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Smithback se sentó ante la barra de su cafetería griega favorita e indicó al cocinero con un gesto que le preparase el desayuno de costumbre: dos huevos escalfados con un acompañamiento de carne picada y remolacha revueltas. Tomó un sorbo de café de la taza que acababan de servirle, dejó escapar un suspiro de satisfacción y se sacó los periódicos de debajo del brazo. Desplegó primero el Post y leyó por encima con expresión ligeramente ceñuda el artículo de primera plana sobre el asesinato del Castillo de Belvedere, escrito por Hank McCloskey. Su crónica sobre la concentración de Grand Army Plaza había sido relegada a la página cuatro. La primera plana debería haberle correspondido a él, con la noticia de la participación del museo en las autopsias y la hipótesis sobre las marcas de dientes. Pero le había dado su palabra a Margo. Al día siguiente las cosas serían distintas. Además, quizá su paciencia se vería recompensada por otras primicias.

Llegó el desayuno y empezó con apetito por el revuelto de carne a la vez que dejaba el Post y abría el Times. Ojeó con desdén los titulares de la parte superior, dispuestos con buen gusto y sin estridencia. Al descender por debajo del pliegue, su vista se detuvo en un titular a una columna donde simplemente se leía: «¿Ha vuelto la Bestia del Museo?». Firmaba el artículo Bryce Harriman, cronista del Times.

Smithback siguió leyendo, y el revuelto se convirtió en engrudo en su boca.

8 de agosto. — Los científicos del Museo de Historia Natural de Nueva York continúan con el análisis de los cadáveres decapitados de Pamela Wisher y una persona desconocida, intentando establecer si las marcas de dientes aparecidas en los huesos fueron realizadas por animales salvajes después de la muerte o, por el contrario, fueron la causa misma de la muerte.

El brutal asesinato en la tarde de ayer de Nicholas Bitterman en el Castillo de Belvedere del Central Park ha aumentado las presiones sobre el equipo forense para hallar una respuesta. Varias muertes de personas sin hogar ocurridas en los últimos meses podrían presentar características similares. En estos momentos se desconoce aún si estos cadáveres serán también trasladados al museo para su análisis. Los restos de Pamela Wisher han sido entregados ya a la familia, y recibirán sepultura esta tarde a las 15 h en el cementerio de Holy Cross, Bronxville.

En el museo, las autopsias se llevan a cabo en el mayor secreto. «No quieren que cunda el pánico —declararon fuentes próximas a la investigación—. Pero la palabra que está en mente de todos y nadie se atreve a pronunciar es "Mbwun".»

Mbwun, como se conoce a la Bestia del Museo entre los científicos, era una rara criatura traída inadvertidamente al museo por una malograda expedición a la Amazonia. En abril del año pasado salió a la luz la presencia de dicha criatura en el subsótano del museo cuando varios visitantes y guardas de seguridad fueron asesinados. La criatura atacó asimismo a una multitud durante la inauguración de una exposición en el museo, provocando el pánico y la errónea activación del sistema de alarma del museo. Como consecuencia de aquello, murieron 46 personas y resultaron heridas casi trescientas, en lo que se recuerda como una de las peores catástrofes ocurridas en Nueva York en los últimos años.

La criatura recibió el nombre de «Mbwun» de los kothoga, una tribu ya desaparecida que vivió en el hábitat original del animal a orillas del Alto Xingú, afluente del Amazonas. Durante décadas los antropólogos y los caucheros habían oído rumores de la existencia de un gran animal con aspecto de reptil en el Alto Xingú. En 1987 un antropólogo del Museo de Historia Natural, Julian Whittlesey, organizó una expedición al Alto Xingú para buscar indicios de la tribu y la criatura. Whittlesey desapareció en la selva, y los otros miembros de la infortunada expedición murieron al estrellarse el avión en que viajaban de regreso a Estados Unidos.

En Nueva York se recibieron, no obstante, varias cajas con reliquias reunidas por la expedición. Los objetos habían sido embalados con fibras vegetales que contenían una sustancia vital en la alimentación de Mbwun. Si bien se ignora cómo llegó Mbwun al museo, los conservadores suponen que quedó encerrado accidentalmente en un contenedor de carga junto con el material recopilado por la expedición. La criatura vivió en el vasto subsótano del museo hasta que se quedó sin su alimento natural y empezó a atacar a guardas y visitantes.

