Hayward mantenía la vista fija al frente, atenta a los reflejos de las lámparas en el techo bajo y las húmedas paredes del túnel abandonado, semejantes a los destellos de luces de emergencia. El aparatoso escudo antidisturbios de plexiglás le pesaba en el hombro. A su derecha percibía la presencia alerta y serena de Carlin en la oscuridad. Al parecer, conocía bien su trabajo. Sabía que bajo tierra no había peor actitud que la fanfarronería. A los topos no les gustaba que se entrometieran en sus vidas, y si algo los encolerizaba más que la visión de un policía, era la visión de muchos policías en tareas de desalojo.
Al frente, donde estaba Miller, se oían continuas risas y bravatas. La patrulla cinco ya había desalojado a dos grupos de mendigos de los niveles superiores, topos periféricos que habían huido aterrorizados hacia la superficie ante la falange de treinta policías. Aquello había servido para enfervorizar más aún a la patrulla. Hayward movió la cabeza en un gesto de disgusto. Aún no habían encontrado a los topos más radicales. Y era raro. Deberían haber visto ya más mendigos en los túneles del metro situados bajo Columbus Circle. Hayward había advertido restos de fogatas aún humeantes. Eso quería decir que los topos se habían escondido. Lo cual no era de extrañar, considerando el alboroto que estaban organizando.
La patrulla siguió adelante, deteniéndose de vez en cuando para que pequeños destacamentos explorasen nichos y pasadizos laterales. Hayward veía regresar a los agentes con las manos vacías, pavoneándose, dando puntapiés a la basura, los escudos antidisturbios a un lado. En el aire flotaban vapores de amoníaco. Pese a que habían descendido ya a una profundidad donde normalmente no llegaban las partidas de desalojo, el ambiente de excursión aún no había desaparecido y nadie se quejaba. Espera a que empiecen a respirar hondo, pensó Hayward.
El túnel se cortó de pronto, y la patrulla, en fila de a uno, descendió por una escalera metálica al siguiente nivel. Por lo visto, nadie sabía dónde estaba el tal Mephisto ni cuántos mendigos formaban la comunidad Ruta 666, el principal objetivo de la patrulla. Pero a nadie parecía preocuparle. «Ya saldrá de su madriguera —había dicho Miller—. Si no lo encontramos nosotros, lo encontrará el gas».
Mientras bajaba tras el bullicioso grupo, Hayward tenía la sensación de estar hundiéndose en agua fétida y caliente. La escalera salía a un túnel inacabado. En lo alto de las paredes toscamente labradas corrían tuberías de agua viejas y húmedas. Delante de ellos, las risas dieron paso a cuchicheos y gruñidos.
—Cuidado dónde pisa —advirtió Hayward, enfocando el suelo del túnel, salpicado de estrechos orificios de taladro.
—No me gustaría meter el pie en uno de esos —comentó Carlin, su enorme cabeza mayor aún por el casco que llevaba puesto. Empujó un guijarro con el pie hasta el agujero más cercano y escuchó con atención. Al cabo de unos segundos se oyó el eco de un golpeteo lejano—. Debe de haber caído más de treinta metros. Y por el sonido, parece que abajo también está hueco.
—Fíjese —susurró Hayward, dirigiendo el haz de la lámpara a las tuberías de madera podrida.
—Tienen cien años por lo menos —dijo Carlin—. Creo…
Hayward le apoyó una mano en el brazo para hacerlo callar. En la total oscuridad del túnel se oía un tenue tamborileo.
Un apagado rumor de voces llegó de la cabeza de la patrulla. Aguzando el oído, Hayward notó que el tamborileo se aceleraba e instantes después volvía a perder ritmo, siguiendo una cadencia secreta.
—¿Quién va ahí? —preguntó Miller a voz en grito.
Al suave sonido se unió otro tamborileo, éste más grave, y luego otro, hasta que una infernal sinfonía de ruido pareció inundar el túnel.
—¿Qué demonios es eso? —dijo Miller. Sacó su arma y apuntó en la dirección que enfocaba su lámpara—. ¡Policía! ¡Salgan inmediatamente!
En respuesta, como burlándose de él, resonó el tamborileo entre las paredes del túnel, pero nadie se dejó ver.
—Jones y McMahon, adelántense unos cien metros con su grupo —ordenó Miller—. Stanislaw y Fredericks, vayan a inspeccionar la retaguardia.
Hayward esperó mientras los pequeños destacamentos desaparecían en la oscuridad y volvían con las manos vacías minutos después.
—¿No irán a decirme que no han visto nada? —bramó Miller ante los gestos de desconcierto de sus hombres—. Ese ruido lo hace alguien.
El tamborileo disminuyó hasta convertirse en un único y rítmico golpeteo.
