Una cuestión de honor
—La pantera encontró al drow —afirmó Paloma después de que ella y sus compañeros acabaron de inspeccionar el terreno cerca del montículo rocoso. La flecha de Kellindil yacía rota en el suelo, más o menos en el mismo lugar donde acababan las huellas del animal—. Luego la pantera desapareció.
—Es lo que parece —asintió Gabriel, rascándose la cabeza mientras estudiaba el confuso rastro.
—¡Un gato del infierno! —gruñó McGristle—. ¡Ha regresado a su inmunda guarida!
Fret estuvo a punto de preguntarle si se refería a su propia casa, pero optó prudentemente por no hacer ningún comentario sarcástico.
También los otros dejaron pasar la afirmación del montañés. No tenían respuestas a este enigma, y la opinión de Roddy era tan buena como la de los demás. La pantera herida y el rastro de sangre fresca habían desaparecido, pero el perro de Roddy no tardó en descubrir el olor de Drizzt. El animal los guió, y Paloma y Kellindil, los dos rastreadores expertos, encontraron más indicios que les confirmaron la dirección.
El rastro seguía la ladera de la montaña, bajaba entre una zona boscosa muy densa, continuaba por una extensión pedregosa y acababa bruscamente en otra quebrada. El perro de Roddy se acercó hasta el borde e incluso bajó hasta el primer repecho del traicionero descenso.
—Maldita sea la magia drow —exclamó Roddy.
Miró alrededor y descargó un puñetazo contra la ladera, al comprobar que tardaría muchas horas en bajar por la pared casi vertical.
—El día se acaba —dijo Paloma—. Acamparemos aquí y buscaremos el camino de bajada por la mañana.
Gabriel y Fret se mostraron de acuerdo, pero el cazarrecompensas se opuso rotundamente.
—El rastro está fresco —afirmó el montañés—. Tenemos que llevar al perro hasta abajo y seguirlo un poco, antes de pensar en dormir.
—Nos llevará horas… —comenzó a protestar Fret, que se interrumpió ante la intervención de Paloma.
—Vamos —dijo la vigilante, y echó a andar hacia el oeste, donde el suelo comenzaba un declive bastante fuerte pero permitía el descenso sin tantas dificultades.
Aunque Paloma no compartía el razonamiento de Roddy, no quería más discusiones con el representante de Maldobar.
En el fondo de la quebrada sólo se encontraron con más enigmas. Roddy envió al perro en todas direcciones en un esfuerzo inútil, porque no había más rastros del escurridizo drow. Después de mucho pensar, Paloma descubrió la verdad y su sonrisa fue explicación suficiente para sus compañeros veteranos.
—¡Nos ha burlado! —afirmó Gabriel con una carcajada, adivinando el motivo de la sonrisa de Paloma—. Nos llevó hasta el borde de la quebrada a sabiendas de que llegaríamos a la conclusión de que había empleado la magia para descender hasta el fondo.
—¿De qué hablan? —preguntó Roddy furioso, pese a que él también comprendía perfectamente lo que había ocurrido.
—¿Queréis decir que tendremos que volver a subir? —preguntó Fret, con un tono lastimero.
Al escucharlo, Paloma no pudo menos que echarse a reír, pero se controló de inmediato.
—Sí —contestó con la mirada puesta en Roddy—. Por la mañana.
Esta vez el montañés no puso más pegas.
Cuando asomó el sol a la mañana siguiente, el grupo ya se encontraba de regreso en la cima de la quebrada y el perro de Roddy había recuperado el rastro del drow, que volvía sobre el sendero hacia el montículo donde comenzaba. Había sido un truco muy sencillo, aunque había una pregunta que desconcertaba a los perseguidores: ¿cómo se las había ingeniado el elfo oscuro para apartarse del rastro hasta el extremo de engañar al sabueso? Cuando llegaron a la zona boscosa, Paloma encontró la respuesta.
La vigilante le hizo una seña a Kellindil, que en aquel momento se despojaba de la pesada mochila. El ágil elfo escogió una de las ramas flexibles que casi tocaban el suelo y trepó por ella hasta llegar a la copa. Una vez allí buscó las rutas que podía haber seguido el drow. Las ramas de muchos árboles se entrelazaban, y las opciones eran muchas, pero al cabo de unos minutos Kellindil guió correctamente a Roddy y al perro hasta el nuevo rastro, que se apartaba del bosque y bajaba en una curva por la ladera en dirección a Maldobar.
—¡Se dirige al pueblo! —exclamó Fret angustiado.
Los demás no compartieron su preocupación.
