17

En desventaja

—Pareces preocupado —le dijo Drizzt a Montolio cuando, a la mañana siguiente encontró al vigilante en uno de los puentes de sogas.

Sirena estaba sentado en una rama por encima de él. Montolio, absorto en sus pensamientos, tardó en responder. El drow, sin molestarse por el silencio, encogió los hombros y le volvió la espalda, dispuesto a respetar la intimidad de su amigo. Sacó del bolsillo la estatuilla de ónice.

—Iré a cazar un rato con Guenhwyvar —añadió por encima del hombro—, antes de que el sol esté demasiado alto. Después me iré a dormir y podrás pasar el día con la pantera.

Montolio pareció no haberle escuchado, pero al ver que Drizzt colocaba la estatuilla sobre las tablas del puente, las palabras del drow se registraron con mayor claridad y salió del ensimismamiento.

—Espera —dijo Montolio—. Deja que la pantera descanse.

Guenhwyvar lleva más de un día y medio de ausencia —replicó el elfo, extrañado por la petición.

—Quizá necesitaremos a la pantera para algo más que una cacería antes de que pase demasiado tiempo —añadió el anciano—. Déjala descansar.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Drizzt, de pronto muy serio—. ¿Qué ha visto Sirena?

—Anoche fue luna nueva —contestó Montolio. Drizzt, que había aprendido los ciclos lunares, asintió—. Un día sagrado para los orcos —continuó el vigilante—. Su campamento está a muchos kilómetros de aquí, pero anoche pude oír los gritos.

Una vez más Drizzt asintió.

—Yo también los oí, pero pensé que era el viento al soplar entre los árboles.

—Era el lamento de los orcos —le aseguró Montolio—. Cada mes se reúnen para bailar y gritar como salvajes sumergidos en un estupor innato. Los orcos no necesitan ninguna pócima para inducirlo, ¿lo sabías? Nunca me han preocupado, pero anoche se mostraron mucho más ruidosos que de costumbre. Por lo general no se los puede oír desde aquí. Un viento favorable… o desfavorable trajo los cánticos hasta aquí.

—¿Y ahora sabes que había algo más que los cánticos? —supuso Drizzt.

Sirena también los oyó —explicó Montolio—. Siempre dispuesto a mirar por mí. —Movió la cabeza hacia donde estaba el búho—. Voló hasta allí para echar una ojeada.

Drizzt también miró al maravilloso pájaro, posado con el plumaje henchido de orgullo como si comprendiera los elogios del anciano. De todos modos, a pesar de la grave preocupación del vigilante, el elfo se preguntó hasta qué punto podía Montolio entender los mensajes del búho, y, por el otro lado, hasta dónde llegaba la comprensión del búho de los hechos que veía.

—Los orcos parecen prepararse para la guerra —dijo Montolio, rascándose la barba—. Todo indica que Graul ha despertado del largo invierno con la intención de resolver algún pleito pendiente.

—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Drizzt—. ¿Acaso Sirena entiende sus palabras?

—No, no, desde luego que no —contestó Montolio, con una expresión risueña ante la ridiculez de la idea.

—Entonces, ¿cómo puedes saberlo?

Sirena me ha informado que una jauría de worgs se encuentra en el campamento. Los orcos y los worgs no son buenos amigos, pero se unen cada vez que se prepara algo feo. La celebración de anoche fue demasiado salvaje, y la presencia de los worgs no da lugar a muchas dudas.

—¿Hay algún pueblo cercano? —inquirió Drizzt.

—Ninguno excepto Maldobar —respondió el vigilante—. Dudo que los orcos pretendan llegar tan lejos, pero ya casi no queda nieve y las caravanas comenzarán a cruzar el paso, desde Sundabar hasta la ciudadela de Adbar y viceversa. Habrá muchas procedentes de Sundabar, y no creo que Graul sea tan atrevido, o tan estúpido, como para atacar a una caravana de enanos fuertemente armados procedentes de Adbar.

—¿Cuántos guerreros tiene el rey orco?

