Cerca de un mes tardó Hurtado en ir a ver a Lulú, y cuando fue se encontró un poco sorprendido al entrar en la tienda. Era una tienda bastante grande, con el escaparate ancho y adornado con ropas de niño, gorritos rizados y camisas llenas de lazos.
—Al fin ha venido usted —le dijo Lulú.
—No he podido venir antes. Pero ¿toda esta tienda es de usted? —preguntó Andrés.
—Sí.
—Entonces es usted capitalista; es usted una burguesa infame.
Lulú se rió satisfecha; luego enseñó a Andrés la tienda, la trastienda y la casa. Estaba todo muy bien arreglado y en orden.
Lulú tenía una muchacha que despachaba y un chico para los recados. Andrés estuvo sentado un momento. Entraba bastante gente en la tienda.
—El otro día vino Julio —dijo Lulú— y hablamos mal de usted.
—¿De veras?
—Sí; y me dijo una cosa, que usted había dicho de mí, que me incomodó.
—¿Qué le dijo a usted?
—Me dijo que usted había dicho una vez, cuando era estudiante, que casarse conmigo era lo mismo que casarse con un orangután. ¿Es verdad que ha dicho usted de mí eso? ¡Conteste usted!
—No lo recuerdo; pero es muy posible.
—¿Que lo haya dicho usted?
—Sí.
—¿Y qué debía hacer yo con un hombre que paga así la estimación que yo le tengo?
—No sé.
—¡Si al menos, en vez de orangután, me hubiera usted llamado mona!
—Otra vez será. No tenga usted cuidado.
Dos días después, Hurtado volvió a la tienda, y los sábados se reunía con Lulú y su madre en el café de la Luna. Pronto pudo comprobar que el señor de los anteojos pretendía a Lulú. Era aquel señor un farmacéutico que tenía la botica en la calle del Pez, hombre muy simpático e instruido. Andrés y él hablaron de Lulú.
—¿Qué le parece a usted esta muchacha? —le preguntó el farmacéutico.
—¿Quién? ¿Lulú?
—Sí.
—Pues es una muchacha por la que yo tengo una gran estimación —dijo Andrés.
—Yo también.
—Ahora, que me parece que no es una mujer para casarse con ella.
—¿Por qué?
—Es mi opinión; a mí me parece una mujer cerebral, sin fuerza orgánica y sin sensualidad, para quien todas las impresiones son puramente intelectuales.
—¡Qué sé yo! No estoy conforme.
Aquella misma noche Andrés pudo ver que Lulú trataba demasiado desdeñosamente al farmacéutico.
Cuando se quedaron solos, Andrés le dijo a Lulú:
—Trata usted muy mal al farmacéutico. Eso no me parece digno de una mujer como usted, que tiene un fondo de justicia.
—¿Por qué?
—Porque no. Porque un hombre se enamore de usted, ¿hay motivo para que usted le desprecie? Eso es una bestialidad.
—Me da la gana de hacer bestialidades.
—Habría que desear que a usted le pasara lo mismo, para que supiera lo que es estar desdeñada sin motivo.
—¿Y usted sabe si a mí me pasa lo mismo?
—No; pero me figuro que no.
Tengo demasiado mala idea de las mujeres para creerlo.
—¿De las mujeres en general y de mí en particular?
—De todas.
—¡Qué mal humor se le va poniendo a usted, don Andrés! Cuando sea usted viejo no va a haber quien le aguante.
—Ya soy viejo. Es que me indignan esas necedades de las mujeres. ¿Qué le encuentra usted a ese hombre para desdeñarle así? Es un hombre culto, amable, simpático, gana para vivir…
—Bueno, bueno; pero a mí me fastidia. Basta ya de esa canción.