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Hayward se echó al hombro el equipo antidisturbios, se ajustó la lámpara de visera que llevaba ceñida a la cabeza, y echó un vistazo a la multitud de uniformes azules que se arremolinaba en el patio central de la comisaría de la calle Cincuenta y nueve. Debía localizar la patrulla cinco, comandada por el teniente Miller; pero el amplio patio era un caos, donde todo el mundo intentaba encontrar a todo el mundo y, por consiguiente, nadie encontraba a nadie.

Vio aparecer al jefe Horlocker, que llegaba de pasar revista a las patrullas reunidas en la calle Ochenta y uno, bajo el museo. Horlocker se colocó al fondo del patio, junto al jefe de la Unidad de Respuesta Táctica, Jack Masters, un hombre enjuto de cara avinagrada. Masters, cuyos largos brazos colgaban normalmente a los costados como los de un simio, hacía ahora aspavientos mientras hablaba a un grupo de tenientes, dando palmadas a diversos mapas y trazando en ellos líneas imaginarias. A su lado, Horlocker asentía con la cabeza y sostenía un puntero semejante a un bastón con el que de vez en cuando señalaba un mapa para hacer hincapié en algún punto de especial importancia. Mientras Hayward los observaba, Horlocker despidió a los tenientes y Masters se proveyó de un megáfono.

—¡Atención! —bramó con voz ronca—. ¿Están ya agrupadas todas las patrullas?

A Hayward todo aquello le recordaba un campamento de niños exploradores.

Un confuso rumor que podía interpretarse como un «No» recorrió el patio.

—En ese caso, patrulla uno aquí —dijo Masters, señalando al frente—. Patrulla dos, en el lado sur.

Siguió asignando secciones del patio a las patrullas. Hayward se dirigió al punto de reunión de la patrulla cinco. Cuando llegó, el teniente Miller extendía un gran plano con el área de responsabilidad de su patrulla sombreada en azul. Miller llevaba un ligero uniforme de asalto gris cuyos holgados pliegues no conseguían ocultar su abundante capa de tejido adiposo.

—No quiero actos heroicos ni enfrentamientos —decía Miller—. ¿Entendido? Básicamente se trata de una misión propia de agentes de tráfico, nada extraordinario. Ante la menor resistencia, usen su máscara y el gas lacrimógeno. No se anden con rodeos; demuestren que la cosa va en serio. No obstante, no preveo problemas. Hagan bien su trabajo, y estaremos fuera dentro de una hora.

Hayward abrió la boca para intervenir, pero se contuvo. En su opinión, emplear gas lacrimógeno bajo tierra podía resultar un tanto arriesgado. En una ocasión, años antes de que la Policía de Tráfico perdiese su autonomía y se integrase como una unidad más en el Departamento de Policía de Nueva York, algún alto jefe sugirió que se usasen gases para sofocar un disturbio. Los agentes casi se sublevaron. El gas lacrimógeno tenía malas consecuencias incluso en la superficie, pero bajo tierra podía ser mortífero. Y por lo que Hayward veía en el plano, su patrulla debía cubrir los túneles de metro y mantenimiento situados a mayor profundidad bajo la estación de Columbus Circle.

Miller miró alrededor, balanceándose las gafas de sol que llevaba colgadas del cuello.

—Recuerden que la mayoría de los topos están enganchados a una cosa u otra, y muchos debilitados quizá por abusar de la bebida —dijo—. Demuéstrenles autoridad, y obedecerán. Limítense a ponerlos en movimiento y hacerlos salir como a ganado, ¿queda claro? Una vez que estén en marcha, azúcenlos para que no paren. Diríjanlos hacia este punto central, bajo el desvío número dos. Ése es el lugar de espera para las patrullas cuatro, cinco y seis. Cuando las tres patrullas se hayan reagrupado, conduciremos a los topos hasta aquí, la salida del metro más cercana al parque.

—¿Teniente Miller? —dijo por fin Hayward, incapaz de seguir callada un solo segundo más.

El teniente se volvió hacia ella.

—Yo he participado en el desalojo de algunos de esos túneles, y conozco bien a los topos. No va a ser tan fácil moverlos como usted piensa.

Miller abrió más los ojos, como si no la hubiese visto hasta ese momento.

—¿Usted? —preguntó, incrédulo—. ¿En las misiones de desalojo?

—Sí, señor —contestó Hayward, pensando que al siguiente que le preguntase eso iba a darle una patada en los huevos.

—¡Dios santo! —dijo Miller, moviendo la cabeza.

Se produjo un silencio mientras el resto de la patrulla observaba a Hayward.

—¿Hay aquí algún otro ex policía de tráfico? —preguntó Miller, mirando al grupo.

Otro agente levantó la mano. Hayward reparó de inmediato en sus rasgos más visibles: alto, negro, la constitución de un tanque.

—¿Nombre? —bramó Miller.

—Carlin —respondió el corpulento agente con un marcado acento sureño.

—¿Alguien más? —preguntó Miller.

Nadie contestó.

—Bien.

—Nosotros los ex policías de tráfico conocemos esos túneles —comentó Carlin con tono afable—. Es una lástima que no hayan incluido a más en esta excursión. Señor.

