El mugriento tramo industrial de la avenida terminaba en una escollera junto a las turbias aguas del East River. El lugar ofrecía una vista panorámica de Roosevelt Island y el puente de la calle Cincuenta y nueve. En la otra orilla, el FDR Drive, desde allí apenas una fina cinta gris, serpenteaba entre los lujosos bloques de apartamentos de Sutton Place y el edificio de las Naciones Unidas. Una buena vista, pensó D'Agosta mientras se apeaba del coche sin distintivos policiales. Una buena vista, y un barrio espantoso.
El sol de agosto caía oblicuamente sobre la avenida, reblandeciendo los charcos de alquitrán y reflejándose trémulamente en el asfalto. Aflojándose el cuello de la camisa, D'Agosta comprobó una vez más la dirección que le había facilitado el Departamento de Personal del museo: avenida Noventa y cuatro, 11-46, Long Island City. Contempló los edificios de las inmediaciones, preguntándose si había algún error. Aquello no se parecía en nada un barrio residencial. A ambos lados de la calle se alineaban almacenes y fábricas abandonadas. Aunque era mediodía, el lugar se hallaba casi desierto; la única señal de vida era un destartalado camión que salía en ese momento de un área de carga situada al final de la manzana. Nadie como Waxie para cargarle lo que, en su opinión, era la última misión por orden de prioridad.
Los números 11-46 de la avenida se correspondían con una gruesa puerta de metal, rayada y desportillada, con diez capas de pintura negra por lo menos. Como el resto de las puertas de aquella manzana, parecía la entrada de un almacén vacío. D'Agosta pulsó el botón de un viejo portero automático. Al no recibir respuesta, aporreó la puerta con fuerza. Silencio.
Esperó unos minutos. Luego se adentró por un estrecho callejón contiguo al edificio. Abriéndose paso entre unos rollos de papel alquitranado, se acercó a una ventana de cristal reforzado con malla metálica, agrietado y casi opaco a causa del polvo. Se encaramó a uno de los rollos, limpió parte del cristal con la punta de la corbata y miró adentro.
Cuando su vista se acostumbró a la oscuridad del interior, distinguió un amplio espacio vacío. Tenues líneas de luz se dibujaban en el sucio suelo de cemento. Al fondo, una escalera ascendía a lo que en otro tiempo debió de ser el despacho del encargado. Aparte de eso, nada.
D'Agosta percibió un repentino movimiento en el callejón. Al volverse, vio correr a un hombre hacia él, y en su mano el siniestro brillo de un largo cuchillo de cocina. Instintivamente saltó al suelo y sacó la pistola. Al ver el arma, el hombre paró en seco y se dio media vuelta para huir.
—¡Alto! —bramó D'Agosta—. ¡Policía!
El hombre se volvió de nuevo hacia D'Agosta. Inexplicablemente, una sonrisa apareció en su rostro.
—¡Un policía! —exclamó con manifiesto cinismo—. ¿Quién lo iba a pensar? ¡Un policía por estos barrios!
Siguió inmóvil donde estaba, la sonrisa fija en sus labios. Tenía el aspecto más extraño que D'Agosta había visto en su vida: la cabeza rapada y pintada de verde; una rala perilla; minúsculas gafas estilo Trotski; una camisa de un material semejante a la arpillera; unas viejas zapatillas rojas de deporte.
—Suelte el cuchillo —ordenó D'Agosta.
—Tranquilo, no pasa nada —dijo el hombre—. Pensaba que era un ladrón.
—He dicho que suelte el puñetero cuchillo.
El hombre dejó de sonreír y tiró el cuchillo al suelo a un par de metros por delante de él.
D'Agosta lo apartó con el pie.
—Ahora dése la vuelta, apoye las manos en la pared y separe las piernas.
—¿Qué es esto? ¿La China comunista? —protestó el hombre.
—Haga lo que le digo.
El hombre obedeció sin dejar de rezongar, y D'Agosta lo cacheó, hallando sólo una cartera. La abrió. En el carnet de conducir constaba como dirección el edificio contiguo.
D'Agosta enfundó la pistola y devolvió al hombre la cartera.
—¿No se da cuenta, señor Kirtsema, de que podría haberle pegado un tiro? —preguntó.
—Eh, yo no sabía que era policía. Pensaba que era un ladrón. —Se apartó de la pared y se sacudió el polvo de las manos—. No sabe cuántas veces me han robado. Ustedes ya ni se molestan en responder. Usted es el primer policía que veo por aquí desde hace meses, y…
D'Agosta le indicó que callase con un gesto y dijo:
—Simplemente vaya con más cuidado. Además, no tiene la menor idea de cómo manejar un cuchillo. Si fuese un ladrón, probablemente usted estaría ya muerto.
El hombre se frotó la nariz y masculló algo ininteligible.
