Camino del hogar
—¡Nos has hecho pasar! —gritó el hermano Herschel. Todos los frailes excepto Jankin abrazaron a Drizzt en cuanto este se reunió con ellos en un valle rocoso, al este de la entrada a la guarida del dragón—. ¡Si hay una manera de recompensarte por lo que has…!
El drow vació el contenido de sus bolsillos como única respuesta, y cinco pares de ojos codiciosos se abrieron como platos al ver las joyas de oro y piedras que resplandecían a la luz de sol. Una gema en particular, un rubí grande como un huevo de gallina, prometía riquezas para toda la vida.
—Para vosotros —explicó Drizzt—. Todas. No necesito tesoros.
Los frailes se miraron contritos, aunque ninguno estaba dispuesto a mostrar el botín oculto en sus propios bolsillos.
—Quizá tendrías que guardar un poco —sugirió Mateo—, si todavía piensas en marcharte.
—Así es —respondió el elfo.
—No puedes quedarte aquí —señaló Mateo—. ¿Adonde piensas ir?
Drizzt todavía no había pensado en un punto de destino. Sólo sabía que su lugar no era con los frailes plañideros. Meditó durante unos momentos, recordando los muchos callejones sin salida que había recorrido. De pronto tuvo una idea.
—Tú mencionaste el lugar —le dijo a Jankin—. Tú me dijiste el nombre del lugar una semana antes de entrar en el túnel. —Jankin lo miró con curiosidad, sin recordar la charla—. Diez Ciudades —añadió Drizzt—. Tierra de renegados, donde un bribón puede encontrar su lugar.
—¿Diez Ciudades? —protestó Mateo—. Espero que recapacites, amigo. El valle del Viento Helado no es un lugar muy placentero, y no creo que los asesinos de Diez Ciudades te vayan a recibir con los brazos abiertos.
—El viento no cesa nunca —añadió Jankin con una mirada nostálgica en sus negros ojos hundidos en las órbitas—. Siempre cargado de arena y muy frío. Te acompañaré.
—¡Y los monstruos! —añadió otro, al tiempo que le daba un coscorrón a Jankin—. ¡Yetis de la tundra, leones blancos, y bárbaros feroces! ¡No, yo no iría a Diez Ciudades ni aunque me persiguiera el mismísimo Hephaestus!
—Cosa que el dragón bien podría hacer —replicó Herschel, con una mirada inquieta hacia la cueva no tan distante—. Hay varias granjas en los alrededores. Quizá nos dejen pasar la noche en alguna de ellas y regresar al túnel mañana.
—Yo no voy —repitió Drizzt—. Habéis dicho que Diez Ciudades es un lugar poco acogedor, pero ¿me recibirían mejor en Mirabar?
—Pasaremos la noche en alguna granja —intervino Mateo, que había cambiado de opinión—. Te compraremos un caballo, y las provisiones necesarias. No quiero que te vayas —añadió—, aunque reconozco que Diez Ciudades es una buena elección… —Miró a Jankin—. Para un drow. Muchos han encontrado allí un lugar. En realidad es un hogar para aquel que no tiene ninguno.
—¿Cómo llego hasta allí? —preguntó Drizzt, que comprendió la sinceridad en la voz del fraile y apreció su generosidad.
—Sigue las montañas —contestó Mateo—. Mantenlas siempre a tu derecha. Cuando rodees la cordillera, habrás entrado en el valle del Viento Helado. Un pico solitario marca la llanura que se extiende al norte de la Columna del Mundo. Las ciudades se levantan a su alrededor. ¡Ojalá todas respondan a tus esperanzas!
Dicho esto, los frailes se prepararon para la marcha. Drizzt cruzó las manos detrás de la nuca y se apoyó contra la pared del valle. Sabía que era la hora de separarse de los frailes, pero no podía negar la sensación de culpa y de soledad que esto le producía. Las pequeñas riquezas que habían cogido en la cueva del dragón cambiarían la vida de sus compañeros, servirían para procurarles cobijo y atender a sus necesidades. En su caso, en cambio, no podían echar abajo las barreras a las que él se enfrentaba.