—¡No al pueblo! —afirmó Roddy, demasiado intrigado para mostrarse furioso. Como buen cazarrecompensas, siempre disfrutaba con un buen oponente, al menos durante la cacería—. Va hacia el arroyo —explicó, convencido de que por fin había comprendido el plan del drow—. Se dirige al arroyo, para seguirlo durante un tramo, y después salir e internarse otra vez en la espesura.
—El drow es un adversario astuto —comentó Darda, que compartía las conclusiones de Roddy.
—Y ahora nos lleva como mínimo un día de ventaja —acotó Gabriel.
En cuanto Fret dejó de rezongar, Paloma le ofreció al enano un poco de esperanza.
—No temas —dijo Paloma—. A diferencia del drow, estamos bien provistos. En algún momento tendrá que detenerse a cazar o a recolectar frutos, y nosotros en cambio no tendremos retrasos.
—¡Dormiremos sólo cuando sea necesario! —intervino Roddy, poco dispuesto a tolerar las demoras de los demás miembros del grupo—. ¡Y únicamente unas horas!
Fret volvió a suspirar desconsolado.
—Y comenzaremos a racionar las provisiones ahora mismo —añadió Paloma, tanto para aplacar a Roddy como por considerarlo una medida prudente—. Ya nos costará bastante acercarnos al drow. No quiero demoras.
—Racionamiento —murmuró Fret.
Suspiró y apoyó una mano sobre la barriga. ¡Cuánto deseaba poder estar de regreso en su cómoda y limpia habitación en el castillo de Helm, en Sundabar!
La intención de Drizzt era adentrarse en las montañas hasta que los perseguidores perdieran los ánimos. Continuó aplicando las tácticas de evasión; a menudo retrocedía sobre sus pasos, trepaba a un árbol, pasaba de uno a otro, hasta que bajaba y comenzaba un segundo rastro en una dirección totalmente distinta. Los numerosos arroyos le servían como nuevas barreras al olfato del perro. Sin embargo, los perseguidores no eran novatos, y el perro de Roddy era uno de los mejores sabuesos de la región. El grupo no sólo siguió correctamente el rastro de Drizzt sino que incluso acortaron distancias durante los días siguientes.
Drizzt aún creía que podría eludirlos, pero la proximidad de los perseguidores despertó en el drow otras preocupaciones más sutiles. No había hecho nada para merecer un acoso tan implacable; y aún más, había vengado la muerte de la familia campesina. Y, a pesar de haber jurado que continuaría solo, que no volvería a poner en peligro a nadie más, había conocido la soledad demasiado de cerca durante muchos años. No podía evitar mirar por encima del hombro, no por miedo sino impulsado por la curiosidad, y la añoranza no disminuyó.
Por fin, Drizzt no pudo reprimir la curiosidad por conocer a los perseguidores. Este interés, comprendió Drizzt mientras observaba a las figuras que se movían alrededor de la hoguera del campamento durante una noche oscura, podía llevarlo al desastre. De todos modos, ya era demasiado tarde para cambiar de idea. Sus anhelos lo habían hecho regresar, y ahora se encontraba a veinte metros del campamento.
La charla alegre entre Paloma, Fret y Gabriel lo conmovió, aunque no podía comprender las palabras. Pero cualquier deseo que podía sentir el drow de presentarse en el campamento quedaba postergado cada vez que Roddy y su perro pasaban por delante de la hoguera. Aquellos dos no esperarían a escuchar sus explicaciones.
El grupo había montado dos guardias; uno era un elfo y el otro, un humano muy alto. Drizzt había pasado por el puesto del humano, en la suposición correcta de que el hombre no podía ver muy bien en la oscuridad. Ahora, contra toda precaución, el drow se movía hacia el otro lado del campamento, en dirección al centinela elfo.
Sólo en una ocasión anterior se había encontrado Drizzt con los primos de la superficie, y había resultado un desastre. La patrulla de combate en la cual Drizzt había servido de explorador había matado a todos los participantes de una fiesta élfica, excepto a una niña a la que Drizzt había conseguido ocultar. Impulsado por aquellas memorias, Drizzt necesitaba volver a ver a un elfo, a uno vivo.
La primera indicación que tuvo Kellindil de que había alguien más en su sector de vigilancia llegó cuando una pequeña daga voló junto a su pecho y cortó la cuerda de su arco. El elfo se volvió en el acto y vio los ojos lila del drow a sólo unos pocos pasos más allá.
El resplandor rojo en los ojos de Kellindil mostraba que veía a Drizzt en el espectro infrarrojo. El drow cruzó los brazos sobre el pecho en la señal de paz empleada en la Antípoda Oscura.
—Por fin nos hemos encontrado, mi primo oscuro —susurró Kellindil en idioma drow, con voz áspera y furiosa y los ojos entrecerrados peligrosamente.
Rápido como un gato, el elfo desenvainó la espada de hoja brillante que colgaba de su cinturón.