—¿Vive en el edificio de al lado? —preguntó D'Agosta. Le era imposible pasar por alto que el tipo llevaba la cabeza rapada y pintada de verde. Procuraba no mirar.
El hombre asintió.
—¿Cuánto hace que vive aquí?
—Unos tres años. Antes tenía un almacén en el Soho, pero me desahuciaron. Éste es el único sitio que he encontrado donde puedo trabajar tranquilamente.
—¿Y a qué se dedica?
—Es difícil explicarlo. —El hombre empezó de pronto a mostrarse más cauto—. Además, ¿por qué iba a contestarle?
D'Agosta le enseñó la placa y su identificación.
—Homicidios, ¿eh? —dijo el hombre, mirando la placa—. ¿Han matado a alguien por aquí?
—No. ¿Podemos entrar y hablar un rato?
—¿Es un registro? —preguntó el hombre, mirándolo con recelo—. ¿No debería traer una orden?
D'Agosta contuvo su creciente irritación.
—Se lo pido a modo de colaboración voluntaria. Quiero hacerle unas preguntas sobre el hombre que vivía en este almacén, Kawakita.
—¿Así se llamaba? Ese sí era un tipo raro, pero que muy raro.
Salieron del callejón, y el hombre llamado Kirtsema sacó una llave y abrió su propia puerta negra de metal. Al entrar, D'Agosta vio que era otro enorme almacén, pintado de color hueso. A lo largo de las paredes había cubos metálicos de formas extrañas llenos de basura. En una esquina se alzaba una palmera muerta. En el centro del almacén, pendían del techo en grupos innumerables cordeles negros. Era como estar contemplando un bosque lunar en una pesadilla. En el rincón más alejado, vio un camastro, un fregadero, un hornillo y un váter al descubierto. No había a la vista más comodidades.
—¿Y eso qué es? —preguntó D'Agosta, señalando los cordeles.
—¡No los enmarañe, por Dios! —gritó Kirtsema, casi derribando a D'Agosta al apartarlo para reparar los daños. Manipulando nerviosamente los cordeles, añadió con tono ofendido—: Nunca deben tocarse entre sí.
D'Agosta retrocedió.
—¿Qué es? ¿Un experimento?
—No. Es un entorno artificial, una reproducción de la selva primigenia en la que todos nos desarrollamos, trasladada a Nueva York.
D'Agosta observó los cordeles con incredulidad.
—¿Esto es arte, pues? ¿Quién lo ve?
—Es arte conceptual —aclaró Kirtsema con impaciencia—. Nadie lo ve. No está concebido para ser visto. Basta con que exista. Los cordeles nunca se tocan, del mismo modo que los seres humanos nunca se relacionan realmente. Estamos solos. Y todo este mundo nunca es visto, del mismo modo que flotamos a través del cosmos sin verlo. Como dijo Derrida: «El arte es aquello que no es arte», lo cual significa…
—¿Sabe si se llamaba Gregory de nombre de pila? —lo interrumpió D'Agosta.
—Jacques. Jacques Derrida, no Gregory.
—Me refiero al hombre que vivía al lado.
—Como ya le he dicho, ni siquiera conocía su nombre —contestó Kirtsema—. Huía de él como de la peste. Supongo que ha venido por las quejas.
—¿Las quejas?
—Sí. Telefoneé a la policía hasta cansarme. Después de las dos primeras veces ni se molestaban en venir. —Parpadeó—. No, un momento. Usted es de Homicidios. ¿Ha matado a alguien, ese tipo?
Sin responder, D'Agosta extrajo un bloc de notas del bolsillo de la chaqueta.
—Hábleme de él.
—Se mudó a este barrio hace dos años, quizá un poco menos. Al principio, parecía bastante tranquilo. Luego empezaron a llegar camiones, que descargaban cajas y más cajas. Por esas fechas comenzaron los ruidos: martillazos, golpes, estallidos. Y el olor… —Kirtsema arrugó la nariz en una mueca de asco—. Como si se quemase algo acre. Pintó las ventanas de negro por dentro, pero una vez se rompió un cristal, y pude echar un vistazo antes de que lo cambiasen. —Sonrió—. Tenía montado allí un tinglado de lo más extraño. Vi microscopios, vasos grandes de laboratorio que hervían y hervían, cajas grises de metal con lámparas encima, acuarios.
—¿Acuarios?
—Un acuario detrás de otro, hileras y más hileras. Muy grandes, llenos de algas. Era científico, desde luego. —Kirtsema pronunció la palabra con repugnancia—. Un disector, un reduccionista. A mí no me gusta esa manera de concebir el mundo. Yo soy un holista, sargento.
—Ya —dijo D'Agosta.
—Y un día se presentaron aquí los de la compañía eléctrica. Dijeron que tenían que conectar en su almacén unas líneas especiales para uso industrial o algo así. Y a mí me cortaron la corriente durante dos días. ¡Dos días! Pero cualquiera presenta una queja a los de Con Edison, burócratas deshumanizados.
