24

Revelaciones

Bruenor deambuló por las estribaciones inferiores de la cumbre de Kelvin durante buena parte de la mañana. La nieve se había derretido como un anuncio de la primavera, pero todavía quedaban parches que dificultaban la marcha por los senderos. Con el hacha en una mano y en la otra el escudo con el blasón de la jarra espumante del clan Battlehammer, Bruenor caminaba, sin dejar de maldecir cada charco, cada piedra, y a los elfos oscuros en general.

Rodeó el extremo noroeste de la montaña, con la nariz roja por el viento frío y casi sin aliento.

—Hora de descansar —murmuró el enano al ver un nicho de piedra protegido del viento por paredes muy altas.

Bruenor no había sido el único en descubrir el cómodo refugio. Cuando le faltaba muy poco para alcanzar la abertura de tres metros de ancho en la pared de piedra, un súbito batir de alas correosas hizo aparecer ante sus ojos una enorme cabeza de insecto. El enano retrocedió, sorprendido y alerta. Había reconocido a la bestia como un remorhaz, un gusano polar, y no pensaba luchar contra él.

El remorhaz salió de cubículo y se lanzó a la persecución; el cuerpo cilíndrico de doce metros de largo se ondulaba sobre el terreno como una cinta de hielo azul. Los resplandecientes ojos polifacéticos no perdían de vista al enano. Las pequeñas alas correosas mantenían alzada y echada hacia atrás la cabeza para atacar a la primera ocasión, mientras docenas de patas propulsaban el resto del cuerpo.

Bruenor notó el aumento de temperatura a medida que el dorso de la criatura se calentaba, primero a un marrón rojizo, y después al rojo vivo.

—Al menos me calentará del frío —rio el enano. Comprendiendo que no podía alejarse de la bestia, se detuvo y levantó el hacha en un gesto amenazador.

Sin perder un segundo, el remorhaz lanzó el ataque. La enorme boca, capaz de engullir al enano de un bocado, bajó como una flecha.

Bruenor saltó a un lado e inclinó el escudo y el cuerpo para evitar que las mandíbulas le aprisionaran las piernas, al tiempo que descargaba el hacha entre los cuernos del gusano polar.

Las alas batieron con un ritmo feroz para levantar la cabeza otra vez hacia atrás. El remorhaz, apenas tocado, se dispuso para un segundo ataque, pero Bruenor se le anticipó. Cogió el hacha con la mano del escudo y, desenvainando con la otra una daga de hoja larga, se lanzó hacia delante, directamente entre el primer par de patas del monstruo.

La enorme cabeza bajó en picado sin encontrar la presa, porque Bruenor ya se había colocado debajo del vientre, el punto más vulnerable de la bestia.

—¿Has adivinado lo que voy a hacer? —exclamó el enano en tono de burla, clavando la daga entre las escamas.

Bruenor era demasiado duro y estaba muy bien protegido como para sufrir las consecuencias de las sacudidas del gusano, pero entonces la bestia rodó sobre sí misma, con la intención de quemarlo vivo con el lomo ardiente.

—¡No, no intentes pasarte de listo conmigo, condenado bicho-dragón-gusanopájaro! —chilló Bruenor, que se apartó rápidamente para alejarse del calor.

Se situó a un costado y empujó con todas sus fuerzas hasta tumbar al remorhaz.

La nieve se fundió en una nube de vapor al entrar en contacto con el lomo al rojo. Bruenor se abrió paso entre las patas, que se movían como aspas de molino, para alcanzar la parte vulnerable. Después comenzó a descargar hachazos hasta conseguir abrir una ancha y profunda herida.

El remorhaz enroscó y estiró el cuerpo como un resorte, y en una de las sacudidas lanzó a Bruenor por los aires. El enano se puso de pie en cuanto tocó el suelo, pero no fue lo bastante rápido, y el gusano avanzó hacia él. El lomo ardiente tocó el muslo de Bruenor cuando este intentaba alejarse, y el enano vio cómo salía humo de las polainas de cuero.

Entonces se enfrentaron otra vez, con mucho más respeto.