Drizzt se sorprendió y también se alegró al ver que el elfo hablaba su idioma, y por el hecho de que no había dado inmediatamente la voz de alarma. El elfo de la superficie era del mismo tamaño que él y con las mismas facciones agudas, pero los ojos eran más pequeños y la cabellera rubia no tan larga ni abundante como la blanca melena de Drizzt.
—Soy Drizzt Do’Urden —dijo el joven, vacilante.
—¡No me importa saber cómo te llamas! —replicó Kellindil—. Eres un drow. ¡Es lo único que necesito saber! Adelante, drow. ¡Acércate y descubramos cuál de los dos es el más fuerte!
Drizzt todavía no había desenvainado la cimitarra ni tenía intención de hacerlo. Comenzó una explicación pero se interrumpió al comprender que las palabras no servían de nada ante el odio intenso que le profesaba el elfo de la superficie.
El joven quería explicárselo todo al elfo, hacerle un relato completo de su historia y verse reivindicado por alguna voz aparte de la suya. Si alguien —sobre todo un elfo de la superficie— quisiera escuchar sus vicisitudes y confirmar sus decisiones, aceptar que él había actuado correctamente durante toda su vida cuando le tocó enfrentarse a las iniquidades de su raza, entonces desaparecería la culpa. Si podía conseguir la aceptación de aquellos que más odiaban —lo mismo que él— las maldades de los elfos oscuros, entonces Drizzt Do’Urden viviría en paz.
Pero la punta de la espada del elfo no se movió ni un centímetro hacia abajo, ni tampoco desapareció la expresión furiosa de su rostro, un rostro donde lo habitual eran las sonrisas.
Drizzt pensó que no encontraría aceptación aquí, ni ahora ni nunca. ¿Es que siempre lo malinterpretarían?, se preguntó. ¿O es que él, quizá, juzgaba mal a los humanos y a este elfo al considerarlos mejores de lo que eran en realidad?
Estos eran dos temas que Drizzt tendría que considerar en otra ocasión, porque a Kellindil se le había agotado la paciencia. El elfo se acercó al drow con la punta de la espada por delante.
Drizzt no se sorprendió. Dio un salto hacia atrás para situarse fuera del alcance del rival y, apelando a la magia innata, lanzó un globo de oscuridad delante del elfo.
Buen conocedor de la magia, Kellindil comprendió la treta del drow. Cambió de dirección, y salió por la parte de atrás de la esfera, con la espada preparada.
Los ojos lila habían desaparecido.
—¡Drow! —gritó Kellindil.
Los del campamento se pusieron en movimiento en el acto. El perro de Roddy comenzó a ladrar, y aquellos ladridos excitados y amenazadores siguieron a Drizzt en el regreso a las montañas, condenándolo a seguir en el exilio.
Kellindil se apoyó contra el tronco de un árbol, alerta pero seguro de que el drow ya no estaba en la zona. Drizzt no podía saberlo en aquel momento, pero sus palabras y su acción posterior —huir en lugar de pelear— habían plantado una semilla de duda en la mente del elfo.
—Perderá la ventaja con la luz del día —afirmó Paloma, esperanzada después de varias horas de persecución inútil.
Se encontraban en el fondo de un valle rocoso, y el rastro del drow se perdía por el lado más lejano en una pendiente muy empinada.
—¿Ventaja? —gimió Fret, a punto de desplomarse por el agotamiento. Miró la siguiente ladera y sacudió la cabeza—. Moriremos de cansancio antes de dar con ese maldito drow.
—¡Si no puede seguir, entonces abandone y deje de incordiar! —rugió Roddy—. ¡Esta vez no permitiremos que el drow se nos escape!
No había acabado el montañés de pronunciar estas palabras, cuando un nuevo incidente los apartó de la búsqueda. De pronto una piedra cayó sobre el grupo, y golpeó el hombro de Darda con tanta fuerza que arrancó al hombre del suelo y lo hizo volar por los aires. Ni siquiera pudo gritar antes de caer de bruces en el polvo.
Paloma cogió a Fret y lo arrastró detrás de un peñasco cercano. Roddy y Gabriel los imitaron. Otra piedra, y después varias más, cayeron a su alrededor.
—¿Una avalancha? —preguntó el enano aturdido cuando se recuperó de la sorpresa.
Paloma, demasiado preocupada por el bienestar de Darda, no le respondió, aunque sabía que no se trataba de una avalancha.
—Está vivo —le gritó Gabriel desde su refugio detrás de un peñasco, a una docena de pasos de distancia.
Otra piedra se estrelló violentamente contra el suelo, muy cerca de la cabeza de Darda.