Diez Ciudades, la tierra que Jankin había mencionado como una casa para los desamparados, un punto de reunión para aquellos que no tenían adonde ir, reanimó un poco las esperanzas del drow. ¿Cuántas veces el destino se había vuelto en su contra? ¿A cuántas puertas se había acercado lleno de ilusión sólo para ser rechazado a punta de lanza? Esta vez sería diferente, pensó Drizzt; porque, si no podía encontrar un lugar en la tierra de los renegados, ¿qué otro sitio quedaba para él?
Para el drow, que había pasado tanto tiempo escapando de la tragedia, la culpa y los prejuicios que no podía eludir, no era grato contar sólo con la esperanza.
Aquella noche Drizzt acampó en un bosquecillo mientras los frailes iban al poblado. Regresaron a la mañana siguiente con un caballo magnífico, pero con uno menos en el grupo.
—¿Dónde está Jankin? —preguntó Drizzt, preocupado.
—Atado en un granero —contestó Mateo—. Anoche intentó escapar para ir a…
—Reunirse con Hephaestus —acabó el drow por él.
—Si cuando volvamos todavía insiste, quizá lo dejemos ir —añadió Herschel disgustado.
—Aquí tienes tu caballo —dijo Mateo—, si es que la noche no te ha hecho cambiar de opinión.
—Y este abrigo es para ti —manifestó Herschel, tendiéndole a Drizzt una hermosa capa forrada de piel.
El drow sabía que este era un acto de generosidad inusitado por parte de los frailes, y a punto estuvo de cambiar su decisión. Sin embargo, no podía olvidar las otras necesidades que este grupo no le permitía satisfacer.
Para demostrar que no había vuelta atrás, el drow se acercó al animal dispuesto a montarlo. Drizzt había visto una vez un caballo, pero nunca desde tan cerca. Lo sorprendió la fortaleza de la bestia, el movimiento de los músculos del pescuezo, y sobre todo la altura del lomo.
Miró al animal a los ojos durante unos instantes para comunicarle sus intenciones. Entonces, para sorpresa de todos, incluso la del drow, el caballo se agachó para permitir que Drizzt se acomodara sin esfuerzos en la montura.
—Veo que sabes tratar a los caballos —comentó Mateo—. No habías dicho nunca que eras un jinete experto.
Drizzt se limitó a asentir e hizo todo lo posible para mantenerse en la silla cuando el caballo echó a trotar. Le llevó un buen rato descubrir el modo de controlar a la bestia y ya había recorrido una amplia curva hacia el este —la dirección equivocada— antes de conseguir dar la vuelta. Durante la cabalgada, Drizzt intentó no pasar vergüenza, y los frailes, que tampoco entendían mucho, sonrieron satisfechos al ver sus evoluciones.
Horas más tarde, Drizzt marchaba al galope hacia el oeste, sin apartarse del borde sur de la Columna del Mundo.
—Los frailes plañideros —susurró Roddy McGristle, que espiaba al grupo desde lo alto de un montículo mientras los frailes se dirigían otra vez hacia el túnel de Mirabar.
—¿Qué? —exclamó Tephanis, que se apresuró a salir de su saco para unirse a Roddy. Por primera vez en su vida, la velocidad del trasgo fue una desventaja. Sin darse cuenta de lo que decía, añadió—: ¡No-puede-ser! El-dragón… —La furiosa mirada del montañés cayó sobre Tephanis como la sombra de una nube de tormenta—. Quiero-decir, suponía… —tartamudeó el trasgo, pero comprendió que Roddy, que conocía el túnel mejor que él y también estaba enterado de su habilidad con las cerraduras, había adivinado su estratagema.
—Se te ocurrió que podías matar al drow —dijo Roddy, con calma.