La boca atacó. Con un golpe rápido, el hacha de Bruenor le partió un diente y desvió la trayectoria. Sin embargo, la pierna herida cedió con el golpe, y el enano no pudo apartarse. Uno de los cuernos enganchó a Bruenor por la axila y lo arrojó muy lejos.

El enano cayó en medio de un pequeño campo de piedras; se recuperó al instante y estrelló adrede la cabeza contra un peñasco para ajustar el casco y librarse del mareo.

El remorhaz no cedió a pesar de la sangre que perdía al moverse. La enorme boca se abrió una vez más, y Bruenor, sin perder ni un instante, le arrojó una piedra al interior.

Guenhwyvar alertó a Drizzt de que había problemas en la estribación del noroeste. El drow nunca había visto a un gusano polar, pero en cuanto avistó a los combatientes desde un risco, comprendió que el enano llevaba la peor parte. Desenvainó las cimitarras, sin dejar de lamentarse por haber dejado el arco en la cueva, y siguió a la pantera en el descenso todo lo rápido que permitían los resbaladizos senderos.

—¡Vamos, atrévete! —desafió el enano al remorhaz.

El monstruo no vaciló.

Bruenor se afirmó sobre los pies, dispuesto a resistir todo lo posible antes de convertirse en comida de gusano.

La enorme cabeza se acercó, pero entonces el remorhaz oyó un rugido detrás, vaciló y desvió la mirada.

—¡Un movimiento estúpido! —gritó el enano, exultante, y descargó un hachazo contra la mandíbula inferior del monstruo, con tanta fuerza y acierto que la partió entre los dos grandes incisivos.

El remorhaz soltó un chillido de dolor, y las alas batieron desesperadas, en un intento por alejar la cabeza del alcance del enano. Este repitió los golpes, que abrieron grandes heridas en el morro al tiempo que obligaba a la bestia a bajar la cabeza.

—¿Creías que ya me tenías, eh? —se burló Bruenor.

Tendió la mano del escudo y sujetó uno de los cuernos cuando el remorhaz comenzaba a levantar la cabeza. Con un violento tirón, torció esta en un ángulo vulnerable y hundió el hacha en el cráneo de la bestia.

La criatura se enrolló y estiró en una última sacudida y después permaneció inmóvil, con el lomo todavía al rojo vivo.

Un segundo rugido de Guenhwyvar hizo que el enano desviara del cadáver del monstruo su orgullosa mirada. Bruenor, herido y vacilante, vio a Drizzt y a la pantera, que se acercaban a la carrera, el drow con las armas en la mano.

—¡Vamos! —les gritó Bruenor, que malinterpretó la carga. En un gesto de desafío, golpeó el hacha contra el escudo—. ¡Acércate y probarás el filo de mi acero!

Drizzt se detuvo en el acto y le ordenó a Guenhwyvar que hiciera lo mismo. La pantera no le hizo caso y avanzó con las orejas pegadas al cráneo.

—¡Vete, Guenhwyvar! —ordenó Drizzt.

La pantera soltó un último gruñido de indignación y se alejó.

Satisfecho con la marcha del felino, Bruenor dirigió la mirada a Drizzt, que se encontraba junto a la cola del gusano polar muerto.

—¿Tú y yo, entonces? —exclamó el enano—. ¿Tienes agallas para enfrentarte al hacha, drow, o prefieres a las niñas pequeñas? —La obvia referencia a Catti-brie hizo aparecer una llama de furia en los ojos de Drizzt, que apretó con fuerza las empuñaduras de las cimitarras. Bruenor balanceó el hacha—. Vamos —lo provocó—. ¿Acaso no te atreves a jugar un poco con un enano?

Drizzt deseaba gritar tan fuerte como para que todo el mundo pudiera oírlo. Quería saltar por encima del monstruo muerto y golpear al enano, negar las palabras con una fuerza despiadada y brutal, pero no podía. No podía negar a Mielikki y no podía traicionar a Mooshie. Una vez más tenía que controlar la rabia, soportar los insultos con estoicismo, consciente de que él y la diosa conocían la verdad de lo que había en su corazón. Guardó las cimitarras y se alejó, en compañía de Guenhwyvar.