—Maldita sea —murmuró Paloma. Asomó la cabeza por encima del peñasco, y observó la ladera y los riscos cercanos a la base—. Ahora, Kellindil —musitó para sí misma—. Consíguenos un poco de tiempo.
Como si hubiese escuchado la petición, se oyó el zumbido distante de la cuerda del arco del elfo, seguido por un rugido furioso. Paloma y Gabriel cruzaron una mirada y mostraron una sonrisa adusta.
—¡Gigantes de las piedras! —gritó Roddy, que había reconocido el timbre del rugido.
Paloma se agazapó dispuesta a esperar, la espalda contra el peñasco y la mochila abierta en la mano. No cayeron más proyectiles en su sector; en cambio, una lluvia de rocas bombardeó la posición de Kellindil. Paloma corrió hasta donde estaba Darda y lo ayudó a ponerse boca arriba con mucha suavidad.
—Duele —susurró Darda con una sonrisa forzada.
—No hables —contestó Paloma, mientras buscaba una botella de poción en la mochila, pero se le acabó el tiempo.
Los gigantes, al verla al descubierto, reanudaron el ataque contra la zona baja.
—¡Volved a las rocas! —gritó Gabriel.
Paloma deslizó un brazo por debajo del hombro del herido para sostenerlo en la difícil marcha de regreso hasta el refugio.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! —chilló Fret, que los miraba ansioso con la espalda apoyada en el peñasco.
Paloma se tiró de pronto sobre Darda y lo aplastó contra el suelo para esquivar otra piedra que pasó a unos centímetros de sus cabezas.
Fret comenzó a morderse las uñas; entonces vio lo que hacía y se contuvo, con una expresión de disgusto en el rostro.
—¡Deprisa! —repitió.
Otro proyectil cayó muy cerca.
Justo antes de que Paloma y Darda pudieran reunirse con Fret, una piedra golpeó de lleno contra el peñasco. Fret, que estaba apoyado en la roca, salió despedido y pasó por encima de los compañeros que se arrastraban. Paloma dejó a Darda a buen recaudo, y después se volvió, convencida de que tendría que ir a socorrer al enano caído.
Pero Fret ya se había levantado y protestaba con gran vehemencia, más preocupado por un nuevo agujero en el coleto que por cualquier herida.
—¡Vuelve aquí! —le gritó Paloma.
—Pandilla de gigantes estúpidos y malolientes —fue lo único que respondió Fret, mientras caminaba hacia el peñasco con aire enfadado, y sin dejar de abrir y cerrar los puños contra las caderas.
Prosiguió el bombardeo por toda la zona. Entonces apareció Kellindil, que se arrojó cuerpo a tierra en cuanto llegó al peñasco donde se protegían Roddy y el perro.
—Gigantes de las piedras —dijo el elfo—. Al menos una docena. Señaló un risco en la mitad de la ladera.
—El drow nos ha metido en la trampa —afirmó Roddy, que descargó un puñetazo de rabia contra el peñasco.
Kellindil no opinaba lo mismo, pero no dijo nada.
En la cumbre de la montaña, Drizzt observaba el desarrollo de la batalla. Había pasado por los senderos inferiores hacía cosa de una hora, antes del alba. En la oscuridad, los gigantes no habían sido un obstáculo para el sigiloso drow; Drizzt se había colado entre la línea sin problemas.
Ahora, con los párpados entrecerrados para proteger los ojos del sol, Drizzt se preguntó qué debía hacer. Cuando pasó entre los gigantes, había comprendido inmediatamente que los perseguidores tendrían dificultades. ¿Debería haber intentado avisarles? ¿O tendría que haber cambiado de camino para alejar a los humanos y al elfo de la región de los gigantes?
Una vez más no comprendía dónde encajaba en el comportamiento de este mundo extraño y brutal.
—¡Que se maten entre ellos! —exclamó en voz alta, como si quisiera convencerse a sí mismo.
Drizzt recordó adrede el encuentro de la noche anterior. El elfo lo había atacado a pesar de que él le había dicho que no quería pelear. También recordó la flecha clavada en el flanco de Guenhwyvar.
—¡Que se maten entre ellos! —repitió y se volvió dispuesto a marcharse.
Echó una última mirada por encima del hombro y vio que algunos gigantes se movían. Un grupo permaneció en el risco, bombardeando el fondo del valle con una provisión de piedras al parecer inagotable, mientras otros dos, uno por la izquierda y el otro por la derecha, se desplegaban para rodear a los sitiados.
Drizzt comprendió que los perseguidores no tenían escapatoria. Una vez que los gigantes los rodearan, no encontrarían refugio contra el fuego cruzado.
Algo se removió en el interior del drow en aquel momento, las mismas emociones que lo habían impulsado a actuar contra la banda de gnolls. No lo tenía muy claro, pero como había ocurrido con los gnolls y sus planes para atacar la granja, Drizzt sospechaba que los gigantes eran el bando de los malos en esta batalla.
