I. Comentario a lo pasado

A los pocos días de llegar a Madrid, Andrés se encontró con la sorpresa desagradable de que se iba a declarar la guerra a los Estados Unidos. Había alborotos, manifestaciones en las calles, música patriótica a todo pasto.

Andrés no había seguido en los periódicos aquella cuestión de las guerras coloniales; no sabía a punto fijo de qué se trataba. Su único criterio era el de la criada vieja de la Dorotea, que solía cantar a voz en grito mientras lavaba, esta canción:

Parece mentira que por unos mulatos

Estemos pasando tan malitos ratos.

A Cuba se llevan la flor de la España

Y aquí no se queda más que la morralla.

Todas las opiniones de Andrés acerca de la guerra estaban condensadas en este cantar de la vieja criada.

Al ver el cariz que tomaba el asunto y la intervención de los Estados Unidos, Andrés quedó asombrado.

En todas partes no se hablaba más que de la posibilidad del éxito o del fracaso. El padre de Hurtado creía en la victoria española; pero en una victoria sin esfuerzo; los yanquis, que eran todos vendedores de tocino, al ver a los primeros soldados españoles, dejarían las armas y echarían a correr. El hermano de Andrés, Pedro, hacía vida de sportman y no le preocupaba la guerra; a Alejandro le pasaba lo mismo; Margarita seguía en Valencia.

Andrés encontró un empleo en una consulta de enfermedades del estómago, sustituyendo a un médico que había ido al extranjero por tres meses.

Por la tarde Andrés iba a la consulta, estaba allí hasta el anochecer, luego marchaba a cenar a casa y por la noche salía en busca de noticias.

Los periódicos no decían más que necedades y bravuconadas; los yanquis no estaban preparados para la guerra; no tenían ni uniformes para sus soldados. En el país de las máquinas de coser el hacer unos cuantos uniformes era un conflicto enorme, según se decía en Madrid.

Para colmo de ridiculez, hubo un mensaje de Castelar a los yanquis. Cierto que no tenía las proporciones bufo-grandilocuentes del manifiesto de Víctor Hugo a los alemanes para que respetaran París; pero era bastante para que los españoles de buen sentido pudieran sentir toda la vacuidad de sus grandes hombres.

Andrés siguió los preparativos de la guerra con una emoción intensa.

Los periódicos traían cálculos completamente falsos. Andrés llegó a creer que había alguna razón para los optimismos.

Días antes de la derrota encontró a Iturrioz en la calle.

—¿Qué le parece a usted esto? —le preguntó.

—Estamos perdidos.

—¿Pero si dicen que estamos preparados?

—Sí, preparados para la derrota. Sólo a ese chino, que los españoles consideramos como el colmo de la candidez, se le pueden decir las cosas que nos están diciendo los periódicos.

—Hombre, yo no veo eso.

—Pues no hay más que tener ojos en la cara y comparar la fuerza de las escuadras. Tú, fíjate; nosotros tenemos en Santiago de Cuba seis barcos viejos, malos y de poca velocidad; ellos tienen veintiuno, casi todos nuevos, bien acorazados y de mayor velocidad.

Los seis nuestros, en conjunto, desplazan aproximadamente veintiocho mil toneladas; los seis primeros suyos sesenta mil. Con dos de sus barcos pueden echar a pique toda nuestra escuadra; con veintiuno no van a tener sitio dónde apuntar.

—¿De manera que usted cree que vamos a la derrota?

—No a la derrota, a una cacería. Si alguno de nuestros barcos puede salvarse será una gran cosa.

Andrés pensó que Iturrioz podía engañarse; pero pronto los acontecimientos le dieron la razón.

El desastre había sido como decía él; una cacería, una cosa ridícula.

A Andrés le indignó la indiferencia de la gente al saber la noticia. Al menos él había creído que el español, inepto para la ciencia y para la civilización, era un patriota exaltado y se encontraba que no; después del desastre de las dos pequeñas escuadras españolas en Cuba y en Filipinas, todo el mundo iba al teatro y a los toros tan tranquilo; aquellas manifestaciones y gritos habían sido espuma, humo de paja, nada.

Cuando la impresión del desastre se le pasó, Andrés fue a casa de Iturrioz; hubo discusión entre ellos.

—Dejemos todo eso, ya que afortunadamente hemos perdido las colonias —dijo su tío—, y hablemos de otra cosa. ¿Qué tal te ha ido en el pueblo?

—Bastante mal.

—¿Qué te pasó? ¿Hiciste alguna barbaridad?

—No; tuve suerte. Como médico he quedado bien. Ahora, personalmente, he tenido poco éxito.

—Cuenta, veamos tu odisea en esa tierra de Don Quijote.

Andrés contó sus impresiones en Alcolea. Iturrioz le escuchó atentamente.

—¿De manera que allí no has perdido tu virulencia ni te has asimilado el medio?