Hayward dio un paso al frente.
—Son los topos, golpeando las tuberías…
—Cállese, Hayward —la interrumpió Miller con expresión ceñuda.
Hayward notó que el resto de la patrulla prestaba atención a sus palabras.
—Así es como se comunican entre sí, señor —añadió Carlin.
Miller se volvió hacia él, su rostro oscuro e inescrutable en la negrura del túnel.
—Saben que estamos aquí —prosiguió Hayward—. Están advirtiendo a las comunidades cercanas, avisándolas de que van a ser atacadas.
—Ya, claro —dijo Miller—. ¿Acaso tiene poderes telepáticos, sargento?
—¿Y usted entiende el morse, teniente? —replicó Hayward.
Miller no supo qué contestar. Al cabo de un momento soltó una estridente carcajada.
—Aquí Hayward piensa que los nativos están inquietos.
El jocoso comentario fue recibido con risas poco convencidas. El tamborileo continuó.
—¿Y ahora qué dice? —preguntó Miller con tono sarcástico.
Hayward escuchó.
—Se han movilizado.
Tras un largo silencio, Miller bramó:
—¡Qué sarta de gilipolleces! —Se volvió hacia su grupo—. ¡Adelante en fila de a dos! Ya hemos perdido demasiado tiempo.
Cuando Hayward se disponía a protestar, se oyó un golpe sordo a corta distancia. Uno de los hombres situados en las primeras filas gimió, retrocedió tambaleándose y dejó caer el escudo. Una piedra enorme rodó hasta los pies de Hayward.
—¡Formación! —gritó Miller—. ¡Escudos en alto!
Los haces de una docena de lámparas barrieron la negrura alrededor, enfocando nichos y viejos techos. Carlin se aproximó al policía agredido.
—¿Se encuentra bien? —preguntó.
El agente McMahon, asintió con la cabeza, respirando con dificultad.
—El hijo de puta me ha dado en pleno estómago. El chaleco antibalas ha amortiguado el golpe.
—¡Salgan de ahí! —gritó Miller a la oscuridad.
Volaron otras dos piedras, surcando los haces de luz como murciélagos. Una cayó en el suelo polvoriento del túnel y la otra golpeó de refilón el escudo de Miller. El teniente disparó su arma y las balas de goma rebotaron en el tosco techo.
Hayward escuchó alejarse por el túnel el eco de las detonaciones hasta extinguirse por completo. Los hombres escrutaban la oscuridad alarmados, balanceándose, ya nerviosos. Aquélla no era forma de abordar una operación de desalojo de tal envergadura.
Respirando hondo, Hayward se dirigió hacia la cabeza de la patrulla.
—Teniente, mejor será que salgamos ahora mismo…
De pronto empezó a caer una lluvia de objetos: botellas, piedras y basura lanzadas desde delante. Los agentes se agacharon detrás de los escudos para protegerse la cara.
—¡Mierda! —exclamó una voz al borde de la histeria—. ¡Esos cabrones nos están tirando mierda!
Cuando Hayward miró en torno buscando a Carlin, otra voz cercana musitó con manifiesta incredulidad:
—¡Dios santo!
Hayward giró en redondo y sintió que le flaqueaban las piernas ante lo que veían sus ojos: un harapiento ejército de mendigos avanzaba hacia ellos desde detrás, en una maniobra perfectamente planeada. En el exiguo resplandor de las lámparas era imposible hacer una estimación fiable, pero Hayward calculó que había centenares, todos ellos lanzando gritos de rabia y empuñando barras angulares de hierro y trozos de varillas de acero del tipo utilizado como refuerzo en el hormigón armado.
—¡Atrás! —rugió Miller, apuntando a la turba con su arma—. ¡Repliéguense y disparen!
Sonó una descarga cerrada, un estampido breve pero insoportable en el reducido espacio del túnel. Hayward creyó oír los impactos sordos de las balas de goma contra los cuerpos. Varios atacantes de la primera fila se desplomaron, aullando de dolor y buscándose entre los andrajos las heridas de bala que creían haber recibido.
—¡Afuera los cerdos! —clamó un topo alto y mugriento de apelmazado pelo blanco y mirada salvaje, y la muchedumbre reanudó la marcha hacia ellos.
Hayward vio retroceder a Miller, refugiándose en el confuso grupo de agentes y dando órdenes contradictorias. Sonaron más disparos, pero era imposible ver nada en el caos de luces que se deslizaban frenéticamente por las paredes y el techo. Los topos gritaban todos a una; era un alarido ululante y furioso que ponía los pelos de punta.
—¡Joder! —exclamó Hayward estupefacta al ver que la turba atravesaba el parpadeante resplandor de las lámparas y entraba en lucha con la falange de policías.