—Graul podría reunir varios miles si se toma el trabajo y la molestia —dijo Montolio—. Pero tardaría semanas, y Graul nunca ha destacado por su paciencia. Además, no habría traído a los worgs tan pronto si pensaba esperar a reunir sus legiones. Los orcos suelen desaparecer cuando rondan los worgs, y los worgs suelen engordar y convertirse en perezosos con tantos orcos por allí. No sé si me entiendes. —El movimiento de hombros de Drizzt indicó que le entendía—. Supongo que Graul tiene unos cien guerreros —añadió Montolio—, y entre doce y veinte worgs, según el recuento de Sirena, y probablemente un gigante o dos.

—Una fuerza muy considerable para atacar a una caravana —opinó Drizzt.

Pero tanto él como el vigilante sospechaban otra cosa. Cuando se habían conocido, un par de meses antes, Graul había salido malparado.

—Tardarán un día o dos en estar preparados —señaló Montolio, después de una pausa incómoda—. Sirena se encargará de vigilarlos esta noche, y yo llamaré a los otros espías.

—Yo me ocuparé de los orcos —manifestó Drizzt. Vio una sombra de preocupación en el rostro de Montolio y se apresuró a disiparla—. Muchas veces he realizado el trabajo de explorador en las patrullas de Menzoberranzan. Es una tarea que sé hacer muy bien. No temas.

—Aquello fue en la Antípoda Oscura —le recordó Montolio.

—La oscuridad es la misma —replicó Drizzt con un guiño y una sonrisa—. Tendremos las respuestas que necesitamos.

Drizzt se despidió con un «buenos días» y se marchó hacia su dormitorio. Montolio escuchó con sincera admiración los pasos del amigo que se alejaba, apenas un susurro entre los árboles muy juntos, y pensó que era un buen plan.

El día transcurrió lenta y pacíficamente para el vigilante. Se entretuvo en la preparación de los planes defensivos del huerto. Nunca había tenido que defender el lugar, excepto la vez en que una banda de ladrones despistados había aparecido por allí, pero había dedicado muchas horas al estudio y el ensayo de diferentes estrategias, pensando en que un día u otro Graul se cansaría de la intromisión del vigilante y reuniría el coraje suficiente para atacar.

Si se presentaba la ocasión, Montolio confiaba en estar preparado.

De todas maneras, no podía hacer mucho por el momento —no podía instalar las defensas antes de saber a ciencia cierta cuáles eran las intenciones de Graul— la espera se le hacía interminable.

Por fin, Sirena le informó que el drow acababa de despertar.

—Es hora de ponerme en marcha —dijo Drizzt en cuanto encontró al vigilante. El sol se encontraba casi detrás del horizonte—. Vamos a averiguar qué planean nuestros poco amistosos vecinos.

—Ve con cuidado, Drizzt —le pidió Montolio, y el tono de preocupación en su voz conmovió al drow—. Graul puede ser un orco, pero es muy astuto. Es posible que espere la visita de alguno de nosotros dos.

Drizzt desenvainó las cimitarras nuevas y las hizo girar para acostumbrarse al peso y al equilibrio. Después las guardó y metió una mano en el bolsillo, para animarse con el roce de la estatuilla de ónice. Con una última palmada en la espalda del vigilante, se puso en marcha.

—¡Sirena estará por allí! —le gritó el vigilante—. Y otros amigos que no conoces. No tienes más que gritar si las cosas se ponen demasiado feas.

El campamento orco no resultó difícil de encontrar, porque la luz de la enorme hoguera central se divisaba desde muy lejos. Drizzt vio las siluetas, incluida la de un gigante, que bailaba alrededor de las llamas y escuchó los aullidos y los ladridos de los grandes lobos: worgs, los había llamado Montolio. El campamento estaba en un pequeño valle, en un claro rodeado por árboles muy altos y paredes de piedra. Drizzt podía escuchar las voces de los orcos con bastante claridad en la quietud de la noche, y decidió no acercarse demasiado. Escogió uno de los árboles, se concentró en una de las ramas bajas e intentó utilizar la levitación para subir.

El hechizo, tal como suponía, no funcionó. Drizzt envainó las cimitarras y comenzó a trepar. Había ramas hasta lo más alto de la copa, entre seis y siete metros del suelo. El elfo llegó hasta una de estas y se disponía a encaramarse cuando escuchó una respiración. Con mucha cautela, Drizzt asomó la cabeza por un costado del tronco.