—Por-favor, mi-amo —replicó Tephanis—. No-tenía-intención… Tenía-miedo-por-ti. ¡El-drow-es-un-demonio! Los-envié-al-túnel-del-dragón. Pensé-que-tú…
—Olvídalo —gruñó Roddy—. Hiciste lo que creías mejor, y nada más. Ahora vuelve a tu saco. Quizá podamos arreglar lo que has hecho, si el drow no está muerto. —Tephanis asintió, más tranquilo, y se metió en el saco. Roddy lo recogió y llamó al perro—. Conseguiré que los frailes hablen —prometió—, pero primero…
Roddy levantó el sacó y lo estrelló contra la roca.
—¡Amo! —gritó el trasgo.
—¡Maldito ladrón de elfos…! —chilló Roddy sin dejar de golpear el saco contra la piedra. Tephanis resistió los primeros golpes, e incluso llegó a cortar la tela con la daga. Pero pronto el saco se oscureció con la humedad de la sangre, y acabó la resistencia del trasgo—. Maldito mutante ladrón de elfos —murmuró Roddy, arrojando el saco—. Ven, perro. Si el drow está vivo, los frailes sabrán dónde encontrarlo.
Los frailes plañideros pertenecían a una orden dedicada al sufrimiento y un par de ellos, en especial Jankin, habían sufrido mucho en sus vidas. Aun así, ninguno había imaginado la crueldad de que era capaz Roddy McGristle, y, antes de una hora, Roddy marchaba hacia el oeste sin apartarse del borde sur de la cordillera.
El frío viento del este zumbaba en sus oídos como una canción interminable. Drizzt lo escuchaba desde que había rodeado el extremo oeste de la Columna del Mundo, para dirigirse primero hacia el norte y después al este, por la extensa y árida llanura que llevaba el nombre del viento: el valle del Viento Helado. Aceptaba el lamento y el mordisco helado del viento, porque eran un símbolo de libertad. Cuando rodeó la cordillera encontró otro símbolo: el mar abierto. Había visitado la costa en una ocasión anterior, durante el viaje a Luskan, y ahora quería hacer una pausa y recorrer los pocos kilómetros que había hasta la playa. Pero el viento frío le recordó que estaba a las puertas del invierno, y comprendió las dificultades que encontraría si recorría el valle después de las primeras nevadas.
El primer día después de entrar en el valle divisó la cumbre de Kelvin, la montaña que se erguía solitaria en la tundra, al norte de la gran cordillera. Se dirigió hacia allí al galope; para él era la señal que le indicaba la tierra donde tendría su hogar. Su corazón rebosaba de entusiasmo cada vez que miraba el pico.
Adelantó a varios grupos pequeños, carretas solitarias o un puñado de hombres a caballo, mientras se aproximaba a la región de Diez Ciudades por el sudoeste, la ruta de las caravanas. El sol estaba en el ocaso, y Drizzt mantenía bien apretada la capucha de su capa nueva, para ocultar la piel negra. Saludó con un movimiento de cabeza a cada viajero que adelantó.
Tres lagos dominaban la región, junto con la cumbre de Kelvin, que se elevaba hasta los trescientos cincuenta metros de altura por encima de la llanura; había nieve en la cima incluso en el verano. De las diez ciudades que daban su nombre a la zona, sólo la principal, Bryn Shander, se encontraba apartada de los lagos. La habían construido sobre una colina, y ahora su bandera ondeaba orgullosa en el viento. La ruta de las caravanas, la ruta de Drizzt, conducía a esta ciudad, que tenía el mercado más importante.
Drizzt podía ver por las columnas de humo que había otras comunidades a pocos kilómetros de la ciudad. Por un momento pensó si debía dirigirse a los pueblos más pequeños en lugar de ir directamente a la ciudad.
—No —exclamó en voz alta.
Metió la mano en la bolsa para tocar la estatuilla de ónice, taloneó al caballo y cabalgó colina arriba.