Bruenor observó la marcha de la pareja sin ocultar su curiosidad. Primero tomó al drow por un cobarde, pero luego, al desaparecer la excitación del combate, el enano se preguntó por las intenciones del drow. ¿Había acudido dispuesto a rematar a los combatientes? ¿O acaso tenía el propósito de ayudarlo?

—No —murmuró el enano, rechazando esta última posibilidad—. ¡No es el proceder de un elfo oscuro!

La caminata de regreso fue muy larga para el enano cojo, y le dio tiempo de sobra para reflexionar sobre los hechos ocurridos en la estribación del noroeste. Cuando por fin llegó a las minas, era de noche; lo esperaban Catti-brie y varios enanos, preparados ya para salir en su búsqueda.

—Estás herido —comentó uno de los enanos.

De inmediato, Catti-brie imaginó una pelea entre Drizzt y su padre.

—Un gusano polar —respondió Bruenor, sin darle mucha importancia—. Acabé con la bestia, aunque en el esfuerzo me chamuscó el muslo.

Los demás asintieron, admirados por la capacidad combativa de su líder —un gusano polar no era una presa fácil—, y Catti-brie suspiró más tranquila.

—¡Vi al drow! —le gruñó Bruenor, al sospechar la causa del suspiro.

El enano seguía confuso respecto al encuentro con el elfo oscuro, y tampoco tenía muy claro dónde encajaba Catti-brie. ¿Acaso la niña se había encontrado con el drow?

—¡Lo vi! —añadió, esta vez para los demás enanos—. ¡Vi al drow y al gato más negro y más grande que haya visto en toda mi vida! Se lanzó sobre mí, en el momento en que tumbé al gusano.

—¡Drizzt no sería capaz! —Catti-brie interrumpió a su padre antes de que él pudiera embarcarse en otro relato interminable.

—¿Drizzt? —preguntó Bruenor, y la muchacha le dio la espalda, al comprender que había descubierto su mentira. De todos modos, el enano lo dejó pasar—. ¡Digo que lo hizo! —prosiguió—. ¡Se lanzó sobre mí con las armas en las manos! Pero ¡los hice huir a él y al gato!

—Podríamos perseguirlo —propuso uno de los presentes—, echarlo de la montaña.

Los demás asintieron con murmullos y movimientos de cabeza, pero Bruenor, dudando todavía de las verdaderas intenciones del drow, se opuso.

—La montaña es suya —afirmó Bruenor—. Se la dio Cassius, y no nos interesa tener problemas con Bryn Shander. Mientras el drow se quede donde está y no se meta con nosotros, lo dejaremos en paz. Pero —añadió con la mirada puesta en Catti-brie—, ¡tú no volverás a hablar, ni a acercarte a él nunca más!

—Pero… —protestó Catti-brie.

—¡Nunca más! —rugió Bruenor—. ¡Quiero que me des tu palabra, o por Moradin que le cortaré la cabeza al elfo oscuro! —Catti-brie vaciló, sin saber cómo salir del atolladero—. ¡Tu palabra!

—Te lo prometo —murmuró la muchacha, y echó a correr hacia el interior de la cueva.

—Cassius, portavoz de Bryn Shander, me envió aquí —explicó el rudo hombretón—. Dijo que si hay alguien que sabe dónde está el drow ese eres tú.

Bruenor echó una ojeada a los numerosos enanos presentes en la sala de audiencias; ninguno parecía muy impresionado con el grosero forastero. Bruenor apoyó la barbilla en la palma de la mano y bostezó con fuerza, dispuesto a no intervenir en este conflicto. Habría podido engañar al hombre sucio y a su perro maloliente y conseguir que se marcharan, pero Catti-brie, sentada junto al padre, se movió inquieta.

—Cassius dijo que has debido ver al drow, porque es tu vecino —añadió Roddy McGristle, que no había pasado por alto el movimiento de la muchacha.

