Con pretexto de estar enfermo, Andrés abandonó el empleo, y por influencia de Julio Aracil le hicieron médico de La Esperanza, sociedad para la asistencia facultativa de gente pobre.
No tenía en este nuevo cargo tantos motivos para sus indignaciones éticas, pero en cambio la fatiga era terrible; había que hacer treinta y cuarenta visitas al día en los barrios más lejanos; subir escaleras y escaleras, entrar en tugurios infames…
En verano sobre todo, Andrés quedaba reventado. Aquella gente de las casas de vecindad, miserable, sucia, exasperada por el calor, se hallaba siempre dispuesta a la cólera. El padre o la madre que veía que el niño se le moría, necesitaba descargar en alguien su dolor, y lo descargaba en el médico. Andrés algunas veces oía con calma las reconvenciones, pero otras veces se encolerizaba y les decía la verdad: que eran unos miserables y unos cerdos; que no se levantarían nunca de su postración por su incuria y su abandono.
Iturrioz tenía razón: la naturaleza no sólo hacía el esclavo, sino que le daba el espíritu de la esclavitud.
Andrés había podido comprobar en Alcolea como en Madrid que, a medida que el individuo sube, los medios que tiene de burlar las leyes comunes se hacen mayores.
Andrés pudo evidenciar que la fuerza de la ley disminuye proporcionalmente al aumento de medios del triunfador. La ley es siempre más dura con el débil. Automáticamente pesa sobre el miserable.
Es lógico que el miserable por instinto odie la ley.
Aquellos desdichados no comprendían todavía que la solidaridad del pobre podía acabar con el rico, y no sabían más que lamentarse estérilmente de su estado.
La cólera y la irritación se habían hecho crónicas en Andrés; el calor, el andar al sol le producían una sed constante que le obligaba a beber cerveza y cosas frías que le estragaban el estómago.
Ideas absurdas de destrucción le pasaban por la cabeza. Los domingos, sobre todo cuando cruzaba entre la gente a la vuelta de los toros, pensaba en el placer que sería para él poner en cada bocacalle una media docena de ametralladoras y no dejar uno de los que volvían de la estúpida y sangrienta fiesta.
Toda aquella sucia morralla de chulos eran los que vociferaban en los cafés antes de la guerra, los que soltaron baladronadas y bravatas para luego quedarse en sus casas tan tranquilos. La moral del espectador de corrida de toros se había revelado en ellos; la moral del cobarde que exige valor en otro, en el soldado en el campo de batalla, en el histrión, o en el torero en el circo. A aquella turba de bestias crueles y sanguinarias, estúpidas y petulantes, le hubiera impuesto Hurtado el respeto al dolor ajeno por la fuerza.
El oasis de Andrés era la tienda de Lulú. Allí, en la oscuridad y a la fresca, se sentaba y hablaba.
Lulú mientras tanto cosía, y si llegaba alguna compradora, despachaba.
Algunas noches Andrés acompañó a Lulú y a su madre al paseo de Rosales. Lulú y Andrés se sentaban juntos, y hablaban contemplando la hondonada negra que se extendía ante ellos.
Lulú miraba aquellas líneas de luces interrumpidas de las carreteras y de los arrabales, y fantaseaba suponiendo que había un mar con sus islas, y que se podía andar en lancha por encima de estas sombras confusas.
Después de charlar largo rato volvían en el tranvía, y en la glorieta de San Bernardo se despedían estrechándose la mano.
Quitando estas horas de paz y de tranquilidad, todas las demás eran para Andrés de disgusto y de molestia…
Un día al visitar una guardilla de barrios bajos, al pasar por el corredor de una casa de vecindad, una mujer vieja con un niño en brazos se le acercó y le dijo si quería pasar a ver a un enfermo.
Andrés no se negaba nunca a esto, y entró en el otro tabuco.
Un hombre demacrado, famélico, sentado en un camastro, cantaba y recitaba versos. De cuando en cuando se levantaba en camisa e iba de un lado a otro tropezando con dos o tres cajones que había en el suelo.
