas de fuego, y después todo desapareció entre el humo y las llamas.
En los posteriores instantes de desconcierto, el grupo de rugosos que les cortaba el paso se disgregó.
—¡Adelante! —gritó Pendergast por encima del fragor del fuego.
Agarrando su bolso, Margo los siguió a través del arco situado en un extremo del Pabellón de Cristal. Al otro lado, en el andén, D'Agosta y Smithback se detuvieron junto a un hombre de complexión ligera, vestido de submarinista y con la cara reluciente por el sudor y la tintura de camuflaje.
Detrás, Margo oyó resuellos húmedos. Los rugosos habían cerrado filas y se abalanzaban hacia ellos. Al llegar al estrecho arco, Margo paró y se dio media vuelta.
—¡Margo! —llamó Pendergast desde el andén—. ¿Qué hace?
—Tenemos que impedirles pasar de aquí —respondió Margo, metiendo una mano en el bolso—. Corriendo, no conseguiremos escapar.
—¡No sea loca! —gritó Pendergast.
Desoyendo su advertencia, Margo agarró dos de las botellas, una en cada mano. Las apretó con fuerza, lanzando chorros de líquido a través del arco.
—¡Alto! —dijo—. En estas botellas tengo dos mil millones de unidades de vitamina D3.
Los rugosos siguieron avanzando, sus ojos llorosos e inyectados en sangre, su piel manchada y quemada por la intensa luz.
Agitó las botellas.
—¿No me oís? ¡7-dihidrocolesterol activado! ¡Suficiente para mataros a todos aunque fueseis diez veces más!
Cuando se acercaba el primer rugoso, cuchillo en mano, le lanzó un chorro a la cara y lo mismo hizo con el siguiente. Cayeron de espaldas, retorciéndose, y pequeñas volutas de humo acre se elevaron de su piel.
Los otros rugosos se detuvieron, prorrumpiendo en un incoherente balbuceo.
—¡Vitamina D! —repitió Margo—. ¡Rayos de sol embotellados!
Alzó los brazos y trazó dos arcos de líquido sobre el alborotado grupo. Se oyeron gemidos. Algunos se desplomaron y rasgaron las capas, salpicando a sus compañeros. Margo dio un paso al frente y roció a toda la primera fila. Cayeron de espaldas aterrorizados, llenando el aire de balbuceos y gemidos. Dio otro paso al frente, lanzando un grueso chorro de izquierda a derecha. Los rugosos se dieron media vuelta y se dispersaron, tropezando entre sí, dejando atrás una docena de cuerpos convulsos y humeantes.
Margo retrocedió y vertió el resto de la solución en el suelo y los contornos del arco, dejando encharcada la salida. Luego arrojó las botellas vacías al pabellón.
—¡Vámonos!
Corrió tras los otros y se reunió con ellos junto a una rejilla abierta al fondo del andén.
—Tenemos que volver al punto de encuentro —dijo el submarinista—. Las cargas estallarán dentro de diez minutos.
—Usted primero, Margo —dijo D'Agosta.
Margo saltó a la vía, y cuando empezaba a descender por el sumidero, resonó una serie de explosiones por encima de ellos.
—¡Nuestras cargas! —exclamó D'Agosta—. El fuego debe de haberlas detonado antes de tiempo.
Pendergast se volvió para contestar, pero su voz quedó ahogada por un estruendo que, como los terremotos, se notó primero en los pies y luego en el vientre con progresiva violencia y volumen. Un viento extraño barrió el túnel —un creciente rugido de aire provocado por el hundimiento del Pabellón de Cristal—, arrastrando polvo, humo, papeles y el olor dulzón de la sangre.