II. Los amigos

A principio de otoño, Andrés quedó sin nada que hacer. Don Pedro se había encargado de hablar a sus amigos influyentes, a ver si encontraban algún destino para su hijo.

Hurtado pasaba las mañanas en la Biblioteca Nacional, y por las tardes y noches paseaba. Una noche, al cruzar por delante del teatro de Apolo, se encontró con Montaner.

—Chico, ¡cuánto tiempo! —exclamó el antiguo condiscípulo, acercándosele.

—Sí, ya hace algunos años que no nos hemos visto.

Subieron juntos la cuesta de la calle de Alcalá, y al llegar a la esquina de la de Peligros, Montaner insistió para que entraran en el café de Fornos.

—Bueno, vamos —dijo Andrés.

Era sábado y había gran entrada; las mesas estaban llenas; los trasnochadores, de vuelta de los teatros, se preparaban a cenar, y algunas busconas paseaban la mirada de sus ojos pintados por todo el ámbito de la sala.

Montaner tomó ávidamente el chocolate que le trajeron, y después le preguntó a Andrés:

—¿Y tú, qué haces? —Ahora nada. He estado en un pueblo. ¿Y tú? ¿Concluiste la carrera?

—Sí, hace un año. No podía acabarla, por aquella chica que era mi novia. Me pasaba el día entero hablando con ella; pero los padres de la chica se la llevaron a Santander y la casaron allí. Yo entonces fui a Salamanca, y he estado hasta concluir la carrera.

—¿De manera que te ha convenido que casaran a la novia?

—En parte, sí. ¡Aunque para lo que me sirve el ser médico!

—¿No encuentras trabajo?

—Nada. He estado con Julio Aracil.

—¿Con Julio?

—Sí.

—¿De qué?

—De ayudante.

—¿Ya necesita ayudantes Julio?

—Sí; ahora ha puesto una clínica. El año pasado me prometió protegerme. Tenía una plaza en el ferrocarril, y me dijo que cuando no la necesitara me la cedería a mí.

—¿Y no te la ha cedido?

—No; la verdad es que todo es poco para sostener su casa.

—¿Pues qué hace? ¿Gasta mucho?

—Sí.

—Antes era muy roñoso.

—Y sigue siéndolo.

—¿No avanza?

—Como médico poco, pero tiene recursos: el ferrocarril, unos conventos que visita; es también accionista de La Esperanza, una sociedad de ésas, de médico, botica y entierro; y tiene participación en una funeraria.

—¿De manera que se dedica a la explotación de la caridad?

—Sí; ahora, además, como te decía, tiene una clínica que ha puesto con dinero del suegro. Yo he estado ayudándole; la verdad es que me ha cogido de primo; durante más de un mes he hecho de albañil, de carpintero, de mozo de cuerda y hasta de niñera; luego me he pasado en la consulta asistiendo a pobres, y ahora que la cosa empieza a marchar, me dice Julio que tiene que asociarse con un muchacho valenciano que se llama Nebot, que le ha ofrecido dinero, y que cuando me necesite me llamará.

—En resumen, que te ha echado.

—Lo que tú dices.

—¿Y qué vas a hacer?

—Voy a buscar un empleo cualquiera.

—¿De médico?

—De médico o de no médico. Me es igual.

—¿No quieres ir a un pueblo?

—No, no; eso nunca. Yo no salgo de Madrid.

—Y los demás, ¿qué han hecho? —preguntó Andrés—. ¿Dónde está aquel Lamela?

—En Galicia. Creo que no ejerce, pero vive bien. De Cañizo no sé si te acordarás…

—No.

—Uno que perdió curso en anatomía.

—No, no me acuerdo.

—Si lo vieras, te acordarías en seguida —repuso Montaner—. Pues este Cañizo es un hombre feliz; tiene un periódico de carnicería. Creo que es muy glotón, y el otro día me decía: «Chico, estoy muy contento; los carniceros me regalan lomo, me regalan filetes… Mi mujer me trata bien; me da langosta algunos domingos».

—¡Qué animal!

—De Ortega sí te acordarás.

—¿Uno bajito, rubio?

—Sí.

—Me acuerdo.

—Ése estuvo de médico militar en Cuba, y se acostumbró a beber de una manera terrible. Alguna vez le he visto y me ha dicho: «Mi ideal es llegar a la cirrosis alcohólica y al generalato».

—De manera que nadie ha marchado bien de nuestros condiscípulos.

—Nadie o casi nadie, quitando a Cañizo con su periódico de carnicería, y con su mujer que los domingos le da langosta.

—Es triste todo eso. Siempre en este Madrid la misma interinidad, la misma angustia hecha crónica, la misma vida sin vida, todo igual.

—Sí; esto es un pantano —murmuró Montaner.

—Más que un pantano es un campo de ceniza. ¿Y Julio Aracil, vive bien?

—Hombre, según lo que se entienda por vivir bien.