—¡Por el otro lado! —advirtió un agente—. ¡Vienen también por el otro lado!
Se oyó ruido de cristales rotos, y el túnel quedó sumido en la oscuridad, viéndose sólo algún que otro destello cada vez que alguien disparaba. Hayward permaneció inmóvil en medio del caos, desorientada por la falta de luz e intentando conservar la calma.
De pronto notó una mano grasienta entre los omóplatos. Su momentánea parálisis desapareció de inmediato. Soltando el escudo y desplazando el peso del cuerpo hacia adelante, lanzó a su agresor por encima del hombro y le asestó un furioso golpe con la bota en el abdomen. Entre los chillidos y las detonaciones, oyó aullar de dolor al hombre. Otra figura se aproximaba rápidamente a ella. Instintivamente, Hayward adoptó una postura defensiva: encogida, el peso apoyado en la pierna izquierda, el brazo izquierdo en posición vertical ante la cara. A la vez que fintaba, lanzó un golpe con el brazo izquierdo y acto seguido giró en redondo sobre la pierna apoyada, alzó la otra pierna y derribó al atacante de una patada.
—¡Joder! —dijo Carlin con tono de aprobación, abriéndose paso hacia ella.
La oscuridad era ya absoluta. A menos que consiguiesen luz, estaban perdidos. Sin pérdida de tiempo, Hayward buscó a tientas una bengala en su cinturón, la levantó y tiró del cordón de encendido. El túnel quedó bañado por una fantasmagórica luz anaranjada. Atónita, Hayward contempló las figuras que forcejeaban alrededor. Se hallaban acorralados por un gran número de topos. Oyó un chasquido y vio aparecer otra luz junto a ella. Al menos Carlin conservaba la suficiente presencia de ánimo para seguir su ejemplo.
Hayward alzó la bengala sobre su cabeza y observó la situación, pensando cómo reorganizar la patrulla. No veía a Miller por ninguna parte. Recogió el escudo, desenfundó la porra y probó a avanzar unos pasos. Dos topos corrieron hacia ella, pero los puso en retirada con certeros baquetazos. Carlin, vio Hayward de reojo, permanecía a su lado, intimidando a los agresores con su imponente corpulencia y guardándole el flanco con ayuda de su escudo y su porra. Hayward sabía que, en su mayoría, los mendigos de los subterráneos estaban desnutridos y débiles a causa de la drogadicción. Si bien las bengalas habían reducido temporalmente la ventaja de los topos, el mayor peligro seguía siendo su superioridad numérica.
Otros agentes se agruparon en torno a ellos dos. Situándose contra una pared, se atrincheraron tras una barrera de escudos. Hayward advirtió que el grupo de topos que los habían atacado desde la retaguardia era relativamente pequeño y empezaba a unirse al grupo principal. La mayor parte de los policías rehacían la formación al otro lado de la turba, que avanzaba por el túnel hacia la escalera, gritando y arrojando piedras. La única manera de salir era flanquear a la muchedumbre, obligándolos simultáneamente a subir al nivel superior.
—¡Síganme! —gritó Hayward—. ¡Llevémoslos hacia la salida!
Esquivando piedras y botellas, guió al grupo hacia el flanco derecho de la turba. Los mendigos retrocedieron, y Hayward disparó por encima de sus cabezas, dispersándolos. Menguado ya su arsenal de proyectiles, la lluvia de objetos comenzó a amainar. Los alaridos e insultos continuaban de manera intermitente, pero su moral decrecía, y Hayward advirtió con alivio que la turba se retiraba en desorden.
Se detuvo por un instante para recobrar el aliento y evaluar la situación. Dos policías yacían en el suelo mugriento del túnel, uno revolviéndose con la cabeza entre los brazos, el otro al parecer inconsciente.
—¡Carlin! —dijo Hayward, y señaló a los heridos con la barbilla.
De repente se produjo un violento tumulto entre la multitud en retirada. Hayward levantó la bengala y estiró el cuello para ver la causa del súbito alboroto. Allí estaba Miller, aislado del resto de los policías al otro lado de la turba. Probablemente había intentado huir durante el primer ataque y había quedado acorralado por la segunda emboscada.
Hayward oyó un ruido seco y vio aparecer una nube de humo, empalagosamente verde a la trémula luz de la bengala. Miller, aterrorizado, debía de haber echado mano del gas lacrimógeno.
«¡Dios, sólo nos faltaba eso!», pensó.
—¡Las máscaras! —advirtió a voz en cuello.
El gas avanzó lenta y sinuosamente hacia ellos, extendiéndose por el suelo como una alfombra venenosa.
Hayward se apresuró a colocarse la máscara y se ajustó el cierre de velcro.