Otros recuerdos suavizaron el gesto severo del drow, las imágenes de los niños humanos que jugaban en el patio de la granja, del niño de cabellos rubios lanzado al abrevadero. Drizzt depositó la estatuilla de ónice en el suelo.
—Ven, Guenhwyvar —ordenó—. Nos necesitan.
—¡Nos rodean! —gritó Roddy McGristle, al ver los grupos de gigantes que se movían por los senderos en las alturas.
Paloma, Gabriel y Kellindil miraron a su alrededor y después los unos a los otros, en busca de una manera de huir. Habían luchado muchas veces contra los gigantes durante sus viajes, juntos y con otros grupos. En todas las ocasiones, se habían lanzado al combate con el corazón alegre, dispuestos a aliviar al mundo de unos cuantos monstruos indeseables. Esta vez, sin embargo, sospechaban que el resultado podía ser diferente. Los gigantes de las piedras eran los mejores lanzadores de todos los Reinos, y un solo impacto podía acabar con el más fuerte de los hombres. Además, Darda no podía acompañarlos en la huida, y ninguno de los otros tenía intención de abandonarlo.
—Escapa, montañés —le dijo Kellindil a Roddy—. No nos debes nada.
—Yo no huyo, elfo —gruñó Roddy, que miró incrédulo al arquero—. Lidio mis batallas hasta el final.
Kellindil asintió y tensó el arco.
—Si consiguen rodearnos, estamos perdidos —le explicó Paloma a Fret—. Te pido perdón, querido Fret. No tendría que haberte sacado de tu casa.
Fret encogió los hombros. Metió una mano entre sus ropas y sacó un pequeño y resistente martillo de plata. Paloma sonrió al ver el objeto; le resultaba muy extraño ver un martillo en las suaves manos del enano, más habituadas a sostener la pluma.
En el risco superior, Drizzt y Guenhwyvar siguieron los movimientos del grupo de gigantes que rodeaban el flanco izquierdo de los sitiados. El drow estaba decidido a ayudar a los humanos, aunque no sabía hasta qué punto sería eficaz en un enfrentamiento contra cuatro gigantes armados. De todos modos pensó que, con la pantera a su lado, encontraría la forma de distraer al grupo el tiempo suficiente para que los humanos pudieran escapar.
El valle se ensanchaba un poco más allá, y Drizzt advirtió que la banda de gigantes que se movía por el otro lado, en el flanco derecho, estaba demasiado lejos para alcanzar a los humanos con sus lanzamientos.
—Ven, amiga mía —le susurró Drizzt a la pantera y, desenvainando la cimitarra, comenzó a descender por una pendiente de piedra suelta.
Al cabo de un momento se detuvo al ver cómo era el terreno un poco por delante de la banda de gigantes. El joven cogió al animal por la piel de la nuca y lo guió de regreso al risco superior.
El terreno aparecía agrietado y partido pero firme. Un poco más allá, había centenares de peñascos y rocas más pequeñas dispersas junto al borde de la pendiente. Drizzt no sabía gran cosa sobre los aludes, pero aun así comprendía que el sector estaba a punto de desprenderse.
El drow y la pantera echaron a correr para situarse otra vez por encima de la banda. Los gigantes se encontraban casi en posición; algunos incluso habían comenzado a arrojar piedras a los humanos. Drizzt apoyó un hombro contra un peñasco y lo empujó para hacerlo rodar. La táctica de Guenhwyvar fue menos sutil. Lanzándose montaña abajo, desprendía las piedras con las patas cada vez que tocaba el suelo, saltaba sobre los peñascos para moverlos con su peso y después se apartaba en cuanto se movían.
El desprendimiento comenzó a tomar fuerza. Drizzt, dedicado a su tarea, corría en medio de la avalancha, sin dejar de lanzar y empujar piedras. Muy pronto hasta el suelo, debajo de los pies del drow, comenzó a deslizarse y un enorme trozo de la ladera se vino abajo.
Guenhwyvar corría delante de la avalancha, como un anuncio de muerte para los gigantes espantados. La pantera saltó por encima de ellos, pero los monstruos apenas pudieron verla porque un segundo después resultaron aplastados por toneladas de piedras.
Drizzt sabía que estaba metido en un problema grave; no era tan rápido ni ágil como Guenhwyvar y no podía pensar en aventajar a la avalancha ni apartarse. Se lanzó al vacío desde una pequeña cresta al tiempo que invocaba el hechizo de levitación.
El joven hizo todo lo posible por mantener la concentración. El hechizo le había fallado en dos ocasiones y, si ahora no podía mantenerlo, acabaría en medio de la avalancha.