—¿Qué tiene este hombre? —preguntó Andrés a la mujer.
—Está ciego, y ahora parece que se ha vuelto loco.
—¿No tiene familia? —Una hermana mía y yo; somos hijas suyas.
—Pues por este hombre no se puede hacer nada —dijo Andrés—. Lo único sería llevarlo al hospital o a un manicomio. Yo mandaré una nota al director del hospital. ¿Cómo se llama el enfermo?
—Villasús, Rafael Villasús.
—¿Éste es un señor que hacía dramas?
—Sí.
Andrés lo recordó en aquel momento. Había envejecido en diez o doce años de una manera asombrosa; pero aún la hija había envejecido más. Tenía un aire de insensibilidad y de estupor que sólo un aluvión de miserias puede dar a una criatura humana.
Andrés se fue de la casa pensativo.
—¡Pobre hombre! —se dijo— ¡Qué desdichado! ¡Este pobre diablo, empeñado en desafiar a la riqueza, es extraordinario! ¡Qué caso de heroísmo más cómico! Y quizá si pudiera discurrir pensaría que ha hecho bien; que la situación lamentable en que se encuentra es un timbre de gloria de su bohemia. ¡Pobre imbécil!
Siete u ocho días después, al volver a visitar al niño enfermo, que había recaído, le dijeron que el vecino de la guardilla, Villasús, había muerto.
Los inquilinos de los cuartuchos le contaron que el poeta loco, como le llamaban en la casa, había pasado tres días y tres noches vociferando, desafiando a sus enemigos literarios, riendo a carcajadas.
Andrés entró a ver al muerto. Estaba tendido en el suelo, envuelto en una sábana. La hija, indiferente, se mantenía acurrucada en un rincón. Unos cuantos desarrapados, entre ellos uno melenudo, rodeaban el cadáver.
—¿Es usted el médico? —le preguntó uno de ellos a Andrés con impertinencia.
—Sí; soy médico.
—Pues reconozca usted el cuerpo, porque creemos que Villasús no está muerto. Esto es un caso de catalepsia.
—No digan ustedes necedades —dijo Andrés.
Todos aquellos desarrapados, que debían ser bohemios, amigos de Villasús, habían hecho horrores con el cadáver: le habían quemado los dedos con fósforo para ver si tenía sensibilidad. Ni aun después de muerto, al pobre diablo lo dejaban en paz.
Andrés, a pesar de que tenía el convencimiento de que no había tal catalepsia, sacó el estetoscopio y auscultó al cadáver en la zona del corazón.
—Está muerto —dijo.
En esto entró un viejo de melena blanca y barba también blanca, cojeando, apoyado en un bastón. Venía borracho completamente. Se acercó al cadáver de Villasús, y con una voz melodramática gritó:
—¡Adiós, Rafael! ¡Tú eras un poeta! ¡Tú eras un genio! ¡Así moriré yo también! ¡En la miseria!, porque soy un bohemio y no venderé nunca mi conciencia. No.
Los desarrapados se miraban unos a otros como satisfechos del giro que tomaba la escena.
Seguía desvariando el viejo de las melenas, cuando se presentó el mozo del coche fúnebre, con el sombrero de copa echado a un lado, el látigo en la mano derecha y la colilla en los labios.
—Bueno —dijo hablando en chulo, enseñando los dientes negros—. ¿Se va a bajar el cadáver o no? Porque yo no puedo esperar aquí, que hay que llevar otros muertos al Este.
Uno de los desarrapados, que tenía un cuello postizo, bastante sucio, que le salía de la chaqueta, y unos lentes, acercándose a Hurtado le dijo con una afectación ridícula:
—Viendo estas cosas, dan ganas de ponerse una bomba de dinamita en el velo del paladar.
La desesperación de este bohemio le pareció a Hurtado demasiado alambicada para ser sincera, y dejando a toda esta turba de desarrapados en la guardilla salió de la casa.