X. Despedida

Andrés, que hasta entonces había tenido simpatía entre la gente pobre, vio que la simpatía se trocaba en hostilidad. En la primavera decidió marcharse y presentar la dimisión de su cargo.

Un día de mayo fue el fijado para la marcha; se despidió de don Blas Carreño y del juez y tuvo un violento altercado con Sánchez, quien, a pesar de ver que el enemigo se le iba, fue bastante torpe para recriminarle con acritud.

Andrés le contestó rudamente y dijo a su compañero unas cuantas verdades un poco explosivas.

Por la tarde, Andrés preparó su equipaje y luego salió a pasear.

Hacía un día tempestuoso con vagos relámpagos, que brillaban entre dos nubes. Al anochecer comenzó a llover y Andrés volvió a su casa.

Aquella tarde Pepinito, su hija y la abuela habían ido al Maillo, un pequeño balneario próximo a Alcolea.

Andrés acabó de preparar su equipaje. A la hora de cenar entró la patrona en su cuarto.

—¿Se va usted de verdad mañana, don Andrés?

—Sí.

—Estamos solos; cuando usted quiera cenaremos.

—Voy a terminar en un momento.

—Me da pena verle a usted marchar. Ya le teníamos a usted como de la familia.

—¡Qué se le va a hacer! Ya no me quieren en el pueblo.

—No lo dirá usted por nosotros.

—No, no lo digo por ustedes. Es decir, no lo digo por usted. Si siento dejar el pueblo, es más que nada por usted.

—¡Bah! Don Andrés.

—Créalo usted o no lo crea, tengo una gran opinión de usted. Me parece usted una mujer muy buena, muy inteligente…

—¡Por Dios, don Andrés, que me va usted a confundir! —dijo ella riendo.

—Confúndase usted todo lo que quiera, Dorotea. Eso no quita para que sea verdad. Lo malo que tiene usted…

—Vamos a ver lo malo… —replicó ella con seriedad fingida.

—Lo malo que tiene usted —siguió diciendo Andrés— es que está usted casada con un hombre que es un idiota, un imbécil petulante, que le hace sufrir a usted, y a quien yo como usted le engañaría con cualquiera.

—¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Qué cosas me está usted diciendo!

—Son las verdades de la despedida… Realmente yo he sido un imbécil en no haberle hecho a usted el amor.

—¿Ahora se acuerda usted de eso, don Andrés?

—Sí, ahora me acuerdo. No crea usted que no lo he pensado otras veces; pero me ha faltado decisión. Hoy estamos solos en toda la casa. ¿No?

—Sí, estamos solos. Adiós, don Andrés; me voy.

—No se vaya usted, tengo que hablarle.

Dorotea, sorprendida del tono de mando de Andrés, se quedó.

—¿Qué me quiere usted? —dijo.

—Quédese usted aquí conmigo.

—Pero yo soy una mujer honrada, don Andrés —replicó Dorotea con voz ahogada.

—Ya lo sé, una mujer honrada y buena, casada con un idiota. Estamos solos, nadie habría de saber que usted había sido mía. Esta noche para usted y para mí sería una noche excepcional, extraña…

—Sí, ¿y el remordimiento?

—¿ Remordimiento?

Andrés, con lucidez, comprendió que no debía discutir este punto.

—Hace un momento no creía que le iba a usted a decir esto. ¿Por qué se lo digo? No sé. Mi corazón palpita ahora como un martillo de fragua.

Andrés se tuvo que apoyar en el hierro de la cama, pálido y tembloroso.

—¿Se pone usted malo? —murmuró Dorotea con voz ronca.

—No; no es nada.

Ella estaba también turbada, palpitante. Andrés apagó la luz y se acercó a ella.

Dorotea no resistió. Andrés estaba en aquel momento en plena inconsciencia…

Al amanecer comenzó a brillar la luz del día por entre las rendijas de las maderas. Dorotea se incorporó. Andrés quiso retenerla entre sus brazos.

—No, no —murmuró ella con espanto, y levantándose rápidamente huyó del cuarto.

Andrés se sentó en la cama atónito, asombrado de sí mismo.

Se encontraba en un estado de irresolución completa; sentía en la espalda como si tuviera una plancha que le sujetara los nervios y tenía temor de tocar con los pies el suelo.

Sentado, abatido, estuvo con la frente apoyada en las manos, hasta que oyó el ruido del coche que venía a buscarle. Se levantó, se vistió y abrió la puerta antes que llamaran, por miedo al pensar en el ruido de la aldaba; un mozo entró en el cuarto y cargó con el baúl y la maleta y los llevó al coche.

Andrés se puso el gabán y subió a la diligencia, que comenzó a marchar por la carretera polvorienta.

—¡Qué absurdo! ¡Qué absurdo es todo esto! —exclamó luego—. Y se refería a su vida y a esta última noche tan inesperada, tan aniquiladora.

En el tren su estado nervioso empeoró. Se sentía desfallecido, mareado. Al llegar a Aranjuez se decidió a bajar del tren. Los tres días que pasó aquí tranquilizaron y calmaron sus nervios.