IV. Tenía algo de precursor

Cuando llegó el embarazo a su término, Lulú quedó con el vientre excesivamente aumentado.

—A ver si tengo dos —decía ella riendo.

—No digas esas cosas —murmuraba Andrés exasperado y entristecido.

Cuando Lulú creyó que el momento se acercaba, Hurtado fue a llamar a un médico joven, amigo suyo y de Iturrioz, que se dedicaba a partos.

Lulú estaba muy animada y muy valiente. El médico le había aconsejado que anduviese, y a pesar de que los dolores le hacían encogerse y apoyarse en los muebles, no cesaba de andar por la habitación.

Todo el día lo pasó así. El médico dijo que los primeros partos eran siempre difíciles, pero Andrés comenzaba a sospechar que aquello no tenía el aspecto de un parto normal.

Por la noche, las fuerzas de Lulú comenzaron a ceder. Andrés la contemplaba con lágrimas en los ojos.

—Mi pobre Lulú, lo que estás sufriendo —la decía.

—No me importa el dolor —contestaba ella—. ¡Si el niño viviera!

—Ya vivirá, ¡no tenga usted cuidado! —decía el médico.

—No, no; me da el corazón que no.

La noche fue terrible. Lulú estaba extenuada. Andrés, sentado en una silla, la contemplaba estúpidamente. Ella, a veces se acercaba a él.

—Tú también estás sufriendo. ¡Pobre! —y le acariciaba la frente y le pasaba la mano por la cara.

Andrés, presa de una impaciencia mortal, consultaba al médico a cada momento; no podía ser aquello un parto normal; debía de existir alguna dificultad; la estrechez de la pelvis, algo.

—Si para la madrugada esto no marcha —dijo el médico— veremos qué se hace.

De pronto, el médico llamó a Hurtado.

—¿Qué pasa? —preguntó éste.

—Prepare usted los fórceps inmediatamente.

—¿Qué ha ocurrido?

—La procidencia del cordón umbilical. El cordón está comprimido.

Por muy rápidamente que el médico introdujo las dos láminas del fórceps e hizo la extracción, el niño salió muerto.

Acababa de morir en aquel instante.

—¿Vive? —preguntó Lulú con ansiedad.

Al ver que no le respondían, comprendió que estaba muerto y cayó desmayada. Recobró pronto el sentido. No se había verificado aún el alumbramiento. La situación de Lulú era grave; la matriz había quedado sin tonicidad y no arrojaba la placenta.

El médico dejó a Lulú que descansara. La madre quiso ver el niño muerto. Andrés, al tomar el cuerpecito sobre una sábana doblada, sintió una impresión de dolor agudísimo, y se le llenaron los ojos de lágrimas.

Lulú comenzó a llorar amargamente.

—Bueno, bueno —dijo el médico—, basta; ahora hay que tener energía.

Intentó provocar la expulsión de la placenta, por la compresión, pero no lo pudo conseguir. Sin duda estaba adherida. Tuvo que extraerla con la mano. Inmediatamente después, dio a la parturienta una inyección de ergotina, pero no pudo evitar que Lulú tuviera una hemorragia abundante.

Lulú quedó en un estado de debilidad grande; su organismo no reaccionaba con la necesaria fuerza.

Durante dos días estuvo en este estado de depresión. Tenía la seguridad de que se iba a morir.

—Si siento morirme —le decía a Andrés— es por ti. ¿Qué vas a hacer tú, pobrecito, sin mí? —y le acariciaba la cara.

Otras veces era el niño lo que la preocupaba y decía:

—Mi pobre hijo. Tan fuerte como era. ¿Por qué se habrá muerto, Dios mío? Andrés la miraba con los ojos secos.

En la mañana del tercer día, Lulú murió. Andrés salió de la alcoba extenuado. Estaban en la casa doña Leonarda y Niní con su marido. Ella parecía ya una jamona; él un chulo viejo lleno de alhajas. Andrés entró en el cuartucho donde dormía, se puso una inyección de morfina, y quedó sumido en un sueño profundo.

Se despertó a media noche y saltó de la cama. Se acercó al cadáver de Lulú, estuvo contemplando a la muerta largo rato y la besó en la frente varias veces.

Había quedado blanca, como si fuera de mármol, con un aspecto de serenidad y de indiferencia, que a Andrés le sorprendió.

Estaba absorto en su contemplación cuando oyó que en el gabinete hablaban. Reconoció la voz de Iturrioz, y la del médico; había otra voz, pero para él era desconocida.

Hablaban los tres confidencialmente.

—Para mí —decía la voz desconocida— esos reconocimientos continuos que se hacen en los partos, son perjudiciales. Yo no conozco este caso, pero, ¿quién sabe? quizá esta mujer, en el campo, sin asistencia ninguna, se hubiera salvado.

La naturaleza tiene recursos que nosotros no conocemos.

—Yo no digo que no —contestó el médico que había asistido a Lulú—; es muy posible.

—¡Es lástima! —exclamó Iturrioz—. ¡Este muchacho ahora, marchaba tan bien! Andrés, al oír lo que decían, sintió que se le traspasaba el alma. Rápidamente, volvió a su cuarto y se encerró en él.

Por la mañana, a la hora del entierro, los que estaban en la casa, comenzaron a preguntarse qué hacía Andrés.

—No me choca nada que no se levante —dijo el médico— porque toma morfina.

—¿De veras? —preguntó Iturrioz.

—Sí.

—Vamos a despertarle entonces —dijo Iturrioz.

Entraron en el cuarto. Tendido en la cama, muy pálido, con los labios blancos, estaba Andrés.

—¡Está muerto! —exclamó Iturrioz.

Sobre la mesilla de noche se veía una copa y un frasco de aconitina cristalizada de Duquesnel.

Andrés se había envenenado.

Sin duda, la rapidez de la intoxicación no le produjo convulsiones ni vómitos.

La muerte había sobrevenido por parálisis inmediata del corazón.

—Ha muerto sin dolor —murmuró Iturrioz—. Este muchacho no tenía fuerza para vivir. Era un epicúreo, un aristócrata, aunque él no lo creía.

—Pero había en él algo de precursor —murmuró el otro médico.