En el lado opuesto, acomodado en la horqueta de otra rama, había un centinela orco con las manos en la nuca y una expresión aburrida en el rostro. Al parecer, la criatura no había advertido la presencia del silencioso drow colgado a menos de un metro de distancia.

Drizzt sujetó la empuñadura de una de las cimitarras, pero después, convencido de que la estúpida criatura se encontraba demasiado cómoda, cambió de opinión y, sin hacer caso del orco, dirigió la atención a lo que ocurría en el claro.

El lenguaje orco era similar al de los goblins en estructura y entonación.

Sin embargo, Drizzt, que no hablaba muy bien el goblin, sólo consiguió captar algunas palabras sueltas. Por fortuna, los orcos eran muy dados a las demostraciones. Dos muñecos, efigies de un elfo oscuro y un humano con bigotes, descubrieron las intenciones de la tribu. El más grande de los orcos, probablemente el rey Graul, escupió y maldijo a los muñecos. Después los soldados orcos y los worgs se turnaron para destrozarlos, en medio del griterío de los frenéticos espectadores, un frenesí que llegó al delirio cuando apareció el gigante de las piedras y de un manotazo aplastó la efigie del drow.

El espectáculo se prolongó durante muchas horas, y Drizzt pensó que concluiría con el alba. Graul y otros orcos grandes se apartaron de la multitud y comenzaron a dibujar en la tierra, al parecer, los planos de la batalla. Drizzt no tenía ninguna posibilidad de acercarse lo suficiente para escuchar la conversación ni tampoco podía permanecer en el árbol cuando faltaba tan poco para la salida del sol.

Pensó en el centinela orco al otro lado del árbol, que ahora roncaba muy fuerte. Los orcos pensaban atacar el hogar de Montolio. ¿Era el momento de asestar el primer golpe?

La conciencia lo traicionó. Bajó del árbol y escapó del campamento, dejando al orco dormir tranquilamente en la horqueta.

Montolio, con el búho posado en un hombro, esperaba el regreso de Drizzt sentado en uno de los puentes.

—Vendrán por nosotros —dijo el viejo vigilante cuando se presentó el elfo—. Graul todavía tiene atragantado aquel pequeño incidente en el barranco de Rogee.

Montolio señaló hacia el oeste, en dirección al lugar donde él y Drizzt se habían encontrado.

—¿Tienes algún refugio seguro para ocasiones como esta? —preguntó Drizzt—. Creo que los orcos vendrán esta misma noche. Son casi un centenar y cuentan con aliados poderosos.

—¿Escapar? —gritó Montolio. Cogió una soga cercana y se descolgó para reunirse con el drow, con Sirena enganchado a su chaqueta—. ¿Escapar de los orcos? ¿No te he dicho que los orcos son mis enemigos favoritos? ¡No hay nada más agradable en el mundo que el sonido de una espada abriendo la barriga de un orco!

—¿Es necesario que te recuerde la diferencia de fuerzas? —dijo Drizzt, con una sonrisa a pesar de la preocupación.

—¡Tendrías que decírselo a Graul! —Montolio se rio—. ¡El viejo orco ha perdido la chaveta, o ha sufrido un repentino ataque de coraje, cuando se dispone a atacar en una evidente inferioridad numérica! —La única respuesta posible de Drizzt a una afirmación tan descarada llegó en forma de carcajada—. Apuesto un cubo de truchas frescas y tres sementales de primera a que el viejo Graul no participará en el ataque. Permanecerá oculto entre los árboles, retorciéndose sus gordas manos, y, cuando acabemos con sus tropas, será el primero en echar a correr. Nunca ha tenido el coraje para pelear a pie firme, al menos desde que se convirtió en rey. Se ha vuelto demasiado comodón y supongo que tiene mucho que perder. ¡Ya verás cuando le zurremos la badana!

Una vez más, Drizzt no supo encontrar las palabras para dar una respuesta y no pudo dejar de reír a mandíbula batiente. De todos modos, no podía negar el entusiasmo y los ánimos que le habían infundido los disparates del viejo.

