Louis Padelsky, ayudante del forense de la ciudad de Nueva York, notó que el estómago le hacía ruidos y consultó el reloj. Se moría de hambre, casi literalmente. Estaba a régimen y llevaba tres días tomando sólo batidos. Ese mediodía por fin se echaría al cuerpo una comida de verdad: pollo frito. Se tocó el amplio vientre con la mano, apretando y sopesando, y llegó a la conclusión de que probablemente había disminuido. Sí, con toda seguridad había disminuido.
Tomó un sorbo de su quinto café de la mañana y echó un vistazo a la hoja de entradas. ¡Ah, por fin algo interesante, y no otra víctima de un tiroteo, un apuñalamiento o una sobredosis!
Las puertas de acero inoxidable de la sala de autopsias se abrieron de par en par, y la enfermera forense, Sheila Rocco, entró un cadáver pardusco en una camilla. Padelsky lo observó por un momento, desvió la vista y volvió a observarlo. Llamarlo «cadáver» no era del todo exacto, decidió. Aquellos restos tendidos en la camilla eran poco más que un esqueleto cubierto de jirones de carne. Padelsky arrugó la nariz.
Rocco colocó la camilla bajo los focos y se dispuso a preparar el tubo de drenaje.
—No te molestes —dijo Padelsky. Allí lo único que necesitaba un drenaje era su café. Lo apuró de un trago y tiró el vaso a la papelera. A continuación verificó en la hoja de entradas la referencia consignada en la etiqueta del cadáver, puso sus iniciales en la casilla correspondiente y se calzó un par de guantes verdes de látex.
—¿Qué me has traído esta vez, Sheila? —preguntó—. ¿El hombre de Piltdown?
Rocco frunció el entrecejo y ajustó los focos sobre la camilla.
—Éste debe de llevar enterrado dos siglos por lo menos. Y enterrado en mierda, a juzgar por el olor. Quizá sea el faraón Tutankamierda en persona.
Rocco apretó los labios y aguardó mientras Padelsky reía a carcajadas. Cuando terminó, le entregó un sujetapapeles.
Padelsky, moviendo los labios, leyó por encima el informe mecanografiado. De pronto se enderezó.
—Extraído del río Humboldt —masculló—. ¡Santo cielo! —Lanzó una ojeada a la caja de guantes, considerando la idea de ponerse otro par, pero decidió no hacerlo—. Mmm… decapitado, y la cabeza no ha aparecido… sin ropa salvo por un cinturón metálico. —Miró el cadáver y descubrió la bolsa de efectos personales colgada de la camilla. La cogió y dijo—: Echemos un vistazo.
La bolsa contenía un cinturón dorado de Uffizi con un topacio engarzado en la hebilla. Lo habían examinado ya en el laboratorio, pero Padelsky todavía no estaba autorizado a tocarlo. Vio un número en el enchapado posterior del cinturón.
—Es caro —comentó Padelsky, señalando el cinturón con la barbilla—. Quizá se trate de la mujer de Piltdown. O de un travesti. —Rompió a reír nuevamente.
—Podría mostrar un poco más de respeto por los muertos, doctor Padelsky —protestó Rocco con expresión ceñuda.
—Claro, claro. —Padelsky colgó el sujetapapeles de un gancho y ajustó la posición del micrófono situado sobre la camilla—. Sheila, cariño, pon en marcha la grabadora si eres tan amable.
En cuanto la cinta empezó a girar, Padelsky adoptó un tono lacónico y profesional.