El animal resultó muerto durante el posterior tumulto, y su cadáver fue retirado por las autoridades y destruido antes de que pudiese realizarse un detallado estudio taxonómico. Aunque son muchos los misterios que aún envuelven a aquella criatura, se averiguó que vivía en un tepui, una meseta aislada de la cuenca del Amazonas. Las recientes operaciones de extracción hidráulica de oro en el Alto Xingú han tenido un fuerte impacto en el ecosistema de la zona y causado probablemente la extinción de la especie. El profesor Whitney Cadwalader Frock del Departamento de Antropología del museo, autor de La evolución fractal, opinaba que la criatura era una aberración evolutiva propiciada por su aislado hábitat tropical.

Las fuentes antes citadas insinuaron que las recientes muertes podrían ser obra de un segundo Mbwun, quizá la pareja del original. Según parece, y aunque no hay declaraciones oficiales al respecto, ésa es también la preocupación del Departamento de Policía de Nueva York. Por lo visto, la policía ha pedido al laboratorio del museo que determine si las marcas de dientes en los huesos se corresponden con las de un perro salvaje, o con las de algo mucho más poderoso… algo como Mbwun.

Smithback, temblando de ira, apartó el plato sin haber probado siquiera los huevos. No sabía qué era peor, si el hecho de que el gilipollas de Harriman le hubiese pisado la primicia, o saber que él, Smithback, tenía ya la noticia y se había dejado disuadir de publicarla.

«Nunca más —juró Smithback—. Nunca más».

En la planta decimoquinta de la jefatura de policía, D'Agosta dejó a un lado ese mismo periódico con un virulento improperio. Los portavoces del Departamento de Policía tendrían que hacer horas extras para evitar la histeria colectiva. Quienquiera que hubiese filtrado aquella información iba a acabar con el culo asado y servido en un restaurante. Al menos, pensó, por una vez no había sido el pelmazo de su amigo Smithback.

A continuación alargó el brazo hacia el teléfono y marcó el número de la oficina del jefe de policía. Hablando de culos, más valía que cuidase el suyo mientras aún estaba a tiempo. Con Horlocker, siempre era mejor hacer la llamada que recibirla.

Le salió el buzón de voz de la secretaria del jefe.

Cogió de nuevo el periódico y al cabo de un instante, con un creciente sentimiento de frustración, volvió a dejarlo. Waxie llegaría de un momento a otro, sin duda poniendo el grito en el cielo por el asesinato del Castillo de Belvedere y el plazo impuesto por el jefe. Ante la perspectiva de ver a Waxie, D'Agosta cerró los ojos involuntariamente, pero lo asaltó tal sensación de cansancio que volvió a abrirlos de inmediato. Sólo había dormido dos horas, y estaba exhausto después de pasar buena parte de la noche subiendo y bajando por las escaleras del Castillo de Belvedere tras el asesinato de Bitterman.

Se puso en pie y se acercó a la ventana. Abajo, en medio del gris y desordenado paisaje urbano, veía un pequeño recuadro negro, el patio de la escuela primaria 362. Las pequeñas formas de los niños corrían de un lado a otro, jugando a tocar y parar y al tejo, sin duda chillando de principio a fin del recreo. «Dios mío —pensó D'Agosta—, lo que yo daría ahora por ser uno de ellos».

Cuando volvió al escritorio, advirtió que el borde del diario había tumbado el marco con la fotografía de su hijo de diez años. Lo enderezó con especial esmero, sonriendo involuntariamente a la cara que le sonreía a él. Después, un poco más animado, se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un cigarro. A la mierda con Horlocker. Lo que tuviese que pasar, pasaría.

Encendió el cigarro, lanzó la cerilla a un cenicero y se aproximó a un amplio plano de la zona oeste de Manhattan sujeto con tachuelas a un tablón de anuncios. La parte correspondiente al distrito estaba salpicada de alfileres con cabezas blancas y rojas. Un rótulo pegado con celo en una esquina aclaraba que los alfileres blancos representaban las desapariciones en los últimos seis meses, y los rojos, las muertes cuyas circunstancias coincidían con el supuesto modus operandi. D'Agosta cogió un alfiler rojo de una bandeja de plástico, localizó el Reservoir del Central Park en el plano y clavó cuidadosamente el alfiler un poco más al sur. Luego retrocedió y, observando el plano con atención, intentó discernir una pauta en el aparente desorden.