A pesar del esfuerzo, notó que pesaba cada vez más. Movió los brazos sin éxito, buscando la energía mágica dentro de su cuerpo, pero el descenso era imparable.
—¡Los únicos que pueden alcanzarnos son los que tenemos delante! —gritó Roddy al ver que una piedra lanzada desde el flanco derecho se quedaba muy corta del objetivo—. Los de la derecha están demasiado lejos, y los de la izquierda…
Paloma comprendió la lógica del montañés y siguió su mirada hacia la densa nube de polvo en el flanco izquierdo. Contempló atentamente la avalancha, y lo que podía haber sido la silueta de un elfo encapuchado. Cuando se volvió para mirar a Gabriel, descubrió que él también había visto al drow.
—Tenemos que irnos ahora mismo —le avisó Paloma al elfo.
Kellindil asintió y se asomó por un borde del peñasco que le servía de escudo con el arco tenso.
—Deprisa —añadió Gabriel—, antes de que el grupo de la derecha vuelva a ponerse a tiro.
El arco de Kellindil disparó una vez y después otra. Enfrente, un gigante aulló de dolor.
—Quédate con Darda —le pidió Paloma a Fret, cuando ella, Gabriel y Roddy, con el perro bien sujeto por la correa, abandonaron el refugio y corrieron a enfrentarse con los gigantes.
Corrían de peñasco a peñasco en un zigzag violento, para evitar que los gigantes previeran sus movimientos. Mientras tanto, Kellindil disparaba por encima de los compañeros, y los gigantes estaban más ocupados en esquivar las flechas que en arrojar piedras.
Profundas grietas marcaban las estribaciones de la montaña, grietas que ofrecían protección pero que también separaban a los tres guerreros. Ninguno podía ver a los gigantes, y seguían su camino lo mejor que podían.
Al pasar por una curva muy pronunciada entre dos paredes de piedra, Roddy encontró a uno de los gigantes. En el acto el montañés soltó al perro, que cargó sin miedo y dio un salto que casi le permitió alcanzar la cintura del monstruo de seis metros de estatura.
Sorprendido por el súbito ataque, el gigante soltó el garrote, atrapó al perro en el aire, y lo habría aplastado entre sus manos en un abrir y cerrar de ojos de no haber sido porque Roddy descargó el hacha con todas sus fuerzas contra el muslo del enemigo. El gigante soltó al perro, que escaló su cuerpo hasta llegar a la cabeza, donde comenzó a morderlo en el rostro y en el cuello. En el suelo, Roddy no dejaba de dar hachazos contra el gigante como quien tala un árbol.
Sostenido en parte por el hechizo de levitación, había momentos en que Drizzt flotaba sobre la cascada de piedras y otros en que corría entre ellas. Vio a un gigante escapar tambaleante de la avalancha sólo para acabar entre las garras de Guenhwyvar.
Drizzt no tenía tiempo para saborear el éxito de su desesperado plan. El hechizo apenas si conseguía aliviar su peso. Incluso por encima del deslizamiento principal, las piedras le golpeaban el cuerpo, el polvo lo ahogaba y le hacía arder los ojos. Casi ciego, alcanzó a ver un risco que podía servirle de refugio, pero la única manera de llegar hasta allí era abandonar la levitación y correr.
Otra piedra golpeó a Drizzt con tanta fuerza que casi le hizo dar una voltereta en el aire. Podía notar que el hechizo se agotaba, y comprendió que sólo tenía una oportunidad. Recuperó el equilibrio, abandonó la levitación y cayó al suelo.
Rodó varias veces sobre sí mismo, se levantó de un salto y echó a correr. Una piedra lo golpeó en la rodilla de la pierna herida y lo tumbó. Una vez más, Drizzt comenzó a rodar, dispuesto a alcanzar como fuera la seguridad del risco.
El impulso se quedó corto. Se irguió dispuesto a correr los últimos metros, pero la pierna no tenía fuerza y se encontró cojo en medio de la avalancha.
Sintió un impacto en la espalda y pensó que había llegado el final. Un momento más tarde, mareado, Drizzt advirtió que, sin saber cómo, había llegado al risco y que estaba debajo de algo que no eran piedras ni tierra.
Guenhwyvar permaneció tendida sobre su amo, escudándolo con el cuerpo hasta que pasó la última piedra.
A medida que llegaban a terreno abierto, Paloma y Gabriel pudieron verse otra vez. Observaron movimientos delante de ellos, detrás de una pared de piedras de unos cuatro metros de altura y otros quince de largo.
Un gigante asomó por encima de la pared, rugiendo furioso y con una piedra entre las manos, alzada sobre la cabeza. El monstruo tenía varias flechas clavadas en el cuello y la frente, pero no parecían preocuparlo.