—Su mujer, ¿cómo es?

—Es una muchacha vistosa, pero él la está prostituyendo.

—¿Por qué?

—Porque la va dando un aire de cocotte. Él hace que se ponga trajes exagerados, la lleva a todas partes; yo creo que él mismo la ha aconsejado que se pinte. Y ahora prepara el golpe final. Va a llevar a ese Nebot, que es un muchacho rico, a vivir a su casa y va a ampliar la clínica. Yo creo que lo que anda buscando es que Nebot se entienda con su mujer.

—¿De veras?

—Sí. Ha mandado poner el cuarto de Nebot en el mejor sitio de la casa, cerca de la alcoba de su mujer.

—Demonio. ¿Es que no la quiere?

—Julio no quiere a nadie, se casó con ella por su dinero. Él tiene una querida que es una señora rica, ya vieja.

—¿De manera que en el fondo, marcha?

—¡Qué sé yo! Lo mismo puede hundirse que hacerse rico.

Era ya muy tarde y Montaner y Andrés salieron del café y cada cual se fue a su casa.

A los pocos días Andrés encontró a Julio Aracil que entraba en un coche.

—¿Quieres dar una vuelta conmigo? —le dijo Julio—. Voy al final del barrio de Salamanca, a hacer una visita.

—Bueno.

Entraron los dos en el coche.

—El otro día vi a Montaner —le dijo Andrés.

—¿Te hablaría mal de mí? Claro. Entre amigos es indispensable.

—Sí parece que no está muy contento de ti.

—No me choca. La gente tiene una idea estúpida de las cosas —dijo Aracil con voz colérica—.

No quisiera más que tratar con egoístas absolutos, completos, no con gente sentimental que le dice a uno con las lágrimas en los ojos:

Toma este pedazo de pan duro, al que no le puedo hincar el diente, y a cambio convídame a cenar todos los días en el mejor hotel.

Andrés se echó a reír.

—La familia de mi mujer es también de las que tienen una idea imbécil de la vida —siguió diciendo Aracil—. Constantemente me están poniendo obstáculos.

—¿Por qué? —Nada. Ahora se les ocurre decir que el socio que tengo en la clínica, le hace el amor a mi mujer y que no le debo tener en casa. Es ridículo. ¿Es que voy a ser un Otelo? No; yo le dejo en libertad a mi mujer. Concha no me ha de engañar. Yo tengo confianza en ella.

—Haces bien.

—No sé qué idea tienen de las cosas —siguió diciendo Julio— estas gentes chapadas a la antigua, como dicen ellos. Porque yo comprendo un hombre como tú que es un puritano. ¡Pero ellos! Que me presentara yo mañana y dijera:

Estas visitas, que he hecho a don Fulano o a doña Zutana, no las he querido cobrar porque, la verdad, no he estado acertado… ¡toda la familia me pondría de imbécil hasta las narices!

—¡Ah! No tiene duda.

—Y si es así, ¿a qué se vienen con esas moralidades ridículas?

—¿Y qué te pasa para necesitar socio? ¿Gastas mucho?

—Mucho; pero todo el gasto que llevo es indispensable. Es la vida de hoy que lo exige. La mujer tiene que estar bien, ir a la moda, tener trajes, joyas… Se necesita dinero, mucho dinero para la casa, para la comida, para la modista, para el sastre, para el teatro, para el coche; yo busco como puedo ese dinero.

—¿Y no te convendría limitarte un poco? —le preguntó Andrés.

—¿Para qué? ¿Para vivir cuando sea viejo? No, no; ahora mejor que nunca. Ahora que es uno joven.

—Es una filosofía; no me parece mal, pero vas a inmoralizar tu casa.

—A mí la moralidad no me preocupa —replicó Julio—. Aquí, en confianza, te diré que una mujer honrada me parece uno de los productos más estúpidos y más amargos de la vida.

—Tiene gracia.

—Sí, una mujer que no sea algo coqueta no me gusta. Me parece bien que gaste, que se adorne, que se luzca. Un marqués, cliente mío, suele decir: Una mujer elegante debía tener más de un marido. Al oírle todo el mundo se ríe.

—¿Y por qué?

—Porque su mujer, como marido no tiene más que uno; pero, en cambio, amantes tiene tres.

—¿A la vez?

—Sí, a la vez; es una señora muy liberal.

—Muy liberal y muy conservadora, si los amantes le ayudan a vivir.

—Tienes razón, se le puede llamar liberal-conservadora.

Llegaron a la casa del cliente.

—¿Adónde quieres ir tú? —le preguntó Julio.

—A cualquier lado. No tengo nada que hacer.

—¿Quieres que te dejen en la Cibeles?

—Bueno.

—Vaya usted a la Cibeles y vuelva —le dijo Julio al cochero.

Se despidieron los dos antiguos condiscípulos y Andrés pensó que por mucho que subiera su compañero no era cosa de envidiarle.