Los alfileres blancos superaban en número a los rojos en una proporción de diez a uno. Naturalmente, muchos de aquellos no volverían a dar señales de vida. En Nueva York la gente desaparecía por muy diversas razones. Aun así, era una cantidad excepcionalmente alta, poco más o menos el triple que en un semestre normal. Y al parecer muchos habían sido vistos por última vez en las inmediaciones del Central Park. Siguió mirando el plano. Por alguna razón, la disposición de los puntos no parecía aleatoria. Su cerebro le decía que existía una pauta, pero era incapaz de descubrirla.

—¿Soñando despierto, teniente? —preguntó una voz grave y familiar.

D'Agosta se sobresaltó y giró en redondo. Era Hayward, colaborando ya oficialmente en el caso junto con Waxie.

—¿No sabe llamar a la puerta? —reprochó D'Agosta.

—Sí, sé llamar. Pero ha dicho usted que quería esto cuanto antes.

Hayward sostenía en su delgada mano un grueso fajo de listados de ordenador. D'Agosta aceptó los papeles y comenzó a hojearlos: más asesinatos de gente sin hogar ocurridos en los últimos seis meses, y la mayoría dentro de la jurisdicción de Waxie, en la zona del Central Park/West Side. Como cabía esperar, ninguno había sido investigado.

—¡Dios santo! —exclamó D'Agosta, moviendo la cabeza en un gesto de desesperación—. En fin, vale más que los marquemos en el plano.

Comenzó a leer en voz alta los emplazamientos, y Hayward los señalaba en el plano con alfileres rojos. Se interrumpió por un momento para contemplar la piel clara y la mata de pelo oscuro de la sargento. Aunque, por supuesto, no lo había admitido ante ella, D'Agosta se alegraba de contar con su ayuda. Su inalterable aplomo era como un remanso de paz en medio de un huracán. Y además debía reconocer que su presencia no ofendía a la vista.

Fuera se oyó un repentino alboroto. Algo pesado cayó al suelo con estrépito. Arrugando la frente, D'Agosta indicó a Hayward que saliese a echar un vistazo. Pronto se oyeron más gritos, y una voz aguda y quejumbrosa pronunció el nombre de D'Agosta.

Extrañado, asomó la cabeza por la puerta. En el vestíbulo de Homicidios, un individuo increíblemente sucio forcejeaba con dos agentes que intentaban sujetarlo. Hayward permanecía expectante junto a ellos, su cuerpo menudo en tensión como si aguardase la oportunidad de intervenir. D'Agosta observó al individuo, reparando en el cabello apelmazado, la piel amarillenta propia de un enfermo de ictericia, la estrechez de su famélica complexión, la inevitable bolsa negra de basura donde guardaba todos sus bienes materiales.

—¡Quiero ver al teniente! —gritó el mendigo con voz aflautada—. Tengo una información. Exijo…

—Amigo —lo interrumpió un agente con expresión de asco, agarrándolo por la mugrienta chaqueta—, si tiene algo que decir, dígamelo a mí, ¿entendido? El teniente está ocupado.

—¡Ahí lo tiene! —El hombre señaló a D'Agosta con un dedo tembloroso—. ¿Lo ve? No está ocupado. Usted, quíteme las manos de encima o presentaré una queja, ¿me oye? Llamaré a mi abogado.

D'Agosta se retiró a su despacho, cerró la puerta y siguió estudiando el plano. El griterío continuó, los penetrantes aullidos del mendigo especialmente molestos, interrumpidos de cuando en cuando por la voz cada vez más airada de Hayward. Aquél se resistía a marcharse.

De pronto la puerta del despacho se abrió de par en par, y el mendigo entró a trompicones, seguido de cerca por Hayward, ya furiosa. El hombre se resguardó en un rincón, aferrándose a la bolsa de basura en actitud protectora.

—¡Tiene que escucharme, teniente! —gritó.

—Es escurridizo, el hijo de puta —dijo Hayward con respiración entrecortada, limpiándose las manos en los delgados muslos—. Escurridizo, literalmente.

D'Agosta lanzó un suspiro de hastío.

—No se preocupe, sargento —respondió D'Agosta. Volviéndose hacia el mendigo, dijo—: De acuerdo. Le concedo cinco minutos. —Señaló la bolsa de basura, cuyo pestilente olor le llegaba ya al olfato—. Pero deje eso afuera.

—Me lo robarán —adujo el hombre con voz ronca.

