—¿Dónde están los demás? —preguntó Margo cuando D'Agosta entró en el laboratorio del Departamento de Antropología.
—No vienen —contestó D'Agosta y, tirándose de las patas del pantalón, se sentó en una de las sillas que rodeaban la pequeña mesa de reuniones situada en el centro del laboratorio—. Tenían otro asunto pendiente. —Viendo la expresión de Margo, sacudió la cabeza en un gesto de enojo y dijo—: ¡Bah, qué más da! Para serle sincero, esto no les interesa. Waxie, el tipo que vino cuando Brambell presentó su informe, está ahora al frente del caso. Y cree que ya tiene a su hombre.
—¿Que ya tiene a su hombre? ¿Qué quiere decir?
—Un chiflado que han encontrado en el Central Park. Es un asesino, sí, pero no el que buscamos. O al menos eso piensa Pendergast.
—¿Y dónde está Pendergast?
—En viaje de negocios. —D'Agosta sonrió, como si la respuesta fuese un chiste que sólo él entendía—. Y bien, ¿qué ha averiguado?
—Empezaré por el principio. —Margo respiró hondo—. De esto hace diez años, ¿de acuerdo? Se organiza una expedición a la cuenca del Amazonas. La dirige un científico del museo, Julian Whittlesey. Surgen graves discrepancias, y el equipo se separa. Por diversas razones, nadie regresa con vida. Pero llegan al museo varias cajas de reliquias. Una de ellas contiene una siniestra estatuilla, embalada con un material fibroso.
D'Agosta asintió con la cabeza. Hasta el momento todo era historia pasada.
—Nadie sabe, no obstante, que la estatuilla es la representación de una criatura autóctona y salvaje, ni que el material de embalaje lo forman fibras de una planta vital en la alimentación de esa criatura. Poco después el hábitat de la criatura es devastado a causa de una prospección minera llevada a cabo por el gobierno local. De manera que el monstruo, Mbwun, sigue el rastro a las únicas fibras que quedan, desde la cuenca del Amazonas hasta Belem y desde allí hasta Nueva York. Sobrevive en el sótano del museo, comiendo animales y consumiendo las fibras de esa planta, de la que por lo visto depende.
D'Agosta volvió a asentir.
—Pues bien, no me lo creo —añadió Margo—. Me lo creía, pero ya no me lo creo.
D'Agosta enarcó las cejas.
—¿Qué es exactamente lo que no se cree?
—Piénselo, teniente. ¿Cómo podría venir un animal salvaje, por inteligente que fuese, desde la cuenca del Amazonas hasta Nueva York detrás de unas cuantas cajas llenas de fibras? Esto está muy lejos de su hábitat.
—No está diciéndome nada que no supiésemos ya cuando acabamos con la bestia —repuso D'Agosta—. Entonces no había más interpretación que ésa, y yo ahora desde luego no veo ninguna otra. Mbwun estuvo aquí. ¡Por Dios, si hasta noté su aliento! Si no vino del Amazonas, ¿de dónde vino?
—Buena pregunta —dijo Margo—. ¿Y si Mbwun era originariamente de Nueva York y no hizo más que volver a casa?
Se produjo un breve silencio.
—¿Volver a casa? —preguntó D'Agosta, desconcertado.
—Sí. ¿Y si Mbwun no era un animal sino un ser humano? ¿Y si era Whittlesey?
Esta vez el silencio se prolongó mucho más tiempo. D'Agosta observó a Margo. Por más que estuviese en excelente forma, debía de hallarse al borde del agotamiento después de tantos días trabajando sin descanso. Y luego el asesinato de Brambell, y para colmo descubrir que uno de los cadáveres que había estado examinando pertenecía a un antiguo compañero de trabajo, un compañero además cuya llamada telefónica no había contestado, con el consiguiente sentimiento de culpabilidad. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido, tan egoísta, de meterla en un asunto como aquél, sabiendo lo mucho que la habían afectado los anteriores asesinatos del museo?
—Escuche, doctora Green, creo que le conviene… —empezó a decir.
—Lo sé, lo sé; parece un disparate —lo interrumpió Margo, alzando la mano—. Pero no lo es, se lo garantizo. En este mismo momento mi ayudante realiza en el laboratorio varias pruebas más para verificar mis descubrimientos, así que déjeme acabar. Mbwun tenía un porcentaje asombrosamente alto de ADN humano. Secuenciamos una uña, ¿recuerda? Y no olvide que la criatura mató a todos cuantos se le cruzaron en el camino menos a una persona, Ian Cuthbert. ¿Por qué? Cuthbert era amigo íntimo de Whittlesey. Por otra parte, el cadáver de Whittlesey nunca apareció.