—Si lo ha visto alguno de los míos —contestó Bruenor, sin hacerle mucho caso—, no me lo ha dicho. Si tu drow ronda por aquí, no se ha metido con nosotros.

Catti-brie dirigió una mirada de curiosidad a su padre y respiró más tranquila.

—¿No se ha metido con vosotros? —murmuró Roddy, con un brillo de astucia en la mirada—. Ese nunca molesta a nadie. —Poco a poco, el montañés echó hacia atrás la capucha, para mostrar las cicatrices—. ¡No se mete con nadie hasta que de pronto te encuentras así!

—¿El drow hizo eso? —preguntó Bruenor, sin dejarse impresionar—. Buenas cicatrices, mejor que muchas que he visto por allí.

—¡Mató a mi perro! —gruñó Roddy.

—A mí no me parece muerto —respondió Bruenor, provocando las carcajadas de todos los presentes.

—¡Mi otro perro! —gritó Roddy, al comprender la actitud del enano—. No le interesan mis problemas, y no me quejo. Pero no es por mí que lo persigo, ni tampoco por el precio puesto a su cabeza. ¿Alguna vez has oído hablar de Maldobar? —Bruenor encogió los hombros—. Un lugar bonito y tranquilo. Todos campesinos. Una familia, los Thistledown, vivían en las afueras del pueblo; tres generaciones en la misma casa, como corresponde a las familias decentes. Bartholemew Thistledown era un buen hombre, te lo juro, como lo fue el padre, y los hijos, cuatro varones y una muchacha… muy parecida a la suya… alta, fuerte, con el espíritu alegre y dispuesta a disfrutar de la vida.

Bruenor comenzó a sospechar el final de la historia, y, por la inquietud que demostraba Catti-brie, pensó que la muchacha también lo sabía.

—Buena familia —murmuró Roddy, con una falsa expresión nostálgica—. Nueve en la casa. —De pronto el hombre endureció el gesto y miró furioso a Bruenor—. Nueve muertos en la casa —declaró—. Descuartizados por tu drow, y uno devorado por la maldita pantera.

Catti-brie intentó responder, pero sus palabras sonaron como un grito confuso. Bruenor se alegró de que así fuera, porque, de haberse podido entender las palabras, el montañés habría recibido una información que el enano no quería darle. Puso un brazo sobre los hombros de la muchacha.

—Has venido a contarnos una historia muy desagradable —dijo sin perder la calma—. ¡Has asustado a mi hija, y no me gusta que la asusten!

—Te pido perdón —contestó Roddy con una reverencia—, pero debes saber el peligro que ronda tu puerta. ¡El drow es un ser perverso y también lo es la pantera! No quiero que se repita la tragedia de Maldobar.

—Y no la verás en ninguna de mis salas —le aseguró Bruenor—. No somos unos vulgares campesinos. El drow no nos molestará más de lo que tú nos has molestado.

Roddy no se sorprendió de que Bruenor no estuviese dispuesto a ayudarlo, porque sabía muy bien que el enano, o al menos la muchacha, tenía más información sobre el paradero del drow de lo que habían admitido.

—Si no es por mí, entonces hazlo por Bartholemew Thistledown. Te lo ruego, enano. Dime dónde puedo encontrar al demonio negro. O, si no lo sabes, préstame algunos soldados para que me ayuden a buscarlo.

—Mi gente está muy ocupada con la fundición —contestó Bruenor—. No puedo enviar a nadie a perseguir a los enemigos de algún otro.

A Bruenor no le interesaba en lo más mínimo el pleito que Roddy podía tener con el drow, pero la historia del montañés había confirmado la opinión de que el elfo oscuro era mala compañía, en especial para la muchacha. Incluso podría haber colaborado con Roddy, no por razones morales sino para librarse a la vez del cazarrecompensas y del drow, de no haber sido por la obvia preocupación de Catti-brie.

Roddy hizo un esfuerzo inútil por disimular el enfado, y pensó en alguna otra manera de conseguir sus propósitos.

—¿Adonde irías tú si tuvieras que huir, rey Bruenor? —preguntó—. Cassius dijo que conoces las montañas mejor que nadie. ¿Adonde debería buscar?