—Ahora ve y descansa —le recomendó Montolio, rascándose la barba al tiempo que se volvía para estudiar el entorno—. Tengo que empezar con los preparativos; te sorprenderás, te lo prometo. Y te llamaré cuando sea la hora. —Los últimos murmullos le llegaron al drow mientras se metía entre las mantas—. Sí, Sirena, esperaba esto desde hace mucho tiempo —dijo el vigilante entusiasmado.

Y Drizzt le creyó a pie juntillas.

Había sido una primavera pacífica para Kellindil y sus parientes elfos. Formaban un grupo nómada, que recorría la región y se alojaba donde podía, en bosques y cuevas. Les encantaba vivir al aire libre, bailar a la luz de las estrellas, cantar con el acompañamiento de los rápidos en las montañas, cazar venados y jabalíes en los bosques que cubrían las laderas.

En cuanto su primo apareció en el campamento una noche, ya tarde, Kellindil advirtió en su rostro el temor, una emoción poco frecuente en este grupo libre de preocupaciones. Todos los demás lo rodearon.

—Los orcos se preparan —anunció el elfo.

—¿Graul ha encontrado una caravana? —preguntó Kellindil.

—Es demasiado pronto para que vengan los traficantes —respondió el primo, que pareció desconcertado por la pregunta.

—¡El huerto! —exclamaron varios elfos al mismo tiempo.

El grupo se volvió para mirar a Kellindil, al que consideraban responsable del drow.

—No creo que el drow esté aliado con Graul —contestó Kellindil a la pregunta implícita—. Con todos los exploradores que Montolio tiene, ya lo habría descubierto. Si el drow es amigo del vigilante, entonces no es enemigo nuestro.

—El huerto está a muchos kilómetros de aquí —dijo uno de los presentes—. Si queremos enterarnos de lo que prepara el rey orco, y llegar a tiempo para ayudar al vigilante, tendremos que ponernos en marcha ahora mismo.

Sin una palabra más, los elfos recogieron las provisiones necesarias, consistentes sobre todo en sus grandes arcos y abundantes flechas. Al cabo de unos minutos, corrían por los bosques y los senderos montañosos, sin hacer más ruido que una leve brisa.

Drizzt se despertó a primera hora de la tarde y tuvo oportunidad de presenciar algo sorprendente. El cielo estaba encapotado, pero aun así al drow le pareció muy claro cuando salió de la cueva y se desperezó. Por encima de él descubrió al vigilante, que se movía entre las ramas superiores de un pino muy alto. La curiosidad del elfo se transformó en horror, cuando Montolio, con un aullido salvaje, se arrojó al vacío con los brazos bien abiertos.

Montolio llevaba un arnés de cuerdas sujeto al tronco delgado del pino. A medida que bajaba el peso torcía el árbol, y, cuando el vigilante aterrizó suavemente, el pino estaba doblado casi en dos. En cuanto pisó tierra, se apresuró a asegurar las cuerdas en unas raíces bien gordas.

Mientras se desarrollaba esta escena, Drizzt advirtió que había varios pinos más torcidos de la misma manera, todos apuntando hacia el oeste y atados entre sí con sogas. El drow avanzó con mucho cuidado hacia Montolio, y al pasar vio una red, varias cuerdas tendidas casi a ras del suelo, y una soga a la que habían sujetado una docena o más de cuchillos de doble filo. Cuando accionaran la trampa y los árboles se enderezaran, también subiría la soga, con el consiguiente peligro para cualquier criatura que estuviera cerca.

—Drizzt… —llamó Montolio, al escuchar las ligeras pisadas del amigo—. Mira bien dónde pones los pies. No quisiera tener que volver a doblar todos estos árboles, aunque admito que resulta muy divertido.

—Al parecer tienes los preparativos muy adelantados —comentó Drizzt al llegar junto al vigilante.

—Hace mucho tiempo que espero la llegada de este día —contestó Montolio—. He librado esta batalla un centenar de veces en mi cabeza y sé el curso que seguirá. —Se agachó y dibujó un óvalo en el suelo, que correspondía aproximadamente a la forma del huerto—. Deja que te lo enseñe —añadió.