D'Agosta apretó los dientes. Aquello era una locura. Echó la silla hacia atrás y empezó a levantarse.
—Déjeme acabar —insistió Margo con serenidad.
D'Agosta la miró y vio algo en sus ojos que lo indujo a sentarse de nuevo.
—Teniente —prosiguió Margo—, soy consciente de que todo esto parece absurdo. Cometimos un grave error. Yo soy tan culpable como el que más. La otra vez dejamos el enigma sin resolver. Pero alguien sí encontró la respuesta: Greg Kawakita. —Colocó sobre la mesa una ampliación de veinte por veinticinco centímetros de una imagen microscópica—. Esta planta contiene un retrovirus.
—Eso ya lo sabíamos —recordó D'Agosta.
—Pero pasamos por alto el hecho de que este retrovirus posee una facultad única: introduce ADN extraño en la célula huésped. Y produce una droga. Esta tarde he sometido las fibras a unas cuantas pruebas más y he descubierto un par de detalles interesantes. Portan material genético, ADN de reptil, que se inserta en el huésped humano al ingerirse la planta. Y ese ADN a su vez origina una transformación física. Whittlesey, no sé cómo ni por qué, debió de ingerir la planta durante la expedición, y experimentó un cambio morfológico. Se convirtió en Mbwun. Cuando el cambio se operó por completo, sintió la necesidad de consumir regularmente una dosis de la droga presente en la planta. Y cuando el suministro autóctono desapareció, Whittlesey supo que podía encontrar más en el museo. Lo supo porque él había enviado las plantas como material de embalaje en las cajas. Así que regresó a donde se hallaban las cajas. Sólo cuando se vio privado de su provisión de fibras empezó a matar a seres humanos, porque el hipotálamo del cerebro humano contiene una hormona similar a…
—Un momento. ¿Está diciéndome que uno, al comer esa planta, se convierte en una especie de monstruo? —preguntó D'Agosta con incredulidad.
Margo movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Y ahora ya sé qué tenía que ver Greg con todo esto. Él encontró la clave del misterio y decidió perderse de vista para llevar a cabo algún plan. —Desenrolló un gran diagrama sobre la mesa de reuniones—. Aquí tiene un plano de su laboratorio, o al menos de lo que he podido reconstruir. Esa lista que ve en la esquina incluye todo el equipo que identifiqué. En total, incluso a precios de mayorista, debió de costar más de ochocientos mil dólares.
A D'Agosta se le escapó un silbido.
—Dinero de la droga.
—Exacto, teniente —confirmó Margo—. Un laboratorio de esta envergadura sólo podía tener una finalidad: producir algo mediante ingeniería genética a nivel industrial. Y subrayo la palabra «industrial».
—A finales del año pasado corrieron rumores de que había aparecido en las calles una nueva droga —comentó D'Agosta—. Se llamaba «esmalte». Muy poco común, muy cara, y con un efecto asombroso. Pero últimamente apenas he oído hablar de ella.
—En la ingeniería genética hay tres fases —explicó Margo, poniendo un dedo en el diagrama—. Primero debe determinarse el mapa del ADN de un organismo. Para eso servían los aparatos colocados contra la pared norte. Combinados, constituían un sistema secuencia de gran potencia. Este primero controla la reacción en cadena de la polimerasa, que duplica el ADN para poderlo secuenciar. Este otro secuencia el ADN. Luego viene esta otra máquina, que era un NAD-1 de Cambridge Systems. Abajo tenemos una. Se trata de un superordenador en extremo especializado que usa CPUs de arseniuro de galio y procesado vectorial para analizar los resultados secuenciales. Junto a la pared sur se encontraban los restos fundidos de varios acuarios. Kawakita cultivaba la planta de Mbwun en grandes cantidades para suministrar materia prima a todo este proceso. Y aquí hay un equipo de producción viral Ap-Gel para incubar y cultivar los virus.
La sala quedó sumida en un silencio sepulcral. D'Agosta se enjugó la frente y se palpó el bolsillo en busca de la tranquilizadora forma de su cigarro. A su pesar, empezaba a creer a Margo.
—Kawakita utilizaba este equipo para excluir algunos de los genes del virus. —Margo dispuso varias ampliaciones más sobre la mesa—. Esto son micrografías obtenidas a través del microscopio electrónico de exploración. Revelan que excluía los genes de reptil. ¿Por qué? Porque pretendía anular los efectos físicos de la droga.
—¿Qué opina Frock de todo esto? —preguntó D'Agosta, y al instante le pareció advertir un fugaz sonrojo en el rostro de Margo.