El siguiente disparo de Kellindil sí tuvo un efecto fulminante. La flecha se hundió en un codo del monstruo. El gigante aulló y se sujetó el brazo, al parecer sin recordar la piedra, que cayó sobre su cabeza. El gigante permaneció inmóvil, atontado, y otras dos flechas hicieron blanco en el rostro. Se tambaleó durante un momento y cayó de bruces.
Paloma y Gabriel sonrieron satisfechos, compartiendo el aprecio por la puntería del arquero elfo, y después continuaron la carrera, cada uno hacia un extremo de la pared.
La vigilante pilló por sorpresa a uno de los gigantes en cuanto rodeó el muro. El monstruo intentó coger el garrote, pero la espada de Paloma fue más rápida y le cortó la mano. Los gigantes de las piedras eran enemigos formidables, con puños que podían aplastar a una persona y la piel tan dura como la roca. Pero herido, atacado por sorpresa y sin el garrote, el gigante no era rival para Paloma, que se encaramó en la pared para colocarse a la altura de la cabeza y puso la espada a trabajar.
Con dos estocadas dejó ciego al gigante. La tercera, un golpe horizontal, abrió un tajo en la garganta del monstruo. Entonces la vigilante se puso a la defensiva y esquivó fácilmente los últimos golpes desesperados del gigante moribundo.
Gabriel no tuvo la misma suerte que su compañera. El último gigante no estaba tan cerca de la pared y, aunque la aparición del humano lo sorprendió, tuvo tiempo suficiente —y una piedra en la mano— para reaccionar.
El hombre levantó la espada para desviar el proyectil, y esto le salvó la vida. La piedra arrancó el arma de la mano del guerrero y lo hizo caer al suelo. Gabriel era un veterano, y la razón por la que todavía sobrevivía después de tantas batallas era que sabía cuándo tocaban a retirada. Se levantó, a pesar del intenso dolor, y echó a correr hacia el otro lado de la pared.
El gigante, garrote en mano, fue tras él. Una flecha recibió al gigante en cuanto apareció en campo abierto, pero este no le hizo más caso que a la picadura de un mosquito y continuó la persecución.
Gabriel no tardó en encontrarse sin espacio. Intentó llegar a las grietas, pero el gigante le impidió el paso y lo encajonó en un pequeño cañón formado por los peñascos. El guerrero desenvainó la daga y maldijo su mala suerte.
En estos momentos Paloma ya había acabado con su enemigo, Y advirtió el grave peligro que corría su compañero.
Gabriel también vio a la vigilante y encogió los hombros, casi como una disculpa, consciente de que Paloma no podía llegar a tiempo para salvarlo.
El furioso gigante avanzó con el garrote en alto, dispuesto a acabar con el hombre. En aquel instante se oyó un golpe muy sonoro y el monstruo se detuvo bruscamente. Permaneció boquiabierto un par de segundos, y después se derrumbó a los pies de Gabriel, fulminado.
El guerrero miró a un lado, hacia lo alto de la pared de peñascos, y a punto estuvo de soltar la carcajada.
El martillo de Fret no era un arma muy grande —la cabeza no medía más de cinco centímetros— pero era muy sólida, y de un solo golpe el enano había hendido el grueso cráneo del gigante.
Paloma se acercó con la espada envainada, sin entender lo ocurrido.
Al mirar las expresiones de sorpresa en los rostros de los compañeros, Fret no ocultó el disgusto.
—¡Después de todo, soy un enano! —les gritó, mientras se cruzaba de brazos furioso.
El movimiento puso en contacto el martillo sucio de sesos con el coleto de Fret, y la arrogancia del enano se convirtió en un ataque de pánico. Mojó con saliva los regordetes dedos, frotó la mancha, y entonces mostró un horror todavía más grande al ver la materia gelatinosa enganchada en la mano. Paloma y Gabriel se echaron a reír.
—¡Ya puedes hacerte a la idea de que pagarás un coleto nuevo! —exclamó el enano—. ¡Y no pienses que te librarás!
Un grito en la distancia los apartó de su alivio momentáneo. Los cuatro gigantes que quedaban, al ver que un grupo de compañeros había sido sepultado por una avalancha y el otro abatido por los humanos, habían perdido todo interés en el ataque y ahora emprendían la fuga.
Detrás de ellos corrían Roddy McGristle y el sabueso.
Un solo gigante había conseguido escapar de la avalancha y de las terribles garras de la pantera. Ahora corría desesperado por la ladera, con la intención de alcanzar la cumbre.
