En el pueblo, la tienda de objetos de escritorio, era al mismo tiempo librería y centro de suscripciones. Andrés iba a ella a comprar papel y algunos periódicos.
Un día le chocó ver que el librero tenía quince a veinte tomos con una cubierta en donde aparecía una mujer desnuda. Eran de estas novelas a estilo francés; novelas pornográficas, torpes, con cierto barniz psicológico hechas para uso de militares, estudiantes y gente de poca mentalidad.
—¿Es que eso se vende? —le preguntó Andrés al librero.
—Sí; es lo único que se vende.
El fenómeno parecía paradójico y sin embargo era natural. Andrés había oído a su tío Iturrioz que en Inglaterra, en donde las costumbres eran interiormente de una libertad extraordinaria, libros, aun los menos sospechosos de libertinaje, estaban prohibidos, y las novelas que las señoritas francesas o españolas leían delante de sus madres, allí se consideraban nefandas.
En Alcolea sucedía lo contrario; la vida era de una moralidad terrible; llevarse a una mujer sin casarse con ella, era más difícil que raptar a la Giralda de Sevilla a las doce del día; pero en cambio se leían libros pornográficos de una pornografía grotesca por lo trascendental.
Todo esto era lógico. En Londres, al agrandarse la vida sexual por la libertad de costumbres, se achicaba la pornografía; en Alcolea, al achicarse la vida sexual, se agrandaba la pornografía.
—Qué paradoja ésta de la sexualidad —pensaba Andrés al ir a su casa—. En los países donde la vida es intensamente sexual no existen motivos de lubricidad; en cambio en aquellos pueblos como Alcolea, en donde la vida sexual era tan mezquina y tan pobre, las alusiones eróticas a la vida del sexo estaban en todo.
Y era natural, era en el fondo un fenómeno de compensación.