Estaba sentado en la oscuridad, totalmente inmóvil.
Pese a la ausencia de luz, su mirada saltaba de una superficie a otra, recreándose por unos segundos en cada objeto que encontraba. Aquel estado era aún nuevo para él; podía permanecer quieto durante horas, saboreando la extraordinaria agudeza de sus sentidos.
Al cabo de un rato cerró los ojos y escuchó los lejanos ruidos de la ciudad. Gradualmente aisló del murmullo de fondo las diversas conversaciones, pasando de las más cercanas y audibles a las más lejanas, a muchas habitaciones e incluso plantas de distancia. Pasados unos minutos, también éstas se desvanecieron en la bruma de su concentración, y empezó a oír los chillidos y ligeros correteos de los ratones cuyo secreto ciclo de la vida transcurría en el interior de las paredes. En ocasiones creía oír el sonido de la propia tierra, girando y girando, envuelta en su atmósfera.
Más tarde —no sabía cuánto más tarde— lo asaltó de nuevo el hambre. No era exactamente hambre sino una sensación de que le faltaba algo, un ansia indefinida y aún tolerable. Nunca dejaba que el momento del ansia se prolongase demasiado.
Se levantó de inmediato y cruzó el laboratorio con paso rápido y seguro en la oscuridad. Abrió una de las llaves del gas de la pared del fondo, acercó un encendedor de chispa al quemador del mechero correspondiente, y cuando prendió, colocó sobre la llama una retorta con agua destilada. Mientras se calentaba el agua, extrajo una cápsula metálica de un bolsillo secreto cosido en el forro de su chaqueta, desenroscó el tapón y echó unos polvos en la retorta. A la luz, los polvos habían despedido un brillo semejante al del jade claro. Cuando aumentó la temperatura, una sutil nube comenzó a extenderse por el agua hasta que el turbulento contenido de la retorta semejó una tormenta en miniatura.
Apagó el gas y vertió la decocción en un vaso de precipitados. Ése era el punto en que debía sujetarse entre las manos el preparado, vaciarse la mente, realizar los movimientos rituales, dejar que el acariciante vapor ascendiese y anegase las fosas nasales. Pero él no tenía paciencia para eso. Una vez más ingirió vorazmente el líquido, notando la quemazón en el paladar. Rió de su incapacidad para atenerse a los preceptos que con tanta severidad había impuesto a los demás.
Aun antes de volver a sentarse había desaparecido la sensación de vacío y empezado la lenta y larga subida: un calor que se iniciaba en las extremidades y se propagaba hacia su interior hasta que el centro mismo de su cuerpo parecía al rojo vivo. Lo invadió una indescriptible sensación de poder y bienestar. Sus sentidos, ya hiperdesarrollados, se agudizaron hasta que fue capaz de ver motas de polvo infinitesimales en la total oscuridad, hasta que fue capaz de oír a todo Manhattan en conversación consigo mismo, desde las festivas charlas de los clientes del Rainbow Room, a setenta pisos por encima del Rockefeller Center, hasta los ávidos gemidos de sus propias criaturas, a muchos metros bajo tierra en lugares recónditos y olvidados.
Estaban cada vez más famélicos. Pronto ni siquiera la ceremonia conseguiría contenerlos.
Pero para entonces ya no sería necesario.
La oscuridad parecía casi un brillo cegador. Cerró los ojos y escuchó la vigorosa circulación de la sangre en las entradas y pasadizos naturales de su oído interno. Mantendría los párpados cerrados hasta que pasase el clímax de aquella sensación y se desvaneciese el extraño resplandor plateado que cubría momentáneamente sus ojos. Quienquiera que hubiese llamado «esmalte» a aquel brillo, pensó con una sonrisa, había elegido bien la palabra.
Pronto, demasiado pronto, el apogeo del efecto terminó. Pero permaneció la fuerza, un continuo recordatorio en sus articulaciones y tendones de aquello en que se había transformado. Si sus antiguos colegas pudiesen verlo en ese momento… Sin duda lo comprenderían.
Casi con tristeza volvió a levantarse, reacio a abandonar el lugar que tanto placer le había proporcionado. Pero tenía tareas pendientes.
Aquélla sería una noche ajetreada.