—¿Tenía visitas? —preguntó D'Agosta—. ¿Algún amigo?
—¡Visitas! —exclamó Kirtsema—. Ésa fue la gota que colmó el vaso. Empezó a llegar gente. Siempre de noche. Y llamaban todos a la puerta de la misma manera, como si fuese una contraseña. Fue entonces cuando avisé a la policía. Estaba convencido de que algo extraño pasaba ahí dentro. Pensé que podía tratarse de algún asunto de drogas. Vinieron un par de polis, me aseguraron que todo era legal, y se marcharon. —Movió la cabeza en un gesto de indignación por el recuerdo—. Y las cosas siguieron como antes. Volví a avisar a la policía para quejarme del ruido y el olor, pero después de la segunda visita ya no vinieron más. Y un día, hará quizá un año, el tipo se presentó ante mi puerta. Así, sin previo aviso, a eso de las once de la noche.
—¿Qué quería? —preguntó D'Agosta.
—No lo sé. Posiblemente preguntarme por qué había avisado a la policía. Lo único que sé es que sólo verlo me puso los pelos de punta. Era septiembre y hacía casi tanto calor como ahora, y sin embargo él llevaba un abrigo grueso con una capucha enorme. Se quedó en la penumbra, y no pude verle la cara. Simplemente se plantó allí, en la oscuridad, y me preguntó si podía entrar. Le dije que no, por supuesto. Ya hice bastante, sargento, con no cerrarle la puerta en las narices.
—Teniente —corrigió D'Agosta distraídamente mientras tomaba notas.
—Da igual. A mí no me gusta etiquetar a la gente. «Ser humano» es la única etiqueta que tiene sentido. —Movió en un gesto de asentimiento su verde calva para mayor énfasis.
D'Agosta continuaba escribiendo. Aquella imagen no le recordaba en absoluto al Greg Kawakita que había conocido en el despacho de Frock después del desastre ocurrido en la inauguración de la exposición «Supersticiones». Se exprimió la memoria buscando algún rasgo característico del científico.
—¿Podría describir su voz? —preguntó.
—Sí. Muy grave, y con un ligero ceceo.
D'Agosta frunció el entrecejo.
—¿Algún acento peculiar?
—Diría que no. Pero el ceceo era tan marcado que me atrevería a asegurárselo. Las palabras casi sonaban a castellano, pero hablaba inglés, no español.
D'Agosta tomó nota mentalmente para preguntarle más tarde a Pendergast qué demonios era el «castellano».
—¿Cuándo se marchó del barrio, y por qué?
—Un par de semanas después de venir a verme —contestó Kirtsema—. Quizá en octubre. Una noche oí que llegaban dos camiones grandes, lo cual era relativamente habitual. Pero esta vez no descargaban sino que cargaban. Cuando me levanté a mediodía, el almacén estaba vacío. Incluso habían limpiado la pintura negra de los cristales.
—¿A mediodía, dice?
—Mi horario normal de sueño es de cinco de la madrugada a doce del mediodía. No me someto a las rotaciones físicas del sistema tierra-sol-luna, sargento.
—¿Le llamó la atención algún detalle de los camiones? —preguntó D'Agosta—. ¿Un logo, por ejemplo? ¿O el nombre de la compañía?
Kirtsema se quedó pensativo por un instante.
—Sí —dijo por fin—. Mudanzas de precisión científica.
D'Agosta observó al hombre de mediana edad con la calva verde.
—¿Está seguro?
—Por completo.
D'Agosta le creyó. Con su aspecto, no serviría ni remotamente como testigo, pero era buen observador. O quizá simplemente entrometido.
—¿Desea añadir algo más?
Volvió a mover la verde calva.
—Sí. Poco después de instalarse aquí ese tipo, se apagaron todas las farolas de la calle, y por lo visto nunca consiguieron arreglarlas. Siguen sin dar luz. Creo que él tuvo algo que ver con eso, aunque no me explico qué pudo pasar. Telefoneé a Con Edison para plantearle también ese problema; pero, como de costumbre, los robots sin rostro de la compañía no hicieron nada al respecto. Y eso sí, olvídese de pagar el recibo una sola vez y…
—Gracias por su ayuda, señor Kirtsema —lo interrumpió D'Agosta—. Avíseme si recuerda alguna otra cosa. —Cerró el bloc, se lo guardó en el bolsillo y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se detuvo y dijo—: Ha comentado antes que le han robado varias veces. ¿Qué se han llevado? No parece que haya aquí muchas cosas de valor. —Volvió a echar un vistazo al almacén.
—¡Ideas, sargento! —respondió Kirtsema, alzando el mentón—. Los objetos materiales son superfluos. Pero las ideas no tienen precio. Mire alrededor. ¿Ha visto alguna vez tantas ideas brillantes juntas?