—El valle es muy grande —respondió Bruenor, sin comprometerse. Cada vez le resultaba más divertido ver el enfado del grosero personaje—. Montañas muy altas. Montones de agujeros.

Dicho esto permaneció en silencio durante un buen rato, moviendo la cabeza.

—¿Es que estás de parte del drow? —chilló Roddy, incapaz ya de controlarse—. Te llamas a ti mismo rey, pero…

Bruenor saltó de su trono de piedra, y Roddy dio un paso atrás, al tiempo que colocaba una mano sobre el mango del hacha.

—Sólo he escuchado la palabra de un renegado contra otro —replicó Bruenor—. ¡Y, a mi juicio, una es tan buena… o mala como la otra!

—¡No para los Thistledown! —gritó Roddy. El sabueso, al ver la furia de su amo, enseñó los dientes y gruñó amenazador. Bruenor miró curioso a la extraña bestia amarilla. Era casi la hora de la cena y las discusiones siempre aumentaban su apetito. ¿Qué tal un buen plato de perro amarillo?—. ¿No tienes nada más que ofrecerme? —insistió Roddy.

—Un puntapié de mi bota —gruñó Bruenor. Varios soldados bien armados se acercaron para evitar que el irascible humano cometiera alguna tontería—. Podría invitarte a cenar —añadió el enano—, pero hueles demasiado mal, y no pareces de los que están dispuestos a tomar un baño.

Roddy tiró de la correa del perro y se marchó hecho una furia. Sus taconazos y los portazos que daba cada vez que cruzaba una puerta resonaban en la sala de audiencias. A una señal de Bruenor, cuatro soldados siguieron al montañés para asegurarse de que no se produjera ningún incidente. En la sala, los presentes celebraron con gritos y carcajadas la forma en que su rey había tratado al humano.

Bruenor advirtió que Catti-brie no se sumaba a la diversión, y pensó que conocía el motivo. El relato de Roddy, verídico o no, había sembrado la duda en la muchacha.

—Ahora ya lo sabes —le dijo Bruenor en tono áspero, dispuesto a sacar ventaja en la discusión pendiente—. ¡El drow es un asesino prófugo! ¡A ver si por fin tomas mis advertencias al pie de la letra!

Los labios de Catti-brie desaparecieron en un gesto de amargura. Drizzt no le había contado muchas cosas de su vida en la superficie, pero no podía creer que su amigo fuese un asesino. Tampoco podía negar lo obvio: Drizzt era un elfo oscuro, y para su padre, al menos, esto era suficiente para legitimar el relato de McGristle.

—¿Me escuchas, muchacha? —gruñó Bruenor.

—¡Tienes que reunirlos a todos! —exclamó Catti-brie de pronto—. Al drow, a Cassius y al horrible Roddy McGristle. Tienes que…

—¡No es asunto mío! —rugió Bruenor, poco dispuesto a escuchar.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Catti-brie al ver la súbita cólera del padre. Creyó que el mundo se había vuelto del revés. Drizzt estaba en peligro y ahora su padre, al que tanto quería y admiraba, hacía oídos sordos a la llamada de la justicia.

En aquel terrible momento, Catti-brie hizo la única cosa que una niña de once años puede hacer en estos casos: dio media vuelta y echó a correr.

Catti-brie se preguntó qué pretendía conseguir, mientras corría por las estribaciones de la cumbre de Kelvin, pese a la palabra dada a su padre. La muchacha no podía negar el deseo de venir hasta aquí, aunque no podía ofrecerle a Drizzt nada más que el aviso de que McGristle lo buscaba.

Todavía no había conseguido aclarar sus pensamientos, cuando de pronto se encontró con el drow y entonces comprendió la verdadera razón. No era por Drizzt que había venido, si bien le preocupaba su seguridad, sino por su propia paz de conciencia.

—Nunca me hablaste de los Thistledown de Maldobar —le dijo con un tono helado que borró la sonrisa del drow.

La expresión amarga que apareció en el rostro del elfo reflejó claramente su dolor.