Drizzt envió a Guenhwyvar en su persecución, después encontró un palo a guisa de bastón y consiguió ponerse de pie. Magullado, sucio, todavía convaleciente de las heridas recibidas en la batalla con el barje —y con una docena más producto de su cabalgata sobre las rocas—, se disponía a marcharse cuando un movimiento al pie de la ladera lo retuvo. Al volverse, vio el elfo frente a él… y distinguió la flecha en el arco tensado.
El joven miró a su alrededor sin encontrar ningún refugio. Tal vez podía colocar un globo de oscuridad entre él y el arquero, pero comprendió que no fallaría el tiro, una vez que lo tenía apuntado, incluso con el obstáculo. Drizzt irguió los hombros y miró al elfo con orgullo y valentía.
Kellindil aflojó el arco y retiró la flecha. Él también había visto la silueta oscura flotando sobre la avalancha.
—Los otros están con Darda —dijo Paloma, que apareció en aquel momento—, y McGristle persigue a…
Kellindil no respondió ni miró a la vigilante. Apenas si movió la cabeza para guiar la mirada de Paloma hacia la ladera, donde la silueta oscura trepaba otra vez hacia la cumbre.
—Déjalo ir —propuso la mujer—. Aquel nunca ha sido nuestro enemigo.
—Me asusta dejar a un drow en libertad —contestó Kellindil.
—A mí también —afirmó Paloma—, pero temo que las consecuencias serán mayores si McGristle encuentra al drow.
—Regresaremos a Maldobar y nos libraremos del hombre —dijo Kellindil—. Después tú y los demás podéis iros a Sundabar, donde te esperan. Tengo parientes en estas montañas, juntos vigilaremos a nuestro amigo oscuro y nos ocuparemos de que no cause ningún daño.
—De acuerdo —contestó Paloma.
Dio media vuelta y se alejó.
Kellindil se dispuso a hacer lo mismo pero antes se volvió para echar una última mirada. Metió una mano en la mochila, sacó un frasco y lo dejó en el suelo bien a la vista. Después, como si lo hubiese pensado mejor, cogió un segundo objeto y lo colocó junto al frasco. Satisfecho, echó a andar detrás de la vigilante.
Cuando Roddy McGristle regresó de la inútil persecución, Paloma y los demás tenían todo recogido y dispuesto para marcharse.
—Listos para cazar al drow —anunció Roddy—. Nos ha sacado algo de ventaja, pero ya es nuestro.
—El drow se ha marchado —contestó Paloma tajante—. Se acabó la persecución. —Roddy la miró boquiabierto, y el rostro se le puso blanco de rabia—. ¡Darda necesita descansar! —añadió la vigilante, sin amilanarse—. A Kellindil casi no le quedan flechas y nuestras provisiones están a punto de agotarse.
—¡No estoy dispuesto a olvidar a los Thistledown con tanta facilidad! —declaró Roddy.
—Tampoco los olvidó el drow —intervino Kellindil.
—Los Thistledown ya han sido vengados —dijo Paloma—, y usted sabe que es verdad, McGristle. ¡El drow no los mató! En cambio, ¡sí que acabó con los asesinos!
Roddy soltó un gruñido y le volvió la espalda. Era un cazarrecompensas veterano y también un buen investigador. Sabía la verdad desde hacía tiempo, pero no podía hacer caso omiso de la cicatriz en el rostro, la pérdida de la oreja, y menos aún de la fuerte recompensa prometida por la cabeza del drow.
—La gente de Maldobar no se alegrará de ver al drow muerto cuando se enteren de la verdad de la masacre —añadió la vigilante, advertida de las razones del montañés— y no creo que estén muy dispuestas a pagar.
Roddy la miró furioso, aunque una vez más no podía negar la validez de lo dicho. Cuando el grupo de Paloma emprendió el camino de regreso a Maldobar, Roddy McGristle fue con ellos.
Drizzt bajó de la montaña al cabo de unas horas en busca de algo que le informara del paradero de los perseguidores. Encontró el frasco de Kellindil y se acercó con desconfianza hasta que vio el otro objeto, la pequeña daga que le había arrebatado al trasgo, la misma que había empleado para cortar la cuerda del arco del elfo en el primer encuentro.
El líquido del frasco olía dulce, y el drow, con la garganta reseca por el polvo, bebió un buen trago. Un estremecimiento sacudió el cuerpo de Drizzt, que se notó fresco y revitalizado. Apenas si había comido en los últimos días, pero los músculos recuperaron fuerza casi al instante. Incluso la pierna herida mejoró rápidamente.
Sintió vértigo; caminó hasta un peñasco cercano y se sentó a la sombra dispuesto a descansar.
Cuando despertó, era de noche y en el cielo brillaban las estrellas. Se sentía mucho mejor. Drizzt sabía quién le había dejado el frasco y la daga, y, ahora que comprendía la naturaleza de la pócima, su confusión fue en aumento.