Dibujó las características del terreno alrededor del huerto con tanto detalle y exactitud que Drizzt sacudió la cabeza y volvió a dudar de que el vigilante fuera realmente ciego.

El huerto consistía en varias docenas de árboles, que se extendían de norte a sur a lo largo de unos cincuenta metros y en un ancho de algo menos de la mitad. El suelo formaba una pendiente suave pero apreciable, de modo que el extremo norte quedaba medio árbol más bajo que el sur. Más hacia el norte, el terreno pedregoso era quebrado, con algunos trozos cubiertos de hierbajos y grietas bastante profundas, cruzado por algunos senderos retorcidos.

—La fuerza principal llegará por el oeste —explicó Montolio señalando más allá de la pared de piedra y, a través de un pequeño prado, a dos grupos de matorrales encajados entre rocas y cornisas—. Aquel es el único camino que disponen para llegar unidos.

Drizzt echó una rápida ojeada a la zona y estuvo de acuerdo. Al otro lado del huerto, por el este, era escabroso e irregular. Un ejército que avanzara por aquella dirección se encontraría con un campo de hierba alta, y después tendría que pasar casi en fila india entre dos peñascos inmensos, con el riesgo de convertirse en un blanco fácil para las flechas mortales de Montolio. Hacia el sur, más allá del huerto, aumentaba la pendiente, un lugar perfecto para los arqueros y lanceros, excepto por el hecho de que por encima del risco más cercano se alzaba una profunda quebrada con una pared casi inescalable.

—No tendremos ningún problema por el sur —comentó Montolio, como si hubiera leído los pensamientos del drow—. Y, si vienen por el norte, tendrán que correr colina arriba para llegar hasta nosotros, y sé que Graul no lo hará. Con la ventaja de su parte, enviará a su horda directamente por el oeste, con la intención de aplastarnos.

—De ahí los árboles —exclamó Drizzt, con admiración—. La red y la soga con los cuchillos.

—Muy astuto. —Montolio se felicitó a sí mismo—. Pero recuérdalo: he tenido cinco años para prepararme. Ven conmigo. Los árboles sólo son el comienzo. Tengo unas tareas reservadas para ti mientras yo acabo con los árboles.

El vigilante llevó a Drizzt hasta otra cueva secreta. En el interior colgaban numerosos artefactos de hierro, que parecían mandíbulas de animales con cadenas muy gruesas sujetas a las bases.

—Son trampas —explicó el viejo—. Los cazadores de pieles las colocan en las montañas. Cosas malvadas. Yo las busco… Sirena es muy hábil en descubrirlas… y me las llevo. Ojalá tuviera ojos para ver la cara del cazador cuando va a retirarla al cabo de una semana. Esta perteneció a Roddy McGristle —añadió Montolio, cogiendo el artefacto que tenía más cerca. El vigilante lo colocó en el suelo y con mucho cuidado se valió de los pies para abrir las mandíbulas hasta que engancharon—. Esto tendría que demorar a un orco —dijo, al tiempo que, munido de un palo, comenzó a dar golpes hasta alcanzar el disparador.

Las mandíbulas de hierro se cerraron violentamente y con tanta fuerza que, no sólo quebraron el palo, sino que lo arrancaron de la mano del viejo, quien dio un respingo al escuchar el chasquido del cepo.

—Tengo más de una veintena de trampas —comentó Montolio severo—. Nunca pensé que podía utilizarlas, pues son una cosa malvada, pero contra Graul y los suyos servirán para darles un escarmiento por el mucho mal que han hecho.

Drizzt no necesitaba más instrucciones. Cargó con las trampas hasta el prado occidental, donde las colocó disimulándolas en el terreno, y clavó las cadenas a varios pasos de distancia. También colocó algunas donde comenzaba la pared de piedra, con la seguridad de que los chillidos de los primeros orcos víctimas de los cepos retrasarían a los demás.

Cuando el elfo oscuro acabó de distribuir las trampas, también Montolio había terminado su trabajo con los árboles; había doblado y atado más de una docena. Ahora el vigilante se encontraba en el puente de sogas que corría de norte a sur, muy ocupado en sujetar una serie de ballestas en los soportes que daban al oeste. Una vez cargadas, Montolio o Drizzt no tenían más que correr por el puente y disparar a medida que avanzaban.