—¿Mercader? —le preguntó uno de los dos guardias que se aburrían delante del portón de hierro—. Es un poco tarde para venir a hacer negocios.
—No soy mercader —contestó Drizzt, bastante nervioso ahora que había llegado el momento decisivo.
Llevó las manos a la capucha, intentando disimular el temblor.
—Entonces, ¿de qué ciudad? —preguntó el otro guardia.
Drizzt bajó las manos, sorprendido por la pregunta.
—De Mirabar —respondió sinceramente, y entonces, antes de detenerse a sí mismo y de que los guardias lo distrajeran con alguna otra pregunta, apartó la capucha. Los guardias, boquiabiertos, acercaron las manos a las espadas—. No —exclamó Drizzt, con un cansancio en la voz y la postura que los guardias no comprendían—. No, por favor.
Ya no le quedaban fuerzas para sostener batallas motivadas por malentendidos. Contra una horda de goblins o un gigante no vacilaba en empuñar las cimitarras; pero frente a alguien que sólo peleaba por una falta de entendimiento, las armas le pesaban en las manos.
—He venido a Diez Ciudades procedente de Mirabar con la intención de residir en paz.
Mantuvo las manos bien apartadas del cuerpo, sin plantear ninguna amenaza.
Los guardias no sabían qué hacer. Ninguno había visto nunca a un elfo oscuro —aunque no dudaban que Drizzt lo era— ni sabía algo más que las historias sobre la antigua guerra que había dividido para siempre al pueblo elfo.
—Espera aquí —le susurró uno de los guardias a su compañero, al que no pareció gustarle la orden—. Iré a informar al portavoz Cassius.
Golpeó el portón de hierro y se deslizó al interior en cuanto abrieron lo suficiente para que pudiera pasar. El otro guardia mantuvo la mirada fija en Drizzt, sin apartar la mano de la espada.
—Si me matas, un centenar de ballestas te acribillarán —declaró el hombre, en un intento fracasado de simular confianza.
—¿Por qué iba a hacerlo? —replicó Drizzt, sin mover las manos.
Hasta ahora el encuentro había ido bastante bien. En todos los demás pueblos en los que se había presentado, los primeros en verlo habían huido dominados por el terror o lo habían echado con las armas en la mano.
El otro guardia regresó al cabo de unos minutos acompañado por un hombre bajo y delgado, bien afeitado y con brillantes ojos azules de mirada penetrante, que no perdían detalle. Vestía prendas de calidad y, por el respeto que le demostraban los guardias, Drizzt comprendió que se trataba de alguien muy importante. El hombre observó a Drizzt durante un buen rato.
—Soy Cassius —declaró por fin—, portavoz de Bryn Shander y del consejo regente de Diez Ciudades.
—Soy Drizzt Do’Urden —respondió Drizzt con una ligera reverencia—, de Mirabar y otras ciudades más lejanas, que ahora viene a Diez Ciudades.
—¿Por qué? —inquirió Cassius bruscamente, con la intención de pillarlo por sorpresa.
—¿Hace falta una razón?
—Para un elfo oscuro, quizá —contestó Cassius con franqueza.
La sincera sonrisa de Drizzt desarmó al portavoz y tranquilizó a los guardias apostados junto a él.
—No puedo ofrecer una razón para venir aquí, excepto mi deseo de venir —añadió Drizzt—. He recorrido un camino muy largo, portavoz Cassius. Estoy cansado y necesito reposo. Me han dicho que Diez Ciudades es el refugio de los renegados, y no dudo que un elfo oscuro es un renegado entre los habitantes de la superficie.
Parecía una respuesta lógica, y la sinceridad de Drizzt resultó evidente para el portavoz. Cassius apoyó la barbilla en la palma de la mano y pensó durante unos minutos. No tenía miedo del drow, ni dudaba de sus palabras, pero no tenía la intención de permitir el revuelo que provocaría la presencia de un elfo oscuro en la ciudad.