—Ninguna de las dos cosas. Yo era allí una bacteridia colocada en un caldo saturado de ácido fénico.

—¿Y esos manchegos son buena gente?

—Sí, muy buena gente; pero con una moral imposible.

—Pero esa moral, ¿no será la defensa de la raza que vive en una tierra pobre y de pocos recursos?

—Es muy posible; pero si es así, ellos no se dan cuenta de este motivo.

—Ah, claro. ¿En dónde un pueblo del campo será un conjunto de gente con conciencia? ¿En Inglaterra, en Francia, en Alemania? En todas partes el hombre en su estado natural es un canalla, idiota y egoísta. Si ahí en Alcolea es una buena persona, hay que decir que los alcoleanos son gente superior.

—No digo que no. Los pueblos como Alcolea están perdidos porque el egoísmo y el dinero no está repartido equitativamente; no lo tienen más que unos cuantos ricos; en cambio entre los pobres no hay sentido individual. El día que cada alcoleano se sienta a sí mismo y diga: no transijo, ese día el pueblo marchará hacia adelante.

—Claro; pero para ser egoísta hay que saber; para protestar hay que discurrir. Yo creo que la civilización le debe más al egoísmo que a todas las religiones y utopías filantrópicas. El egoísmo ha hecho el sendero, el camino, la calle, el ferrocarril, el barco, todo.

—Estamos conformes. Por eso indigna ver a esa gente, que no tiene nada que ganar con la maquinaria social que, a cambio de cogerle al hijo y llevarlo a la guerra, no les da más que miseria y hambre para la vejez, y que aun así la defienden.

—Eso tiene una gran importancia individual, pero no social.

Todavía no ha habido una sociedad que haya intentado un sistema de justicia distributiva, y, a pesar de eso, el mundo, no digamos que marcha, pero al menos se arrastra y las mujeres siguen dispuestas a tener hijos.

—Es imbécil.

—Amigo, es que la naturaleza es muy sabia. No se contenta sólo con dividir a los hombres en felices y en desdichados, en ricos y pobres, sino que da al rico el espíritu de la riqueza, y al pobre el espíritu de la miseria. Tú sabes cómo se hacen las abejas obreros; se encierra a la larva en un alveolo pequeño y se le da una alimentación deficiente. La larva ésta se desarrolla de una manera incompleta; es una obrera, una proletaria, que tiene el espíritu del trabajo y de la sumisión. Así sucede entre los hombres, entre el obrero y el militar, entre el rico y el pobre.

—Me indigna todo esto —exclamó Andrés.

—Hace unos años —siguió diciendo Iturrioz— me encontraba yo en la isla de Cuba en un ingenio donde estaban haciendo la zafra.

Varios chinos y negros llevaban la caña en manojos a una máquina con grandes cilindros que la trituraba.

Contemplábamos el funcionamiento del aparato, cuando de pronto vemos a uno de los chinos que lucha arrastrado. El capataz blanco grita para que paren la máquina.

El maquinista no atiende a la orden y el chino desaparece e inmediatamente sale convertido en una sábana de sangre y de huesos machacados. Los blancos que presenciábamos la escena nos quedamos consternados; en cambio los chinos y los negros se reían. Tenían espíritu de esclavos.

—Es desagradable.

—Sí, como quieras; pero son los hechos y hay que aceptarlos y acomodarse a ellos. Otra cosa es una simpleza. Intentar andar entre los hombres, en ser superior, como tú has querido hacer en Alcolea, es absurdo.

—Yo no he intentado presentarme como ser superior —replicó Andrés con viveza—. Yo he ido en hombre independiente. A tanto trabajo, tanto sueldo. Hago lo que me encargan, me pagan, y ya está.

—Eso no es posible; cada hombre no es una estrella con su órbita independiente.

—Yo creo que el que quiere serlo lo es.

—Tendrá que sufrir las consecuencias.

—¡Ah, claro! Yo estoy dispuesto a sufrirlas. El que no tiene dinero paga su libertad con su cuerpo; es una onza de carne que hay que dar, que lo mismo le pueden sacar a uno del brazo que del corazón. El hombre de verdad busca antes que nada su independencia; se necesita ser un pobre diablo o tener alma de perro para encontrar mala la libertad. ¿Que no es posible? ¿Que el hombre no puede ser independiente como una estrella de otra? A esto no se puede decir más sino que es verdad, desgraciadamente.

—Veo que vienes lírico del pueblo.

—Será la influencia de las migas.

—O del vino manchego.

—No; no lo he probado.

—¿Y querías que tuvieran simpatía por ti y despreciabas el producto mejor del pueblo? Bueno, ¿qué piensas hacer?

—Ver si encuentro algún sitio donde trabajar.

—¿En Madrid?

—Sí, en Madrid.

—¿Otra experiencia?

—Eso es, otra experiencia.

—Bueno, vamos ahora a la azotea.