—Habla el doctor Louis Padelsky. Son las 12.05 del 2 de agosto. Me ayuda Sheila Rocco, y vamos a iniciar el examen del… —Lanzó una mirada a la etiqueta—. Del número A-1430. Tenemos aquí un cadáver sin cabeza, prácticamente en el esqueleto. ¿Puedes estirarlo, Sheila? Mide quizá un metro treinta y cinco o treinta y ocho. Añadiendo el cráneo desaparecido serían uno sesenta y cinco o sesenta y ocho. Determinemos ahora el sexo del esqueleto. El contorno pélvico es relativamente amplio. Sí, es ginecoide; se trata de una mujer. No se advierten osteofitos en las vértebras lumbares, así que probablemente no había cumplido aún los cuarenta años. Es difícil saber cuánto tiempo ha pasado sumergida. Se percibe un claro olor a… cloaca. Los huesos presentan un color naranja pardusco y aparentemente han estado mucho tiempo enterrados en el lodo. No obstante, queda suficiente tejido conectivo para mantener unido el esqueleto, y hay asimismo jirones de tejido muscular alrededor de los cóndilos medio y lateral del fémur y también adheridos al sacro y el isquion. Existe, pues, material de sobra para la determinación del grupo sanguíneo y el análisis del ADN. Tijeras, por favor. —Cortó una porción de tejido y la introdujo en una bolsa—. Sheila, ¿podrías ladear la pelvis del cadáver? Veamos… el esqueleto permanece articulado en su mayor parte, salvo, claro está, por el cráneo desaparecido. También falta, según parece, el axis…, quedan seis vértebras cervicales…, faltan las dos costillas flotantes y el pie izquierdo.
Continuó describiendo el esqueleto. Por fin se apartó del micrófono y dijo:
—Sheila, por favor, las cizallas.
Rocco le entregó un pequeño instrumento, que Padelsky empleó para separar el húmero del cúbito.
—Elevador de periostio. —Hurgó entre las vértebras y extrajo de la parte más próxima al hueso unas cuantas muestras de tejido conectivo. A continuación se puso unas gafas protectoras desechables—. La sierra, por favor.
Rocco le tendió una pequeña sierra alimentada por nitrógeno, y Padelsky, tras ponerla en marcha, aguardó hasta que el tacómetro indicó las r.p.m. correctas. Cuando la hoja de diamante rozó el hueso, un agudo zumbido, como un mosquito furioso, llenó la pequeña sala. Simultáneamente un olor a polvo óseo, aguas residuales, tuétano putrefacto y muerte inundó el aire.
Padelsky separó secciones en varios puntos, que Rocco guardó en bolsas de plástico y precintó.
—Quiero las imágenes del microscopio electrónico de exploración y ampliaciones estereoscópicas de cada microsección —dijo Padelsky a la vez que se apartaba de la camilla y apagaba la grabadora.
Rocco anotó sus peticiones en las bolsas herméticas con un rotulador negro de punta gruesa.
Llamaron a la puerta. Rocco abrió y al instante salió de la sala. Al cabo de unos minutos asomó la cabeza y anunció:
—Tienen una identificación provisional a partir del cinturón, doctor. Es Pamela Wisher.
—¿Pamela Wisher, la chica de la alta sociedad? —preguntó Padelsky, quitándose las gafas y retrocediendo un paso—. ¡Dios santo!
—Y hay un segundo esqueleto —continuó Rocco—. Encontrado en el mismo sitio.
Padelsky se había acercado a un profundo lavabo metálico, dispuesto a despojarse de los guantes y lavarse las manos.
—¿Un segundo esqueleto? —repitió airado—. ¿Por qué demonios no los han traído juntos? Debería haberlos examinado a la vez.
Echó un vistazo al reloj: la una y cuarto. Tendría que retrasar el almuerzo hasta las tres como mínimo, y sentía ya vahídos a causa del hambre.
Las puertas se abrieron, y Rocco empujó la segunda camilla hasta los focos. Mientras la enfermera preparaba el cadáver, Padelsky volvió a encender la grabadora y fue por otro café.
—A éste también le falta la cabeza —informó Rocco.
—¿En serio? —repuso Padelsky, incrédulo. Se dirigió hacia la camilla contemplando el esqueleto. De pronto se quedó paralizado, con el vaso de café en los labios—. ¿Qué demo…?
Bajó el vaso y, boquiabierto, observó atentamente. Dejó el vaso de café, corrió junto a la camilla, se inclinó sobre el esqueleto y palpó ligeramente una de las costillas con las yemas de los dedos enguantados.
—¿Doctor Padelsky? —dijo Rocco.
Padelsky se irguió, se acercó de nuevo a la grabadora y la apagó con brusquedad.
—Tapa el cadáver y ve a buscar al doctor Brambell. Y no hables a nadie de esto. —Señaló hacia el esqueleto con la cabeza—. A nadie.
Rocco vaciló por un instante, mirando el esqueleto con expresión de perplejidad y los ojos cada vez más abiertos.
—Sheila, cariño, ahora mismo —apremió Padelsky.