—Bryn Shander no es el lugar para ti —le comunicó Cassius sin rodeos, y los ojos de Drizzt se entornaron ante la injusticia. Sin preocuparse de la reacción, Cassius señaló hacia el norte—. Ve a Bosque Solitario, en la orilla norte de Maer Dualdon —dijo. Después señaló hacia el sudeste—. O a Good Mead o a Dougan’s Hole en el lago de Aguas Rojizas. Son ciudades más pequeñas, donde no provocarás tanto alboroto y tendrás menos problemas.
—Y cuando me rehúsen la entrada, ¿qué? —preguntó Drizzt—. ¿Qué haré entonces, justo portavoz? ¿Esperar la muerte en la llanura desierta?
—No sabes si…
—Lo sé —lo interrumpió Drizzt—. He jugado a este juego muchas veces. ¿Quién dará la bienvenida a un drow, aun cuando haya abandonado a su gente y sus costumbres y no desee otra cosa que paz?
La voz de Drizzt era severa y no mostraba ninguna autocompasión, y una vez más Cassius comprendió que decía la verdad.
En realidad, el portavoz se compadecía del drow. Él también había sido un renegado y había tenido que venir hasta aquí, al lejano valle del Viento Helado, para encontrar un hogar. No había nada más allá; el valle del Viento Helado era la última parada. Entonces se le ocurrió otra solución, algo que podía resolver el dilema sin que le remordiera la conciencia.
—¿Cuánto tiempo llevas en la superficie? —lo interrogó Cassius, con un interés sincero.
—Siete años —contestó Drizzt después de pensar un momento, sin saber muy bien qué pretendía el portavoz.
—¿En las tierras del norte?
—Sí.
—Sin embargo no has encontrado un hogar, ningún pueblo que quisiera acogerte —dijo Cassius—. Has sobrevivido a la hostilidad del invierno y, sin duda, a enemigos más directos. ¿Sabes cómo usar las cimitarras que llevas al cinto?
—Soy un vigilante —respondió Drizzt, tranquilo.
—Una profesión poco habitual para un drow —señaló Cassius.
—Soy un vigilante —repitió Drizzt, con un tono un poco más duro—, bien entrenado en las cosas de la naturaleza y en el uso de mis armas.
—No lo dudo —murmuró Cassius. Hizo una pausa y añadió—: Hay un lugar que ofrece refugio y aislamiento. —El portavoz guió la mirada de Drizzt hacia el norte, en dirección a las laderas rocosas de la cumbre de Kelvin—. Más allá del valle de los enanos está la montaña —explicó Cassius—, y todavía más lejos, la tundra. A Diez Ciudades le convendría tener un explorador en la falda norte de la montaña. El peligro siempre parece venir de aquella dirección.
—He venido a buscar mi hogar —exclamó Drizzt—, y me ofreces un agujero en un montón de rocas y una obligación con aquellos a los que nada debo.
No obstante, la sugerencia era una tentación para su espíritu aventurero.
—¿Prefieres que te diga que las cosas son diferentes? —dijo Cassius—. No permitiré la presencia de un drow vagabundo en Bryn Shander.
—¿Exigirías a un hombre demostrar su valía?
—Un hombre no carga con una reputación tan terrible —contestó Cassius suavemente y en el acto—. Si me mostrara magnánimo, si te diera la bienvenida confiando únicamente en tu palabra y abriera las puertas de par en par, ¿entrarías y encontrarías un hogar? Los dos sabemos que no, drow. No todo el mundo en Bryn Shander sería tan generoso, te lo aseguro. Causarías una conmoción allí donde fueras y, por mucho que quisieras evitarlo, acabarías obligado a luchar. Sería lo mismo en cualquiera de las otras ciudades —añadió el portavoz, consciente de que sus palabras habían encontrado un eco en el drow—. Te ofrezco un agujero en un montón de rocas, dentro de los límites de Diez Ciudades, donde tus acciones, buenas o malas, se convertirán en tu reputación más allá del color de tu piel. ¿Te parece ahora tan desagradable mi oferta?