—Aún no he tenido ocasión de informarle. Pero sé que se lo tomará con escepticismo. Sigue aferrado a su teoría de la evolución fractal. Por disparatado que esto suene, teniente, existen muchas sustancias en la naturaleza, por ejemplo las hormonas, que causan transformaciones sorprendentes como ésta. Hay una hormona llamada BSTH que convierte a un gusano en una mariposa. Otra es la resotropina-x. Cuando un renacuajo recibe una dosis, se transforma en rana en cuestión de días. Eso mismo está ocurriendo aquí, no me cabe la menor duda. Sólo que ahora hablamos de cambios en un ser humano. —Guardó silencio por un instante—. Hay algo más.
—¿No le parece ya bastante? —repuso D'Agosta.
Margo extrajo de su bolso pequeños fragmentos de papel quemado, protegidos entre láminas de plástico transparente.
—Entre las cenizas del laboratorio encontré un cuaderno, al parecer el diario de trabajo de Kawakita. Éstas eran las únicas partes con texto legible. —Sacó más fotografías—. He pedido ampliaciones de los fragmentos. El primero pertenece a una de las hojas de la mitad del cuaderno. Es una lista.
D'Agosta observó la fotografía. Distinguió unas cuantas palabras en el margen izquierdo del papel chamuscado: «wysoccan, pie azul amante del estiércol». Más abajo, casi a pie de página, se leía: «nube verde, pólvora, corazón de loto».
—¿Usted entiende el sentido? —preguntó D'Agosta, anotando las palabras en su bloc.
—Sólo el de «pólvora» —contestó Margo—. Aunque tengo la sensación de que debería reconocer algo más. —Le entregó otra fotografía—. Ese otro parece una serie de segmentos del código de su programa de extrapolación. Y luego hay uno más largo.
D'Agosta cogió el fragmento que Margo le tendía.
…no puedo vivir sabiendo lo que he… ¿Cómo pude, mientras estaba concentrado en… pasar por alto los efectos psíquicos que…? pero noto al otro cada día más impaciente. Necesito tiempo para…
—Da la impresión de que estuviese tomando conciencia de algo —comentó D'Agosta, devolviéndole la fotografía—. Pero ¿qué hizo exactamente?
—A eso iba —contestó Margo—. Como ve, hace referencia a los efectos psíquicos del esmalte como algo que no había tenido en cuenta. ¿Y se ha fijado en la alusión a «otro»? Esa parte todavía no la entiendo. —Cogió otra ampliación—. Luego está esto. Creo que pertenece a la última página del diario. Observe que, aparte de muchos números y cálculos, aparecen sólo cuatro palabras legibles, separadas por un punto: «… irreversible. El thyoxin podría…».
D'Agosta la miró con expresión interrogativa.
—Lo he consultado. El thyoxin es un herbicida experimental, muy potente, para eliminar las algas de los lagos. Si Greg cultivaba esta planta, ¿para qué quería el thyoxin? ¿O la vitamina D, que por lo visto también sintetizaba? Quedan aún muchos detalles que no consigo explicarme.
—Se lo mencionaré a Pendergast, por si le sugiere algo. —D'Agosta contempló las fotografías por un momento y luego las dejó a un lado—. Sigo sin verlo claro, doctora Green. ¿Qué perseguía exactamente Kawakita con todos esos aparatos?
—Probablemente intentaba dominar la droga aislando los genes reptilianos en el virus de la planta de Mbwun.
—¿Dominar?
—Creo que pretendía crear una droga que no provocase cambios físicos grotescos. Conseguir que su consumo proporcionase un estado más alerta, más fuerza, más velocidad, mejor visión en la oscuridad. Es decir, las facultades hipersensoriales que poseía Mbwun, pero sin los efectos secundarios. —Margo enrolló el diagrama—. Tendré que analizar unas muestras de tejido del cadáver de Kawakita para asegurarme; pero creo que encontraremos rastros de la droga de Mbwun, sustancialmente modificada. Y casi con toda certeza descubriremos que la droga ejerce un efecto narcótico de algún tipo.
—¿Cree que Kawakita la tomaba?
—Estoy convencida. Pero debió de equivocarse en algo. Posiblemente no la refinó o purificó bien. Y las deformaciones que vimos en su esqueleto fueron el resultado.
D'Agosta volvió a enjugarse la frente. Necesitaba el cigarro con urgencia.
—Permítame sólo un minuto más —dijo—. Kawakita no era tonto. No habría tomado una droga peligrosa sin más ni más, sólo por ver qué ocurría. Eso es inconcebible.
—Tiene razón, teniente. Y quizá a eso se deba la culpabilidad. ¿Comprende? Kawakita no habría tomado la droga directamente; la habría probado antes con otros.
—¡Oh, no! —masculló D'Agosta. Tras un largo silencio, añadió—: ¡Joder, no!