—Esto es la jefatura de policía —replicó D'Agosta—. Nadie va a robarle esa mierda.

—No es mierda —protestó el mendigo, pero accedió a entregar la grasienta bolsa a Hayward, que rápidamente la sacó del despacho, volvió a entrar y cerró la puerta para librarse del hedor.

De repente el comportamiento del mendigo cambió radicalmente. Se acercó con toda tranquilidad al escritorio y se sentó en una de las butacas, cruzando las piernas y actuando como si estuviese en su despacho. El mal olor era aún más intenso. Recordó a D'Agosta, vaga e inquietantemente, el tufo del túnel del ferrocarril.

—Espero que esté cómodo —dijo D'Agosta, situando el cigarro estratégicamente ante su nariz—. Ya sólo le quedan cuatro minutos.

—Pues la verdad, Vincent —respondió el mendigo—, es que estoy todo lo cómodo que puede estarse en mi actual estado.

D'Agosta, atónito, bajó lentamente hasta el escritorio la mano que sostenía el cigarro.

—Lamento comprobar que todavía fuma. —El mendigo observó el cigarro—. Veo, no obstante, que su gusto en materia de tabaco ha mejorado. Antes, si no recuerdo mal, fumaba cigarros con relleno de la República Dominicana y hoja de Connecticut como envoltura. Si es inevitable que fume, ese churchill que tiene en la mano es un notable avance respecto a aquel esparto que antes consumía.

D'Agosta seguía mudo. Conocía aquella voz, aquel cadencioso dejo sureño. Simplemente no lo relacionaba con el vagabundo mugriento y apestoso que tenía sentado enfrente.

—¿Pendergast? —susurró por fin.

El mendigo asintió con la cabeza.

—¿Qué…?

—Espero que perdone mi histriónica aparición —lo interrumpió Pendergast—. Sólo quería probar si el disfraz resultaba convincente.

—Ah —dijo D'Agosta.

Hayward se acercó y observó a D'Agosta. Por primera vez parecía desconcertada.

—¿Teniente…?

D'Agosta respiró hondo y, señalando la andrajosa figura sentada en la butaca con las manos sobre el regazo y las piernas cuidadosamente cruzadas, dijo:

—Sargento, le presento a Pendergast, agente especial del FBI.

Hayward apartó la vista de D'Agosta y contempló al mendigo.

—Gilipolleces —se limitó a decir.

Pendergast rió con ganas. Se acodó en los brazos de la butaca, formó un triángulo con las manos, apoyó el mentón en las yemas de los dedos y miró a Hayward.

—Encantado de conocerla, sargento —saludó—. Le daría la mano, pero…

—No se moleste —se apresuró a contestar Hayward, todavía con un asomo de recelo en el rostro.

De pronto D'Agosta se acercó a su visita y le estrechó las manos finas y sucias.

—¡Santo cielo, Pendergast, me alegro de verlo! Me preguntaba dónde demonios se habría metido. Oí decir que había rechazado el puesto de director de la oficina de Nueva York, pero no lo veía desde…

—Desde los asesinatos del museo, como suele llamárselos —apuntó Pendergast, moviendo la cabeza en un gesto de asentimiento—. Según parece, vuelven a ser noticia de primera plana.

D'Agosta volvió a sentarse y asintió con expresión ceñuda.

Pendergast echó un vistazo al plano.

—Tiene un grave problema entre manos, Vincent. Una serie de brutales asesinatos en la superficie y bajo tierra, la élite de la ciudad aterrorizada, y ahora rumores del retorno de Mbwun.

—No se hace usted idea, Pendergast.

—Perdone que lo contradiga, pero me hago una clarísima idea. De hecho, he venido por si desea ayuda.

El rostro de D'Agosta se iluminó, pero de inmediato el optimismo dio paso a la cautela.

—¿En misión oficial? —preguntó.

Pendergast sonrió.

—Semioficial. Lamentablemente no he conseguido más que eso. Ahora, más o menos, puedo permitirme elegir mis asignaciones temporales. En este último año he trabajado en proyectos técnicos que podemos dejar para otro momento. Y digamos que he recibido autorización para colaborar en este caso con el Departamento de Policía de Nueva York. Lógicamente, debo mantener lo que con tanta delicadeza llamamos «anonimato». Por ahora no hay pruebas de que se haya cometido un delito federal. —Hizo un ademán de resignación—. Mi problema es, sencillamente, que no puedo quedarme al margen de un caso interesante. Un hábito molesto, pero difícil de abandonar.