—Necesitaré provisiones —repuso Drizzt, aceptando la verdad en las palabras de Cassius—. ¿Qué haré con mi caballo? No creo que las laderas de una montaña sean el mejor lugar para la bestia.
—Véndelo —ofreció Cassius—. Mis guardias te conseguirán un precio justo y te traerán las provisiones que necesites.
El portavoz se marchó, convencido de que había actuado con inteligencia. No sólo había evitado el problema inmediato, sino que además había convencido a Drizzt para que vigilara las fronteras, en un lugar donde Bruenor Battlehammer y su clan de enanos se encargarían de que el drow no provocara dificultades.
Roddy McGristle detuvo la carreta en una pequeña aldea que se alzaba a la sombra del extremo oeste de la cordillera. No tardarían en comenzar las nevadas, y el cazador de recompensas no quería verse atrapado a medio camino del valle. Pasaría el invierno con los campesinos. Nadie podía salir del valle sin pasar por la aldea. Si el drow estaba allí, tal como habían dicho los frailes, ya no tenía otro lugar adonde escapar.
Drizzt se alejó de los portones aquella misma noche; prefería viajar en medio de la oscuridad, a pesar del frío. La marcha en línea recta a la montaña lo llevó por el borde oriental de la hondonada que los enanos habían reclamado como su hogar. Drizzt puso mucha atención para evitar a cualquier centinela apostado por la gente barbuda. Sólo se había encontrado una vez con los enanos, cuando pasó por la ciudadela de Adbar en una de sus primeras salidas del huerto de Mooshie, y no había sido una experiencia agradable. Las patrullas de los enanos lo habían perseguido sin esperar explicaciones, y durante varios días.
Pese a lo que le dictaba la prudencia, Drizzt no pudo resistir la tentación al llegar a un montículo con escalones cortados a golpes de pico. Sólo había recorrido la mitad del camino, y le quedaban muchas horas de marcha, pero comenzó a subir los peldaños, entusiasmado por el espectáculo de las luces de las ciudades a su alrededor.
Aunque la cuesta no era muy alta —unos quince o dieciséis metros—, su ubicación en medio de la llanura y la noche clara le permitieron ver cinco ciudades: dos en las riberas del lago más oriental; dos en el oeste, sobre el lago mayor; y Bryn Shander, en su colina, unos pocos kilómetros hacia el sur.
Drizzt no se dio cuenta del paso del tiempo porque el panorama despertaba en él un sinnúmero de fantasías y esperanzas. Llevaba menos de un día en Diez Ciudades y ya se sentía a gusto, contento de saber que miles de personas tendrían noticias de sus actos y quizá llegarían a aceptarlo.
Una voz que rezongaba arrancó a Drizzt de sus ensoñaciones. Adoptó una posición defensiva y se ocultó detrás de una roca. La retahíla de quejas señalaba con precisión la ubicación del recién llegado. Tenía los hombros anchos y era unos treinta centímetros más bajo que Drizzt, aunque mucho más fornido. El drow comprendió que se trataba de un enano incluso antes de que la figura se detuviera a ajustarse el casco… con el sencillo procedimiento de golpear la cabeza contra la roca.
—Condenado cacharro —murmuró el enano «ajustando» el casco una segunda vez.
Drizzt sintió curiosidad, pero era lo bastante listo para comprender que un enano malhumorado no recibiría con los brazos abiertos a un drow en mitad de la noche. Mientras el enano continuaba con sus problemas, el elfo se escabulló con pasos rápidos y silenciosos por un lado del sendero. Pasó junto al enano y se alejó sin hacer más ruido que la sombra de una nube.
—¿Eh? —murmuró el enano cuando por fin quedó satisfecho con el ajuste—. ¿Quién es? ¿Dónde estás?
Comenzó a saltar de aquí para allá, mirando en todas direcciones.
Sólo había oscuridad, piedras y viento.