Al salir de la nube de humo, agachado y con la máscara puesta, Miller parecía un alienígena.
—¡Échenles el gas! —ordenó con voz ahogada.
—¡No! —protestó Hayward—. ¡Aquí no! ¡Hay dos hombres heridos!
Miller pasó ante Hayward sin mirarla siquiera, agarró un bote del cinturón del agente más cercano, tiró de la anilla y lo lanzó hacia la turba. Hayward vio volar otros dos o tres botes de humo, arrojados por agentes que, presas del pánico, seguían el ejemplo de Miller. Se oyeron más chasquidos a medida que otros policías tiraban de las anillas, y la multitud de topos desapareció entre las espirales de humo. Hayward vio que Miller ordenaba a varios agentes que lanzasen sus botes por los orificios abiertos en el suelo del túnel.
—Haremos salir a esos hijos de puta a fuerza de gas —decía—. Si hay más topos escondidos ahí abajo, los obligaremos a subir con esto.
Carlin, arrodillado junto al policía tendido boca abajo, alzó la vista y rugió:
—¡Pare ya, maldita sea!
Las nubes de gas ascendían lentamente, propagándose por todo el túnel. Alrededor, policías de rodillas echaban botes de humo por los orificios. Hayward advirtió que los topos corrían atropelladamente hacia la escalera, intentando escapar del gas.
—¡Se acabó el tiempo! —gritó Miller. Su voz aguda se quebró—. ¡Salgamos de aquí!
En su mayor parte, los policías no se hicieron rogar y desaparecieron en la nube de humo.
Hayward se abrió paso hacia Carlin, inclinado aún sobre el agente caído junto a McMahon. El otro herido se había incorporado y vomitaba sujetándose el estómago. El gas se acercaba a ellos.
—Retrocedamos un poco —sugirió Hayward—. No podemos ponerle la máscara a ese hombre hasta que acabe de devolver.
El policía se puso en pie lentamente, tambaleándose y cogiéndose la cabeza. Hayward lo ayudó a alejarse mientras Carlin y McMahon llevaban al policía inconsciente a un lugar más seguro del túnel.
—Despierte, amigo —dijo Carlin, dándole palmadas en las mejillas y examinando la profunda brecha abierta en su frente.
El muro verde de gas lacrimógeno estaba cada vez más cerca.
El herido parpadeó.
—¿Se encuentra bien?
—Mierda —murmuró el hombre, tratando de incorporarse.
—¿Puede pensar con claridad? —preguntó Carlin—. ¿Cómo se llama?
—Beal —respondió con voz apagada.
El gas casi los había alcanzado. Carlin desprendió la máscara del cinturón de Beal.
—Voy a ponerle esto, ¿de acuerdo?
Beal asintió con expresión ausente. Carlin le ciñó la máscara y abrió la válvula del distribuidor. Luego lo ayudó a levantarse con cuidado.
—No puedo andar —dijo Beal.
—Apóyese en nosotros —respondió Carlin—. Lo sacaremos de aquí.
La nube los había envuelto ya, una extraña neblina verdosa iluminada por el decreciente resplandor de las bengalas. Avanzaron lentamente, casi arrastrando a Beal, hasta donde se hallaba Hayward, que ajustaba la máscara en torno a la cabeza del otro herido.
—Vámonos —dijo Hayward.
Atravesaron el gas lacrimógeno con cautela. Al otro lado no había nadie. Los mendigos habían huido del gas, y Miller, al frente de la patrulla, los había seguido. Hayward encendió su radio, pero no consiguió ponerse en contacto con nadie a través del denso zumbido de interferencias. A lo lejos, oían toses y maldiciones, procedentes de los rezagados ocultos en el laberinto de túneles inferiores obligados a subir a la superficie por el gas. Hayward no tenía el menor deseo de tropezarse con ellos cuando saliesen.
Al llegar a la escalera, Beal se dobló de pronto por la cintura y vomitó en la máscara. Separándose de inmediato del otro herido, Hayward arrancó la máscara a Beal. El agente agachó la cabeza y volvió a levantarla al instante al respirar el gas. Tensó los miembros, se revolvió y, soltándose de los otros dos hombres, se desplomó con la cara entre las manos.
—Tenemos que seguir —gritó McMahon.
—Sigan ustedes —dijo Hayward—. Yo no pienso dejar aquí a este hombre.
McMahon, indeciso, permaneció inmóvil. Carlin le lanzó una mirada iracunda. Por fin McMahon, con expresión ceñuda, cedió.
—Está bien, me quedo.
Con la ayuda de McMahon, Hayward levantó a Beal, que respiraba con dificultad.
—O camina, o nos ahogamos todos —susurró Hayward al oído de Beal—. Es así de sencillo, amigo mío.