—¿Carlin? —repuso Miller—. Lleva el gas; lleva la porra; lleva la pistola. Así que no se mee en los pantalones. Y cuando necesite su opinión, se la preguntaré. —Miller miró alrededor—. Aquí hay demasiada gente. Esta acción requeriría un reducido grupo de élite. Pero el jefe lo quiere así, y las órdenes son órdenes.

Hayward echó también un vistazo al patio y calculó que habría unos cien agentes.

—Sólo bajo Columbus Circle viven por lo menos trescientos mendigos —dijo con toda tranquilidad.

—¿Ah, sí? ¿Y cuándo los ha contado por última vez? —preguntó Miller.

Hayward no contestó.

—Siempre tiene que haber uno así —masculló Miller sin dirigirse a nadie en particular—. Escúchenme bien. Esto es una operación táctica, y tenemos que estar unidos y obedecer órdenes. ¿Queda claro?

Varios hombres asintieron. Carlin miró a Hayward, dándole a entender cuál era su opinión de Miller.

—Muy bien. Iremos de dos en dos; elijan compañero —ordenó Miller, y enrolló el plano.

Hayward se volvió hacia Carlin, y él movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Al acercarse, Hayward comprobó que la corpulencia de Carlin, contra su primera impresión, no se debía al exceso de peso; era un hombre fuerte, con la complexión de un levantador de pesas, sin un gramo de grasa en ninguna parte.

—¿Qué tal? —preguntó Carlin—. ¿Dónde hacía la ronda antes de la fusión?

—Bajo la Penn Station. Me llamo Hayward.

Con el rabillo del ojo, Hayward advirtió una expresión de desdén en el rostro de Miller al verlos juntos.

—En realidad, esto es trabajo para un hombre —comentó Miller, mirando todavía a Hayward—. Siempre existe la posibilidad de que las cosas se pongan feas. No se lo echaremos en cara si…

—Estando aquí el agente Carlin —lo interrumpió Hayward—, hay hombre de sobra por los dos.

Lanzó una mirada de aprobación al fornido cuerpo de Carlin y luego fijó la vista maliciosamente en el vientre de Miller.

Varios hombres prorrumpieron en carcajadas, y Miller frunció el entrecejo.

—Ya les encontraré alguna tarea en retaguardia —dijo.

—¡Agentes del orden! —rugió de pronto Horlocker por el megáfono—. Disponemos de menos de cuatro horas para desalojar a los mendigos de los túneles situados bajo el Central Park y sus inmediaciones. Recuerden que exactamente a las doce de la noche millones de litros de agua del Reservoir se verterán en el sistema de colectores. El agua será canalizada con toda precisión; pero sería imposible tener la certeza de que la corriente no arrastrase a ningún mendigo. Por eso es imprescindible que lleven a cabo esta operación, y que mucho antes de esa hora haya sido evacuado todo el mundo de la zona indicada. Todo el mundo. No se trata de una evacuación temporal. Aprovecharemos esta ocasión única para desalojar de una vez por todas a los mendigos de esos túneles. Todos ustedes tienen ya asignadas misiones específicas, y los jefes de equipo han sido elegidos por su experiencia. No existe ningún motivo que impida completar la operación en el tiempo previsto.

»Lo tenemos ya todo preparado para proporcionar comida y cobijo a esa gente esta noche. Explíquenselo si es necesario. En los puntos de salida marcados en los planos los aguardan autobuses que los trasladarán a los centros de acogida de Manhattan y las otras zonas de la ciudad. No esperamos que opongan resistencia. Pero si eso ocurriese, ya conocen las órdenes.

Miró por un momento al grupo y luego volvió a levantar el megáfono.

—Sus compañeros de la sección norte ya han recibido detalladas instrucciones, e iniciarán la operación en el mismo momento que ustedes. Recuerden que, una vez en los subterráneos, las radios tienen un alcance limitado. Quizá puedan comunicarse entre sí y con los jefes de equipos cercanos; pero la comunicación con la superficie será intermitente en el mejor de los casos. Así pues, cíñanse al plan, cíñanse al horario, y lleven a cabo su parte. —Dio un paso al frente—. ¡Y ahora, agentes, en marcha!

Las filas de policías uniformados se cuadraron mientras Horlocker pasaba revista, dando palmadas en la espalda a algunos y pronunciando palabras de aliento. Al llegar a Hayward, se detuvo y la miró con expresión ceñuda.

—Usted es Hayward, ¿no? ¿La chica de D'Agosta?

Y una mierda, la «chica de D'Agosta», pensó.

—Trabajo con D'Agosta, señor —contestó.

Horlocker asintió con la cabeza.

—Muy bien. Adelante, pues.

—Eh, señor, creo que sería mejor… —empezó a decir Hayward, pero uno de los ayudantes de Horlocker acababa de reclamar su atención, balbuceando algo sobre una manifestación en el Central Park mucho más numerosa de lo previsto, y el jefe se marchó rápidamente.

Miller lanzó una mirada de advertencia a Hayward.

Cuando Horlocker salió del patio con su séquito de ayudantes, Masters cogió el megáfono y ordenó:

—Abandonen el recinto por patrullas.

Miller se volvió hacia su grupo con una sonrisa de medio lado y dijo:

—Muy bien, agentes, cacemos a unos cuantos topos.