D'Agosta lo observó con curiosidad.

—¿Por qué, pues, no nos hemos visto en casi dos años? Nueva York, diría yo, ofrece muchos casos interesantes.

—No para mí —contestó Pendergast, inclinando la cabeza.

—Ésta —dijo D'Agosta, volviéndose hacia Hayward— es la primera buena noticia que tenemos desde que empezó la investigación.

Pendergast miró a Hayward y después nuevamente a D'Agosta, sus claros ojos azules en marcado contraste con su piel sucia.

—Me halaga usted, Vincent. Pero pongámonos manos a la obra. Dado que, por lo visto, mi disfraz los ha convencido a los dos, deseo ponerlo a prueba bajo tierra cuanto antes. Si me ponen al corriente de todo, claro está.

—Así pues, ¿coincide con nosotros en que el asesinato de Pamela Wisher y los asesinatos de mendigos están relacionados? —preguntó Hayward, todavía un poco recelosa.

—Coincido plenamente, sargento… ¿Hayward, se llama? —dijo Pendergast. De inmediato irguió notablemente la espalda—. No será Laura Hayward, ¿verdad?

—¿Por qué lo dice? —repuso Hayward con repentina cautela.

Pendergast volvió a relajarse en la butaca.

—Excelente —murmuró—. Permítame felicitarla por su artículo en el último número del Journal of Abnormal Sociology. Ofrece una reveladora visión de la jerarquía entre la gente sin hogar que habita en los subterráneos.

Por primera vez desde que D'Agosta la conocía, Hayward mostró manifiesto malestar. Poco acostumbrada a los cumplidos, se sonrojó y desvió la mirada.

—¿Sargento? —dijo D'Agosta, instándola a explicarse.

—Estoy preparando el doctorado en la Universidad de Nueva York —contestó, mirando aún en otra dirección. De repente se volvió hacia D'Agosta con expresión severa, como si lo desafiase a burlarse de ella—. En mi tesis, estudio la estructura de castas en la sociedad subterránea.

—Estupendo —alabó D'Agosta, sorprendido de la actitud defensiva de Hayward pero a la vez notándose a sí mismo un poco a la defensiva. «¿Por qué no me lo ha dicho? —pensó—. ¿Acaso cree que soy idiota?».

—Pero ¿por qué lo publicó en una revista apenas conocida? —continuó Pendergast— La elección obvia habría sido el Law Enforcement Bulletin, la publicación oficial de la policía.

Ya recobrado su habitual aplomo, Hayward rió entre dientes.

—¿Está de broma? —dijo.

De pronto D'Agosta comprendió. Ser una mujer menuda y atractiva en la brigada de desalojo de mendigos, compuesta principalmente de hombretones toscos y agresivos, era de por sí bastante difícil; pero estar, además, preparando una tesis doctoral sobre la misma gente que tenía que hostigar… Movió la cabeza en un gesto de negación, imaginando las despiadadas mofas de que habría sido objeto por parte de los otros agentes.

—Ah, ya entiendo —dijo Pendergast—. Bien, en cualquier caso, es un placer conocerla. Pero pongámonos en movimiento. Necesitaré los análisis de los lugares donde se ha encontrado a los cadáveres. Cuanto más sepamos sobre el asesino no identificado, antes daremos con él. O ellos. No es un violador, ¿verdad?

—Verdad.

—Quizá sea un fetichista. Según parece, le o les gusta llevarse algún recuerdo de las víctimas. Habrá que consultar los archivos y localizar a cualquier individuo con antecedentes por asesinatos en serie o tendencias homicidas. Por otro lado, quizá podría pedirse a Proceso de Datos que establezcan correlaciones entre los datos conocidos de todas las víctimas. Y después podría hacerse lo mismo con todos los desaparecidos. Deberíamos buscar cualquier aspecto en común, por sutil que sea.

—Me ocuparé de ello —respondió Hayward.

—Excelente. —Pendergast se puso en pie y se acercó al escritorio—. Y ahora si es posible echar un vistazo a los informes…

—Siéntese, por favor —se apresuró a decir D'Agosta, arrugando la nariz—. Su disfraz es demasiado convincente. No sé si me entiende.

—Sí, claro —contestó Pendergast sin darle importancia—. Convincente en extremo. Sargento Hayward, ¿sería tan amable de acercarme esos papeles?