Creyendo que la tristeza del drow significaba que aceptaba la culpa de la tragedia, la muchacha se volvió e intentó escapar. Drizzt la sujetó por el hombro, la hizo dar la vuelta, y la estrechó entre sus brazos. No estaba dispuesto a tolerar que la niña, que lo había aceptado de todo corazón, creyera ahora una mentira.

—Yo no he matado a nadie —susurró Drizzt entre los sollozos de Catti-brie—, excepto a los monstruos que asesinaron a los Thistledown. ¡Te doy mi palabra! —Entonces le relató toda la historia, incluida la persecución del grupo de Paloma Garra de Halcón—. Y ahora estoy aquí —concluyó—, con el único deseo de olvidar para siempre aquella tragedia, aunque creo que nunca lo conseguiré.

—Son dos historias muy diferentes —dijo Catti-brie—. Me refiero a la tuya y la de McGristle.

—¿McGristle? —jadeó Drizzt como si de pronto se hubiese quedado sin aliento.

Hacía años que no veía al montañés y pensaba en Roddy como una cosa del pasado.

—Ha venido hoy —explicó Catti-brie—. Un hombre muy grande con un perro amarillo. Te persigue.

La confirmación sobrecogió a Drizzt. ¿Es que nunca escaparía de su pasado?, pensó. Si no lo conseguía, ¿cómo podía esperar que lo aceptaran?

—McGristle dijo que tú los asesinaste —añadió la muchacha.

—Entonces no tienes más que nuestras palabras —razonó Drizzt—, y no hay pruebas que confirmen ninguna de las dos versiones.

El silencio que siguió a sus palabras se hizo eterno.

—Nunca me gustó ese bruto horrible.

Catti-brie se sorbió los mocos, y consiguió sonreír por primera vez desde que había visto al cazador de recompensas.

La afirmación de su amistad conmovió profundamente a Drizzt, aunque no podía olvidar los problemas que se avecinaban. Tendría que luchar contra Roddy, y quizá con algunos más si el montañés conseguía despertar el resentimiento de otras personas, cosa bastante fácil si se tenía en cuenta la raza de Drizzt. O tendría que reanudar la huida, aceptar que el camino era su único hogar.

—¿Qué harás? —preguntó Catti-brie, al percibir su angustia.

—No temas por mí —respondió Drizzt, al tiempo que la abrazaba más fuerte, pensando que quizás era un abrazo de despedida—. El día se acaba. Debes volver a tu casa.

—Él te encontrará —afirmó Catti-brie muy seria.

—No —dijo Drizzt, tranquilo—. Al menos no tan pronto. Con la ayuda de Guenhwyvar, mantendremos a Roddy McGristle bien lejos hasta que resuelva qué hacer. Ahora, vete. La noche llega deprisa y no creo que a tu padre le guste que hayas venido aquí.

Recordar que tendría que enfrentarse otra vez a Bruenor hizo que Catti-brie se pusiera en marcha. Dijo adiós a Drizzt y dio unos pasos; entonces dio media vuelta, regresó y le dio un abrazo. Su andar era más ligero cuando descendió por la ladera. No había resuelto los problemas de Drizzt, pero las preocupaciones del drow le parecían algo muy distante en comparación con la alegría de saber que su amigo no era un monstruo como decían algunos.

La noche sería muy negra para Drizzt Do’Urden. Había pensado en McGristle como un problema muy lejano, pero ahora la amenaza había llegado, y nadie salvo Catti-brie había salido en su defensa.

Una vez más tendría que resistir solo, si es que pensaba resistir. No tenía aliados excepto Guenhwyvar y sus cimitarras, y la perspectiva de batirse con McGristle —con indiferencia del resultado— no le interesaba.

—Esto no es un hogar —susurró en medio del viento helado. Sacó la estatuilla de ónice y llamó a la pantera—. Vamos, amiga mía —le dijo—. Tenemos que irnos antes de que aparezca nuestro adversario.

Guenhwyvar se ocupó de la guardia mientras Drizzt, harto de vagar, vaciaba lo que hasta ese momento había sido su hogar.