Antes de ir a ayudarlo, Drizzt quería preparar su propia trampa. Fue hasta la armería y recogió la larga y pesada pica de dos filos. Buscó una raíz bien gruesa en la zona que sería su puesto de combate y cavó un pequeño agujero detrás de la raíz. Apoyó el arma en la raíz, hundió el extremo del mango en el agujero y lo tapó todo con hojas y ramas. En el momento en que daba los últimos toques, el vigilante lo llamó.

—Todavía nos falta lo mejor —anunció Montolio con una sonrisa astuta. Llevó a Drizzt hasta un tronco vaciado a fuego, y con el interior recubierto de brea para sellar cualquier grieta—. Una buena canoa cuando el río está crecido y la corriente es suave. Y también excelente para contener el coñac de Adbar —añadió con otra sonrisa.

Drizzt lo miró curioso al no comprender sus propósitos. Montolio le había mostrado los barriles de licor la semana pasada, un regalo que había recibido por haber avisado a una caravana de Sundabar de la emboscada preparada por Graul, pero el elfo oscuro no entendía cuál era el objetivo de echar la bebida en el tronco vacío.

—El coñac de Adbar es una sustancia muy volátil —explicó Montolio—. Arde con más fuerza y rapidez que el mejor aceite.

Ahora Drizzt comprendió. Juntos cargaron el tronco y lo colocaron al final del único paso por el este. Vaciaron el licor, y a continuación lo taparon con hojas y paja seca.

Al regresar al puente de soga, Drizzt vio que Montolio ya había hecho los preparativos correspondientes. Una ballesta apuntaba al este, con la punta del dardo envuelta en un trapo empapado de aceite. Al lado había yesca y pedernal.

—Tendrás que apuntarla —dijo Montolio—. Sin Sirena no puedo estar seguro y, aun con su ayuda, algunas veces disparo demasiado alto.

El sol ya se había ocultado detrás del horizonte, y la aguda visión nocturna de Drizzt le permitió ubicar rápidamente el tronco hueco. Montolio había construido muy bien los soportes del puente de soga, precisamente con este propósito, y unas ligeras correcciones bastarían para centrar el blanco.

Con todas las defensas principales instaladas, Drizzt y Montolio ultimaron los detalles estratégicos. Cada vez con más frecuencia, Sirena o algún otro búho aparecía con nuevos mensajes. Por fin recibieron la confirmación: el rey Graul y su ejército marchaban hacia el huerto.

—Puedes llamar a Guenhwyvar —dijo Montolio—. Los tendremos aquí esta noche.

—Vaya estupidez la suya —comentó el drow—. La noche nos favorece. Tú eres ciego y no necesitas luz y yo desde luego prefiero la oscuridad.

El búho volvió a ulular.

—El grupo principal llegará por el oeste —le informó Montolio a Drizzt, complacido—. Ya te lo había dicho. ¡Más de una cincuentena de orcos y un gigante! Sirena vigila a un grupo más pequeño que se separó del primero.

La mención del gigante estremeció a Drizzt, pero estaba dispuesto a enfrentarse con el monstruo, y tenía un plan preparado para ello.

—El gigante es mío —anunció el drow.

—Esperemos a ver cómo se desarrolla la batalla —respondió el vigilante sin disimular la curiosidad—. Sólo hay un gigante: tú o yo acabaremos con él.

—Quiero el gigante para mí —insistió Drizzt con más firmeza.

Montolio no podía ver la expresión decidida en el rostro del joven ni el fuego que ardía en sus ojos lila, pero en cambio podía captar la voluntad de hierro en la voz.

Mangura bok woklok —dijo y sonrió, consciente de que la extraña frase había pillado al drow por sorpresa—. Mangura bok woklok —repitió—. Traducido literalmente significa «estúpido cabeza de alcornoque». Los gigantes de las piedras odian la frase. Cargan como locos en cuanto la escuchan.

Mangura bok woklok —pronunció Drizzt, lentamente.

Tendría que recordarla.